Al sur de la frontera, al oeste del sol (2 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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A causa de su pierna coja, Shimamoto apenas asistía a clases de gimnasia. Cuando íbamos de excursión o a la montaña, se quedaba en casa. En verano tampoco venía al campamento de natación. Durante el festival de deportes anual, parecía sentirse un poco fuera de lugar. Pero, aparte de eso, llevaba una vida escolar de lo más normal. Apenas mencionaba su cojera. Que yo recuerde, no lo hizo ni una sola vez. Incluso cuando volvíamos juntos de la escuela, jamás la oí decir: «Me sabe mal hacerte andar tan despacio», ni nada por el estilo; tampoco en su rostro se traslucía esa preocupación. Pero yo sabía muy bien que le importaba y que, precisamente porque le importaba, jamás tocaba el tema. No le gustaba ir de visita a casa de los demás porque tenía que quitarse los zapatos en el recibidor. Sus zapatos derecho e izquierdo tenían diferente forma, el grosor de la suela era distinto, y odiaba que los demás se fijaran en ello. Creo que esos zapatos se los hacían a medida. Me di cuenta al ver cómo, al regresar a casa, se apresuraba a descalzarse y a guardarlos tan rápido como podía en el mueble zapatero.

En la sala de estar tenían un equipo estéreo último modelo y yo iba a menudo a su casa a escuchar música. Era un equipo magnífico. Sin embargo, la colección de discos de su padre no estaba en consonancia con tan maravilloso aparato y el número de elepés no pasaba de quince. Además, en su mayor parte, eran discos de música clásica ligera, para principiantes. Pero yo escuchaba una vez tras otra aquellos quince discos. De modo que, incluso ahora, recuerdo a la perfección cada una de sus notas.

Era Shimamoto quien se encargaba de poner la música. Sacaba los discos de la funda, los colocaba en el plato del tocadiscos sosteniéndolos entre ambas manos con cuidado de no tocar los surcos con los dedos y, tras limpiar el cabezal con un cepillito, hacía descender la aguja sobre el disco. Cuando acababan de sonar, los rociaba con un pulverizador para quitarles el polvo y los secaba con un paño de fieltro. Después los metía en la funda y los devolvía al lugar asignado en la estantería. Llevaba a cabo esta sucesión de acciones que le había enseñado su padre, una tras otra, con una expresión terriblemente seria. Entrecerraba los ojos, incluso contenía el aliento. Yo siempre contemplaba ese ritual sentado en el sofá. Cuando el disco se encontraba de nuevo en el estante, Shimamoto se volvía hacia mí y me dedicaba una pequeña sonrisa. Y yo cada vez pensaba lo mismo. Que no era un simple disco lo que Shimamoto tenía entre las manos, sino un frasco de cristal que encerraba una frágil alma humana.

En casa no teníamos ni tocadiscos ni discos. Mis padres no eran del tipo de personas al que le entusiasmase escuchar música. Así que yo siempre estaba en mi habitación pegado a una pequeña radio AM de plástico escuchando música.
Rock and roll
y cosas así. Sin embargo, no tardó en gustarme también la música clásica ligera que oía en casa de Shimamoto. Aquellas melodías me hablaban de «otro mundo», y lo que me atraía de aquel «otro mundo» era, quizá, que Shimamoto pertenecía a él. Así, dos veces por semana, nos sentábamos en el sofá y, mientras saboreábamos el té que nos había traído su madre, pasábamos la tarde escuchando las oberturas de Rossini, la
Pastoral
de Beethoven y
Peer Gynt.
Su madre siempre me acogía complacida. Se alegraba de que, después de cambiar de escuela, su hija hubiera hecho amigos tan pronto. Yo era, además, un niño muy formal e iba siempre correctamente vestido: eso debía de agradarle. No obstante, a decir verdad, ella a mí no me gustaba demasiado. No es que hubiera una razón concreta. Siempre era amable conmigo. Pero en su manera de hablar percibía una ligera irritación que me inquietaba.

De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. El primero en una cara, el segundo en la otra. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie —exceptuando, por supuesto, a Shimamoto— que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. Además era una música muy bella. Al principio, la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa. Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia, al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces. Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.

Por desgracia, he olvidado el nombre del pianista que interpretaba los conciertos de Liszt. Sólo recuerdo aquella funda de brillante colorido y el peso del disco. El disco era de un grosor y un peso que rozaban lo misterioso.

Aparte de música clásica, la colección de discos de casa de Shimamoto incluía un disco de Nat King Cole y otro de Bing Crosby. También esos dos los escuché muchas veces. El de Crosby era de villancicos, pero yo lo escuchaba en cualquier estación del año. Aún hoy me sorprende que no me hartara de oírlos tantas veces.

Un día del mes de diciembre, próxima ya la Navidad, me encontraba con Shimamoto en la sala de estar de su casa. Escuchábamos música, en el sofá, como de costumbre. Su madre había salido por alguna razón y estábamos los dos solos. Era una tarde de invierno oscura, nublada y gris. La luz del sol resaltaba las microscópicas partículas de polvo y asomaba tímidamente a través de unas nubes plomizas. Todo cuanto se reflejaba en mis pupilas carecía de contornos definidos y movimiento. El atardecer se acercaba y la habitación estaba tan oscura como si fuera de noche. Creo que no había ninguna luz encendida. Sólo la placa al rojo vivo de la estufa de gas iluminaba tenuemente las paredes. Nat King Cole cantaba
Pretend.
Yo, claro está, no entendía ni una palabra de la canción en inglés. A mis oídos sonaba como un conjuro. Pero a nosotros nos gustaba y, como la habíamos escuchado tantas veces, nos habíamos aprendido de memoria los primeros versos.

Pretend you’re happy when you’re blue

It isn’t very hard to do.

Ahora sí entiendo lo que significa. «Cuando estés triste, finge que eres feliz. No es tan difícil»: igual que la sonrisa que ella esbozaba siempre. Ésa es, desde luego, una manera de ver las cosas. Pero a veces cuesta.

Shimamoto llevaba un jersey azul de cuello redondo. Tenía varios jerséis azules. Tal vez le gustaran de ese color. O quizá fuese porque combinaban con el abrigo azul marino que se ponía para ir a la escuela. Por debajo del jersey asomaba el cuello de una camisa blanca. Llevaba, además, una falda a cuadros y unos calcetines blancos de algodón. El jersey, suave y ajustado, realzaba la pequeña protuberancia de sus pechos. Ella estaba en el sofá, sentada sobre ambas piernas. Con un codo apoyado en el respaldo, escuchaba la música con los ojos perdidos en la lejanía.

—Oye, ¿crees que es verdad lo que dicen? —me preguntó—. ¿Que los padres que sólo tienen un hijo no se llevan bien?

Reflexioné un instante. Pero no logré establecer la relación causa-efecto.

—¿De dónde has sacado tú eso?

—Me lo dijo alguien. Hace mucho tiempo. Que los padres que no se llevan bien sólo tienen un hijo. Al oírlo, me puse muy triste.

—Umm.

—¿Tu madre y tu padre se llevan bien?

No pude responder enseguida. Jamás se me había ocurrido planteármelo.

—En el caso de mi familia es que mi madre no era muy fuerte —le expliqué—. No lo sé muy bien, pero me parece que dar a luz a otro hijo era una carga excesiva para su cuerpo y por eso ya no pudo tener más.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo sería si tuvieras hermanos?

—No.

—¿Y por qué? ¿Por qué no?

Tomé la funda del disco de encima de la mesa y la miré. Pero estaba demasiado oscuro para poder leer lo que ponía. Volví a dejarla sobre la mesa y me froté varias veces los ojos con la muñeca. Mi madre, en cierta ocasión, me había preguntado lo mismo. Y mi respuesta ni la alegró ni la entristeció. Se limitó a poner cara de extrañeza. Sin embargo, al menos para mí, la respuesta no podía haber sido más honesta y sincera.

Fue una respuesta larga. No había sabido expresarme con mayor precisión. Pero lo que había pretendido decirle era: «El yo que está ahora aquí ha crecido sin hermanos. Si hubiera tenido alguno, sería distinto a como es ahora, así que preguntar al yo que ahora está aquí qué le parecería haber tenido hermanos es antinatural». Por lo tanto, a mis ojos, la pregunta de mi madre carecía de sentido.

A Shimamoto, aquel día, le respondí lo mismo. Ella se me quedó mirando fijamente. En su expresión había algo que atraía a los demás. Algo lleno de sensualidad, como si —esto, por supuesto, lo pensé más tarde— fuera pelando con dulzura, capa a capa, el corazón de las personas. Aún hoy recuerdo muy bien el sutil movimiento en el dibujo de sus finos labios que acompañaba a sus cambios de expresión y la tenue luz que se le encendía y apagaba chispeante en el fondo de las pupilas. Esa luz me recordaba la llama de una pequeña vela temblando en un rincón de una habitación oscura, larga y estrecha.

—Me parece que te entiendo, más o menos —comentó con un tono maduro y tranquilo.

—Ah, ¿sí?

—Sí —dijo Shimamoto—. En este mundo hay cosas que son recuperables y otras que no. Y el paso del tiempo es algo definitivo. Una vez has llegado hasta aquí, ya no puedes retroceder. ¿No crees? —Asentí—. A mí me parece que con el paso del tiempo hay cosas que se solidifican. Como el cemento dentro de un cubo. Y entonces ya no se puede retroceder. Lo que quieres decir es que el cemento que tú eres ya ha fraguado del todo y que no es posible ningún otro tú que el de ahora, ¿no es así?

—Sí, eso debe de ser —respondí con aire dubitativo.

Shimamoto se quedó abstraída contemplándose las manos.

—Yo, ¿sabes?, a veces imagino cosas —añadió por fin—. Pienso en cuando sea mayor y me case. En qué casa viviré, qué cosas haré. También pienso en cuántos hijos quiero tener.

—¡Caramba! —exclamé.

—¿Tú no lo piensas?

Hice un gesto negativo con la cabeza. A un niño de doce años no se le ocurren esas cosas.

—¿Y cuántos hijos quieres tener?

Puso la mano que hasta entonces había reposado en el respaldo del sofá sobre su rodilla. Contemplé distraídamente cómo sus dedos reseguían despacio la trama a cuadros de la falda. Había algo misterioso en ese gesto. Como si de las yemas de los dedos le brotaran unos finos hilos transparentes que fueran tejiendo un tiempo nuevo. Cerré los ojos y vi como si se alzaran remolinos de las tinieblas. Diversas volutas nacían y se desvanecían en silencio. A lo lejos, Nat King Cole cantaba
South of the Border.
Nat King Cole se refería a México, claro. Pero yo entonces no lo sabía. Las palabras «Al sur de la frontera» me sonaban enigmáticas. Cada vez que las oía, me preguntaba qué diablos debía de haber allí, al sur de la frontera. Abrí los ojos. Shimamoto todavía estaba moviendo los dedos por encima de la falda. Y sentí un dolor dulce, casi imperceptible, en las entrañas.

—Es raro —dijo—. No sé por qué, pero no me imagino más que con un solo hijo. Puedo verme a mí misma, de alguna manera, con un niño. Yo soy la madre y tengo un hijo. Pero me resulta imposible imaginarme a ese niño con hermanos. Ese niño no tiene hermanos. Es hijo único.

No cabía duda de que era una niña precoz y de que se sentía atraída por mí como representante del sexo opuesto. Y yo, por mi parte, también me sentía atraído por ella, pero no sabía qué hacer con mis sentimientos. Tal vez tampoco Shimamoto lo supiera. Me tomó de la mano una sola vez. Fue un día que me llevaba a algún sitio, y el gesto decía: «Rápido, es por aquí». Nuestras manos permanecieron unidas como mucho diez segundos, pero a mí me parecieron treinta minutos. Y cuando me soltó, deseé que el contacto no se hubiera interrumpido. Yo lo sabía, sabía que ella me había cogido la mano de una manera espontánea, pero que, en realidad, lo había hecho porque deseaba hacerlo. Aún hoy recuerdo el tacto de su mano aquel día. Es un tacto diferente a cualquier otro que haya experimentado después. Era simplemente la mano pequeña y cálida de una niña de doce años. Pero en aquellos cinco dedos y en aquella palma se concentraban, como en un catálogo, todas las cosas que yo quería saber, todas las cosas que tenía que saber. Y ella, al tomarme de la mano, me las enseñó. Me enseñó que en el mundo real existía un lugar como aquél. Durante diez segundos tuve la sensación de haberme convertido en un pajarillo perfecto. Surcaba el aire, sentía el viento. Desde las alturas, podía ver paisajes lejanos. Tan remotos que no era capaz de vislumbrar con claridad lo que había. Pero supe que existían. Y que algún día iba a visitarlos. Esa certeza me dejó sin aliento, me hizo estremecer.

Al regresar a casa, me senté ante la mesa de mi habitación y mantuve largo rato los ojos clavados en la mano que Shimamoto había sostenido. Me sentía lleno de felicidad. Aquel dulce tacto me caldeó el corazón durante muchos días. Pero, al mismo tiempo, me turbó, me confundió, me angustió. ¿Qué diablos tenía que hacer con aquella felicidad? ¿Hacia dónde debía conducirla?

Al terminar la enseñanza primaria, Shimamoto y yo fuimos a escuelas distintas. Por diversas circunstancias, dejé la casa donde había vivido hasta entonces y me mudé a otro barrio. Aunque hable de un barrio distinto, la verdad es que sólo estaba a dos paradas de tren, así que, incluso entonces, la visité algunas veces. Tres o cuatro, durante los tres meses que siguieron a la mudanza. Pero ahí acabó todo. Pronto dejé de ir a verla. Me disponía por entonces a entrar en una edad extremadamente delicada. Sentía que nuestro mundo había cambiado por completo por el mero hecho de vivir a dos estaciones de distancia. Nuestros amigos eran distintos, el uniforme era distinto, el libro de texto era distinto. Mi físico, mi voz y mi sensibilidad frente a muchas cosas estaban sufriendo cambios acelerados y, paralelamente, la atmósfera de intimidad que había existido entre Shimamoto y yo parecía desvanecerse. También ella experimentaba cambios físicos y psicológicos, y mayores aún que los míos. Eso me hacía sentir incómodo. Además, tenía la impresión de que su madre empezaba a mirarme de una manera extraña. Parecía decir: «¿Por qué seguirá viniendo este niño a casa? Ya no vive en el barrio, van a escuelas distintas». Quizá fuesen figuraciones mías. Pero, de cualquier modo, me inquietaban sus miradas.

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