Al sur de la frontera, al oeste del sol (21 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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—Sí, claro. Como quieras —dije—. Excepto comerme de verdad, haz lo que te apetezca.

—Voy a hacer algo un poco raro, pero no hagas caso. Me da un poco de vergüenza, así que no digas nada, ¿de acuerdo?

—No diré nada.

Tal como estaba, arrodillado en el suelo, me rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Sin quitarse el vestido, se quitó las medias y las bragas con la otra mano. Tomó el pene y los testículos con la mano derecha, los lamió. Después, deslizó la otra mano bajo su falda. Empezó a moverla lentamente mientras me chupaba el pene.

No dije nada. Ésa era su manera, pensé. Me quedé mirando sus labios, su lengua, el rítmico movimiento de su mano bajo la falda. Y, de repente, me vino a la cabeza la imagen de Shimamoto, blanca, rígida, dentro del coche de alquiler, en el aparcamiento de la bolera. Aún recordaba vívidamente lo que había visto aquel día en el fondo de sus pupilas. Un espacio de hielo y tinieblas que parecía un glaciar en las entrañas de la tierra. Un silencio profundo que absorbía todos los ecos sin dejar que afloraran jamás a la superficie. Aparte de ese silencio, no había nada más. Era la primera vez que me enfrentaba a la imagen de la muerte. Jamás había perdido a un ser cercano. No había visto morir a nadie. Por eso, hasta entonces, no había podido hacerme una imagen concreta de la muerte. Pero, aquel día, la muerte estuvo justo frente a mí. Extendiéndose a pocos centímetros de mi rostro. Esto es la muerte, pensé. Y algo me dijo que, un día, también me tocaría a mí. Porque tarde o temprano todos acabamos cayendo eternamente, en soledad, a través de ese silencio sin resonancia, a través de las tinieblas. Y ante ese mundo experimenté un pánico tan desmesurado que se me hizo difícil respirar. Pensé que aquella sima oscura no tenía fondo.

Me dirigí a las profundidades de aquellas tinieblas heladas y la llamé. Pronuncié muchas veces, en voz alta, su nombre. Pero mi voz se perdía en aquella nada infinita y, por más que la llamase, aquello que había en el fondo de sus pupilas no se movía ni un ápice. Ella seguía lanzando aquel extraño estertor al respirar, aquel ruido que parecía el viento filtrándose por un resquicio. Su respiración regular me indicaba que aún estaba en este mundo. Pero lo que había en el fondo de sus pupilas, pertenecía por completo al más allá.

Mientras la llamaba con los ojos clavados en las tinieblas del interior de sus pupilas, sentí que mi propió cuerpo era atraído hacia la oscuridad. Como si el vacío hubiera absorbido el aire a mi alrededor, aquel mundo tiraba de mí. Incluso ahora podía recordar la existencia de esa fuerza real. En aquellos instantes, también me quería a mí.

Cerré los ojos. Ahuyenté esos recuerdos.

Alargué la mano y le acaricié el pelo. Le acaricié las orejas, deslicé una mano sobre su frente. Su cuerpo era cálido y suave. Ella seguía lamiendo mi pene como si succionara la vida misma. Con su mano continuaba acariciándose el sexo bajo la falda, como si quisiera transmitirle algo. Poco después, eyaculé en su boca. Ella dejó de mover la mano y cerró los ojos. Lamió y chupó hasta la última gota de semen.

—Perdona —dijo.

—No tienes por qué disculparte.

—Quería hacer eso primero —añadió—. Me daba vergüenza, pero si no lo hacía sé que no iba a quedarme tranquila. Para mí es como un rito. ¿Lo comprendes?

La abracé. Pegué mi mejilla suavemente a la suya. Sentí en ella una calidez real. Le levanté el pelo y le besé las orejas. Después, la miré fijamente a los ojos. Pude ver mi rostro reflejado en sus pupilas. Y, detrás, como siempre, aquel manantial tan profundo que parecía no tener fondo. Allí brillaba una tenue luz. Me pareció la luz de la vida. Posiblemente, algún día acabaría apagándose, pero, ahora, sin duda, brillaba una luz. Ella me sonrió. Al sonreír, se le dibujaron unas pequeñas arrugas en el rabillo del ojo. Las besé.

—Ahora desnúdame tú. Ahora haz tú lo que desees. Primero he hecho yo lo que he querido. Ahora te toca a ti.

—Yo prefiero la manera normal y corriente. ¿Te parece bien? Quizá tenga poca imaginación.

—Perfecto —dijo Shimamoto—. También me gusta a mí.

Le quité el vestido y la ropa interior. Después, la acosté en el suelo y la besé por todo el cuerpo. Contemplé cada centímetro de su piel. Acaricié todo su cuerpo, lo besé. Lo medí, me lo aprendí de memoria. Lentamente. Muy despacio. Habíamos tardado mucho tiempo en llegar hasta allí. Ni ella ni yo queríamos apresurarnos. Me aguanté todo lo que fui capaz y, cuando ya no pude resistir más, entré en su interior.

Nos dormimos antes del alba. Habíamos hecho el amor varias veces sobre el suelo. Lo habíamos hecho con dulzura, con pasión. Una vez, en pleno acto, mientras yo estaba dentro de ella, se echó a llorar desesperadamente, como si se hubiera roto el hilo de sus sentimientos. Y empezó a golpearme la espalda con los nudillos. Yo la había estrechado entre mis brazos con todas mis fuerzas. Sentía que, si no la mantenía sujeta, se rompería en pedazos. Mientras tanto, le acariciaba la espalda intentando calmarla. Le besé la nuca, comencé a peinarla con los dedos. Ya no era aquella Shimamoto serena y con un férreo control sobre sí misma. La dureza y la gelidez que habían permanecido en el fondo de su corazón durante tantos años se estaban fundiendo poco a poco y empezaban a aflorar a la superficie. Podía sentir su respiración, su lejano movimiento fetal. La abracé con fuerza y percibí su temblor en mi cuerpo. De esa forma, ella sería cada vez más mía. Y yo jamás podría alejarme de su lado.

—Quiero saber cosas sobre ti —le dije a Shimamoto—. Quiero saberlo todo. Cómo has vivido hasta ahora. Dónde está tu casa, qué haces. Si estás casada o no. Quiero conocer todos los detalles. No puedo soportar que me ocultes nada.

—Mañana —respondió—. Mañana te lo contaré todo. Hasta mañana no me preguntes nada. Déjalo por hoy. Si te lo contara ahora, ya no podrías volver atrás.

—En cualquier caso, no puedo volver atrás, Shimamoto. Y, además, puede que mañana no llegue nunca. Y si mañana no llega, yo no sabré lo que guardas en tu pecho.

—Ojalá no llegue nunca mañana. Si no llegara, tú jamás sabrías nada.

Iba a decir algo, pero me lo impidió con un beso.

—¡Ojalá el águila calva se comiera el día de mañana! —dijo Shimamoto—. Porque sería el águila calva la que se lo comería, ¿no es verdad?

—Cierto. El águila calva come arte, pero también come mañanas.

—¿Y el buitre? ¿Qué comía el buitre?

—Cadáveres de gente anónima —dije—. Es muy distinto al águila calva.

—Entonces, el águila calva come arte y mañanas.

—Sí.

—Una combinación maravillosa.

—Y de postre, se come los catálogos de las nuevas publicaciones de la Editorial Iwanami.

Shimamoto se rió.

—Sea como sea, mañana.

Y llegó aquel mañana, por supuesto. Pero cuando abrí los ojos, estaba solo. Había dejado de llover y, por la ventana del dormitorio, penetraba la luz clara y transparente del día. El reloj señalaba más de las nueve. Shimamoto no estaba en la cama, pero su almohada, a mi lado, conservaba la forma de su cabeza. Había desaparecido. Salté de la cama, fui a la sala de estar. Miré en la cocina, la busqué en la habitación de las niñas, en el cuarto de baño. No estaba en ninguna parte. Tampoco vi su ropa y los zapatos habían desaparecido del recibidor. Respiré hondo y me sumergí de nuevo en la realidad. Sin embargo, en esta realidad había algo nuevo, extraño. Era una realidad distinta a la que yo conocía.

Me vestí y salí fuera. El BMW permanecía en el lugar donde lo había dejado la noche anterior. Tal vez Shimamoto se hubiera despertado temprano y hubiera ido a pasear sola. Recorrí los alrededores de la casa, buscándola. Luego, di una vuelta con el coche. Salí a la carretera principal, fui hasta cerca de Miyanoshita. Pero Shimamoto no aparecía. Cuando volví a casa, ella no había regresado. Se me ocurrió que podía haber dejado una nota y registré la casa de arriba abajo. No había nada. Ni siquiera vestigios de que hubiera estado allí.

Sin ella, la casa me parecía terriblemente vacía y asfixiante. En el aire se mezclaban una especie de partículas ásperas que, al respirar, se me adherían a la garganta. Me acordé del disco. Del viejo disco de Nat King Cole que me había regalado. Pero, por más que lo busqué, no pude encontrarlo por ninguna parte. Shimamoto debía de habérselo llevado.

Había vuelto a marcharse. Y, esta vez, sin «quizá» ni «por una temporada».

15

Aquel mismo día, poco antes de las cuatro de la tarde, regresé a Tokio. Pensaba que Shimamoto aún podía volver y la estuve esperando en la casa hasta pasado el mediodía. Resultaba difícil permanecer allí quieto, sin hacer nada, así que maté el tiempo limpiando la cocina y ordenando la ropa que había en la casa. El silencio era denso. El canto de los pájaros, el ruido de los tubos de escape de los coches que se oían de vez en cuando, todo sonaba artificial, desproporcionado. A mi alrededor, todos los sonidos parecían desfigurados, como aplastados por alguna fuerza. Inmerso en esta atmósfera, esperaba que ocurriera algo. «Tiene que pasar algo», pensaba. «Las cosas no pueden acabar así.»

Pero no ocurrió nada. Shimamoto no era de las que cambian fácilmente de opinión. Opté por regresar a Tokio. Si Shimamoto decidía ponerse en contacto conmigo —cosa muy poco probable— lo haría en uno u otro de mis locales. Además, no tenía sentido alguno continuar en la casa.

Mientras conducía, tuve que esforzarme para mantener la atención en la carretera. Varias veces estuve a punto de saltarme algún semáforo, de equivocarme de camino, de cambiar de carril a destiempo. Tras dejar el coche en el aparcamiento del bar, llamé a casa desde un teléfono público. Le anuncié a Yukiko que ya estaba de vuelta y que me iba a trabajar. Ella no dijo nada.

—Es tarde. He estado muy preocupada. Por lo menos podías haber llamado, ¿no? —me dijo en un tono duro y seco.

—Estoy bien. Tranquila —respondí. No podía imaginar cómo debía de sonar mi voz a sus oídos—. Ahora no tengo tiempo, así que voy directamente a la oficina, a repasar los libros de cuentas; luego me pasaré por los bares.

Fui a la oficina, me senté frente a la mesa y allí, solo, sin hacer nada, esperé a que llegara la noche. Pensé en los acontecimientos de la víspera. Probablemente, después de que me quedara dormido, Shimamoto se había levantado sin descabezar siquiera un sueño, y se marchó al alba. Cómo había podido regresar a Tokio era un misterio. La casa estaba bastante apartada de la carretera principal. Además, en las montañas de Hakone, por la mañana temprano, no resultaba precisamente fácil encontrar un autobús o un taxi. Y ella, además, llevaba zapatos de tacón.

¿Por qué había tenido que desaparecer? Mientras conducía no dejé de hacerme esta pregunta. Yo le había dicho que la tomaba, ella me había dicho que me tomaba a mí. Después hicimos el amor sin reservas. Pero ella se había ido, me había dejado, sin ninguna explicación. Incluso se llevó el disco que me había regalado. Intenté dilucidar qué se escondía tras sus actos. Algún sentido, alguna razón debían de tener. Shimamoto no era una persona que actuara movida por impulsos repentinos. En aquel momento, yo no podía hacer un análisis lógico. Era incapaz de seguir un hilo de pensamiento. Y cuando, pese a todo, traté de esforzarme en reflexionar, me asaltó un sordo dolor de cabeza. Comprendí que estaba exhausto. Me senté en el suelo, me apoyé en la pared, cerré los ojos. Ya no pude volver a abrirlos. Sólo podía recordar. Renuncié a seguir pensando y, como si hiciera girar una cinta sin fin, evoqué, una y otra vez, los hechos. Veía el cuerpo de Shimamoto. Con los ojos cerrados, imaginaba, detalle a detalle, su cuerpo desnudo, tendido ante la estufa. Su cuello, sus senos, sus caderas, su vello púbico, su sexo, su espalda, su cintura, sus piernas. Las imágenes eran demasiado cercanas, demasiado vívidas. A veces las imágenes son mucho más cercanas e intensas que la misma realidad. Pronto se me hizo insoportable seguir rodeado de aquellas visiones tan llenas de vida dentro de una habitación tan pequeña. Salí del edificio donde tenía la oficina, empecé a recorrer los alrededores sin rumbo. Fui al bar y me afeité en el lavabo. Caí en la cuenta de que ni siquiera me había lavado la cara. Aún llevaba la misma parka que la noche anterior. Los empleados no dijeron nada, pero me miraban de reojo con cara de extrañeza. No podía volver a casa. Si lo hacía, acabaría confesándoselo todo a Yukiko. Que estaba enamorado de Shimamoto, que había pasado la noche con ella, que había estado a punto de abandonarlo todo, mi hogar, mis hijas, mi trabajo.

Sabía que debía contárselo todo a Yukiko. Pero no podía. Era incapaz, en aquel momento, de distinguir lo que era correcto de lo que no. Ni siquiera acababa de comprender lo que estaba ocurriendo. Así no podía volver a casa. Fui al bar, esperé a que viniera Shimamoto. Era algo muy improbable, lo sabía. Pero no podía hacer nada más. Fui al bar, la busqué con la mirada, me senté en la barra del Robin’s Nest, la esperé inútilmente hasta la hora de cerrar. Hablé, como de costumbre, con algunos clientes habituales. Pero apenas escuché lo que me decían. Me limité a asentir cortésmente mientras evocaba el cuerpo de Shimamoto. Recordaba la dulzura con que me había acogido su vagina. Recordaba cómo había pronunciado mi nombre en aquel momento. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón me daba un vuelco.

Me quedé bebiendo en la barra hasta después de que cerrara el local y de que todo el mundo se hubiese ido. Por más que bebía, no me emborrachaba. Al contrario, la cabeza se me iba despejando rápidamente. Llegué a casa cuando las agujas del reloj marcaban las dos. Yukiko me estaba esperando levantada. Sabía que no podría dormir, me senté solo ante la mesa de la cocina y me serví un whisky. Yukiko cogió un vaso y me acompañó.

—Pon algo de música —dijo Yukiko.

Cogí la primera cinta que vi, la metí en el casete, lo puse en marcha, bajé el volumen para no despertar a las niñas. Permanecimos un rato, con la mesa de por medio, sin decir nada, bebiendo cada uno de su vaso.

—Hay otra mujer, ¿verdad? —preguntó Yukiko clavándome la mirada.

Asentí. Pensé que Yukiko debía de haberse repetido esas mismas palabras muchas veces. Las palabras tenían peso y contornos precisos. Pude notarlo en el timbre de su voz.

—Y esa mujer te gusta de verdad. No es un simple pasatiempo.

—Sí —dije—. No es un juego. Pero es un poco diferente a lo que estás pensando.

—¿Sabes tú lo que estoy pensando? —replicó—. ¿Crees de verdad que sabes lo que estoy pensando?

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