Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Pero desde que Shimamoto había dejado de venir, me parecía hallarme sobre la superficie sin aire de la luna. Al desaparecer ella, no podía encontrar en este mundo a nadie a quien abrirle mi corazón. En las noches de insomnio, yacía en la cama recordando una vez tras otra el aeropuerto nevado de Ishikawa. Pensé que, a fuerza de evocarlos, aquellos recuerdos irían perdiendo fuerza. Pero no palidecían. Cuanto más los evocaba, más intensidad cobraban. El anuncio del retraso de los vuelos para Tokio en el panel del aeropuerto. La nieve cayendo con fuerza al otro lado de los ventanales. Tan espesa que no se podía ver a cinco metros. Shimamoto, inmóvil, con los brazos cruzados, sentada en un banco. Llevaba un chaquetón azul marino y una bufanda enrollada alrededor del cuello. Su cuerpo exhalaba olor a lágrimas y tristeza. Aún podía olerlo ahora. A mi lado, mi mujer respiraba acompasadamente. Ella no sabe nada. Cerré los ojos y negué con un movimiento de cabeza. Ella no sabe nada.
Recordé cómo, en el aparcamiento de la bolera cerrada, le había hecho beber nieve fundida pasándosela de mi boca a la suya. La recordé bajo mi brazo recostada en mí en el avión. Recordé sus ojos cerrados, sus labios entreabiertos al suspirar. Su cuerpo suave y exhausto. Entonces ella me quería de verdad. Me había abierto su corazón. Pero yo me había detenido. Me había detenido en aquel mundo sin vida, desierto como la superficie de la luna. Poco después, Shimamoto se había ido y mi vida había vuelto a perderse.
En aquellas noches de insomnio, rememoraba los recuerdos con toda su intensidad. Me despertaba a las dos o a las tres de la madrugada y ya no podía volver a conciliar el sueño. Saltaba de la cama, iba a la cocina, me servía un whisky y me lo bebía. Desde la ventana, se veía el cementerio oscuro y, más abajo, en la carretera, los faros de los coches que pasaban. Con el vaso en la mano, me quedaba contemplando esta escena. Las horas que iban de la medianoche al alba eran largas y duras. A veces pensaba que llorar me produciría alivio. Pero no sabía por qué llorar. No sabía por quién llorar. Era demasiado egoísta para llorar por los demás, demasiado viejo para llorar por mí.
Y llegó el otoño. Yo había tomado ya una decisión. No podía seguir viviendo de aquella forma. Ésa era mi conclusión definitiva.
Una mañana, después de llevar a las niñas a la guardería, fui, como de costumbre, a la piscina y nadé unos dos mil metros. Nadaba imaginando que me había convertido en un pez. Un simple pez que no tenía nada en qué pensar. Ni siquiera en nadar. Bastaba con que estuviera allí, a solas conmigo mismo. Ser un pez debía de consistir en eso. Al salir de la piscina, me duché, me puse una camiseta y unos pantalones cortos y empecé a hacer ejercicios de pesas.
Luego me dirigí al piso de un solo ambiente que había alquilado como oficina cerca de casa y puse al día los libros de cuentas de los dos locales, calculé los salarios de los trabajadores y perfilé los detalles para la renovación del Robin’s Nest que tenía prevista para febrero del próximo año. A la una, regresé a casa y comí, como siempre, con mi mujer.
—Oye, esta mañana ha llamado mi padre —me dijo Yukiko—. Con prisas, como de costumbre. Para hablarme de unas acciones. Me ha dicho que nos harán ganar mucho dinero, que es algo seguro y que compre. Información estrictamente confidencial. Por lo visto, esta vez es algo muy especial. No es como siempre. «No se trata de simple información», ha dicho. «Esto es un hecho.»
—Si tan seguro está de que se puede ganar dinero, podría haber comprado él en vez de decírmelo a mí, ¿cómo es que no lo ha hecho?
—Dice que quiere agradecerte algo. Que es algo personal. Y que tú ya lo entenderás. Que yo no sé nada. Por lo visto, te pasa la parte que le correspondería a él. Dice que invirtamos todo el dinero que podamos, que no hay de qué preocuparse. Que ganaremos seguro. Y que si no fuera así, él cubriría las pérdidas.
Dejé el tenedor dentro del plato de pasta y alcé la cabeza.
—¿Y?
—Tenía que comprar lo antes posible, así que he llamado al banco y he cancelado los dos depósitos a plazo fijo, he enviado el dinero a Nakayama, de la compañía de valores, y le he dicho que invierta enseguida en la firma que me ha indicado mi padre. Claro que sólo he comprado por valor de unos ocho millones en total. ¿Crees que debería haber comprado más?
Bebí agua. Busqué las palabras apropiadas.
—¿Por qué no me lo has consultado antes?
—¿Consultarte? Pero si tú siempre compras cuando te lo dice mi padre —respondió ella como si no comprendiera el reproche—, si me has hecho hacer lo mismo muchas veces. Siempre dices que haga lo que él me aconseja del modo que a mí me parezca. Y esta vez he hecho lo mismo que siempre. Ni más ni menos. Mi padre me ha dicho que corría prisa, que era mejor comprar una hora antes que después. Y yo he seguido su consejo. Tú estabas en la piscina, no podía ponerme en contacto contigo. ¿Qué hay de malo en ello?
—De acuerdo. No importa —dije—. Pero vende todo lo que has comprado esta mañana.
—¿Que lo venda? —preguntó Yukiko. Y me miró fijamente con los ojos entrecerrados, como si algo la deslumbrara.
—Vendes todo lo que has comprado y devuelves el dinero a la cuenta del banco.
—Pero, si lo hago, entre la comisión de la compraventa de las acciones y la comisión del banco, perderemos mucho dinero.
—¡Tanto da! —repliqué—. Se pagan las comisiones y en paz. No importa que perdamos dinero. Vende todas las acciones que has comprado hoy. Todas, sin guardar ni una.
Yukiko suspiró.
—¿Qué pasó el otro día entre mi padre y tú? ¿Te ha metido en algo raro?
No respondí.
—¿Pasó algo?
—Oye, Yukiko, a decir verdad, me he hartado de este asunto. Eso es todo. No quiero ganar más dinero en Bolsa. Yo trabajo y me gano el dinero con mis propias manos. Hasta ahora me ha ido bien así. Y hasta ahora tú no has pasado nunca estrecheces, ¿no es así? ¿No es cierto?
—Sí, ya lo sé. Ya sé que haces muy bien tu trabajo. Y yo jamás me he quejado. Te estoy muy agradecida, y te respeto. Pero mi padre lo ha hecho con la mejor intención. Sólo quería ser amable contigo.
—Ya lo sé, Yukiko. Pero ¿qué crees que quiere decir «información estrictamente confidencial»? ¿Qué crees que significa lo de «ganaréis dinero con toda seguridad»?
—No lo sé.
—Pues manipulación de la Bolsa —dije—. ¿Comprendes? En una compañía se manipulan las acciones para que den unas ganancias artificiales y luego se reparten los beneficios. Y ese dinero va a parar a los bolsillos de los políticos o pasa a los fondos de dinero negro de las compañías. Éste no es el tipo de acciones que tu padre nos aconsejaba comprar. Hasta ahora nos decía que «probablemente ganaríamos dinero». No eran más que rumores que le habían llegado, nada más. Normalmente, ganaba, aunque no siempre. Pero esta vez es distinto. Eso me huele a chamusquina. Y, en lo posible, no quiero tener nada que ver.
Con el tenedor en la mano, Yukiko se quedó reflexionando unos instantes.
—¿De verdad crees que se trata de una manipulación ilegal de acciones?
—Si lo quieres saber, pregúntaselo directamente a tu padre. Pero, mira, Yukiko, una cosa sí te la puedo decir. Acciones que tengan un beneficio garantizado no existen en ninguna parte del mundo. Para conseguir esa garantía tiene que darse alguna manipulación ilegal. Mi padre estuvo empleado en una compañía de valores hasta la jubilación, durante casi cuarenta años. Trabajó muy duro, de la mañana a la noche. Y lo único que dejó fue una casita de nada. Muy hábil no debía de ser, seguro. Mi madre, cada noche, repasaba las cuentas de la casa preocupada porque, por una diferencia de cien o doscientos yenes, no le cuadraban los números. ¿No lo entiendes? Ése es el tipo de hogar en el que yo he crecido. Dices que no has podido mover más de ocho millones. Pero, Yukiko, ese dinero es de verdad. No son los billetes del Monopoly. Las personas normales, las que van cada día al trabajo en trenes atestados, no ganan ocho millones en un año aunque se deslomen trabajando y hagan todas las horas extraordinarias que puedan. Yo llevé este tipo de vida durante ocho años. Pero jamás logré ganar en un año esa cantidad. Ni siquiera después de trabajar ocho años. Ni de lejos. Claro que tú no debes entender de qué tipo de vida te estoy hablando, ¿verdad?
Yukiko no dijo nada. Permanecía con los labios apretados y la mirada fija en el plato.
Me di cuenta de que había alzado el tono de voz y lo bajé.
—Dices que, en medio año, seguro que la cantidad invertida se habrá doblado. Que los ocho millones se habrán convertido en dieciséis. Y lo afirmas como si fuera lo más natural del mundo. Pero yo creo que esta percepción de las cosas es errónea. Yo mismo, sin darme cuenta, he ido cayendo en ella. También he sido cómplice. Y por eso cada vez me siento más vacío.
Yukiko me miraba fijamente por encima de la mesa. Me callé y continué comiendo. Sentía que algo estaba temblando dentro de mí. No sabía si era irritación o enfado. Pero, fuera lo que fuese, no podía detener el temblor.
—Perdona. No tenía que haberme metido en eso —dijo mucho después Yukiko en voz baja.
—No importa. No te estoy reprochando nada. De hecho, no estoy acusando a nadie de nada.
—Y por lo que respecta a las acciones que he comprado, ahora llamo por teléfono y las vendo todas, sin conservar ni una. Así que no estés tan enfadado.
—No lo estoy.
Seguí comiendo en silencio.
—Oye, ¿no tendrás algo más que decirme? —preguntó Yukiko. Me miró fijamente—. Si te preocupa algo más, dímelo sin tapujos. Aunque te cueste. Haré cuanto pueda para ayudarte. Ya sé que no valgo gran cosa, que no sé cómo funciona el mundo y que no sé llevar un negocio, pero no quiero que seas infeliz. No quiero que estés ahí con esa cara de pena. ¿No será que estás insatisfecho de la vida que llevas?
Sacudí la cabeza.
—No tengo ninguna queja. Me gusta mi trabajo. Y a ti te quiero. Sólo que, a veces, no puedo aceptar el modo de hacer las cosas de tu padre. No es que personalmente tenga nada contra él. Y lo de ahora reconozco que lo ha hecho con la mejor de las intenciones. Y es algo de agradecer. Así que, ya ves, no es que esté enfadado. Sólo que, a veces, acabo por no saber quién soy. A veces no sé si hago bien o no. Y me siento confuso. Pero eso no quiere decir que esté enfadado.
—Pues lo pareces.
Suspiré.
—Y siempre estás suspirando de ese modo —añadió Yukiko—. Últimamente, parece que te irrite algo. Estás como abstraído, pensando en algo.
—No sé.
Yukiko no desvió la mirada.
—Seguro que algo te está dando vueltas en la cabeza —dijo—. Pero no sé que es. Me gustaría ayudarte.
De repente sentí un violento impulso de confesárselo todo. Pensé en lo aliviado que me sentiría si se lo contara. Así ya no tendría que ocultar nada más. No habría necesidad alguna de fingir, ni tendría que mentir. «Oye, Yukiko. Estoy enamorado de otra mujer y no logro quitármela de la cabeza. Me he contenido muchas veces. Me he contenido pensando en ti y en las niñas. Pero ya no puedo más. No puedo contenerme más. La próxima vez que la vea, pienso tomarla entre mis brazos, pase lo que pase. Ya no puedo aguantar más. He hecho el amor contigo pensando en ella. Me he masturbado pensando en ella.»
Por supuesto, no le dije nada. En aquel momento, contarle esas cosas a Yukiko no serviría de nada. Sólo conseguiría hacernos desgraciados a todos.
Después de comer, volví a la oficina y me dispuse a terminar el trabajo. Pero no podía concentrarme. Me sentía fatal pensando que le había hablado a Yukiko en un tono innecesariamente coercitivo. Lo que le había dicho, en sí, tal vez fuera correcto. Pero yo no era nadie para hablarle de aquella forma. Yo le había mentido, había visto a Shimamoto a sus espaldas. No tenía ningún derecho a darle lecciones. Ella se preocupaba por mí. Eso estaba muy claro y era, además, consecuente con su manera de ser. ¿Había, en mi manera de vivir, alguna coherencia, alguna convicción de la que valiera la pena hablar? Pensando en esto y lo otro, se me fueron las ganas de trabajar.
Puse los pies sobre la mesa y, con el lápiz en la mano, me quedé largo tiempo mirando por la ventana. Desde mi oficina se veía un parque. Hacía buen tiempo y en el parque había muchos niños acompañados de sus madres. Los niños jugaban en el cuadro de arena y se deslizaban por el tobogán, y las madres, mientras tanto, charlaban unas con otras vigilándolos por el rabillo del ojo. Aquellos niños me recordaron a mis hijas. Tenía muchas ganas de verlas. Me apetecía andar por la calle llevando una en cada brazo tal como solía hacer. Deseaba sentir el calor de sus cuerpos. Al pensar en ellas, me acordé de Shimamoto. Me acordé de sus labios entreabiertos. La imagen de Shimamoto era mucho más potente que la de mis hijas. Cuando empezaba a pensar en ella, me resultaba imposible pensar en nada más.
Salí de la oficina, caminé por la avenida Aoyama, me dirigí a la cafetería donde solía quedar con Shimamoto, me tomé un café. Empecé a leer. Cuando me cansé de leer, pensé de nuevo en ella. Me venían a la cabeza fragmentos de conversaciones que habíamos mantenido en aquella misma cafetería. Recordaba cómo sacaba un Salem de su bolso y lo encendía. Recordaba cómo se apartaba el flequillo con naturalidad, cómo sonreía ladeando ligeramente la cabeza. Pronto me cansé de estar allí sentado, solo, decidí dar un paseo hasta Shibuya. Me gustaba andar por las calles, mirar las diferentes tiendas y edificios, observar a la gente en sus gestos cotidianos. También me gustaba la sensación de desplazarme por la ciudad sobre mis dos piernas. Pero aquel día todo cuanto había a mi alrededor me parecía lúgubre y vacío. Tenía la sensación como si todos los edificios estuvieran medio en ruinas, todos los árboles de la calle hubieran perdido sus colores, y toda la gente hubiese renunciado a sus sentimientos más puros, a sus sueños más vivos.
Entré en un cine que supuse vacío y me quedé con los ojos fijos en la pantalla. Cuando acabó la película, salí a las calles del atardecer, me metí en el primer restaurante que encontré y comí algo ligero. La estación de Shibuya estaba atestada de oficinistas que volvían a sus hogares. Igual que una película vista a cámara rápida, los trenes llegaban uno tras otro y engullían a la gente de los andenes. Recordé que era justo ahí donde había encontrado a Shimamoto. Había sucedido diez años atrás. Yo entonces tenía veintiocho años y aún estaba soltero. Ella todavía cojeaba. Llevaba un abrigo rojo y grandes gafas de sol. Había andado desde allí hasta Aoyama. Parecía que aquello hubiese sucedido cien años atrás. Evoqué, una tras otra, las imágenes que había visto aquel día. El gentío de finales de año, la manera de andar de Shimamoto, cada una de las esquinas que ella había doblado, el cielo cubierto de nubes, la bolsa de los grandes almacenes que colgaba de su mano, la taza de café intacta, las canciones de Navidad. Volví a arrepentirme de no haberme decidido a abordarla. Yo, entonces, no estaba atado, no tenía que abandonar nada. Entonces la hubiera podido estrechar con fuerza entre mis brazos, marcharme con ella a alguna parte. Y fuera cual fuese la situación en la que se encontrara, juntos habríamos luchado con todas nuestras fuerzas y habríamos podido resolverla. Pero yo había perdido la oportunidad para siempre, aquel hombre me había sujetado por el codo y, mientras tanto, Shimamoto se había subido al taxi y había desaparecido.