Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
Durante los diez días siguientes a que mi fotografía y mi nombre aparecieran publicados en la revista
Brutus,
viejos conocidos fueron desfilando por el bar para saludarme. Antiguos compañeros de escuela y de instituto. Hasta entonces, cada vez que entraba en una librería y veía aquellos ingentes montones de revistas, me preguntaba extrañado quién debía leerlas. Pero cuando aparecí en una, descubrí que la gente las devoraba con mucha más pasión y asiduidad de lo que imaginaba. Tras tomar conciencia de ello, me di cuenta de que a mi alrededor, en peluquerías, en bancos, en cafeterías, en trenes, por todas partes, la gente, como poseída, coge una revista y la lee. Quizá tengan miedo de matar el tiempo sin hacer nada, así que echan mano a lo primero que ven y lo leen.
Encontrarme a viejos conocidos no me resultó demasiado divertido. No es que no me gustara hablar con ellos. Al contrario, sentía nostalgia. Ellos también se alegraban de verme. Pero me hablaban de cosas que, al fin y al cabo, apenas me importaban. Cómo había cambiado nuestra ciudad y qué había sido de los compañeros de clase eran cuestiones que habían dejado de interesarme. Estaba demasiado alejado de todo aquello, en el espacio y en el tiempo. Además, sus palabras me recordaban inevitablemente a Izumi. Cada vez que mencionaban mi ciudad natal, me representaba el cuadro de Izumi viviendo sola en aquella pequeña casa de Toyohashi. «Ella ha perdido todo su encanto», había dicho. «Los niños le tienen miedo.» Estas dos frases resonaban sin cesar dentro de mi cabeza. Izumi no me había perdonado.
Tras la publicación de la revista y pese a la publicidad añadida que representaba, durante un tiempo me arrepentí de haber consentido tan a la ligera que hicieran el reportaje. No quería que Izumi lo leyese. ¿Cómo se sentiría si supiera que yo vivía feliz y contento sin cicatrices del pasado?
Pero, un mes después, cesaron las visitas. Eso es lo bueno de las revistas. Te hacen famoso en un instante, pero caes en el olvido el instante siguiente. Suspiré aliviado. Por lo menos, no había tenido noticias de Izumi. Seguro que ella no leía
Brutus.
Sin embargo, un mes y medio más tarde, cuando ya casi había olvidado la revista por completo, vino a verme una última visita. Shimamoto.
Un lunes por la noche de principios de noviembre me encontraba sentado solo en la barra de mi
jazz club
(se llamaba Robin’s Nest; había tomado el nombre de una vieja melodía que me gustaba) bebiendo tranquilamente un daiquiri. No me había dado cuenta de que en la misma barra, tres taburetes más allá, estaba Shimamoto. Sólo había constatado con admiración que había una hermosa clienta en el local. Debía de ser la primera vez que venía. De haberla visto antes, me hubiera acordado, tan llamativa era su belleza. Pensé que estaría esperando a alguien que llegaría de un momento a otro. También venían a veces mujeres solas. Algunas daban por sentado que los hombres tratarían de entablar conversación, a veces lo esperaban. Mirándolas, enseguida te dabas cuenta. Pero, según había podido constatar, las mujeres hermosas de verdad nunca salían solas a tomar una copa, porque no les parecía divertido que los hombres intentaran darles conversación. Para ellas era un fastidio.
Por eso, apenas me fijé en la desconocida. Al principio, le eché un vistazo y luego me limité a mirarla de vez en cuando. Iba maquillada de una forma muy natural y vestía ropas caras y de buen gusto. Llevaba un vestido azul de seda y, encima, una chaqueta de cachemir beige claro. Una chaqueta tan fina como una piel de cebolla. Sobre la barra había depositado un bolso de color muy parecido al del vestido. Era imposible adivinar su edad: sólo podía decir que tenía la justa. Su belleza cortaba el aliento, pero no parecía ni una actriz ni una modelo. Por mi bar solían aparecer mujeres de ese tipo y la conciencia de saberse observadas por los demás creaba un tenue halo a su alrededor. Pero esa mujer era distinta. Se la veía completamente relajada y cómoda en su entorno. Acodada en la barra con el mentón entre las manos, escuchaba la música del
piano trio
y sorbía de vez en cuando su cóctel como si estuviera deleitándose con una hermosa frase. De tanto en tanto, echaba una ojeada en mi dirección. Yo sentía sus miradas directamente sobre mi piel. Pero no pensaba que me estuviera observando.
Yo llevaba, como era habitual, traje y corbata. La corbata de Armani, el traje de Soprani Uomo y la camisa también de Armani. Los zapatos de Rossetti. No soy del tipo de personas que les guste atildarse. Pienso que gastar en ropa más dinero de la cuenta es una estupidez. De ordinario, me bastan unos tejanos y un jersey. Pero tengo mi pequeña filosofía. Una persona que administre un local debe ir vestida de la misma forma que desea que vayan vestidos sus clientes. Así provoca, tanto en los clientes como en los empleados, cierta tensión. Por eso siempre aparecía por el bar con un traje elegante y corbata.
Allí, mientras probaba un cóctel, observaba a los clientes y escuchaba la música. Al principio, el bar estaba muy lleno, pero pasadas las nueve se puso a llover a cántaros y los clientes empezaron a escasear. A las diez, podían contarse con los dedos de una mano las mesas ocupadas. Pero la mujer permanecía allí, sola y en silencio, bebiendo su daiquiri. Empezó a despertarme la curiosidad. No parecía estar esperando a nadie. Ni echaba ojeadas al reloj ni miraba hacia la puerta.
Poco después, la vi coger el bolso y bajar del taburete. El reloj marcaba casi las once. La hora de marcharse si pensaba regresar en metro. Pero no se fue. Se me acercó despacio, con naturalidad, y se sentó a mi lado. Un tenue perfume llegó hasta mí. Tras acomodarse en el taburete, sacó una cajetilla de Salem y se puso un cigarrillo entre los labios. Yo seguía sus movimientos con disimulo.
—¡Qué bar tan fantástico! —me dijo.
Levanté los ojos del libro que estaba leyendo y me la quedé mirando sin comprender. Entonces sentí que algo me golpeaba. Tuve la sensación de que, de repente, el aire se hacía más pesado dentro de mi pecho. Me acordé del magnetismo.
—Gracias —dije. Debía de saber que yo era el propietario del local—. Me alegro de que le guste.
—Sí, me encanta. —Ella me miró a los ojos y sonrió. Era una sonrisa maravillosa. Los labios se ensancharon súbitamente y, en el rabillo del ojo, se le formaron unas pequeñas arrugas llenas de gracia. Esa sonrisa me evocó algo.
—La música también es fantástica —dijo señalando el
piano trio de jazz—.
Por cierto, ¿no tendrá fuego?
Yo no llevaba encima ni cerillas ni encendedor. Llamé al barman y le pedí que trajera cerillas del bar. Le encendí yo mismo el cigarrillo.
—Gracias —dijo.
La miré de frente. Y al fin caí en la cuenta. Era Shimamoto.
—¡Shimamoto! —musité con un hilo de voz.
—Has tardado mucho en darte cuenta, ¿no? —dijo ella tras una pausa, mirándome divertida—. Una eternidad. Pensaba que no lo descubrirías nunca.
Mantuve los ojos clavados en su rostro durante largo tiempo, mudo, como si estuviera frente a un extrañísimo mecanismo de relojería del que sólo hubiera oído rumores. Ciertamente, ante mis ojos tenía a Shimamoto. Pero era incapaz de aceptar esa realidad. Había pensado demasiado tiempo en ella, convencido de que jamás volvería a verla.
—Es muy bonito ese traje —dijo—. Te sienta muy bien.
Asentí sin articular palabra. Era incapaz de hablar.
—¿Sabes, Hajime? Estás mucho más guapo que antes. Y se te ve mucho más fuerte.
—Es que practico la natación. —Al fin había recuperado la voz—. Empecé en secundaria y no lo he dejado.
—Debe de ser divertido, ¿verdad? Siempre he creído que nadar debe de ser muy divertido.
—Sí, lo es. Pero eso cualquiera puede aprenderlo —dije. Apenas había pronunciado esas palabras, cuando me acordé de su pierna. «¡Pero qué estás diciendo!», pensé. Confundido, intenté añadir algo más afortunado. Pero me había quedado en blanco. Metí las manos en el bolsillo del pantalón y busqué una cajetilla de tabaco. Luego me acordé de que hacía cinco años que había dejado de fumar.
Shimamoto siguió con la mirada toda esa sucesión de acciones sin decir nada. Luego, levantó la mano, llamó al barman y pidió otro daiquiri. Cuando le pedía algo a alguien, siempre sonreía abiertamente. Tenía una sonrisa maravillosa. Una sonrisa que casi te obligaba a poner a sus pies cuanto por allí hubiera. En labios de otra mujer, aquella sonrisa tal vez hubiese resultado irónica. Pero si la esbozaba Shimamoto, parecía que el mundo entero estuviera sonriendo.
—Sigues vistiéndote de azul —comenté.
—Sí, siempre me ha gustado el color azul. Veo que te acuerdas.
—De ti me acuerdo de casi todo. De cómo afilabas los lápices, de cuántos terrones de azúcar te ponías en el té…
—¿Cuántos?
—Dos.
Me miró entornando un poco los ojos.
—Oye, Hajime —dijo Shimamoto—. ¿Por qué me seguiste aquel día? Hace unos ocho años, ¿te acuerdas?
Suspiré.
—No estaba seguro de que fueras tú. La manera de andar era idéntica. Pero, a la vez, me daba la impresión de que se trataba de otra persona. Dudaba. Por eso te seguí. Bueno, de hecho no te seguía. Buscaba la oportunidad de dirigirte la palabra.
—¿Y por qué no lo hiciste? ¿Por qué no me hablaste directamente? Habría sido más rápido.
—Ni yo mismo lo sé —le respondí con franqueza—. En aquel momento no pude. Ni siquiera me salía la voz.
Ella se mordió los labios durante un instante.
—Entonces no me imaginaba que fueras tú. Sólo pensaba en una cosa: alguien me seguía. Y tenía miedo. De verdad. Mucho miedo. Pero cuando subí al taxi y pude al fin respirar, caí de pronto en la cuenta de que podías ser tú.
—Oye, Shimamoto —dije—. Guardo algo desde aquel día. No sé qué relación tendrá aquel hombre contigo, pero me dio…
Ella levantó el dedo índice y se lo llevó a los labios. Negó ligeramente con la cabeza como diciendo: «Dejémoslo correr. Por favor, no me vuelvas a hablar de ello».
—¿Estás casado? —preguntó intentando cambiar de tema.
—Y con hijos —dije—. Tengo dos niñas. Aún son pequeñas.
—¡Qué bien! Me parece que a ti te van más las niñas. No sé explicarte por qué, pero me da esa impresión. Te veo más con hijas.
—Quizá sí.
—¡No sé por qué! —repitió Shimamoto sonriendo—. Al menos, has decidido tener más de uno.
—No es que lo haya decidido. Ha resultado así.
—¿Qué sensación da? Tener dos niñas, quiero decir.
—No sé. Un poco rara. ¿Sabes?, en la guardería donde va mi hija mayor, más de la mitad de los niños son hijos únicos. ¡Cómo han cambiado las cosas de cuando nosotros éramos pequeños! En una gran ciudad, ser hijo único es lo más natural del mundo.
—Será que nacimos demasiado pronto.
—Tal vez —dije. Y sonreí—. Quizás el mundo nos ha ido siguiendo. Pero cuando veo a las dos niñas jugar juntas, tengo una sensación extraña. Me admira que también exista esa manera de crecer. Cuando yo era pequeño, siempre jugaba solo. Y creía que así jugaban todos los niños.
El
piano trio
acabó de tocar
Corcovado
y los clientes aplaudieron. Como siempre, al acercarse medianoche, la interpretación se había vuelto más distendida, más íntima. El pianista, entre una melodía y otra, bebía de una copa de vino tinto, y el contrabajo se encendía un cigarrillo de vez en cuando.
Shimamoto tomó un sorbo de su cóctel.
—¿Sabes, Hajime? A decir verdad, me lo he pensado mucho antes de venir. He estado dudando casi un mes. Dándole vueltas. Hojeé la revista en alguna parte y me enteré de que tenías aquí un bar. Al principio creí que se trataba de una equivocación y es que no te veía llevando un bar. Pero era tu nombre, tu foto. ¡El Hajime de mi viejo y querido barrio! Me sentía feliz sólo con mirar tu fotografía. Pero no sabía si era bueno volver a verte en carne y hueso. Me daba la impresión de que para ambos sería mejor no reencontrarnos. Sabía que estabas bien y eso bastaba.
La escuché en silencio.
—Pero ya que tenía tus señas, pensé que no pasaría nada por venir a echar un vistazo. Y hoy me he sentado en aquel taburete y te he estado observando. Había decidido que, si no me reconocías, me iría sin decirte nada. Pero no me he podido contener. Sentía nostalgia y no he podido evitar hablarte.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué pensabas que era mejor no verme?
Ella pasó el dedo por el borde de la copa mientras reflexionaba.
—Porque si me veías, quizá querrías saber cosas de mí. Por ejemplo, si estaba casada, dónde vivía, qué había estado haciendo hasta ahora. Ese tipo de cosas. ¿Me equivoco?
—Bueno, esas cosas suelen salir en una conversación.
—Sí, es lo natural. Ya sé que estos temas salen espontáneamente.
—Pero tú no quieres hablar de ello, ¿no es así?
Sonrió incómoda y asintió. Al parecer, Shimamoto poseía una amplia gama de sonrisas.
—Así es. No me apetece demasiado hablar de eso. No me preguntes la razón. Pero no quiero hablar de mí misma. Pero no es normal, resulta extraño. Parece que me quiero envolver en un halo de misterio, que me estoy haciendo la interesante. Por eso pensé que era mejor no verte. No quería que pensaras que soy una mujer rara o vanidosa. Ésa es una de las razones por las que no quería venir.
—¿Y las otras?
—No quería decepcionarme.
Me había quedado mirando la copa que ella sostenía en la mano. Luego contemplé el pelo que le caía liso hasta los hombros, contemplé sus labios finos y bien dibujados. Me fijé en sus pupilas negras, tan profundas que parecían no tener fondo. En sus párpados descubrí una fina y discreta línea. Me recordó la línea del horizonte que se recortaba en la lejanía.
—Hace tiempo me gustabas mucho. No quería sentirme decepcionada al verte.
—¿Y te he decepcionado?
Negó con un ligero movimiento de cabeza.
—Te he estado observando desde allí. Al principio, me parecías otra persona. Estás más corpulento, llevas traje. Pero, mirándote bien, he comprendido que eras el Hajime de siempre. ¿Sabes?, tus gestos son casi los mismos de cuando tenías doce años.
—No lo sabía —dije. Intenté sonreír, pero no pude.
—La manera de mover las manos, la manera de mover los ojos, la costumbre de dar golpecitos con la punta de las uñas, la manera de fruncir las cejas con aire enfurruñado. Son idénticas. Aunque lo cubras con un traje de Armani, el interior apenas ha cambiado.