Authors: Laura Gallego García
La mujer se rió otra vez. Pero entonces, Ahriel se enderezó como movida por un resorte.
Alguien había tocado sus alas.
Se volvió rápidamente y vio que dos de los tres hombres estaban tras ella. Sintió que la mujer se levantaba también y se acercaba a ella. Ahriel respiró hondo. Había bajado la guardia porque estaba cansada y herida, y ahora la habían rodeado y empuñaban sus armas: garrotes, estacas y flechas.
—No te muevas —dijo uno de ellos entre dientes—. ¿Quién eres?
—Ya te lo he dicho —respondió ella—. Soy un ángel.
—Razón de más para que la matemos —gruñó otro.
—¿Estás loco? —replicó Yuba—. El Rey de la Ciénaga pagará muy bien por una criatura como ésta.
—Eso si no se escapa antes volando con sus alas.
—Pero no puede moverlas —intervino otro—. ¿No te has dado cuenta?
El individuo agarró groseramente una de las alas de Ahriel, y ella lanzó un grito de advertencia. Pero el hombre no la soltó. El ángel se revolvió y, a la velocidad del relámpago, golpeó a su oponente, que salió despedido hacia atrás y cayó estrepitosamente sobre el suelo enfangado.
Los demás retrocedieron un poco, y Ahriel respiró hondo. Aquello era ridículo. Nunca antes la había puesto en apuros un grupo de humanos. Claro que nunca antes se había encontrado tan agotada, física y psicológicamente, ni había perdido la capacidad de volar. Por no hablar del tobillo fracturado.
Aun así, era ridículo.
—No sabéis a quién os enfrentáis —dijo, serena—. Por menos de esto podríais pasar el resto de vuestros días en Gorlian.
Aquellas palabras, lejos de intimidarles, los enfurecieron, mucho más de lo que Ahriel habría esperado. Se abalanzaron sobre ella. Uno de ellos lanzó una piedra dirigida a la cabeza del ángel. Ella la esquivó, pero la piedra la golpeó dolorosamente en el hombro, y la mujer aprovechó aquel instante para echarle una cuerda al cuello. Tiró de ella, y el ángel se llevó las manos a la garganta, sintiendo que se asfixiaba. Trató de desasirse, pero la mujer no recogió más cuerda.
—Muy graciosa, angelita —dijo Yuba—. Pero que muy graciosa. Sé que la visita al Rey de la Ciénaga no va a resultarte agradable, pero, lo siento, no vas a conseguir que te matemos para librarte de ella.
Ahriel no lo estaba escuchando. Uno de sus captores la había agarrado por el ala izquierda. Nadie se había atrevido nunca a...
Pero entonces recordó al hombre que le había puesto el cepo y se estremeció.
Y decidió que ya la habían humillado bastante.
Hizo acopio de fuerzas y, con un brusco movimiento que ellos no esperaban, lanzó una patada a las manos de la mujer, que soltó la cuerda con un gemido de dolor. Ahriel se volvió entonces hacia Yuba, que había retrocedido un tanto, y blandía amenazadoramente un garrote. Haciendo caso omiso del dolor, Ahriel golpeó el brazo de su oponente y el garrote salió volando por los aires.
Los cuatro la miraron con respeto. —He decidido que no me interesa vuestra hospitalidad —dijo ella con frialdad.
Y lentamente, cojeando, salió de nuevo bajo la lluvia.
No se volvió para ver qué hacían los tres hombres y la mujer. Se había ganado su odio de por vida, pero sabía también que no se atreverían a volver a atacarla abiertamente. Pero tratarían de clavarle un puñal por la espalda cuando durmiera.
Aún oyó, entre el fragor de la lluvia, la voz de la mujer:
—¡Nunca saldrás de aquí! ¿Me oyes? ¡Nunca! ¡Y cuando este lugar haya acabado contigo no te mostrarás tan arrogante!
Ahriel no la escuchó.
Siguió caminando, ignorando el dolor de su tobillo y de su hombro y aguardando, simplemente, que remitiese la tormenta o que llegase la mañana; mientras tanto escudriñaba las sombras a su alrededor, buscando un lugar resguardado donde poder descansar y recuperar fuerzas. Si se sumía en un sueño curativo, cuando despertase sus heridas habrían sanado, pero ello suponía dormir tan profundamente que podría despertar en el estómago de un gusano gigante sin haberlo oído llegar.
De modo que Ahriel siguió adelante, esperando llegar a algún lugar que le ofreciese un mínimo de confianza. Anduvo largas horas bajo la lluvia, trepó por agudos riscos, se arrastró montaña arriba y se deslizó montaña abajo. Cuando el cansancio, el frío, el hambre, la sed y el dolor se hicieron insoportables, Ahriel se derrumbó cuan larga era sobre un charco de barro, y allí se quedó.
Sus últimos pensamientos, antes de perder el sentido, fueron para María.
Ahriel despertó en un lugar caliente y seco. Por un momento creyó que había sido víctima de uno de aquellos malos sueños que acosaban a los humanos por las noches. Pero el dolor que le producía el cepo que atenazaba sus alas le recordó que aquello era real, muy real.
Por fortuna, Ahriel estaba bien entrenada y, pese a que se sentía completamente despejada, todavía no había abierto los ojos ni había hecho el menor movimiento. Podía intuir la presencia de otra persona en la habitación, y quería que ésta creyese que seguía profundamente dormida.
Puso a trabajar el resto de sus sentidos para averiguar más sobre la situación en que se encontraba.
Estaba tendida en un catre duro, y cubría su cuerpo una manta áspera y delgada, que parecía hecha de algún tipo de piel. Aguzó el oído y analizó mentalmente los sonidos que llegaban hasta ella. Los pasos, rápidos, seguros y enérgicos, pertenecían sin duda a un hombre, aunque no muy corpulento. Pero aquellos pasos eran irregulares, y Ahriel dedujo que no tenía mucho espacio para moverse y, seguramente, estaba sorteando obstáculos. Un sonido sordo y una maldición mascullada por lo bajo vinieron a confirmar su teoría: era un hombre, un joven, y acababa de tropezar con algo.
Siguió analizando los sonidos. Captó el crepitar de un fuego, el ruido de la lluvia golpeando sobre el tejado, un par de goteras un poco más allá... Oyó entonces que el joven echaba algo en un puchero de barro, y el olor del guiso llegó hasta ella con claridad. No supo identificar de qué estaba compuesto, pero sí captó un ligero olor a limo que quizá se debiera al tipo de agua utilizada.
Ahriel sopesó sus alternativas. En caso de que tuviera que luchar, desde luego su contrincante no parecía muy difícil de vencer. Aunque Ahriel no sabía si estaba armado, ya que no había oído el sonido que producía una espada al golpear contra el muslo de un hombre en movimiento. Pero el joven podía llevar una daga. Por su forma de moverse, Ahriel había deducido que era muy ágil y rápido. Y había que contar con el hecho de que, en aquella habitación tan pequeña, él se movería con más facilidad que ella, que tenía que contar con el peso muerto de sus alas a la espalda.
Se preguntó entonces si aquella estancia sería parte de una vivienda más grande, y si habría más gente en ella. Esperó un rato, pero no oyó entrar a nadie más. El joven retiró el caldero del fuego y sirvió el guiso en un cuenco. Mientras comía, Ahriel aprovechó para abrir un poco los ojos y espiar a través de sus párpados entrecerrados. Descubrió que se hallaba en una chabola fabricada a base de restos y desechos, y que la minúscula habitación estaba llena de objetos diversos de madera y arcilla. Pero, sobre todo, se fijó en el joven que comía sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
Presentaba el mismo aspecto que las personas que la habían atacado en la cueva: andrajoso, greñudo y desaliñado. Sin embargo, y como Ahriel había adivinado, no era corpulento. Más bien parecía un saco de huesos. Aquella delgadez suya le hacía parecer más alto de lo que era.
Ahriel se fijó también en sus facciones, parcialmente ocultas por una barba revuelta. Apreció que su rostro alargado le confería una cierta expresión zorruna.
El ángel siguió observándolo hasta que terminó de comer y depositó el cuenco en un rincón. Lo vio levantarse, estirarse como un gato y avanzar despreocupadamente hacia ella. Cerró los ojos cuando lo sintió acercarse, pero el joven se limitó a coger algo que estaba cerca del catre. Ahriel lo oyó dar la vuelta y alejarse de nuevo hacia el fuego.
Entreabrió los ojos otra vez...
... Y su mirada tropezó con la de otros ojos, oscuros e inquisitivos, que la observaban con curiosidad.
—Buenos días —dijo el humano.
Ahriel se incorporó a la velocidad del rayo, lo apartó de un empujón y se colocó en posición defensiva. El joven la había sorprendido, y eso quería decir que era más sigiloso, rápido y observador que la mayoría de los humanos con los que el ángel había tenido ocasión de tratar.
—¿Quién eres? —exigió saber Ahriel
El joven esbozó una mueca burlona.
—La persona que te ha salvado cuando estabas tirada ahí fuera, completamente empapada, herida y muerta de frío. ¿No te basta con eso?
—En ciertas circunstancias, no —replicó el ángel fríamente—. ¿Quién eres?
El rostro del humano se endureció.
—Bien. Me llamo Bran. Estás en mi casa, y soy yo quien hace las preguntas. ¿Quién eres tú?
—No estoy en tu casa por propia voluntad —puntualizó ella.
Bran se encogió de hombros.
—Muy bien. Puedes marcharte si te apetece. No te lo voy a impedir. Pero creo que Tora y los suyos han salido de caza esta noche, y el Loco Mac todavía anda suelto. Además, el Carnicero ha ampliado su territorio hacia el norte, y eso lo acerca aquí más de lo que a mí me gustaría. Por no hablar del hecho de que el Rey de la Ciénaga ya sabe sin duda que estás aquí, y estoy convencido de que tendrá mucho interés en conocerte. ¡Ah! Y, por cierto, sigue lloviendo a cántaros.
Ahriel se relajó sólo un poco.
—¿Pretendes hacerme creer que estoy segura en este lugar?
—Ningún lugar es del todo seguro aquí. Pero sí, es más seguro que andar a la intemperie.
Ahriel no dijo nada. Seguía observando fijamente al humano, tratando de decidir si era de fiar.
—Supongo que te estarás preguntando por qué te he salvado la vida —añadió él—. Ya debes de haberte dado cuenta de que aquí nadie da nada a cambio de nada. Y yo no soy diferente. Así que, si por un momento has pensado que te he ayudado por compasión, por bondad o lo que sea... olvídalo, ¿vale? No quiero que tengas una idea equivocada de mí.
—No la tengo. ¿Qué pretendes, pues?, ¿por qué me has ayudado?
Bran se encogió de hombros otra vez.
—Por curiosidad. Sí, ya sé que la curiosidad no es sana, sobre todo en un lugar como éste. Y la verdad, no he sobrevivido tanto tiempo metiéndome donde no me llaman. De hecho, cuando te vi ahí tirada estuve a punto de dar media vuelta, pero entonces vi tus alas, y bueno, me llamaron la atención, así que...
—¿Dónde estoy? —cortó el ángel.
—En el Sector Norte. Al noroeste de la Cordillera y no lejos de la Ciénaga.
—¿Qué cordillera? ¿Qué ciénaga?
—La Cordillera —respondió el humano, perdiendo la paciencia—. La Ciénaga. Sólo hay una cordillera y una ciénaga, y no vas a ver ninguna otra en lo que te queda de vida, así que ve haciéndote a la idea.
—¿Qué te hace pensar que voy a quedarme aquí para siempre?
—El hecho de que, como todo el mundo sabe, nadie ha escapado jamás de la prisión de Gorlian.
El nombre cayó sobre Ahriel como una maza. Se volvió hacia su interlocutor y lo miró fijamente.
—¿Qué has dicho? —preguntó, a pesar de que lo había oído perfectamente.
—He dicho Gorlian. ¿Qué pasa?, ¿no sabías a dónde habías ido a parar?
Ahriel no respondió. Se hallaba sumida en un frenético torbellino de pensamientos que se esforzaba por controlar.
En sus últimos años de servicio en Karish, Ahriel había enviado allí a muchos criminales, pero nunca había acudido personalmente a la prisión. Ella se limitaba a encerrarlos en las mazmorras del palacio y al día siguiente, sencillamente, ya no estaban. Ahriel sabía que había una serie de guardianes que se encargaban de llevarse a los condenados, pero no los había visto muy a menudo, y nunca había hablado con ellos. Lo cierto era que no tenía la menor idea de dónde estaba situado el correccional de Gorlian.
Pero aquello no tenía sentido. Si se encontraba en Gorlian, ¿dónde estaban las celdas, los barrotes?, ¿dónde estaba el edificio principal?, ¿por qué los criminales andaban libres?
Volvió a mirar Bran.
—Mientes —le dijo—. Gorlian es una prisión, no una tierra yerma.
El joven rió con sarcasmo.
—Y, naturalmente, tú la conoces como la palma de tu mano.
Ahriel no respondió.
—Este lugar maldito
es
una prisión —prosiguió el humano—. Y si se trata de una tierra yerma: un desierto árido y muerto en el sur y una pestilente ciénaga en el norte. Ambos están divididos por la Cordillera, un amasijo de rocas afiladas y traicioneras. Aquí no crece prácticamente nada, y está plagado de lo que llamamos, a falta de otro nombre mejor, bestias o engendros: criaturas monstruosas, llenas de odio e instintos asesinos. Nadie sabe de dónde han salido esos seres, quién los creó ni cómo han aparecido aquí, pero el Desierto, la Ciénaga y la Cordillera están repletos de ellos. Nuestra relación con ellos es simple: o nos los comemos, o se nos comen.
Ahriel evocó su encuentro con el gusano de la caverna y reprimió un estremecimiento.
—Vivimos como salvajes —concluyó Bran—. Somos los desechos de la sociedad, y ya nadie se acuerda de nosotros. Ahora ya no podemos robar, matar ni estafar a la gente decente: nos robamos, matamos y estafamos entre nosotros. En nuestra lucha por la supervivencia aprendemos a no confiar en nadie. Las alianzas son breves y acaban por ser traicionadas en favor del provecho propio. Al final, sólo sobreviven los más fuertes y los más listos, y no por mucho tiempo. Aunque eso no importa: siempre llegan a Gorlian nuevos ocupantes... como tú.
Ahriel se separó de él con presteza.
—Yo no debería estar aquí —dijo—. La reina María...
—No pronuncies ese nombre aquí —advirtió Bran—. No lo hagas, a no ser que sea para maldecirlo. Ella fue quien creó esta prisión.
—Para castigar a los criminales.
Los ojos del humano brillaron peligrosamente, y asomó a su rostro una torcida sonrisa.
—¿De veras? ¿Tienes idea de cuánta gente inocente ha terminado sus días aquí? ¿No? Cualquiera que ose interponerse en el camino de la reina María se encontrará en Gorlian antes de que se dé cuenta...
Ahriel no pudo evitar acordarse de Kendal. Se preguntó cuánto tiempo habría durado el joven bardo en aquel lugar.