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Authors: Lord Dunsany

La espada de Welleran

BOOK: La espada de Welleran
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Los relatos de
La espada de Welleran
se ubican en lugares fabulosos, fuera del mundo o dentro de él. Las tierras fantásticas y las regiones oníricas sirven de marco a visiones deslumbrantes. Dejemos que sea H. P. Lovecraft su crítico:
"La belleza más bien que el terror —dice— es la clave para la obra de lord Dunsany. Lo apasiona el verde brillante del jade y de las cúpulas de cobre, así como el rubor delicado del sol poniéndose en los marfileños minaretes de imposibles ciudades soñadas. También el humor y la ironía se hallan presentes a menudo para infundir un cinismo cortés y para modificar lo que de otro modo exhibiría una exageración ingenua (...) A Dunsany le seduce la idea de sugerir diestra y astutamente la presencia de cosas monstruosas y destinos increíbles..."
.

Lord Dunsany

La espada de Welleran

ePUB v1.0

RufusFire
28.08.12

Título original:
The Sword of Welleran and Other Stories

Lord Dunsany, 1908

Traducción: Rubén Masera, 1982

Ilustraciones: Sidney H. Sime

Diseño y/o retoque de portada: RufusFire

Editor original: RufusFire (v1.0)

Corrección de erratas: arant

ePub base v2.0

Relación de relatos:

La espada de Welleran (The Sword of Welleran)

La caída de Babbulkund (The Fall of Babbulkund)

La parentela de los elfos (The Kith of the Elf-Folk)

Los salteadores de caminos (The Highwaymen)

En el crepúsculo (In the Twilight)

Los fantasmas (The Ghost)

El remolino (The Whirlpool)

El huracán (The Hurricane)

La fortaleza invencible, salvo que Sacnoth la ataque (The Fortress Unvanquishable, save for Sacnoth)

El Señor de las ciudades (The Lord of Cities)

La condenación de La Traviata (The Doom of La Traviata)

En tierra baldía (On the Dry Land)

DEDICO

con profunda gratitud este libro a los pocos,

de mí conocidos o desconocidos, que han

mostrado algún interés por mis anteriores

obras
«The Gods of Pegana»
y
«Time and

the Gods
».

Estoy en deuda con el editor de Saturday Review por su autorización para publicar aquí dos cuentos:
«En el crepúsculo»
y
«El señor de las ciudades»
, que aparecieron originalmente en su Review.

Mi agradecimiento también a los editores de
The Celtic Christmas, The Neolith
y
The Shanachie
, en cuyas páginas aparecieron
«La caída de Babbulkund», «Los salteadores de caminos», «El huracán», «En tierra baldía», «La maldición de La Traviata«
y
«El remolino»
.

LA ESPADA DE WELLERAN

D
onde la gran llanura de Tarphet asciende, como el mar por los esteros, entre las Montañas Ciresias, se levantaba desde hace ya mucho la ciudad de Merimna casi bajo la sombra de los escarpados. Nunca vi en el mundo ciudad tan bella como me pareció Merimna cuando por primera vez soñé con ella. Era una maravilla de chapiteles y figuras de bronce, de fuentes de mármol, trofeos de guerras fabulosas y amplias calles consagradas a la belleza. En el centro mismo de la ciudad se abría una avenida de quince zancadas de ancho y a cada uno de sus lados se alzaba la imagen en bronce de los reyes de todos los países de que hubiera tenido noticia el pueblo de Merimna. Al cabo de esa avenida se encontraba un carro colosal tirado por tres caballos de bronce que conducía la figura alada de la Fama y tras ella, en el carro, se erguía la talla formidable de Welleran. El antiguo héroe de Merimna estaba de pie con la espada en alto. Tan perentorios eran el porte y la actitud de la Fama y tan urgida la pose de los caballos que se hubiera jurado que en un instante el carro estaría sobre uno y que el polvo velaría ya el rostro de los reyes. Y había en la ciudad un poderoso recinto en el que se almacenaban los trofeos de los héroes de Merimna. Esculpida estaba allí bajo un domo la gloria del arte de los mamposteros, desde hace ya muertos, y en la cúspide del domo se alzaba la imagen de Rollory que miraba por sobre las Montañas Ciresias las anchas tierras que conocieron su espada. Y junto a Rollory, como una vieja nodriza, se alzaba la figura de la Victoria que a golpes de martillo fabricaba para su cabeza una dorada guirnalda con las coronas de los reyes caídos.

Así era Merimna, ciudad de Victorias esculpidas y de guerreros de bronce. Empero, en el tiempo del que escribo, el arte de la guerra se había olvidado en Merimna y su pueblo estaba casi adormecido. A todo lo largo recorrían las calles contemplando los monumentos levantados a las cosas logradas por las espadas de su país en manos de los que en tiempos remotos habían querido bien a Merimna. Casi dormían y soñaban con Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine. De las tierras de más allá de las montañas que los rodeaban por todas partes, ellos nada sabían, salvo que habían sido teatro de las terribles hazañas de Welleran, hechas cada cual con su espada. Desde hacía ya mucho estas tierras había vuelto a ser posesión de las naciones flageladas por los ejércitos de Merimna. Nada quedaba ahora a los hombres de Merimna, salvo su ciudad inviolada y la gloria del recuerdo de su antigua fama. Por la noche apostaban centinelas adentrados bastante en el desierto, pero éstos se dormían siempre en sus puestos y soñaban con Rollory, y tres veces cada noche, una guardia marchaba en torno de la ciudad vestidos de púrpura, con luces en alto y cantos consagrados a Welleran en la voz. La guardia estaba siempre desarmada, pero cuando el eco del sonido de la canción llegaba por la llanura a las vagas montañas, los ladrones del desierto oían el nombre de Welleran y se refugiaban silenciosos en sus guaridas. A menudo avanzaba la aurora por el llano, resplandeciendo maravillosa en los chapiteles de Merimna, abatiendo a todas las estrellas, y encontraban todavía a la guardia que entonaba el canto a Welleran, y cambiaba el color de sus vestidos púrpuras y empalidecía las luces que portaban. Pero la guardia volvía dejando a salvo las murallas y, uno por uno, los centinelas despertaban y Rollory se desvanecía de su sueño; y volvían ateridos caminando con fatiga a la ciudad. Entonces parte de la amenaza se desvanecía del rostro de las Montañas Ciresias, de la del Norte, la del Oeste y la del Sur, que miraban sobre Merimna, y claros en la mañana se levantaban los pilares y las estatuas en la vieja ciudad inviolada. Puede que quizás asombre que una guardia inerme y centinelas dormidos fueran capaces de defender una ciudad en la que se atesoraban todas las glorias del arte, que era rica en oro y bronce, una altiva ciudad que otrora oprimiera a sus vecinas y cuyo pueblo había olvidado el arte de la guerra. Pues bien, esto es la razón por la que, aunque todas las otras tierras le habían sido quitadas desde hacía ya mucho, la ciudad de Merimna se encontraba a salvo. Algo muy extraño creían o temían las tribus feroces de más allá de las montañas, y era ello que en ciertas estaciones de las murallas de Merimna todavía rondaban Welleran Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine. Sin embargo, iban a cumplirse ya cien años desde que Iraine, el más joven de los héroes de Merimna, había librado la última de sus batallas contra las tribus.

A veces, a decir verdad, había jóvenes en las tribus que dudaban y decían:

—¿Cómo es posible que un hombre escape por siempre a la muerte?

Pero hombres más graves les respondían:

—Escuchadnos, vosotros de quienes la sabiduría ha logrado discernir tanto, y discernid por nosotros cómo es posible que un hombre escape a la muerte cuando dos veintenas de jinetes cargan sobre él blandiendo espadas, juramentados todos a matarle, y juramentados todos a hacerlo por los dioses de su país; como a menudo Welleran lo ha hecho. O discernid por nosotros cómo pueden dos hombres solos entrar en una ciudad amurallada por la noche y salir de ella con su rey, como lo hicieron Soorenard y Mommolek. Sin duda hombres que han escapado a tantas espadas y a tantas dagas voladoras sabrán escapar a los años y al Tiempo.

Y los jóvenes quedaban humillados y guardaban silencio. Con todo, la sospecha ganó fuerza. Y a menudo cuando el sol se ponía en las Montañas Ciresias, los hombres de Merimna discernían las formas de los salvajes de las tribus que, recortadas negras sobre la luz, atisbaban la ciudad.

Todos sabían en Merimna que las figuras en torno a las murallas eran sólo estatuas de piedra, no obstante, unos pocos aún abrigaban la esperanza de que algún día sus viejos héroes volverían, pues, por cierto, nunca nadie los había visto morir. Ahora bien, había sido costumbre de estos seis guerreros de antaño, al recibir cada uno la última herida y saberla mortal, cabalgar hacia cierta profunda barranca y arrojar su cuerpo en ella, como lo hacen los elefantes, según leí en alguna parte, para ocultar sus huesos de las bestias menores. Era una barranca empinada y estrecha aun en sus extremos, una gran hendidura a la cual nadie tenía acceso por sendero alguno. Hacia allí cabalgó Welleran, solitario y jadeante; y hacia allí más tarde cabalgaron Soorenard y Mommolek, Mommolek mortalmente herido, para no volver, pero Soorenard estaba ileso y volvió solo después de dejar a su querido amigo descansando entre los huesos poderosos de Welleran. Y hacia allí cabalgó Soorenard cuando llegó su día, con Rollory y Akanax, y Rollory iba en el medio y Soorenard y Akanax a los lados. Y la larga cabalgata fue dura y fatigosa para Soorenard y Akanax porque ambos estaban heridos mortalmente; pero la larga cabalgata fue sencilla para Rollory, porque estaba muerto. De modo que los huesos de estos cinco héroes se blanquearon en tierra enemiga y muy aquietados estaban aunque fueron perturbadores de ciudades, y nadie sabía dónde yacían excepto Iraine, el joven capitán, que sólo contaba veinticinco años cuando cabalgaron Mommolek, Rollory y Akanax. Y entre ellos estaban esparcidas sus monturas y sus riendas y los avíos de sus caballos para que nadie nunca los encontrara luego y fuera a decir en una ciudad extranjera:

—He aquí las riendas o las monturas de los capitanes de Merimna, cobradas en la guerra.

Pero a sus fieles caballos amados dejaron en libertad.

Cuarenta años más tarde, en ocasión de una gran victoria, la última herida se le abrió a Iraine, y esa herida era terrible y de ningún modo quería cerrar. E Iraine era el último de los capitanes y cabalgó solo. Era largo el camino hasta la oscura barranca e Iraine temía no llegar nunca al lugar de descanso de los viejos héroes, e instaba a su caballo a ir más deprisa y se aferraba con las manos a la montura. Y a menudo mientras cabalgaba se adormecía y soñaba con días de otrora y con los tiempos en que por primera vez cabalgó a las grandes guerras de Welleran y con la ocasión en que Welleran le dirigió la palabra por primera vez, y con el rostro de los camaradas de Welleran cuando cargaban en batalla. Y toda vez que despertaba un hondo anhelo le embargaba el alma al revolotearle ésta al borde del cuerpo, el anhelo de yacer entre los huesos de los viejos héroes. Por fin, cuando vio la barranca oscura que trazaba una cicatriz a través del llano, el alma de Iraine se deslizó por la gran herida y tendió las alas y el dolor desapareció del pobre cuerpo tajado y, aún instando al apuro a su caballo, Iraine murió. Pero su viejo y fiel caballo galopó todavía hasta que de pronto vio delante de sí la oscura barranca y clavó las manos en su borde mismo y se detuvo. Entonces el cuerpo de Iraine cayó hacia adelante por sobre la derecha del caballo, y sus huesos se mezclan y descansan al transcurrir los años con los huesos de los héroes de Merimna.

BOOK: La espada de Welleran
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