Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
—Ahora eres capaz de pensar en otras cosas aparte de en meter la mano bajo las faldas de las chicas, supongo.
—Un poco —dije—. Un poco sí. Pero si te preocupa lo que bulle en mi cabeza, quizá sea mejor que la próxima vez que nos veamos te pongas pantalones.
Shimamoto apoyó ambas manos sobre la mesa y estuvo un rato contemplándolas con una sonrisa en los labios. Como de costumbre, en sus dedos no lucía ningún anillo. Solía ponerse brazaletes, siempre llevaba un reloj distinto. También pendientes. Pero anillos, jamás.
—Además, odiaba ser un estorbo para los chicos —dijo—. Ya me entiendes. Había muchas cosas que no podía hacer. Ni ir de excursión, ni a nadar, ni a esquiar, ni a patinar, ni a la discoteca. Incluso cuando paseaba tenía que andar despacio. Lo que sí podía hacer era estar sentada, charlando y escuchando música. Y un chico corriente, a esa edad, eso no lo soporta mucho tiempo. Y yo no quería ser un estorbo.
Bebía agua Perrier con una rodaja de limón. Era una cálida tarde de mediados de marzo. Entre la gente que andaba por Omotesandô se veían jóvenes con camisa de manga corta.
—Si hubiera estado contigo en aquella época, seguro que habría acabado pensando que era un estorbo. Seguro que te habrías hartado de mí. Como eras más activo, habrías deseado volar hacia mundos más amplios. Y, para mí, habría sido muy duro.
—Shimamoto —dije—, eso es imposible. Jamás me habría cansado de ti. Entre nosotros había algo muy especial. Lo sé muy bien. No puedo explicarlo con palabras. Pero estaba ahí. Y era algo muy valioso, muy importante. Deberías de saberlo tú también. —Shimamoto me miraba fijamente sin cambiar de expresión—. Yo no valgo gran cosa. No tengo nada de qué enorgullecerme. Antes era mucho más bruto que ahora, más insensible, más egoísta. Así que quizá no habría sido la persona adecuada para ti. Pero una cosa sí puedo asegurártela. Jamás habría podido cansarme de ti. En este sentido, soy distinto a los demás. En lo que respecta a ti, soy una persona muy especial. Puedo sentirlo.
Shimamoto volvió a mirarse las manos que reposaban sobre la mesa. Las tenía ligeramente abiertas, como si quisiera estudiar la forma de sus diez dedos.
—Oye, Hajime —dijo—, es una lástima, pero hay cosas que no pueden volver atrás. Una vez has dado un paso hacia delante, por más que lo intentes, ya no puedes retroceder. Si se estropean, así se quedan para siempre.
Fuimos a escuchar los conciertos para piano de Liszt. «Si tienes tiempo, podemos ir juntos», me había propuesto Shimamoto. Los interpretaba un famoso pianista sudamericano. Busqué tiempo y me fui con ella al auditorio de Ueno. Fue una interpretación magnífica. La técnica era impecable, la música poseía elegancia y profundidad, y podía sentirse en todo momento la viva emoción del pianista. Sin embargo, por más que cerré los ojos e intenté concentrarme en la música, no conseguí que me absorbiera. Un fino velo se interponía entre la música y yo. Un velo muy fino, casi imperceptible, pero que, pese a mis esfuerzos, me impidió pasar al otro lado. Después del concierto, cuando se lo expliqué a Shimamoto, ella me dijo que había tenido la misma sensación.
—¿Qué fallaba? —me preguntó—. La interpretación me ha parecido excelente.
—¿No te acuerdas? En el disco que escuchábamos nosotros, hacia el final del segundo movimiento se oía dos veces un ¡cree!, ¡cree! Y yo lo encuentro a faltar, la verdad.
Ella se rió.
—No creo que a eso pueda llamársele un criterio artístico.
—¡Y qué más da! El arte se lo puede comer un águila calva, si le apetece. A mí, digan lo que digan, me falta aquel ¡cree!
—Tienes razón —admitió Shimamoto—. Pero ¿qué has dicho sobre águilas calvas? ¿Qué es eso? Los buitres son calvos, pero no las águilas. Vamos, no sé de ninguna que lo sea.
De vuelta a casa, en el tren, le expliqué con todo detalle la diferencia entre el águila calva y el buitre. Cuál era el habitat de cada uno, las diferencias entre el chillido de una y otro, los distintos periodos de celo.
—El águila calva se alimenta del arte. El buitre devora los cadáveres de personas anónimas.
—¡Qué tipo tan raro eres! —dijo ella riendo. Y nuestros hombros se rozaron un instante por encima del respaldo. Nuestros cuerpos se tocaron por primera vez en dos meses.
Pasó marzo, llegó abril. Mis dos hijas empezaron a ir a la misma guardería. Liberada del cuidado de las niñas, Yukiko entró en un grupo de voluntarios del barrio que trabajaba para buscar instalaciones para los niños discapacitados. Solía ser yo quien llevaba e iba a recoger a mis hijas a la guardería. Si no tenía tiempo, iba ella. Viendo cómo crecían las niñas, me daba cuenta de que el tiempo también pasaba para mí. Ellas crecían, día a día, solas, fueran cuales fuesen mis designios. Yo las quería, por supuesto. Y verlas crecer representaba una de mis mayores dichas. Pero, al ver que se hacían mayores, a veces sentía una terrible opresión. Era como si, dentro de mí, fuera creciendo un árbol a toda prisa, un árbol que echaba raíces y extendía las ramas. Y conforme iba desplegándose, me oprimía las entrañas, la carne, los huesos y la piel. A veces, esta idea me angustiaba hasta el punto de quitarme el sueño.
Una vez a la semana veía a Shimamoto y hablaba con ella. Llevaba a mis hijas a la guardería y las iba a recoger; hacía el amor con mi mujer varias veces a la semana. Desde que veía a Shimamoto me acostaba con Yukiko más a menudo que antes. No era porque me sintiera culpable, sino porque abrazarla o que ella me abrazara era la única forma de sentirme aferrado a algo.
—Oye, ¿qué te pasa? Últimamente estás un poco raro —me dijo Yukiko un día. Era una tarde después de hacer el amor—. Jamás había oído que a los hombres les aumentara de repente a los treinta y siete años el impulso sexual.
—Nada especial. Lo normal —dije.
Yukiko se me quedó mirando.
—No sé qué te debe andar rondando por la cabeza —dijo.
En mi tiempo libre, escuchaba música clásica mirando distraídamente el cementerio de Aoyama por la ventana de la sala de estar. No leía tanto como antes. Me costaba cada vez más concentrarme en la lectura.
Vi varias veces a la joven del Mercedes 260E. Charlábamos esperando a que nuestras hijas salieran de la guardería. De asuntos prácticos que sólo atañían a las personas que vivían en Aoyama. El aparcamiento de qué supermercado estaba más vacío y a qué hora. Qué restaurante italiano había cambiado de cocinero con la consiguiente pérdida de calidad. Que el mes próximo en Meijiya había rebajas de vino de importación. «¡Vamos!», pensé, «¡la típica cháchara de marujas!» En todo caso, ésos eran los únicos temas que teníamos en común.
A mediados de abril, Shimamoto volvió a desaparecer. La última vez que nos encontramos, estuvimos hablando sentados en la barra del Robin’s Nest. Pero, poco antes de las diez, me llamaron del bar y tuve que acudir sin falta.
—Volveré en treinta o cuarenta minutos —le dije.
—De acuerdo —me dijo con una sonrisa—. No te preocupes. Te esperaré leyendo.
Cuando, tras resolver el asunto, corrí de vuelta al local, su taburete estaba vacío. Eran poco más de las once. Me había dejado un mensaje sobre la barra escrito en el dorso de una caja de cerillas. «Por una temporada, quizá no pueda venir. Tengo que volver a casa. Adiós. Cuídate.»
Durante semanas, me sentí terriblemente perdido. No sabía qué hacer. Daba vueltas por la casa sin sentido, recorría las calles, iba a recoger a mis hijas pronto. Charlaba con la joven del Mercedes 260E. Fuimos a una cafetería cercana a tomar un café. Y hablamos, como de costumbre, de las verduras de Kinokuniya, de los huevos fertilizados de Natural House, de las rebajas de Miki House. Me dijo que le encantaba la ropa de Inaba Yoshie y que, antes de cada temporada, encargaba por catálogo toda la ropa que quería. Luego hablamos de un delicioso restaurante de anguilas, que ya ha cerrado, cerca de la comisaría de Omotesandô. Pronto congeniamos. Ella era mucho más abierta y simpática de lo que aparentaba. Lo que no quiere decir que me atrajera sexualmente. Yo sólo quería hablar con una persona cualquiera y de cualquier cosa. Y lo que necesitaba, además, era una charla inofensiva, absurda. Necesitaba una charla que, por más que se prolongara, jamás me condujera a Shimamoto.
Cuando terminaba de resolver mis asuntos, iba de compras a los grandes almacenes. Un día adquirí seis camisas de golpe. Compraba juguetes y muñecas para las niñas, joyas para Yukiko. Fui muchas veces al Salón del BMW a mirar un M5 y le hice explicar al vendedor hasta los más mínimos detalles pese a no tener intención alguna de comprarlo.
Sin embargo, tras varias semanas de inquietud, volví a centrarme en mi trabajo. Decidí que no podía seguir así durante mucho tiempo. Llamé a un diseñador y a un interiorista para tratar las reformas de los locales. Había llegado la hora de cambiar la decoración y de revisar el sistema de gestión. Los locales tienen periodos de continuidad y periodos de cambios. Igual que las personas. Cualquier cosa, si sigue igual indefinidamente, va perdiendo energía. Desde hacía tiempo, sentía que había llegado la hora de las reformas. Un jardín de ensueño jamás debe de cansar a la gente. En primer lugar, opté por reformar el bar de arriba abajo. Tenía que convertirlo en un local mucho más funcional, así que, en aras de la funcionalidad, sustituí algunas instalaciones poco prácticas y reformé aquellas partes que habían sido concebidas primando los criterios estéticos. Había llegado la hora de revisar el sistema de audio y el aire acondicionado. También el menú pedía a gritos grandes cambios. Primero hablé con cada uno de los empleados, sondeé su opinión y elaboré una lista exhaustiva de lo que había que renovar y cómo. Resultó una lista muy larga. Expliqué detalladamente a los diseñadores la imagen concreta que del nuevo bar tenía en mi cabeza y les hice trazar los planos. Luego añadí unos detalles que se me habían ocurrido y les pedí que rehicieran los planos. Repetí la operación infinitas veces. Estudié cada uno de los materiales, pedí presupuestos a los constructores y ajusté la calidad y el precio. Tardé tres semanas en encontrar las jaboneras de los lavabos. Durante estas tres semanas recorrí todas las tiendas de Tokio buscando la jabonera que soñaba. Todo ello representó un trabajo ingente. Pero eso era precisamente lo que yo quería.
Pasó mayo, llegó junio. Shimamoto no apareció. Pensaba que se había ido para siempre. «Por una temporada, quizá no pueda venir», había escrito. Me atormentaba la ambigüedad de aquel «quizá» y de aquel «por una temporada». Tal vez no volviera. Yo no podía sentarme a esperar ese «quizá» y ese «por una temporada». De seguir viviendo así, acabaría completamente desquiciado. Ante todo, intenté no permanecer ocioso. Iba con más frecuencia a la piscina. Cada mañana nadaba casi dos mil metros de un tirón. Luego hacía pesas en el gimnasio de arriba. Pasada la primera semana, mis músculos lanzaban alaridos de dolor. Un día, parado ante un semáforo, se me agarrotó la pierna izquierda y, durante unos instantes, no pude pisar el embrague. Pero al poco tiempo los músculos se habituaron. El ejercicio físico no me dejaba tiempo para pensar en mis problemas y me daba fuerzas para concentrarme en los detalles de la vida diaria. Evitaba quedarme abstraído. Me esforzaba en centrarme al máximo en cualquier actividad. Cuando me lavaba la cara, lo hacía a conciencia; cuando escuchaba música, lo hacía a conciencia. En realidad, de no haberlo hecho así, no habría podido seguir viviendo.
En verano, Yukiko y yo llevamos a las niñas al chalé de Hakone. Lejos de Tokio, en plena naturaleza, parecían más relajadas y contentas. Las tres cogían flores, observaban los pájaros con unos prismáticos, se perseguían las unas a las otras, se bañaban en el río. O permanecían en el jardín sin hacer nada. Pero ellas no sabían la verdad. No sabían que un día de nieve, de haberse cancelado el vuelo a Tokio, yo lo habría dejado todo y me habría ido con Shimamoto. Aquel día me había sentido capaz de dejarlo todo. El trabajo, la familia, el dinero. Habría renunciado a todo sin pestañear. Y ahora no podía quitarme a Shimamoto de la cabeza. La sensación que había tenido al abrazarla y besarla en la mejilla permanecía vívida en mi memoria. Y cuando hacía el amor con mi mujer no lograba apartar su imagen de mi mente. Nadie sabía cuáles eran mis verdaderos pensamientos. Al igual que yo no sabía cuáles eran los de Shimamoto.
Hice coincidir las reformas con las vacaciones de verano. Mientras mi mujer y mis hijas estaban en Hakone, me quedé solo en Tokio supervisando las obras y dando las últimas indicaciones. A ratos libres, iba a la piscina y hacía pesas en el gimnasio. Los fines de semana me acercaba a Hakone, nadaba con mis hijas en la piscina del hotel Fujiya y luego comíamos juntos. Por la noche, hacía el amor con mi mujer.
Aunque me aproximaba a lo que llaman mediana edad, no había engordado ni un gramo, tampoco me clareaba el pelo. Ni tenía canas. Gracias a la práctica regular del deporte, no sentía la menor decadencia física. Llevaba una vida ordenada, evitaba los excesos, tenía cuidado con la comida. No había estado jamás enfermo. Nadie me hubiera echado más de treinta años.
A mi mujer le gustaba tocarme. Le gustaba tocarme los músculos del pecho, el vientre plano, acariciarme el pene y los testículos. También ella iba al gimnasio y hacía ejercicio con regularidad. Pero no lograba librarse de la grasa superflua.
—Es la edad, por desgracia —me dijo un día suspirando—. Pierdo peso, pero el michelín de la cintura no desaparece.
—Pero si a mí me gusta tu cuerpo tal como está. No hace ninguna falta que te mates haciendo ejercicio y dietas. No estás gorda.
No mentía. Me gustaba su cuerpo suave, un poco metido en carnes. Me gustaba acariciar su espalda desnuda.
—Tú no entiendes nada —replicó negando con la cabeza—. No digas tan a la ligera que te gusto así. ¡Pero si a duras penas logro mantenerme como estoy!
Un extraño habría pensado que llevábamos una vida de ensueño. Incluso a mí me lo parecía a veces. Me encantaba mi trabajo y ganaba mucho dinero. Tenía un apartamento de cuatro habitaciones en Aoyama y un pequeño chalé en las montañas de Hakone, un BMW y un jeep Cherokee. Tenía una familia feliz. Amaba a mi mujer y a mis hijas. ¿Qué más podía pedirle a la vida? Si mi mujer y mis hijas se me hubieran acercado y me hubiesen pedido humildemente que les dijera qué podían hacer ellas para ser mejores y para que yo las quisiera más, no habría sabido qué responder. No podía hacerles el más mínimo reproche. No tenía ninguna queja sobre mi vida familiar. Ni se me ocurría una vida mejor.