Authors: Laura Gallego García
—No me toques las alas —le advirtió.
Dag no lo hizo. Sus dedos rozaron el cepo. Apartó la mano enseguida.
—Magia negra —dijo solamente.
—Yo no puedo verlo. ¿Qué... qué aspecto tiene?
—Es una serpiente, hecha de algún tipo de metal. De color oscuro. Enrosca sus anillos en torno a tus alas y no permite que las muevas. Es un material muy frío al tacto.
—Pero a mí me quema —murmuró Ahriel—. ¿Habías visto antes algo parecido?
—No. Yo sólo soy un pobre diablo, Ahriel. Sólo sé lo que las calles me enseñaron en mi niñez, y lo que luego he aprendido en Gorlian durante los últimos cincuenta años.
—Pero tú sabes cosas —intervino Bran.
—Porque miro a mi alrededor. Miro y aprendo. Y me pregunto: ¿por qué?
—Has dicho que esto es magia negra —dijo Ahriel—. ¿Qué sabes de la magia negra?
—Que es la forma más corrupta de toda la magia.
—No abundan los magos en nuestro mundo. Las leyendas dicen que antaño proliferaron en la tierra, pero el tiempo los diezmó a todos.
—La magia no muere, ángel. Sólo aguarda el momento apropiado para resurgir.
—Alguien la ha hecho resucitar en Karish —intervino Bran, sombrío—. Un grupo de personas que han reavivado ese poder y lo han corrompido. Y todo ello con el consentimiento de la reina María.
—Pero ella no es mala en el fondo —se apresuró a replicar Ahriel—. Las malas compañías...
—¡Deja de decir eso! —cortó Bran—. ¿Por qué no reconoces de una vez que ella es la retorcida inteligencia que está detrás de todo esto?
—¡¡Cómo te atreves!! La reina María...
—¡Silencio los dos! —atajó Dag—. Ahriel, yo creía que los ángeles juzgabais a las personas por sus actos. ¿Por qué María es diferente? ¿Por qué en su caso importan más sus motivos que sus acciones?
—Porque ella es joven. Se ha equivocado...
—También yo era joven cuando fui enviado a Gorlian. Mi primer «error» costó la vida a un hombre, y he pagado por ello el resto de mi vida. Los «errores de juventud» de María han costado la vida a mucha gente, y tú todavía la disculpas. ¿Por qué? ¿Porque ella es una reina, y yo era sólo un ratero?
Ahriel calló. Sus ojos se encontraron con los de Bran, y leyó en ellos rabia y rencor.
—No te molestes, Dag —dijo él—. Para ella, las cosas son blancas o negras. Y nosotros estaremos siempre en el bando de los malos.
—Nadie es perfecto, Ahriel —añadió, mirando al ángel—. Ni siquiera tú. ¿Quién eres tú para juzgarnos?
—Ya basta, Bran... —empezó Dag, pero Ahriel alzó la mano.
—No, déjalo. Tiene razón. Me he equivocado. Cuando salga de aquí...
—¿Qué? —gruñó el joven—. ¿Qué vas a hacer? ¿Sacarnos a todos de Gorlian y liderar una revolución contra la reina María? ¿Vas a matarla con tus propias manos? ¿O todavía quieres creer que volverá al sendero del bien si le das unos cuantos azotes?
—No voy a matarla —dijo Ahriel—. No puedo.
—¿Por qué no? Como ha dicho Dag, enviaste a muchos criminales a una muerte segura en Gorlian. ¿Porqué ella no...?
—Porque es mi protegida. No pude secundarla en sus planes cuando los descubrí, y por eso me envió aquí. Pero tampoco puedo... tampoco puedo enfrentarme a ella. Hice un juramento y... pero no, vosotros no lo entendéis.
—No hará falta que lo entendamos, Ahriel —dijo Dag—, porque no vas a poder enfrentarte a ella. Estás en Gorlian: no hay escapatoria. Los dos se volvieron para mirarle. —¿Por qué no? —dijo Bran—. Sus alas... —Pensaste que le habían inmovilizado las alas para evitar que escapase, ¿no es cierto? Bien, puede que tengas razón. Pero eso no cambia para nada el hecho de que no puede volar. Por tanto, no puede escapar.
Un pesado silencio cayó sobre la casa del viejo Dag. —Pero... yo creí que tal vez tú... —balbució finalmente Bran.
—¿Que yo podría quitarle a Ahriel el cepo que aprisiona sus alas? —rió Dag—. Puede que sepa mucho sobre Gorlian, muchacho, pero sigo siendo un pobre diablo que ni siquiera sabe leer. No, Ahriel. Si la magia negra cerró ese cepo, sólo la magia negra podrá abrirlo de nuevo. Pero estoy seguro de que eso tú ya lo sabías. Ahriel no dijo nada. Dag tenía razón: sí, lo sabía. En el fondo de su corazón, lo había sabido desde el principio: sólo aquel que le había puesto el cepo podía quitárselo de nuevo.
Estaba atrapada en Gorlian. Para siempre.
—Necesito estar sola —dijo bruscamente. Se levantó y salió de la cabaña.
—¡Estupendo! —gruñó Bran, de mal humor—. ¡Me he jugado el cuello por nada!
—No por nada —le contradijo Dag—. Si ella abre los ojos y acepta la realidad como es, hará grandes cosas aquí. Ahriel es la criatura más extraordinaria que jamás ha pisado Gorlian. Sólo que aún no lo sabe. —Permíteme dudarlo —refunfuñó Bran. —Oh, pero tú también lo sabes, amigo mío —rió el viejo—. De lo contrario, no la habrías ayudado. Y el Rey de la Ciénaga también lo sabe.
En el exterior de la cabaña, Ahriel se había sentado sobre la plataforma y reflexionaba sobre todo lo que había vivido en los últimos días. Su mundo se había vuelto del revés. Su vida había dado un vuelco inesperado, había experimentado un cambio tan profundo que creía que jamás llegaría a asimilarlo del todo. Hundió el rostro entre sus manos. Apenas unos días antes todo estaba claro, todo tenía sentido. Su misión era su vida. Su destino estaba ligado al de María, hasta que ella muriera.
Ahora estaba prisionera en un lugar que parecía más un mal sueño que una prisión. Para siempre.
Ahriel suspiró. Hasta aquel momento, la idea de que saldría de allí para regresar con María había sido lo único que la había mantenido en pie. Pero ahora...
¿Cómo podría sobrevivir allí? Siempre había creído estar por encima de los seres humanos. Ahora tendría que aprender a vivir como un animal: chapoteando en aquel barrizal, durmiendo en agujeros pestilentes, alimentándose de sapos y peces viscosos o de carne de engendro, viviendo entre delincuentes embrutecidos...
No, nunca podría.
Se miró las alas, con tristeza. Caían por su espalda, lacias y sucias, sin la menor gracia. Se preguntó si algún día volvería a alzarlas para volar de nuevo, blancas como la espuma de mar.
«Acostúmbrate a la idea», dijo una voz en su cabeza, cruelmente. «Nada va a cambiar.» Ahriel apretó los puños. La irritante voz le recordaba a la de Bran. Sintió una oleada de rabia: aquel humano la sacaba de quicio. Trató de controlarse. Se preguntó, con amargura, qué había sido del ángel imperturbable que impartía justicia con serenidad y rectitud. «Ahora se arrastra por una ciénaga, cubierta de barro», dijo de nuevo la voz. Ahriel sintió de pronto algo parecido al odio, y la intensidad de aquel sentimiento la asustó. Logró serenarse de nuevo.
Los ángeles no odiaban. Los ángeles no amaban. Aquellas emociones eran propias de seres humanos, pero no de criaturas como Ahriel. Las emociones distorsionaban la visión ecuánime y objetiva del ángel. Los sentimientos impedían pensar y juzgar con claridad.
«¿Quién eres tú para juzgarnos?», había dicho Bran.
Ahriel suspiró de nuevo, asustada. Tenía dudas. Estaba perdida y sola. No sabía qué hacer. Nunca antes había experimentado aquella sensación, y no le gustaba.
También era demasiado humana, porque los ángeles nunca dudaban. Siempre sabían cuál era la opción correcta en cada momento, y actuaban en consecuencia.
«No soy... humana», se recordó a sí misma.
Casi había logrado controlar su miedo cuando percibió un movimiento a la derecha. Lo observó con el rabillo del ojo, sin moverse, aparentemente concentrada en ajustar a los pies su calzado de pieles. No tardó en hacerse cargo de la situación.
Aún esperó unos segundos más antes de levantarse, tranquila, y entrar en el interior de la cabaña.
Halló a Dag y a Bran discutiendo sobre un mapa trazado sobre una piel seca de algo irreconocible.
—Nos tienen rodeados —informó con voz neutra—. He contado seis personas, aunque puede haber más. Todavía no han dado la cara, pero se están acercando.
Dag miró con gravedad a sus dos visitantes.
—Es la gente del Rey de la Ciénaga. Os han encontrado.
—Está bien, está bien —gruñó Bran—. Trataré de solucionar este lío. Si nos mostramos razonables, tal vez...
—No voy a jurarle fidelidad a ese tipejo —dijo Ahriel.
—Eso no es precisamente mostrarse razonable — opinó Bran—. Veamos, hemos ofendido al Rey de la Ciénaga, así que ahora ha puesto precio a nuestras cabezas, y el número de individuos que estarían dispuestos a cobrar ese precio asciende a... ¡¡todo bicho pensante en Gorlian —chilló, furioso—. ¿Es que todavía no te das cuenta, maldita sea? ¡¡¡Estamos muertos!!!
—No grites —replicó Ahriel—. Te van a oír.
—Muy bien, entonces dime, ¿cuál es tu genial idea para sacarnos de este atolladero?
—Vamos a luchar.
—¿Con palos y estacas? Muy inteligente por tu parte, alitas. Bien, ahora atiende. Tengo una idea mejor. Sospecho que no te va a gustar pero, por una vez en tu vida, escucha y obedece. Nuestra vida depende de que esto salga bien.
Gia estaba de muy mal humor. Su señor la había enviado a la cabaña de Dag para matar al ángel y a aquel gusano de Bran. En otras circunstancias, Gia no habría tenido el menor inconveniente en obedecer las órdenes. El ángel de la reina María merecía, en su opinión, la más atroz de las muertes, y en cuanto a Bran... bueno, hablaba demasiado. Pero no entendía por qué el Rey de la Ciénaga se había dejado embaucar por aquella sabandija. Gia había sabido desde el primer momento que ellos no cumplirían su parte del trato. Deberían haber matado al ángel cuando lo tenían al alcance de la mano. Gia se habría ahorrado aquella expedición inútil. Los informadores habían dicho que Bran y el ángel habían llegado a los límites de Gorlian y después habían evitado deliberadamente la corte del Rey de la Ciénaga para ir a visitar al viejo Dag. Las órdenes del rey eran terminantes: matar al ángel y a Bran, pero
no
al anciano. Incluso, para el Rey de la Ciénaga, Dag era toda una institución en Gorlian.
Gia resopló y siguió avanzando cautelosamente hacia la cabaña. El ángel se había quedado sentada en la plataforma durante un rato, pero después había vuelto a entrar. Si se había percatado de su presencia, no había dado señales de ello. De todos modos, los fugitivos no serían rival para Gia y su grupo. Sólo eran tres: un ángel que no podía volar, un tipejo con más lengua que músculos y un viejo con reuma.
—¿A qué estamos esperando? —murmuró alguien.
Gia lo hizo callar con un gesto y estudió la cabaña. Todo parecía silencioso y tranquilo. Demasiado tranquilo. La mujer sacudió la cabeza. ¿De qué tenía miedo?
—Adelante —dijo solamente.
El grupo abordó la plataforma y Gia echó la puerta abajo de una patada.
—¡Vosotros dos... ! —empezó, pero calló de pronto y dio una mirada circular, incrédula.
La cabaña estaba vacía, a excepción del jergón, desde donde Dag los observaba, perplejo. No había nadie más, y el lugar no ofrecía ningún escondite que pudiese ocultar a un ángel y un humano, por escuálido que éste fuese.
—¿Eh? ¿Qué...? ¿Cómo...? —murmuró Dag, aturdido, parpadeando.
Gia atravesó la pequeña cabaña hecha una furia y sacó al viejo de debajo de las pieles.
—¡Tú! —vociferó—. ¿A dónde han ido?
—¿Cómo... quiénes? ¡Ah! Te refieres a Bran y la señorita Ahriel... ¿no están aquí?
—Sabes de sobra que no —siseó la mujer—. Sólo te lo repetiré una vez: ¿a dónde han ido?
—Oh, yo... no lo sé. Me quedé dormido. Deben de haberse marchado y...
—¿Y cómo lo han hecho? ¿Acaso insinúas que se han esfumado en el aire?
—No lo sé, yo estaba dormido... aunque ahora recuerdo que la señorita Ahriel mencionó algo al respecto...
—¿Sí? —el tono de voz de Gia descendió peligrosamente—. ¿Sobre esfumarse en el aire?
—Una habilidad propia de los ángeles —aseveró Dag, muy serio—. Lo llaman «tele... tele... telepor...».
—¡Silencio! —gruñó Gia; soltó al anciano, malhumorada, y Dag se dejó caer de nuevo sobre el jergón con un gemido.
La mujer salió de nuevo al exterior, ignorando las sonrisas maliciosas de sus compañeros. ¿Cómo podían haber escapado delante de sus narices? Aquella absurda patraña del viejo no resultaba creíble. Si Ahriel fuera capaz de hacer algo así, sin duda no habría pasado tantos días arrastrándose por la Ciénaga. Pero, por otro lado, no había modo de escapar de la cabaña. La tenían completamente rodeada. A no ser...
Gia dio un respingo. Se volvió hacia sus hombres.
—¡Abajo! ¡Todos! Buscad por los alrededores. ¡No pueden haber ido muy lejos!
Un poco más lejos, dos cañas se deslizaban lentamente a través del pantano. Los matones de Gia no podían llegar a verlas desde donde se encontraban, pero momentos antes las dos cañas habían pasado junto a ellos sin ser advertidas. Ahora se desplazaban lentamente hacia un grupo bastante compacto de árboles del fango que las ocultaría de miradas indiscretas.
Mientras Gia reorganizaba a su tropa, las dos cañas emergieron totalmente del barro, seguidas por dos cabezas completamente enfangadas. Ahriel se quitó el barro de los ojos y la boca y respiró una amplia bocanada de aire húmedo. Miró a Bran, quien, a su lado, espiaba los movimientos de sus perseguidores desde detrás del árbol.
—No los hemos engañado —dijo; inmediatamente, escupió el barro que le había entrado en la boca—. Han comenzado a buscarnos.
—¿Crees que habrán descubierto la trampilla?
—Dag dijo que colocaría su jergón encima para taparla, pero puede que ésos sean más listos de lo que creíamos. En cualquier caso, hemos pasado junto a ellos sin que se diesen cuenta.
—Sí, pero, ¿cuánto tiempo podremos ocultarnos bajo el fango?
—En teoría podemos estar aquí abajo indefinidamente. Pero no soy optimista: comprendo que es demasiado desagradable.
Ahriel no dijo nada. Limpió con cuidado uno de los extremos de su caña, se lo puso en la boca y volvió a sumergirse bajo el fango. Bran la siguió.
La capa de fango era bastante más fluida en aquella zona, y tenía poco más de un metro de espesor. Eso les permitía avanzar por debajo de la superficie con el vientre pegado al suelo, pero se movían muy lentamente, y completamente a ciegas. Ninguno de los dos se habría atrevido a abrir los ojos con la cabeza sumergida en el lodo. Aquella sustancia era demasiado inmunda.