Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Permanecí en silencio. No podía decir nada. También Yukiko enmudeció. La música sonaba a bajo volumen. Era Vivaldi, o Telemann. No podía recordar la melodía.
—Dudo que sepas lo que estoy pensando —repitió Yukiko. Hablaba despacio, remarcando bien las palabras, como cuando explicaba algo a las niñas—. No lo sabes, seguro.
Me miró. Comprendió que no diría nada, tomó el vaso de whisky y le dio un sorbo. Negó con la cabeza, despacio.
—No soy tan estúpida, ¿sabes? Vivo contigo, duermo contigo. Hace tiempo que imaginaba que había otra mujer.
Yo miraba a Yukiko en silencio.
—Pero no te estoy reprochando nada. Si te has enamorado, no puede hacerse nada. Si te has enamorado, te has enamorado. Seguro que no te bastaba conmigo. También eso lo puedo entender. Hasta ahora nos había ido bien juntos, tú me has tratado bien. He sido muy feliz a tu lado. Y creo que sigues queriéndome, incluso ahora. Pero no soy lo bastante mujer para ti. Eso ya lo sabía. Imaginaba que esto sucedería algún día. ¡Qué le vamos a hacer! No te reprocho que te hayas enamorado de otra. A decir verdad, ni siquiera estoy enfadada. Es extraño, pero no. Sólo estoy triste. Muy triste. Imaginaba que sería amargo, pero lo es muchísimo más de lo que había supuesto.
—Lo siento mucho.
—No se trata de pedir disculpas —dijo—. Si quieres separarte de mí, hazlo. No me opondré. ¿Quieres separarte?
—No lo sé —respondí—. ¿No quieres que te explique nada?
—¿Que me expliques cosas sobre ti y esa mujer?
—Sí.
—No quiero saber nada de ella. No me hagas sufrir más. No me importa qué tipo de relación tenéis, qué pensáis hacer. No quiero saber nada de eso. Lo único que quiero que me digas es si quieres separarte de mí o no. No me importa la casa, tampoco el dinero. Las niñas, si quieres, te las doy. De verdad, estoy hablando en serio. Así que, si quieres separarte, dímelo. Es lo único que quiero saber. No quiero oír nada más. Sólo sí o no.
—No lo sé —dije.
—¿Quieres decir que no sabes si quieres separarte de mí o no?
—No. Lo que no sé es si puedo responder a la pregunta.
—¿Y cuándo lo sabrás?
Sacudí la cabeza.
—Piénsatelo con calma entonces —dijo Yukiko tras un suspiro—. Yo esperaré, no te preocupes. Piénsatelo despacio, tómate tu tiempo y decídete.
Desde aquella noche, dormí en el sofá de la sala de estar. A veces, las niñas se despertaban por la noche, venían y me preguntaban por qué dormía allí. Yo les explicaba que papá, últimamente, roncaba tan fuerte que había decidido acostarse en otra habitación porque, si no, mamá no podía dormir. Alguna que otra vez, una de las dos se deslizaba bajo las mantas. Yo la abrazaba con fuerza sobre el sofá. También había veces que oía llorar a Yukiko en el dormitorio.
Durante las dos semanas siguientes, viví inmerso en una sucesión de recuerdos sin fin. Recordaba, uno tras otro, cada uno de los detalles de la noche que había pasado con Shimamoto esforzándome en encontrarles algún sentido oculto. Intentaba descifrar algún mensaje. La veía entre mis brazos. Recordaba su mano metida bajo el vestido blanco. Recordaba la canción de Nat King Cole, el fuego de la estufa. Reproducía en mi memoria cada una de las palabras que había dicho aquella noche.
—Como ya te he dicho antes, para mí no hay espacio para el compromiso —decía Shimamoto—. Y donde no hay lugar para el compromiso, no hay un término medio.
—Eso ya lo había decidido, Shimamoto —repliqué yo—. Cuando desapareciste, pensé muchas veces en ello. Ya había tomado una decisión.
Recordaba los ojos de Shimamoto mirándome sin apartar la vista desde el asiento del copiloto. Aquella mirada contenía una especie de violencia que se grababa hondamente en mi mejilla. Tal vez fuera más que una mirada. Incluso ahora podía percibir con claridad cómo la muerte flotaba sobre ella en aquel instante. Ella quería morir de verdad. Posiblemente había venido a Hakone para morir a mi lado.
—Eso ya lo había decidido, Shimamoto —repetía yo—. Cuando desapareciste, pensé muchas veces en ello. Ya había tomado una decisión.
«Entonces, tal vez pueda tomarte yo a ti. Por entero. ¿Me entiendes? ¿Comprendes lo que eso significa?»
Shimamoto quería mi vida. Ahora lo comprendía. De la misma manera que yo había tomado mi decisión, ella había tomado la suya. ¿Cómo es posible que no la hubiera entendido? Quizás ella, después de pasar la noche juntos, tuviera la intención de dar un volantazo al BMW en la autopista y que muriéramos los dos. Para ella no había otra alternativa. Pero, al final, algo la había disuadido. Y había desaparecido guardándoselo todo dentro.
«¿Cuál debe de ser la situación en que se halla Shimamoto?», me pregunté. «¿En qué callejón sin salida se encontrará? ¿Cómo, por qué razón, con qué objetivo, quién la ha acorralado hasta ese punto? ¿Por qué la única escapatoria posible es la muerte?» Pensé muchas veces en ello. Puse todas las pistas ante mí. Formulé todas las hipótesis que se me pasaron por la cabeza. Pero no me condujeron a ninguna parte. Ella había desaparecido llevándose su secreto consigo. Se había ido en silencio sin un «quizá» o un «por una temporada». La idea se me hacía insoportable. En definitiva, había rehusado a compartir su secreto conmigo. A pesar de haber fundido nuestros cuerpos en uno.
—Hay ocasiones en que, una vez has dado un paso adelante, ya no puedes retroceder, Hajime —decía Shimamoto. Pasada la medianoche, en el sofá, oía su voz repitiéndome esas palabras; pude percibir con claridad cómo su voz iba desgranando una tras otra—: Como tú dices, sería maravilloso poder marcharnos los dos a alguna parte, empezar una nueva vida juntos. Por desgracia, yo no puedo escapar. Me es físicamente imposible, ¿entiendes?
Shimamoto era, ahora, una chica de dieciséis años, estaba en un jardín, ante los girasoles, sonriendo con incomodidad.
—No debía haber ido a verte. Lo sabía desde el principio. Podía imaginar lo que pasaría. Pero no pude contenerme. ¡Me apetecía tanto verte! Y, una vez ante ti, no pude evitar dirigirte la palabra. ¿Sabes, Hajime?, así soy yo. No es que quiera, pero siempre acabo estropeándolo todo.
«Jamás volveré a verla», pensé. «Ella ya sólo existe en mis recuerdos. Se ha ido de mi lado. Estaba aquí, pero ha desaparecido. Y allí no hay término medio. Donde no hay lugar para el compromiso no puede haber un término medio. Los “quizá” tal vez existan al sur de la frontera. No al oeste del sol.»
Cada día leía los periódicos de cabo a rabo para ver si aparecía la noticia del suicidio de una mujer. No hallé ningún artículo que pudiera referirse a ella. En el mundo se suicidaban a diario muchas personas. Pero, que yo supiera, no había ninguna hermosa mujer de treinta y siete años y sonrisa deslumbrante que lo hubiese hecho. Ella, simplemente, se había ido.
En apariencia, mi vida era la misma. Cada día llevaba a las niñas a la guardería, las iba a recoger. Cantaba a coro con ellas en el coche. A veces me encontraba a la joven del 260E delante de la guardería y charlábamos. En esos momentos lograba olvidarlo todo. Nuestros temas de conversación, como de costumbre, se reducían a la comida y a la ropa. Cada vez que nos veíamos, intercambiábamos información sobre el vecindario de Aoyama y la comida natural.
En el trabajo, también seguía desempeñando mi papel con la eficacia habitual. Cada noche me ponía la corbata, iba a los locales, charlaba con los clientes de siempre, escuchaba las opiniones y quejas del personal, hacía un pequeño regalo a las empleadas el día de su cumpleaños. Invitaba a una copa a los músicos que visitaban el bar, probaba cócteles. Comprobaba que el piano estuviese bien afinado, vigilaba que no hubiese ningún borracho que molestara a los clientes. Si surgía algún problema, lo resolvía con celeridad. El negocio funcionaba casi demasiado bien. A mi alrededor, todo marchaba sin contratiempos. Pero yo no sentía por mi trabajo el mismo entusiasmo que antes. Aquella pasión por mis dos locales se había desvanecido. No creo que los demás se percataran. En apariencia, yo seguía siendo el mismo. Incluso era más simpático, más amable, más hablador. Pero yo sí me daba cuenta. Cuando me sentaba en un taburete y barría el local con la mirada, eran muchas las cosas que me parecían monótonas y faltas de color. Antes no. Aquello ya no era un exquisito jardín de ensueño, saturado de brillante colorido. No era más que una vulgar y ruidosa taberna de las que se pueden encontrar en todas partes. Todo era artificial, frívolo, pobre. Y lo que allí había era un simple decorado hecho con la intención de sacarles los cuartos a los borrachos. Todas las ilusiones que mi corazón abrigaba sobre ellos se habían desvanecido. Porque Shimamoto jamás volvería a pisarlos. Porque ella jamás vendría, ni se sentaría en la barra, ni sonreiría ni pediría un cóctel. Nunca más.
En casa seguía llevando la misma vida que antes. Comía con mi familia, los domingos salía a pasear con las niñas, íbamos al zoológico. En todo lo exterior, también Yukiko seguía comportándose conmigo como antes. Hablábamos de muchas cosas, como siempre. Parecíamos dos viejos amigos que, por un azar, tuvieran que vivir bajo el mismo techo. Había palabras que no se podían pronunciar, hechos de los que no se podía hablar. Pero entre nosotros no había aspereza alguna. Sólo que no nos tocábamos. Por la noche dormíamos separados. Yo en el sofá de la sala de estar. Ella en el dormitorio. Tal vez fuera ése el único cambio que se había producido en nuestro hogar.
A veces pensaba que todo eso no era más que una comedia. Nosotros nos limitábamos a representar el papel que nos había sido asignado. Pensaba que si, pese a haberse perdido algo vital, podíamos continuar actuando un día tras otro sin cometer errores graves era sólo gracias a la técnica. Sentía amargura al pensarlo. Una vida tan vacía, tan falsa, debía de herir profundamente a Yukiko. Pero yo aún no podía responder a su pregunta. No quería separarme de ella, por supuesto. Esto lo tenía muy claro. Pero no tenía ningún derecho a decirlo. Una vez estuve a punto de abandonarlas, a ella y a mis hijas. No podía reanudar mi vida de antes como si nada hubiese ocurrido sólo porque Shimamoto se hubiese marchado y no pensara volver. Las cosas no eran tan fáciles. No tenían por qué ser tan fáciles. Y yo tampoco había podido escapar aún del fantasma de Shimamoto. Aquellas visiones me perseguían todavía. Las imágenes eran demasiado frescas, demasiado reales. Al cerrar los ojos, aún podía recordar cada detalle de su cuerpo. Las palmas de mis manos aún podían recordar el tacto de su piel. Podía oír su voz junto a mi oído. Poseído como estaba por estos fantasmas, no podía tomar a Yukiko entre mis brazos.
Estaba solo siempre que podía. Y como tampoco sabía qué otra cosa hacer, cada mañana, sin falta, me iba a nadar. Después me dirigía a la oficina y allí me quedaba contemplando el techo y me abandonaba a las fantasías con el recuerdo de Shimamoto. Quería tomar pronto una determinación. Había convertido mi vida junto a Yukiko en una simulación, y aplazaba mi respuesta, seguía viviendo en una especie de vacío. No podía continuar eternamente de aquella forma. No era correcto, lo mirara por donde lo mirase. Debía asumir mis responsabilidades como ser humano, como esposo, como padre. En realidad, no podía hacer nada. Los fantasmas estaban siempre presentes, aferrándome con fuerza. Cuando llovía, todo era aún peor. Con la lluvia, me asaltaba la ilusión de que, de un momento a otro, iba a aparecer Shimamoto. Ella abría la puerta en silencio y traía consigo el olor a lluvia. Podía imaginar la sonrisa que flotaba en sus labios. Yo decía algo equivocado y ella negaba con la cabeza, en silencio, sin dejar de sonreír. Todas mis palabras perdían fuerza y se iban derramando poco a poco fuera del mundo real como las gotas de lluvia que se deslizaban por los cristales de la ventana. Esas noches sentía que me ahogaba. Las noches de lluvia deformaban la realidad, distorsionaban el tiempo.
Cuando me cansaba de ver fantasmas, me plantaba ante la ventana y me quedaba mirando hacia fuera. A veces me sentía abandonado en una tierra seca y muerta. Como si la cadena de visiones hubiera succionado todo el colorido del mundo que me envolvía sin dejar una pincelada. Todo cuanto se reflejaba en mis ojos era monótono, vacío, provisional; y todo de color arena. Me acordé de aquel compañero de instituto que me había traído noticias de Izumi. Me había dicho: «Hay muchas maneras de vivir. Hay muchas maneras de morir. Pero eso no tiene ninguna importancia. Al final sólo queda el desierto».
Una semana después, uno tras otro, como si hubiesen estado acechando, se sucedieron varios hechos extraños. El lunes por la mañana, recordé súbitamente el sobre con los cien mil yenes y empecé a buscarlo. No tenía ninguna razón especial para hacerlo, me vino a la cabeza. Así de simple. Lo guardaba desde hacía varios años en un cajón de mi escritorio de la oficina. El segundo por arriba, siempre cerrado con llave. Al trasladarme, lo había metido allí junto con otros objetos de valor y sólo lo tocaba para comprobar que todo permanecía en su sitio. No lo encontré. Era algo muy extraño, misterioso. No recordaba haberlo cambiado de lugar. Estaba seguro, al cien por cien. Por si acaso, abrí los otros cajones, los registré a fondo. El sobre no apareció.
Intenté recordar cuándo lo había visto por última vez. No me acordaba del día exacto, pero no hacía ni mucho ni poco. Un mes, tal vez. O dos. Quizá tres. De todas formas, en un pasado no lejano, había sacado el sobre del cajón, confirmando con ello su existencia.
Perplejo, me senté en una silla y me quedé unos instantes con los ojos clavados en el cajón. Tal vez hubiera entrado alguien, tal vez hubiera abierto el cajón y sacado el sobre. Era algo muy poco probable, porque en el cajón, aparte del sobre, también había dinero en efectivo y otros objetos de valor; aunque tampoco era imposible. O tal vez estuviera confundido. Quizá yo mismo hubiese sacado el sobre de allí y ahora no lo recordara. Tampoco esta posibilidad podía descartarse por completo. «A ver, ¿cuál es el problema?», me dije a mí mismo. «De todos modos, querías tirarlo un día de éstos, ¿no es así? Pues, ya está. Una molestia menos.»
Sin embargo, tan pronto como hube comprobado que el sobre había desaparecido del cajón y tan pronto como en mi mente la conciencia de la existencia del sobre fue sustituida por la de su inexistencia, ocurrió que, de manera paralela, el sentido de la realidad colindante a la existencia del sobre fue desapareciendo con celeridad. Era una sensación muy extraña, parecida al vértigo. Me dijera lo que me dijese, la conciencia de la inexistencia del sobre fue creciendo deprisa en mi interior erosionando violentamente mi seguridad. La conciencia de la inexistencia del sobre hacía flaquear mi convicción de que el sobre hubiera existido alguna vez, la engullía con voracidad.