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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (9 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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—¡Schac!

—¿Schac? —repitió el hombre—. Conejo... schac.

Alí Bahar asintió una y otra vez satisfecho de haber dado el primer paso.

—Conejo... schac. —A continuación apuntó con el dedo a una de las cabras para añadir seguro de sí mismo—. ¡Kelhí!

—¿Kelhí? ¿Cabra... kelhí?

Nuevo gesto de asentimiento.

—Cabra... Kelhí.

El orgulloso mexicano se volvió a su esposa con el aire de quien ha conseguido un éxito fuera de toda duda.

—¡Lo ves! —exclamó—. Ya sabemos nuestras dos primeras palabras en inglés. Conejo es schac, y cabra kelhí.

La pobre mujer dudó unos segundos, pero al fin decidió aceptar lo que se presentaba a todas luces como una verdad incuestionable.

—Tal vez podríamos contratarlo como profesor de inglés... —aventuró al poco tiempo.

—¿Y cómo le pagamos?

—Con comida —fue la rápida respuesta—. Por lo que se ve, debe estar muerto de hambre.

—¡No puedes pagarle a alguien tan sólo con comida! —se indignó el otro.

—¿Por qué?

—Porque no somos gringos contratando inmigrantes clandestinos. —El mexicano agitó la cabeza en un claro gesto de disgusto al añadir—: Mal empezamos si en tan poco tiempo ya se te han pegado las peores costumbres del país.

—«Dondequiera que fueres, haz lo que vieres.»

—Pero no lo malo. ¿Con qué cara podremos reclamar el día de mañana nuestros derechos laborales si somos los primeros en no respetar los de los demás?

Parecía dispuesto a insistir en un tema que se le antojaba de primordial importancia, pero se interrumpió al advertir que Alí Bahar acababa de sacar del bolsillo la gruesa cartera que había pertenecido a Marlon Kowalsky con el fin de extraer un grueso fajo de billetes, que mostró golpeándose repetidamente el pecho al tiempo que señalaba primero la cabra y a continuación los aretes que colgaban de la oreja de la mujer.

—¡Alí Bahar! ¡Kelhí, Chatuca!

—¿Qué dice? —quiso saber ella—. A mí el acento inglés de este tipo cada vez me suena más raro.

—Es que debe ser de Londres.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que los de Londres hablan un inglés diferente, del mismo modo que los gallegos hablan un español diferente —fue la sesuda explicación—. ¿Recuerdas que cuando los dueños de la Pensión Ourense discutían entre ellos nunca nos enterábamos de nada? Pues lo que habla este jodido gringo debe ser algo parecido.

—En ese caso, ¿para qué diablos queremos aprender su puto inglés de Londres si nadie nos va a entender? —inquirió con indiscutible buen criterio la desconcertada mujer para añadir de inmediato—: ¡Y te repito que yo he visto antes a este pendejo!

—¡No seas pesada, mujer! ¿Dónde diablos puedes haberle visto? ¡Y está muy claro lo que quiere: dice que se llama Alí Bahar, y que quiere comprarnos la cabra y tus zarcillos!

—¿Y cuánto ofrece?

—¡Tres billetes de cien dólares por la cabra! ¡Una auténtica fortuna!

—¡La puta que le parió! Pregúntale si no quiere comprar también los conejos. Y hasta mis bragas si le gustan.

—¿Y para qué demonios va a querer un gringo, aunque sea de Londres, los conejos y tus bragas?

—¿Y para qué demonios quiere un gringo, aunque sea de Londres, una cabra y mis zarcillos?

—No lo sé, pero fíjate que por los zarcillos sólo nos ofrece tres billetes de a dólar.

—¿Trescientos dólares por una cabra escuálida y sólo tres por unos preciosos pendientes de plata repujada? —se indignó ella—. ¡Este hijo de la gran chingada es un estafador!

—¡Tranquilízate, mujer! —le rogó el otro—. No parece un estafador. ¿A quién carrizo iba a estafar con esas pintas? Sospecho que lo que ocurre es que como todos los billetes de este país son del mismo tamaño aún no ha aprendido a distinguirlos. Para él debe significar lo mismo un uno que un cien.

—Pues si de verdad es gringo ya debería saber distinguirlos porque anda que no hay diferencia.

—Mucha, en efecto, pero lo que importa es que vamos a venderle una cabra esquelética y unos viejos pendientes por trescientos tres dólares, y eso, a mi modo de ver, es un negocio de putísima madre.

—En eso tienes razón. ¿Por qué no nos vamos a Londres a hacernos ricos? ¿Tú crees que allí todos serán igual de brutos?

Ciertamente, jamás consiguieron conocer la respuesta a tal pregunta, pero a la mañana siguiente, y mientras Alí Bahar se alejaba desierto adelante seguido por la cabra, y en el instante en que se volvía para decir adiós con una mano en la que agitaba, triunfante, los zarcillos de plata, la insistente mujer que agitaba de igual modo la mano en señal de despedida, exclamó feliz consigo misma:

—¡Ya sé dónde lo he visto!

—¡Y dale!

—Ahora estoy segura. Es ese tipo de la barba, que lleva un sombrero muy alto, rojo y blanco, y que siempre señala con el dedo diciendo: «¡América te necesita!».

—¿El Tío Sam? —se asombró su marido.

—¡El mismo! En El Paso había montones de carteles con su foto.

—¡Caray! No cabe duda de que si no es de Londres, sino que se trata del Tío Sam, América necesita toda la ayuda del mundo. Si así están las cosas por aquí, creo que será mejor que nos volvamos a México.

No demasiado lejos de allí, aunque podría decirse que casi en otro mundo u otra galaxia, tres elegantes ejecutivos y una joven y atractiva reportera algo cursi y redicha, Janet Perry Fonda, se acomodaban en mullidos sillones en torno a la redonda mesa de caoba de un gigantesco despacho acristalado de los estudios del Canal MWR 7 de Los Ángeles, contemplando en un enorme receptor la escena —captada por las cámaras de seguridad de un casino de Las Vegas— en la que Alí Bahar avanzaba por entre infinidad de máquinas tragaperras y al fin se organizaba un tremendo alboroto en el que docenas de jugadores de ambos sexos y todas las edades rodaban por el suelo luchando por apoderarse de las ingentes cantidades de dinero que escupían las máquinas tragaperras mientras un guardia de seguridad disparaba al aire.

En el momento en el que Alí Bahar alzaba un instante el rostro y se le distinguía con absoluta claridad, uno de los ejecutivos no pudo por menos que exclamar:

—¡Congela ahí! ¡Justo ahí! ¡Fijaos! Realmente es idéntico al hijo de la gran puta de Osama Bin Laden.

—A mí me parece algo más joven —señaló con su exquisita y remilgada dicción Janet Perry Fonda—. No mucho, pero lo suficiente como para que se note la diferencia.

—Con unas cuantas canas en la barba nadie la notaría —señaló el calvo de enormes orejas que se sentaba a su izquierda.

—Probablemente —admitió ella—. Nuestros maquilladores convertirían a ese tipo en el auténtico terrorista en menos de diez minutos.

—¿O sea que, según tú, se trata de un impostor? —quiso saber el jefe de los servicios informativos, un hombrecillo con cara de comadreja que se sentaba a su derecha.

—¡Me temo que sí! Por lo visto alguien tiene la intención de hacerle pasar por el enemigo público numero uno.

—¡De acuerdo! —admitió el tercero de los presentes, que era quien había pedido que se congelara la imagen—. Pero ¿quién?

—Tal vez el mismísimo Osama Bin Laden —aventuró el dueño de las gigantescas orejas—. O tal vez el FBI, la CIA, o quizá, y a mi modo de ver mucho más probablemente, esa misteriosa agencia especial Centinelas de la Patria de la que todo el mundo habla, de la que nadie sabe nada, y que al parecer actúa sin ningún tipo de control parlamentario.

—Me inclino por esa última opción —señaló el jefe de los servicios informativos—. Es público y notorio que a raíz de la catástrofe de Nueva York el mismísimo presidente dio carta blanca a esa misteriosa agencia, y por lo que tengo entendido se están gastando el dinero a espuertas.

—Si, como se murmura, la dirige el hijo de la gran puta de Philip Morrison más vale que nos encomendemos al Altísimo —masculló en tono de evidente preocupación el orejudo—. Durante un año trabajamos juntos en Chicago y siempre le he considerado uno de los trepadores más inescrupulosos, pero también más ineptos, que me haya echado nunca a la cara.

—Si consiguiéramos desenmascararle tendríamos la noticia del año. Digna de un premio Pulitzer —señaló el que había hablado en primer lugar—. Pero me temo que una vez descubierto su juego intentarán hacer desaparecer a ese infeliz.

—¿Pero quién es, de dónde lo han sacado y para qué está aquí exactamente? —quiso saber Janet Perry Fonda.

—Ésas son las preguntas del millón, querida mía; las que todos nos hacemos, aunque algunos ni siquiera nos atrevemos a responder por miedo a que estemos en lo cierto.

—Dame una pista.

—¡Dios me libre!

—¿Y eso por qué?

—Porque hace tiempo que éste dejó de ser un país en el que cada cual podía decir abiertamente lo que sentía. Mi padre fue una de las víctimas de la llamada Caza de Brujas, cuando el más nimio pretexto bastaba para acusarte de simpatizante con el comunismo y te arruinaban la vida. Ahora, una simple frase puede hacer que te acusen de simpatizar con los terroristas, o de enemigo de Estados Unidos, y no estoy dispuesto a correr riesgos. No quiero volver al hambre y las angustias de mi infancia.

—Creo que exageras.

—A ese respecto, y en los tiempos que corren, más vale exagerar y salir bien librado, que quedarse corto y te coja el toro. —Sonrió con intención—. Ayer, sin ir más lejos, a un pobre anciano lo detuvieron porque se paseaba por un centro comercial luciendo una camiseta con un letrero contra la guerra.

—Sí, también yo lo he leído.

—Pues eso nunca pasaba en un país que siempre había sido libre, y ni siquiera creo que haya ocurrido bajo algunos regímenes fascistas extranjeros. Bush lleva camino de convertirse en un dictadorzuelo y por lo tanto deberás ser tú quien se encargue de responder a la pregunta de quién es ese falso Osama Bin Laden y por qué está aquí.

—¿Yo? —se alarmó ella—. ¿Y por qué yo?

—Porque para eso te pagamos. Cuentas con todos los medios necesarios y pídenos cuanto necesites, pero averigua qué diablos hace ese tipo en Las Vegas antes de que los de esa maldita agencia lo hagan desaparecer.

—¡Menudo encargo!

—Admito que no te va a resultar fácil —le señaló el orejudo—. Pero por algo has sido designada Mejor Reportera del Año. ¡Demuestra que lo eres!

A miles de kilómetros de Los Ángeles, prácticamente al otro lado del mundo, el «auténtico» y genuino Osama Bin Laden se encontraba sentado al estilo árabe sobre una amplia pero raída alfombra, en el interior de una gigantesca y profunda cueva repleta de armamento y municiones.

Frente a él se sentaba de igual modo su lugarteniente, el astuto y escurridizo Mohamed al-Mansur, que en esos precisos momentos comentaba en tono de sincera preocupación:

—Los informes de nuestra gente en Estados Unidos no dejan lugar a dudas; alguien se está haciendo pasar por ti.

—¿Con qué objeto?

—Aún no lo hemos averiguado, pero de momento ha provocado la ruina de un casino de Las Vegas y ha volado un restaurante de carretera, aunque al parecer no ha habido víctimas.

—Pero ¿qué clase de broma es ésta? —se escandalizó el famoso y temido terrorista—. ¡Arruinar un casino y volar un restaurante de carretera! ¿Acaso es que ese tipo está pretendiendo desprestigiarme?

—Si es así, lo está consiguiendo —admitió afirmando una y otra vez con la cabeza su subordinado.

—Pero ¿por qué hace semejantes tonterías?

—Lo ignoro, pero resulta evidente que tus fieles empiezan a comentar que es una estupidez que arriesgues la vida de ese modo.

—Lo comprendo, y agradezco que se preocupen por mi seguridad, aunque me molesta que imaginen que en verdad pueda ser yo.

—Por otro lado no puedo ocultarte que a quienes en verdad creen que eres tú les ofende profundamente que, después de tanto tiempo, hayas sido visto de nuevo en un casino.

—Lo entiendo y lo acepto.

—Según ellos en esos lugares lo único que se encuentra es vicio y corrupción.

—Lamento tener que admitir que a mi modo de ver en un casino también se encuentran emociones fuertes que para mi vergüenza en un lejano tiempo me atrajeron en exceso, pero entiendo el punto de vista de esas buenas gentes, por lo que debes apresurarte a tranquilizarles haciéndoles comprender que se trata de un impostor.

—¿Ordeno que lo maten?

—¡De momento, no! —fue la tajante respuesta—. Lo que tienes que hacer es capturarlo y traérmelo aquí.

—¿Aquí? —se sorprendió un confuso Mohamed al-Mansur que a menudo no conseguía entender los designios de su jefe y guía espiritual—. ¿Aquí para qué?

—Para obligarle a grabar un vídeo en el que explique las razones por las que hace lo que hace.

—¿Y qué conseguiríamos con eso?

—Ganar la batalla de la imagen, que es de lo que en verdad se trata. Alguien intenta desprestigiarme, y sospecho que ésta no es más que otra de las sucias maniobras de la agencia especial Centinela.

—¿O sea que, según tú, quien ha montado todo este tinglado no es otro que el cerdo de Philip Morrison?

—¿Acaso no reconoces sus métodos?

—Admito que están en su línea.

—Fue mucho lo que nos enseñó, pero es uno de esos malditos tramposos que siempre se guarda una carta en la manga. Pero en estos años también yo he aprendido a ocultar mis cartas puesto que al fin y al cabo la mayor parte de las veces jugamos con las barajas que ellos nos dieron. —Osama Bin Laden hizo una corta pausa que dedicó a meditar en el problema que se le había planteado y al fin añadió—: Conociendo como conozco a Morrison, quiero suponer que, si en realidad es quien está detrás de todo esto, una vez descubierto el pastel lo único que le interesará es hacer desaparecer las pruebas de su ineptitud.

—¿O sea que por nuestra parte lo más inteligente que podemos hacer es proteger la vida de ese tipo?

—¡Tú lo has dicho! «El enemigo de tu enemigo tiene que convertirse en tu amigo». Y un amigo muerto no nos sirve de nada.

Mohamed al-Mansur asintió una y otra vez como queriendo recalcar que había entendido perfectamente cuál era el problema y dónde estaba la mejor solución.

—Esta misma noche volaré a Los Ángeles —dijo—. Me ocuparé personalmente de que nuestra organización se ponga a la tarea de capturar a ese hombre y traerlo a tu presencia sano y salvo.

—¡Que Alá te guíe!

—¡Que Él te proteja!

5. Una serpiente se alzó amenazadora
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