Al sur de la frontera, al oeste del sol (11 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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—No es Armani —dije—. La camisa y la corbata sí, pero el traje no.

Ella sonrió.

—¿Sabes, Shimamoto? —dije—. Siempre había querido verte. Verte y hablar contigo. ¡Tenía tantas cosas que contarte!

—También yo tenía ganas de verte a ti. ¡Pero no viniste! Lo sabes, ¿verdad? Cuando te fuiste del barrio, estuve mucho tiempo esperando que vinieras a verme. ¿Por qué no lo hiciste? Me sentía muy sola. Pensaba que tendrías nuevos amigos y que te habías olvidado de mí.

Shimamoto aplastó el cigarrillo en el cenicero. Llevaba las uñas pintadas con laca transparente. Unas uñas que parecían un objeto pulido con esmero. Liso, sin nada superfluo.

—Tenía miedo.

—¿Miedo? —dijo Shimamoto—. ¿Y a qué le tenías miedo? ¿A mí?

—No, tú no me dabas miedo. Lo que temía era sentirme rechazado. Sólo era un niño. No podía imaginar que me estuvieras esperando. Me aterraba que me rechazaras. Que te molestara que te visitase. Por eso dejé de ir. Me daba la impresión de que, antes de pasar por algo tan amargo, era preferible vivir con el recuerdo de cuando estábamos unidos.

Ladeó un poco la cabeza. Hizo rodar un anacardo en la palma de la mano.

—Las cosas no son fáciles, ¿verdad?

—No, no lo son.

—Y pensar que hubiéramos podido seguir siendo amigos… Si te soy sincera, ni en la escuela, ni en el instituto, ni en la universidad, tuve un solo amigo de verdad. Siempre me sentí sola. Siempre pensaba lo maravilloso que sería que hubiéramos mantenido nuestra relación. Aunque no estuvieras a mi lado, al menos podríamos escribirnos. Las cosas habrían podido ser muy distintas. Todo hubiese sido mucho más soportable. —Shimamoto hizo una pausa—. No sé por qué, al empezar secundaria, las cosas en la escuela empezaron a irme mal. Y me fui encerrando más en mí misma. Era un círculo vicioso.

Asentí.

—En primaria —dije yo—, todo me había ido bien, pero después fue un desastre. Fue como vivir en el fondo de un pozo. Luego, durante los diez años que van desde mi ingreso en la universidad hasta que me casé con Yukiko, experimenté lo siguiente: una cosa empieza a ir mal, ésta hace que otra también funcione mal y la situación va empeorando indefinidamente. Acabas por no poder salir de allí. Hasta que viene alguien y te arrastra fuera.

—Yo era coja. Por eso no podía hacer lo mismo que los demás. Así que no hacía otra cosa que leer, me costaba mucho abrirme a la gente. Mi apariencia resultaba, además, no sé cómo decirlo, llamativa. Por eso casi todos creían que era una chica arrogante y complicada. Claro que quizá tuvieran razón.

—Eres demasiado bonita —dije.

Ella se puso otro cigarrillo entre los labios. Prendí una cerilla y se lo encendí.

—¿De verdad te parezco bonita? —preguntó Shimamoto.

—Claro. Pero seguro que todo el mundo te lo dice.

Shimamoto sonrió.

—No creas. Además, para serte sincera, a mí no me acaba de gustar mi cara. Así que me alegra que me lo digas. Sea como sea, no suelo caer bien a las otras mujeres, por desgracia. Lo he pensado muchas veces: «Total, a mí qué más me da que me llamen guapa. Lo que quiero es ser alguien corriente, hacer amigos como todo el mundo».

Shimamoto alargó la mano y rozó la mía sobre la barra.

—Pero estoy contenta. De que seas feliz.

Permanecí en silencio.

—Porque eres feliz, ¿verdad?

—No sabría decirte. Al menos, no me siento infeliz. Ni tampoco solo —dije. Y añadí tras una pequeña pausa—: Pero a veces se me ocurre, sin más, que las horas que pasamos juntos en la sala de estar de tu casa fueron las más felices de mi vida.

—¿Sabes?, aún guardo aquellos discos. Nat King Cole, Bing Crosby, Rossini,
Peer Gynt,
todos. Los conservo todos, no he perdido ninguno. Mi padre me los dejó de recuerdo al morir. Los ponía con muchísimo cuidado, así que, incluso ahora, están en perfecto estado. Te acordarás de lo bien que los cuidaba, ¿no?

—¿Tu padre ha muerto?

—Hace cinco años, de un cáncer de colon. Tuvo una muerte horrible. Y pensar que era un hombre tan fuerte…

Había visto varias veces al padre de Shimamoto. Un hombre recio como los robles que crecían en su jardín.

—¿Y tu madre está bien? —le pregunté.

—Supongo que sí.

Algo en el tono de su voz me llamó la atención.

—¿No te llevas bien con tu madre?

Shimamoto apuró el daiquiri, dejó la copa sobre la barra y llamó al barman. Luego me preguntó:

—¿Tenéis algún cóctel especial de la casa?

—Tenemos muchos cócteles exclusivos. El de más éxito es uno que se llama como el bar, Robin’s Nest. Me lo inventé yo. La base es de ron y vodka. Sabe muy bien, pero enseguida se te sube a la cabeza.

—Especialmente indicado para seducir a las mujeres.

—Quizá no lo sepas todavía, Shimamoto, pero los cócteles son para eso.

Se rió.

—Bueno, entonces lo probaré.

Cuando se lo trajeron, tras observar el color, dio un sorbo y permaneció unos instantes con los ojos cerrados dejando que el sabor se infiltrara en su cuerpo.

—¡Qué delicado! Ni dulce ni amargo. Es ligero y sencillo, pero con cuerpo. No sabía que tuvieras tan buenas manos.

—No sé hacer una estantería. Tampoco sé cambiar el filtro del aceite del coche. Ni siquiera sé pegar derecho un sello. Cuando he de marcar un número de teléfono, me equivoco a menudo. Pero he creado unos cuantos cócteles. Y tienen mucho éxito.

Dejó la copa del cóctel sobre el posavasos y permaneció unos instantes mirando dentro con fijeza. Al inclinar la copa, el reflejo de las luces del techo tembló ligeramente dentro.

—Hace mucho que no veo a mi madre. Diez años atrás, tuvimos algún problema y, desde entonces, apenas nos hemos visto. En el funeral de mi padre sí nos encontramos, claro.

El
piano trio
acabó de ejecutar un blues propio y el pianista empezó a interpretar
Star-Crossed Lovers.
Cuando yo estaba en el local, solían tocarme esta balada. Sabían que me gustaba. Ni es una de las melodías más conocidas de Ellington ni yo la asociaba a ningún recuerdo personal, pero desde que la oí casualmente por primera vez, me conmovió de una manera especial. Tanto en mi época de universidad como cuando trabajaba en la editorial, por la noche solía escuchar una vez tras otra el álbum
Such Sweet Thunder,
que contiene
Star-Crossed Lovers.
En él, Johnny Hodges ejecuta un sensible y elegante solo. Cada vez que escuchaba esa hermosa melodía, los recuerdos de aquella época revivían en mi mente. No habían sido unos años felices y me sentía lleno de deseos insatisfechos. Era más joven, más ávido, estaba más solo. Pero era yo mismo, con un perfil más simple, más agudo. En aquella época, podía sentir cómo mi cuerpo absorbía cada nota que escuchaba, cada línea que leía. Mis nervios estaban afilados como una cuña y en mis ojos brillaba una luz acerada que penetraba en quien tenía delante. Así era entonces. Y cada vez que escuchaba
Star-Crossed Lovers,
recordaba mis ojos reflejados en el espejo.

—A decir verdad, en tercero de secundaria fui a verte una vez. Me sentía tan solo que no lo podía soportar —dije—. Llamé por teléfono, pero no contestó nadie. Así que cogí el tren y me acerqué a tu casa. Pero en la puerta había una placa con otro nombre.

—Dos años después de que te fueras, nos mudamos a Fujisawa por el trabajo de mi padre. Está cerca de Enoshima. Y nos quedamos allí hasta que entré en la universidad. Al mudarnos, te envié una postal con mi nueva dirección. ¿No la recibiste?

Negué con la cabeza.

—De haberla recibido, te habría contestado. ¡Qué raro! Debía de haber algún error.

—O quizás es sólo que tenemos mala suerte —dijo Shimamoto—. No hay un error, sino montones. Nuestros caminos se han cruzado una vez tras otra sin que nos encontráramos. En fin, háblame de ti. Cuéntame qué ha sido de tu vida hasta ahora.

—No es una historia muy divertida.

Le resumí a grandes rasgos lo que había hecho desde entonces. Le conté que en el instituto había salido con una chica, pero que, al final, le había hecho daño. No le detallé los pormenores. Pero le conté que había ocurrido algo y que esos sucesos la habían herido a ella y, al mismo tiempo, también a mí. Le conté que había ingresado en la universidad y que, al graduarme, había empezado a trabajar en una editorial de libros de texto. Le conté cómo había pasado la veintena viviendo, un día tras otro, inmerso en la soledad. Sin nadie a quien pudiera llamar amigo. Le conté que había salido con algunas mujeres, pero que no había logrado ser feliz. Desde que salí del instituto hasta que encontré a Yukiko y me casé con ella, no había conocido a nadie que me gustara de verdad.

—Durante aquella época pensaba mucho en ti. Siempre pensaba lo maravilloso que sería verte y hablar contigo, aunque fuera sólo una hora.

Cuando se lo dije, sonrió.

—¿Pensabas mucho en mí?

—Sí.

—Yo también pensaba en ti —dijo Shimamoto—. Cada vez que sufría. Tú has sido el único amigo que he tenido en toda mi vida.

Permaneció unos instantes con los ojos cerrados, apoyando una mejilla en la mano, como si las fuerzas hubiesen abandonado su cuerpo. No llevaba ningún anillo. Le temblaban ligeramente las pestañas de vez en cuando. Poco después, abrió los ojos despacio y miró su reloj. Yo hice lo mismo. Ya era cerca de medianoche.

Cogió el bolso, bajó del taburete con un movimiento mínimo.

—Buenas noches. Me alegro de haberte visto.

La acompañé hasta la puerta.

—¿Quieres que llame un taxi? Si has de coger un taxi, te será difícil encontrar uno con esta lluvia —dije.

Shimamoto negó con la cabeza.

—No te preocupes. Ya me las apañaré.

—¿De verdad no te has sentido decepcionada?

—¿De ti?

—Sí.

—No. No te preocupes —dijo Shimamoto sonriendo—. Tranquilo. Pero ese traje, ¿de verdad no es de Armani?

Me di cuenta de que no cojeaba como antes. Su paso no era muy rápido y, si se observaba con atención, se notaba que había algo artificial en su manera de andar. Pero parecía casi natural.

—Me operé hace cuatro años —me explicó Shimamoto como disculpándose—. No es que haya quedado bien del todo, pero ha mejorado mucho. Fue una operación muy seria, pero salió bien. Tuvieron que cortar hueso por aquí, añadir por allá.

—¡Pero eso es estupendo! Ya no cojeas.

—Sí, está muy bien. Me alegro de haberme operado. Tendría que haberlo hecho antes.

Recogí su abrigo en el guardarropa y la ayudé a ponérselo. De pie a mi lado, ya no era tan alta. Me extrañó un poco. A los doce años medía lo mismo que yo.

—¿Podré volver a verte?

—Quizá —dijo. Y esbozó una sonrisa. Una sonrisa que parecía una pequeña columna de humo alzándose en silencio un día sin viento. Quizá.

Abrió la puerta y se marchó. Cinco minutos después, subí las escaleras y salí a la calle. Me preocupaba que no hubiese podido encontrar un taxi. Seguía lloviendo. Shimamoto ya no estaba. En la calle no se veía un alma. Sólo las luces de los faros de los coches extendiéndose borrosas sobre el pavimento mojado.

«Tal vez haya sido una ilusión», pensé. Permanecí allí de pie largo tiempo mirando cómo la lluvia caía sobre la calle. Me daba la impresión de haber vuelto a los doce años. Cuando era pequeño, los días lluviosos solía quedarme inmóvil, sin mover un músculo, contemplando la lluvia. Al mirar la lluvia sin pensar en nada, tienes la sensación de que tu cuerpo se va soltando poco a poco y que te vas separando del mundo real. Quizá la lluvia tenga un poder hipnótico. Como mínimo, eso me parecía entonces.

Pero no había sido una ilusión. Al volver al bar, en el sitio donde había estado sentada Shimamoto quedaban su copa y el cenicero. Y dentro del cenicero había algunas colillas manchadas de carmín. Me senté al lado y cerré los ojos. El eco de la música fue alejándose poco a poco y me quedé solo. La lluvia seguía cayendo en silencio a través de la dulce oscuridad.

9

Shimamoto no apareció durante mucho tiempo. Cada noche me pasaba las horas sentado en la barra del Robin’s Nest. Leía y, de vez en cuando, echaba un vistazo hacia la puerta. Pero ella no aparecía.

Me empezó a preocupar la idea de haber dicho algo inconveniente. De haberla herido hablando más de la cuenta. Me repetí una vez tras otra las palabras que había pronunciado aquella noche, recordé las suyas. No encontré nada que me llamara la atención. Tal vez la había decepcionado. Era tan hermosa, y ahora ya ni siquiera cojeaba. Quizá no había logrado descubrir en mi interior nada que valiera la pena.

El año se acercaba a su fin, pasaron las Navidades, llegó Año Nuevo. Enero pasó en un santiamén. Yo cumplí treinta y siete años. Me resigné y dejé de esperarla. Empecé a espaciar mis visitas al Robin’s Nest. Allí no podía evitar acordarme de ella y buscar su rostro entre los clientes. Solía sentarme en la barra, abrir las páginas de un libro y perderme en pensamientos sin rumbo. Empecé a tener dificultades para concentrarme.

Me había dicho que yo era su único amigo. Me había dicho que era el único amigo que había tenido en su vida. Y, al oírlo, me había sentido feliz. Había creído que podríamos volver a ser amigos. Tenía tantas cosas que decirle. Quería pedirle su opinión acerca de todo. No importaba que no quisiera contarme nada sobre sí misma. Me bastaba con verla y hablar con ella.

Pero no volvió. Tal vez estuviera tan ocupada que no podía venir a verme. Pero tres meses eran mucho tiempo. Incluso suponiendo que le fuera imposible venir, podía telefonearme. «¡Vamos, que me ha olvidado!», pensé. «Al fin y al cabo, no debía de importarle tanto.» Esos pensamientos me hacían daño. Sentía como si se me hubiera abierto una pequeña brecha en el corazón. Ella no debería haber hablado de aquella forma. Hay palabras que quedan para siempre en el corazón de las personas.

Pero volvió, a principios de febrero, también en una noche de lluvia. Una lluvia muda y helada. Aquella noche unos asuntos me habían llevado al Robin’s Nest antes de lo habitual. Los paraguas de los clientes traían consigo el olor frío de la lluvia. Aquella noche un saxo tenor se había unido al
piano trio
y estaban tocando juntos. Era un saxofonista bastante conocido y la clientela vibraba. Yo, sentado en mi rincón de la barra, leía un libro cuando Shimamoto se acercó y se sentó sin ruido a mi lado.

—Buenas noches —me saludó.

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