Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
—¿Cuándo ocurrió?
—El año pasado por estas fechas. En febrero.
—¡Pobre! —dije.
—No quería enterrarla. No quería meterla en un lugar oscuro. Preferí conservarla conmigo un tiempo y, luego, dejar que fluyera hasta el mar arrastrada por la corriente y que se convirtiera en lluvia.
Shimamoto enmudeció. Permaneció largo tiempo en silencio. Yo seguí conduciendo sin decir nada. Creía que ella prefería no hablar. Opté por dejarla en paz. Pero, de pronto, me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Shimamoto empezó a hacer un ruido extraño al respirar. Un ruido, para entendernos, parecido al de una máquina. Al principio, pensé incluso que le pasaba algo al motor del coche. Pero el ruido llegaba, sin duda alguna, del asiento de al lado. No era un sollozo. Era como si Shimamoto tuviera un agujero en la tráquea, como si el aire fuera escapándosele por él al respirar.
Mientras esperaba en un semáforo, le miré el perfil. Blanca como el papel. Su rostro mostraba una rigidez antinatural, como si lo hubiesen untado con algo. La cabeza apoyada en el asiento, miraba fijamente hacia delante. No efectuaba el más mínimo movimiento, apenas un ligero parpadeo, casi mecánico, de vez en cuando. Conduje hasta dar con una zona adecuada y detuve el coche. Era el aparcamiento desierto de una bolera cerrada. En el tejado del edificio, que parecía un hangar vacío, se erguía un enorme bolo. Era un paisaje tan desolado que parecía que hubiésemos llegado al fin del mundo. En el enorme aparcamiento no había ningún otro coche.
—¡Shimamoto! —la llamé—. ¿Estás bien?
No respondió. Apoyada en el respaldo, seguía haciendo aquel extraño ruido al respirar. Le toqué la mejilla. Exangüe, tan helada como si hubiera absorbido la escena que nos rodeaba. En su frente no percibí rastro de calor. Contuve el aliento. Pensé que tal vez fuera a morir allí mismo. Sus ojos carecían de expresión. Le miré las pupilas. No se veía nada. Y en el fondo de ellas se adivinaba, fría y oscura, la muerte.
—¡Shimamoto! —la llamé de nuevo en voz alta. No obtuve respuesta. Ni la menor reacción. Sus ojos no miraban a ninguna parte. Ni siquiera sabía si estaba consciente. Pensé que lo mejor sería llevarla a urgencias de un hospital. Pero si íbamos, seguro que perderíamos el avión. No era el momento de pensar en ello. Quizá se estuviera muriendo. Y yo debía tratar de impedirlo, fuera como fuese.
Cuando acababa de poner el motor en marcha, me di cuenta de que Shimamoto intentaba decirme algo. Apagué el motor, apliqué el oído a sus labios, pero no pude entenderla. Más que palabras, aquellos sonidos parecían aire que se escapara por un resquicio. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, repetía una palabra una vez y otra vez. Me concentré en descifrarla. Al parecer, estaba pronunciando «medicina».
—¿Tienes aquí algún medicamento? —le pregunté.
Asintió débilmente. Fue un movimiento de cabeza casi imperceptible. Por lo visto, era el único gesto que podía permitirse. Le registré los bolsillos del abrigo. Había un monedero, un pañuelo y un manojo de llaves. Pero ningún medicamento. Luego abrí su bolso. En el bolsillo interior había un sobrecito de papel con cuatro cápsulas pequeñas. Se las mostré.
—¿Son éstas?
Asintió sin mover los ojos.
Incliné hacia atrás el respaldo del coche, le abrí la boca, le introduje una cápsula. Tenía la boca reseca, no lograba empujar la cápsula hasta el fondo de la garganta. Miré alrededor buscando una máquina expendedora de bebidas. No descubrí ninguna. Tampoco tenía tiempo de buscarla. El único líquido que podía conseguir allí era nieve licuada. Y nieve, por suerte, la había en abundancia. Bajé del coche, escogí entre la nieve helada bajo un alero del edificio la que me pareció más limpia y la metí en su gorro de lana. Luego me la fui introduciendo poco a poco en la boca para disolverla. Tardaba mucho tiempo en deshacerse y acabé perdiendo la sensibilidad en la punta de la lengua, pero no se me ocurrió un método mejor. Le abrí la boca a Shimamoto y pasé el agua de mi boca a la suya. Cuando acabé de pasársela toda, le pellizqué la nariz e hice que se tragara el agua a la fuerza. Entre ahogos, lo fue haciendo. Tras repetir la operación varias veces, la cápsula se deslizó finalmente hasta el fondo de su garganta.
Miré el sobre donde había encontrado el medicamento. No había nada escrito. Ni el nombre, ni el de Shimamoto, ni la posología. Nada. «¡Qué extraño!», pensé. Normalmente, en los sobres de medicamentos siempre se da algún tipo de información. Para que nadie pueda equivocarse al tomarlos, para que cuando te los administra otra persona, sepa lo que debe hacer. De todos modos, devolví el sobre al bolsillo interior de su bolso y me quedé observando cómo evolucionaba. No sabía qué tipo de medicamento era, tampoco conocía los síntomas, pero si llevaba la medicina siempre consigo, algún efecto debía de tener. Como mínimo, aquello no era inesperado, sino algo que Shimamoto, de alguna manera, preveía.
Diez minutos después, sus mejillas empezaron a cobrar color. Apliqué con suavidad mi mejilla contra la suya. Aunque poco, el calor había vuelto a su rostro. Lancé un suspiro de alivio y me dejé caer contra el respaldo. Al fin y al cabo, parecía que no iba a morir. Le rodeé los hombros con el brazo y, de vez en cuando, apretaba mi mejilla contra la suya. Comprobé cómo regresaba, poco a poco, a este mundo.
—Hajime —dijo con un hilo de voz.
—Oye, ¿necesitas que te lleve a un hospital? Si crees que es mejor, puedo buscar uno con servicio de urgencias —dije.
—No hace falta —dijo Shimamoto—. Ya estoy bien. Cuando tomo la medicina, ya está. Dentro de poco, estaré completamente repuesta. No te preocupes. Lo que sí importa es la hora. Si no vamos rápido al aeropuerto, perderemos el avión.
—Tranquila. No te preocupes por la hora. Nos quedaremos aquí hasta que te sientas bien —dije.
Le enjugué la boca con mi pañuelo. Ella me lo cogió y lo contempló unos instantes.
—¿Eres tan amable con todo el mundo?
—No, no lo soy con cualquiera —dije—. Contigo sí. Mi vida tiene demasiadas limitaciones para que pueda ser amable con cualquiera. Incluso tengo limitaciones para ser amable sólo contigo. Si no las tuviera, podría hacer más cosas por ti. Pero no es así.
Shimamoto se volvió hacia mí y me clavó la mirada.
—Hajime, no creas que ha sido intencionado, que quería hacerte perder el avión —dijo en voz baja.
La miré sorprendido.
—¡Cómo se te ocurre! No hace falta que lo digas. Ya lo sé. Te encontrabas mal. Y contra eso, no hay nada qué hacer.
—Lo siento —dijo.
—No tienes por qué disculparte. Tú no tienes ninguna culpa.
—Sí, pero he arruinado todos tus planes.
Le acaricié el pelo, me incliné y posé los labios en su mejilla. Hubiera querido abrazarla y sentir en mi piel el calor de su cuerpo. Pero no podía. Me limité a besarla. Su mejilla estaba caliente, suave y húmeda.
—No debes preocuparte por nada. Al final, todo saldrá bien —dije.
Llegamos al aeropuerto y devolvimos el coche de alquiler mucho después de la hora de embarque. Por fortuna, el vuelo se había retrasado. El avión con destino a Tokio aún permanecía en la pista de despegue y los pasajeros aún no habían subido. Al saberlo, lanzamos un suspiro de alivio. A cambio, todavía nos hicieron esperar más de una hora para embarcar. En el mostrador nos dijeron que se debía a algún problema de mantenimiento en los motores. No les habían dado más información. Tampoco sabían cuándo estaría listo. Los copos de nieve que habían empezado a caer cuando llegamos al aeropuerto, se habían convertido en una espesa nevada. Era muy probable que, de seguir así, el avión no pudiera despegar.
—Hajime —me dijo—, ¿qué harás si no puedes volver hoy a Tokio?
—No te preocupes. El avión despegará —le respondí. Claro que no tenía ninguna garantía de que eso sucediera. Nada más pensar en la posibilidad de que el vuelo fuera cancelado se me caía el mundo encima. En ese caso, tendría que inventarme una buena excusa. De por qué estaba en el aeropuerto de Ishikawa. «Ya veremos qué hago», pensé. «Ya me lo plantearé cuando llegue el momento.» Lo primero, entonces, era Shimamoto.
—¿Y tú? ¿Y si no puedes volver hoy a Tokio? —le pregunté.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Por mí no te preocupes —dijo—. A mí me es igual. El problema lo tienes tú. Eres tú quien se hallará en apuros.
—Bueno, un poco sí. Pero no te preocupes. Aún no han dicho que no vaya a salir.
—Sabía que ocurriría algo así —dijo Shimamoto en voz baja, como si hablara para sí misma—. Estando yo, tenía que pasar algo raro. Todo lo que tiene que ver conmigo acaba estropeándose. Cosas que funcionaban sin problemas, cuando intervengo, empiezan a ir mal.
Me senté en un banco pensando en la llamada telefónica que tendría que hacer si el vuelo se cancelaba. Barajé diversas excusas. Ninguna era plausible. Había salido de casa un domingo por la mañana diciendo que iba a reunirme con mis amigos del club de natación y ahora estaba en el aeropuerto de Ishikawa retenido por la nieve. Aquello no había forma de explicarlo.
«Al salir de casa me han entrado unas ganas locas de ver el mar de Japón y me he ido al aeropuerto de Haneda», podía decirle. Aquello era una solemne estupidez. Antes que eso, era preferible no decir nada. Tal vez fuera mejor confesarle la verdad. De pronto, descubrí con estupor que yo, en el fondo, deseaba que el vuelo se cancelara. Deseaba que el avión no despegase, que la nevada nos retuviera allí. En mi fuero interno deseaba que mi mujer descubriera que Shimamoto y yo habíamos ido hasta tan lejos juntos. No daría ninguna excusa. No volvería a mentir. Me quedaría allí con Shimamoto y, luego, me limitaría a dejarme llevar por los acontecimientos.
Al final, el vuelo salió con una hora y media de retraso. En el avión, Shimamoto permaneció todo el tiempo recostada sobre mí, durmiendo. O tal vez sólo tuviera los ojos cerrados. Le rodeé los hombros con el brazo y la estreché contra mí. De vez en cuando, parecía llorar en sueños. Ni ella ni yo dijimos nada. Sólo abrimos la boca cuando el avión inició las maniobras de aterrizaje.
—Shimamoto, ¿de verdad te encuentras bien?
Asintió entre mis brazos.
—Sí, estoy bien. Si me tomo la medicina, se me pasa. Así que no te preocupes. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. Pero no me hagas preguntas. Ni por qué me ha ocurrido ni nada por el estilo.
—De acuerdo. No te preguntaré nada.
—Muchas gracias por lo de hoy.
—¿Por lo de hoy?
—Por llevarme hasta allí. Por haberme hecho beber agua pasándola de tu boca a la mía. Por soportarme.
La miré. Sus labios estaban justo frente a mí. Los labios que había besado cuando le daba agua de mi boca. Aquellos labios me requerían de nuevo. Se entreabrían mostrando unos hermosos dientes blancos. Aún recordaba el tacto de la lengua suave que había rozado por un instante cuando le hacía beber agua. Al mirar aquellos labios, experimenté una terrible sensación de asfixia, me vi incapaz de pensar en nada. Sentí cómo me ardía el cuerpo. Pensé que ella me deseaba. Y que yo también la deseaba. Pero me contuve. Tenía que detenerme en aquel punto. Si daba un paso más, ya no podría retroceder. Pero, para detenerme, me fue preciso un gran esfuerzo.
Telefoneé a casa desde el aeropuerto. Ya eran las ocho y media.
—Lo siento —le dije a mi mujer—. Se me ha hecho tarde y me ha sido imposible llamarte antes. Volveré en una hora.
—Te he estado esperando, pero no he podido aguantar más y ya he cenado.
Hice subir a Shimamoto a mi BMW, que había dejado en el aparcamiento del aeropuerto.
—¿Adónde te llevo?
—Si te va bien, déjame en Aoyama. Desde allí, ya volveré sola a casa —dijo.
—¿De verdad puedes volver sola?
Asintió sonriendo.
Hasta que, en Gaien, bajé por la calle principal, apenas dijimos nada. En el coche sonaba a bajo volumen un concierto para órgano de Haendel. Shimamoto tenía los ojos clavados fuera y ambas manos posadas sobre los muslos, una junto a la otra. Era domingo por la noche y en los coches se veían familias que volvían de pasar el día fuera. Yo cambiaba de marcha con más vigor que de costumbre.
—Oye, Hajime —me dijo antes de que saliéramos a la avenida Aoyama—. La verdad es que deseaba que no despegase el avión.
Quería decirle que yo deseaba lo mismo. Pero no pude. Tenía la boca reseca, no me salían las palabras. Me limité a asentir en silencio y a estrecharle suavemente la mano. Detuve el coche en la esquina de Aoyama Itchôme, tal como ella me había indicado.
—¿Puedo volver a verte? —me preguntó en voz baja antes de bajar del coche—. ¿Todavía no me odias?
—Te estaré esperando. Hasta pronto.
Mientras conducía por la avenida Aoyama, pensé que, si no volvía a verla, me volvería loco. En el instante en que ella bajó del coche, mi mundo perdió de golpe todo sentido.
Cuatro días después de que Shimamoto y yo fuéramos a Ishikawa, mi suegro me telefoneó. Me dijo que tenía algo importante que decirme y me invitó a comer al día siguiente. Acepté, aunque lo cierto es que me sorprendió un poco. Mi suegro estaba siempre muy ocupado y era excepcional que almorzara con alguien por asuntos ajenos al trabajo.
Apenas medio año atrás, la sede de la empresa de mi suegro se había trasladado de Yoyogi a Yotsuya, a un edificio nuevo de siete plantas. El edificio pertenecía a la empresa, pero las oficinas sólo ocupaban del sexto piso para arriba y, del quinto para abajo, lo habían alquilado a otras compañías, restaurantes y tiendas. Era la primera vez que visitaba el edificio. Todo relucía, recién estrenado. El suelo del vestíbulo era de mármol; el techo, alto; y había un enorme jarrón de cerámica repleto de flores. Al bajar del ascensor en el sexto piso, me encontré ante una recepcionista con un pelo tan bonito que parecía sacada de un anuncio de champú. Me anunció por teléfono a mi suegro. El aparato, con calculadora incorporada, era gris oscuro, en forma de espátula. Luego me dijo sonriendo:
—Adelante, por favor. El señor presidente lo espera en su despacho.
Una sonrisa deslumbrante, pero no tanto como la de Shimamoto.
El despacho del presidente estaba en el último piso. La ciudad se extendía tras un gran ventanal. Aquella vista no serenaba el espíritu, pero la estancia era luminosa y amplia. En la pared colgaban cuadros impresionistas. Había uno de un barco y un faro. Parecía un Seurat, posiblemente fuera un original.