Read Al sur de la frontera, al oeste del sol Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Drama, Fantástico, Romántico
—¿Crees que saldrá bien?
—Algo hay que hacer. No podemos quedarnos así, de brazos cruzados.
Elaboramos la estrategia. Yo estaría abajo y, en cuanto mi tía fuera al lavabo, daría dos fuertes palmadas. Entonces, ella bajaría corriendo, se pondría los zapatos y saldría. Si lograba escapar con éxito, me llamaría desde la cabina de la esquina.
Mi tía canturreaba despreocupadamente mientras cortaba las verduras, preparaba el
misoshiru,
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hacía la tortilla. Pero, por más tiempo que pasara, no iba al lavabo. Me puse frenético. ¡Aquella mujer debía de tener una vejiga enorme! Ya estaba a punto de desistir cuando, de pronto, mi tía se quitó el delantal y salió de la cocina. Tras cerciorarme de que había entrado en el lavabo, corrí a la sala de estar y di dos palmadas. Izumi apareció por las escaleras con los zapatos en la mano, se los calzó veloz y salió por el recibidor ahogando sus pasos. Fui a la cocina a comprobar si había alcanzado el portal. Inmediatamente, casi como si nos cruzáramos, mi tía salió del lavabo. Suspiré.
Izumi llamó cinco minutos después. Le dije a mi tía que regresaba en un cuarto de hora y salí. Ella me estaba esperando de pie ante la cabina de teléfonos.
—¡Yo, con hoy, ya tengo bastante! —dijo antes de que pudiera abrir la boca—. ¡Jamás volveré a hacer algo así!
Estaba confusa y enfadada.
La acompañé a un parque cerca de la estación y la hice sentar en un banco. Le cogí la mano con dulzura. Izumi llevaba un abrigo beige encima de un jersey rojo. Recordé con cariño lo que llevaba debajo.
—Pero si hoy ha sido un día magnífico. Hasta que ha venido mi tía, claro. ¿No te parece? —dije.
—Pues claro que me lo he pasado bien. Cuando estoy contigo, siempre me lo paso estupendamente. Pero ¿sabes?, cuando me quedo sola, hay muchas cosas que no entiendo.
—¿Como cuáles, por ejemplo?
—Como, por ejemplo, lo que sucederá en el futuro. Al terminar el bachillerato. Tú quizá vayas a una universidad de Tokio y yo a una de aquí. ¿Y qué pasará con nosotros? ¿Qué piensas hacer conmigo?
Yo había decidido ir a una universidad de Tokio al acabar el bachillerato. Había llegado a la conclusión de que necesitaba alejarme de aquella ciudad, independizarme de mis padres y vivir solo. Mis calificaciones, en conjunto, no eran demasiado altas, pero en unas cuantas materias que me gustaban, pese a no haber estudiado apenas, había sacado bastante buenas notas y no tenía por qué costarme entrar en una universidad privada que tuviera un examen de ingreso con un número limitado de asignaturas. Pero no había ninguna probabilidad de que Izumi pudiera venir conmigo. Sus padres querían tenerla cerca y a ella ni se le pasaba por la cabeza rebelarse. Jamás se había opuesto a sus padres. Por lo tanto, como es natural, quería que yo me quedara en la ciudad. «Pero si aquí también hay buenas universidades. ¿Por qué tienes que irte precisamente a Tokio?», decía. Si le hubiera asegurado que no pensaba marcharme, tal vez no hubiese dudado tanto en acostarse conmigo.
—Pero, oye. No me voy al extranjero. Se puede ir y venir en tres horas. Además, las vacaciones de la universidad son largas. Total, que estaré aquí tres o cuatro meses al año —dije. Se lo había explicado decenas de veces.
—Pero si te marchas, seguro que me olvidarás. Y encontrarás a otra chica —replicó. Eso también me lo había dicho ella a mí decenas de veces.
Yo le aseguraba, cada vez, que no sucedería nada por el estilo. Que ella me gustaba y que no la olvidaría así como así. Pero, a decir verdad, no estaba tan seguro. Con un simple cambio de lugar, con el paso del tiempo y de los sentimientos, todo se altera por completo. Me acordé de cuando me había separado de Shimamoto. A pesar de lo unidos que estábamos, al acabar la escuela primaria y mudarme de barrio, emprendimos caminos separados. Yo la quería, ella me había pedido que la visitara. Pero, en definitiva, había dejado de ir a verla.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Izumi—. Dices que te gusto. Que te importo. Eso ya lo sé. Lo que a veces no sé es lo que estás pensando de verdad.
Al pronunciar estas palabras, Izumi se sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y se enjugó las lágrimas. Hasta aquel momento, ni me había dado cuenta de que estuviera llorando. Como no sabía qué decir, esperé a que prosiguiera.
—A ti te gusta ir dándole vueltas a las cosas tú solo. Seguro. Y no soportas que los demás sepan lo que tienes en la cabeza. Tal vez sea porque eres hijo único. Estás acostumbrado a pensar las cosas por tu cuenta y a decidir por ti mismo. Con que yo me entienda, ya basta, ¿no? —dijo Izumi sacudiendo la cabeza—. Y eso a mí me produce una terrible inseguridad. Me siento abandonada.
«Hijo único.» Hacía tiempo que no oía esas palabras. Recordé cuánto me habían herido en primaria. Pero ahora Izumi les había dado un sentido un poco distinto. No se refería a mí como a un niño mimado y consentido, sino como a un ego propenso a aislarse, al que le costara salir de su propio mundo. No me estaba recriminando nada. Únicamente se sentía sola.
—No creas. He estado muy contenta de que hayamos podido abrazarnos así. Incluso he pensado que quizá, de ahora en adelante, todo vaya bien —dijo al separarnos—. Pero no será fácil.
Mientras iba de la estación a casa, estuve reflexionando sobre sus palabras. Entendía más o menos lo que me había querido decir. No estaba acostumbrado a abrirle el corazón a nadie. Ella me había abierto el suyo; yo no había sido capaz de hacerlo. Izumi me gustaba, pero, como algo más profundo, no la aceptaba.
Había recorrido miles de veces el camino de casa a la estación. Pero, aquel día, ante mis ojos aparecía una ciudad desconocida. Mientras andaba, tenía clavado en la mente el cuerpo desnudo de Izumi que acababa de abrazar. Recordaba sus pezones endurecidos, su vello púbico, sus muslos suaves. Mi desazón fue creciendo por momentos. Compré tabaco en una máquina expendedora, volví al banco donde había estado sentado poco antes con ella y encendí un cigarrillo para sosegarme. «Si no se hubiera presentado mi tía sin avisar, todo habría ido bien», pensé. Si no hubiese pasado nada, seguro que nos habríamos separado de mucho mejor humor y nos habríamos sentido más felices. Pero, aunque mi tía no hubiese venido aquella tarde, seguro que, en algún momento, habría pasado algo así. Si no hubiese sucedido hoy, habría sido mañana. El mayor problema era que yo no podía convencerla. Y no podía convencerla a ella porque tampoco podía convencerme a mí mismo.
Al anochecer se levantó un viento frío, anunciándome que se acercaba el invierno. En cuanto empezara el nuevo año, en un abrir y cerrar de ojos llegaría la época de los exámenes de ingreso en la universidad y, luego, me esperaría una vida completamente nueva en un lugar también completamente nuevo. Quizás aquella nueva situación cambiara al ser humano que yo era. Y, pese a la inseguridad que sentía, deseaba con todas mis fuerzas que ese cambio se produjera. Mi cuerpo y mi espíritu anhelaban una tierra desconocida, un soplo de aire fresco. Aquel año, la mayoría de las universidades ya estaban siendo ocupadas por los estudiantes, un huracán de manifestaciones barría las calles de Tokio. Ante mis ojos, el mundo se disponía a sufrir cambios enormes y yo quería sentir directamente esa fiebre sobre mi piel. Aunque Izumi me suplicara que me quedase, y aun suponiendo que, como trueque, consintiera en acostarse conmigo, yo no tenía ninguna intención de permanecer ni un día más en aquella tranquila y elegante ciudad. Aunque eso supusiera nuestra ruptura. Si me quedaba, algo dentro de mí se perdería para siempre. «Y es una pérdida que no puedo permitirme», pensaba. Era algo vagamente parecido a un sueño. En él había ardor y, también, dolor. Se trataba del tipo de sueño que tal vez sólo pueda tenerse a los diecisiete o dieciocho años.
Y ese sueño Izumi tampoco podía entenderlo. Lo que ella perseguía en aquella época era un sueño de naturaleza muy diferente, un mundo que se emplazaba en un lugar muy distinto.
Pero, al final, antes de empezar realmente esa nueva vida en ese nuevo lugar, nuestra relación llegaría a su fin de una manera brusca e impensada.
La primera chica con la que me acosté era hija única.
No se trataba —tampoco en su caso puede decirse otra cosa— del tipo de mujer que los hombres se vuelven a mirar por la calle. Apenas llamaba la atención. A pesar de todo, desde la primera vez que la vi me sentí atraído hacia ella de una manera tan violenta que incluso yo mismo me asombré. Fue como si, de repente, me hubiera alcanzado un rayo invisible y mudo mientras andaba por la calle en pleno día. Sin reservas ni condiciones. Sin causas ni explicaciones. No había ningún «pero», no había ningún «si».
En el curso de toda mi vida, son contadas las ocasiones en que me he sentido atraído por mujeres bellas en el sentido general del término. A veces he ido andando por la calle con un amigo que de improviso comentaba: «¿Has visto? ¿Te has fijado en lo guapa que era esa chica?», pero yo, cosa extraña, no lograba recordar el rostro de esa «hermosa» mujer. Tampoco me han fascinado jamás las actrices guapas ni las modelos. No sé por qué, pero es así. Ni siquiera en la adolescencia, cuando la frontera entre el mundo real y el de los sueños es tan imprecisa y los anhelos exhiben su fuerza de una manera casi prodigiosa, jamás me gustaron las chicas guapas sólo por el hecho de serlo.
Lo que me atraía no era la belleza externa cuantificable e impersonal, sino algo más absoluto que se hallaba en el interior. De la misma manera que hay quien ama secretamente los diluvios, los terremotos y los apagones, yo prefería ese algo recóndito que alguien del sexo opuesto emitía hacia mí. A ese algo voy a llamarlo aquí «magnetismo». Una fuerza que te atrae y te absorbe, te guste o no te guste, quieras o no.
Quizá pueda compararse al aroma de un perfume. Tal vez ni el mismo maestro perfumista que lo ha creado pueda explicar por qué un aroma en concreto posee una determinada fuerza y produce un efecto. Es difícil de analizar científicamente. Sin embargo, explicaciones aparte, algunas mezclas de aromas pueden atraer al sexo opuesto como el olor de los animales en celo. Tal vez haya un aroma que atraiga a cincuenta personas de entre cien. Y quizás exista otro distinto que atraiga a las otras cincuenta. Sin embargo, también hay uno que hechiza sólo a una o dos personas en este mundo. Es un aroma especial. Y yo era capaz de percibirlo claramente. Sabía que era letal. Podía distinguirlo a la perfección desde muy lejos. En esas ocasiones, yo quería acercarme a las mujeres que lo exhalaban y decirles: «Lo he notado, ¿sabes? Quizá los demás no, pero yo sí».
Desde la primera vez que la vi, quise acostarme con ella. Para ser exactos, pensé que tenía que acostarme con ella. Y comprendí de manera instintiva que ella también lo deseaba. En su presencia, mi cuerpo, literalmente, se estremecía. Frente a ella, tuve más de una vez erecciones tan violentas que apenas podía andar. Jamás había experimentado un magnetismo como aquél (del tipo que había sentido hacia Shimamoto, pero entonces era demasiado niño para poder llamarlo así). Cuando la conocí, yo tenía diecisiete años y cursaba tercero de bachillerato, ella tenía veinte y estaba en segundo de universidad. Era, además, prima de Izumi. Por lo pronto, tenía novio. Claro que todo eso no fue ningún obstáculo. Aunque hubiera tenido cuarenta y dos años, tres hijos y dos colas a la espalda, no me habría importado. Su magnetismo era demasiado fuerte. Tenía muy claro que no podía dejarla pasar de largo. Seguro que me habría arrepentido toda la vida.
Así que la persona con quien tuve relaciones sexuales por primera vez era prima de mi novia. Encima, no se trataba de una prima cualquiera, sino que era además una amiga a la que estaba muy unida. Desde pequeñas, Izumi y ella se habían llevado muy bien y siempre estaban juntas en casa de la una o de la otra. Ella iba a la Universidad de Kioto y vivía en un apartamento alquilado cerca del ala derecha del antiguo palacio imperial. Un día, Izumi y yo fuimos a Kioto y la llamamos para que almorzara con nosotros. Sucedió dos semanas después de aquel domingo que Izumi vino a casa, cuando yo la había abrazado desnuda y ella había tenido que salir huyendo ante la inesperada visita de mi tía.
En un momento en que Izumi se había levantado de la silla, le pedí el número de teléfono con el pretexto de que quizá más adelante tuviera que preguntarle datos sobre la universidad donde estudiaba. Dos días después, la llamé a su apartamento y le propuse quedar el domingo siguiente. Tras una pausa, dijo que sí, que tenía el día libre. Oyéndola, me convencí de que también ella deseaba acostarse conmigo. Su tono de voz me lo confirmó. El domingo siguiente fui a Kioto solo, la vi y, aquella misma tarde, me acosté con ella.
Durante los dos meses siguientes, estuve haciendo el amor con la prima de Izumi tan apasionadamente que parecía que se me fuera a fundir el cerebro. No íbamos nunca al cine, no salíamos nunca a pasear. Jamás hablábamos de nada. Ni de literatura ni de música ni de la vida ni de la guerra ni de la revolución. Sólo hacíamos el amor. Algo sí debíamos decir, claro. Pero no me acuerdo de qué. Lo único que recuerdo son imágenes precisas, concretas. El reloj despertador junto a la almohada, la cortina que colgaba de la ventana, el teléfono negro sobre la mesa, la fotografía del calendario, sus ropas tiradas por el suelo. Y el olor de su piel, y su voz. Jamás le pregunté nada y ella tampoco me preguntó nada a mí. Sólo una vez, mientras estábamos acostados en la cama, se me ocurrió de repente que podía ser hija única y se lo comenté.
—Sí —dijo poniendo cara de extrañeza—. No tengo hermanos. ¿Cómo lo has sabido?
—Por nada en concreto. Me ha dado esa impresión.
Ella se me quedó mirando.
—¿No lo serás tú también?
—Sí —respondí.
Ésa es la única conversación que recuerdo. De pronto, percibí una especie de señal: «¿No será esta chica hija única?».
Tampoco comíamos o bebíamos más que lo estrictamente necesario. Cuando nos veíamos, casi sin mediar palabra, nos desnudábamos, nos metíamos en la cama, nos abrazábamos y copulábamos. Sin etapas y sin programa. Yo me limitaba a devorar con avidez lo que se me presentaba y ella es posible que hiciera lo mismo. Cada vez que nos veíamos, hacíamos el amor cuatro o cinco veces. Copulaba hasta quedarme literalmente sin semen. Lo hacía con tanta furia, que el glande, inflamado, acababa doliéndome. Sin embargo, a pesar de esa fiebre, a pesar de la violenta atracción que sentíamos el uno por el otro, jamás se nos pasó por la cabeza que pudiéramos ser novios y vivir largo tiempo felices y juntos. Creo que los dos sentíamos que estábamos en el ojo de un huracán que antes o después pasaría de largo. Aquello, lo sabíamos, no tenía por qué durar siempre. Por eso, cuando nos veíamos, en un rincón de nuestra cabeza estaba presente la idea de que tal vez fuera aquélla la última vez que nos abrazábamos. Y ese pensamiento no hacía más que inflamar nuestro deseo sexual.