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Authors: Lord Dunsany

La espada de Welleran (13 page)

BOOK: La espada de Welleran
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Por último Leothric llegó al final del Corredor de las Campanas y vio allí una pequeña puerta negra. Y todo el corredor por detrás de él estaba lleno de los ecos del toque de difuntos y todos musitaban entre sí acerca de la ceremonia; y la endecha de los músicos llegaba flotando entre ellos como una procesión de refinados huéspedes extranjeros, y todos ellos auguraban el mal de Leothric.

La puerta negra se abrió al instante ante la mano de Leothric y éste se encontró al aire libre en un amplio patio cubierto de mármol. Por sobre él, muy alto, brillaba la luna, convocada allí por obra de Gaznak.

Allí estaba Gaznak dormido y alrededor de él se encontraban sus ejecutantes mágicos que tocaban instrumentos de cuerdas. Y aun dormido Gaznak vestía una armadura y sólo sus muñecas, su cara y su cuello estaban al descubierto.

Pero la maravilla de ese lugar eran los sueños de Gaznak; porque más allá del amplio patio dormía un abismo oscuro, dentro del abismo se vertía la blanca cascada de una escalinata de mármol que se ensanchaba más abajo para formar terrazas y balcones poblados de bellas estatuas blancas, y volvía a descender luego como ancha escalinata que llegaba a terrazas inferiores en la oscuridad donde malignas formas inciertas iban y venían. Todo esto eran los sueños de Gaznak, que, salidos de su mente y convertidos en mármol resplandeciente, pasaban por sobre el borde del abismo mientras los músicos tocaban. Y durante todo el tiempo de la mente de Gaznak, arrullada por esa extraña música, surgían chapiteles y pináculos hermosos y esbeltos que ascendían al cielo. Y los sueños de mármol se movían lentamente junto con la música. Cuando las campanas doblaban a muerto y los músicos tocaban la endecha, horribles gárgolas aparecieron de pronto por sobre los chapiteles y los pináculos y grandes sombras descendieron deprisa por las terrazas y los escalones y hubo un ansioso susurro en el abismo.

Cuando Leothric entró por la puerta negra, Gaznak abrió los ojos. No miró a izquierda ni a derecha, pero estuvo en pie de inmediato frente a Leothric.

Entonces los músicos tocaron un hechizo de muerte en sus cuerdas y un susurro cantante surgió de la hoja de Sacnoth al hacer ésta el hechizo a un lado. Cuando Leothric no cayó por tierra y oyeron el susurro de Sacnoth, los músicos se pusieron apresuradamente en pie y huyeron, todos plañideros, por sobre sus cuerdas.

Entonces Gaznak desenvainó gritando su espada que era la más poderosa del mundo con excepción de Sacnoth, y avanzó lentamente sobre Leothric; y se sonreía al andar a pesar de que sus propios sueños le habían predicho su condenación. Y cuando Leothric y Gaznak estuvieron cerca el uno del otro, se miraron entre sí y ninguno de los dos habló; pero se atacaron a la vez y sus espadas se encontraron; y cada una de las espadas conocía a la otra y también conocía cuál era su origen. Y cada vez que la espada de Gaznak golpeaba la hoja de Sacnoth, esta rebotaba resplandeciente, como la escarcha de un techo de tejas; pero cuando caía sobre la armadura de Leothric, la despojaba de sus escamas. Y sobre la armadura de Gaznak, Sacnoth caía frecuente y furiosa, pero siempre volvía rugiente sin dejar marca detrás; y mientras Gaznak se debatía, mantenía en alto la mano izquierda revoloteando cerca de la cabeza. Enseguida Leothric dio con justeza y fiereza contra el cuello de su enemigo, pero Gaznak, cogiendo su propia cabeza por los cabellos, se la levantó en alto, y Sacnoth zumbó por el espacio vacío. Entonces Gaznak volvió a ponerse la cabeza en su lugar sobre el cuello y todo el tiempo luchó ágilmente con su espada; y una y otra vez Leothric atacó con Sacnoth el cuello barbado de Gaznak y siempre la mano izquierda de éste fue más veloz que el ataque, y la cabeza ascendía y la espada le pasaba por debajo en vano.

Y la sonora lucha continuó hasta que la armadura de Leothric estaba esparcida alrededor de él por el suelo y el mármol estaba salpicado de su sangre; y la espada de Gaznak estaba mellada como una sierra por sus encuentros con la hoja de Sacnoth. Sin embargo Gaznak resistía ileso y sonreía todavía.

Por fin Leothric miró el cuello de Gaznak y le apuntó con Sacnoth y una vez más Gaznak se levantó la cabeza por los cabellos; pero no a su cuello fue a parar Sacnoth, porque Leothric le hirió en cambio la mano levantada y a través de la muñeca pasó Sacnoth zumbando como atraviesa una guadaña el tallo de una única flor.

Y sangrante la mano segada cayó al suelo, y enseguida la sangre fluyó de los hombros de Gaznak y goteó de la cabeza derribada, y los altos pináculos cayeron por tierra, las amplias y hermosas terrazas se fueron rodando y el patio se desvaneció como el rocío; y sopló el viento y las columnas cayeron y todos los colosales recintos de Gaznak se derrumbaron. Y los abismos se cerraron de pronto como se cierra la boca de un hombre que acaba de relatar un cuento y por siempre no ha de volver a hablar.

Entonces Leothric miró alrededor de sí los marjales donde la niebla nocturna se estaba disipando, y no había ya fortaleza ni sonido de dragón o mortal; sólo había junto a sí un hombre tumbado marchito, envilecido y muerto, con la cabeza y la mano segados de su cuerpo.

Y lentamente por sobre las anchas tierras ascendía el alba, siempre creciente en belleza como la nota de un órgano que toca una mano maestra, más y más alta y más y más hermosa a medida que el alma del maestro se anima, para dar por fin alabanza con toda su poderosa voz.

Entonces los pájaros cantaron y Leothric volvió a su casa, abandonó los marjales, llegó al bosque oscuro y la luz del alba ascendente le iluminó el camino. Y llegó a Allathurion antes del mediodía; llevaba consigo la agostada cabeza maligna y la gente se regocijó por haber cesado las noches perturbadas.

Ésta es la historia de cómo fue vencida La Fortaleza Invencible, Salvo que Sacnoth la Ataque y de su desaparición, tal como la cuentan y la creen los enamorados de los místicos días de antaño.

Otros han dicho y vanamente pretenden haber probado que Allathurion padeció de una fiebre que luego se alivió; y que esa misma fiebre llevó a Leothric a los marjales de noche e hizo que allí soñara y actuara violentamente con una espada.

Y otros, en fin, dicen que nunca existió la ciudad de Allathurion y nunca vivió nadie de nombre Leothric.

La paz sea con ellos. El jardinero ha recogido estas hojas de otoño. ¿Quién volverá a verlas o tendrá conocimiento de ellas? Y ¿quién ha de decir lo ocurrido en los días de antaño?

EL SEÑOR DE LAS CIUDADES

M
e topé un día con un camino que erraba tan sin destino que se adecuaba a mi ánimo y lo seguí; y me llevó sin demora a las profundidades de un bosque. En medio de él, en cierto sitio el Otoño tenía su corte coronada de espléndidas guirnaldas; y era víspera de su festival anual del Baile de las Hojas, el festival cortesano en el que el Invierno hambriento se precipita como la chusma, y resuenan allí los clamores del Viento del Norte que triunfa; y todo el esplendor y la gracia de los bosques desaparece y huye el Otoño destronado y olvidado para nunca volver. Otros Otoños se levantan, otros Otoños, que sucumben ante otros Inviernos. Otro camino conducía a la izquierda, pero el mío continuaba recto. El camino de la izquierda tenía aspecto transitado; había huellas de ruedas en él y parecía ser el que con tino debía seguirse. Daba la impresión de que nadie tuviera nada que hacer con el camino que continuaba recto colina arriba. Por tanto, continué recto colina arriba; y aquí y allí en el camino, crecían hojas de hierba imperturbadas en el reposo y la quietud que se había ganado el camino con subir y bajar por el mundo; porque se puede ir por este camino, como por todos los caminos, a Londres, a Lincoln, al Norte de Escocia, al Oeste de Gales y a Wrellisford, donde los caminos acaban. Enseguida el bosque llegó a su término y llegué a campo abierto y, al mismo tiempo, a la cima de la colina; vi los sitios elevados de Somerset y las colinas de Wilts extenderse a lo largo del horizonte. De pronto vi por debajo de mí la aldea de Wrellisford sin otra voz en sus calles que la del Wrellis que rugía al verterse en una esclusa por sobre la aldea. De modo que seguí mi camino cuesta abajo desde la cima de la colina y el camino iba haciéndose más lánguido a medida que descendía por él y cada vez menos concentrado en los cuidados de una carretera. Aquí brotaba una fuente en pleno camino y allí otra. Él seguía como si tal cosa. Un arroyo lo atravesaba y él avanzaba aún. De pronto exhibió precisamente la cualidad que un camino nunca debe poseer y renunciando a toda conexión con Caminos Reales, a su parentesco con Piccadilly, se redujo a un mero sendero que sólo podía transitarse a pie. Me condujo entonces al viejo puente que se tendía sobre el arroyo y, de ese modo, llegué a Wrellisford y encontré, después de haber recorrido múltiples tierras, una aldea que no tenía huellas de ruedas en sus calles. Al otro lado del puente, mi amigo el camino se afanaba cuesta arriba unos pocos pies por un declive cubierto de hierbas, y acababa. Una gran quietud descendía sobre toda la aldea, sólo atravesada del rugido del Wrellis y, ocasionalmente, del ladrido de un perro que vigilaba la quietud interrumpida y la santidad del camino intransitado. Esa terrible y devastadora fiebre que, a diferencia de muchas pestes, no viene del Oriente sino del Occidente, la fiebre del apuro, no había llegado aquí; sólo el Wrellis se apresuraba en su eterna búsqueda, pero era el suyo un apresuramiento sereno y plácido, que le daba tiempo a uno para una canción. Era temprano por la tarde y no había nadie en derredor. O se encontraban trabajando más allá del misterioso valle que alimentaba a Wrellisford y la ocultaba a los ojos del mundo o se mantenían recluidos en sus casas de construcción antigua, techadas con tejas de piedra. Me senté en el viejo puente de piedra y observé el Wrellis, que me pareció el único viajero que venía de lejos a la aldea en que los caminos terminan, para seguir luego de largo. Y, sin embargo, el Wrellis llega cantando desde la eternidad, se demora por un breve tiempo en la aldea en que terminan los caminos y sigue luego adelante hacia la eternidad otra vez; y con seguridad hace lo mismo todo lo que mora en Wrellisford. Mientras me inclinaba sobre el puente me pregunté dónde se toparía el Wrellis con el mar por primera vez, si mientras serpenteaba sereno por prados en su larga búsqueda lo vería de pronto y, saltando por sobre un rocoso escarpado le llevaría sin demora el mensaje de las colinas; o si ensanchándose lentamente en un gran estero alimentado por las mareas, le llevaría al mar el sobrante de sus aguas y el poder del río le saldría al encuentro al poder de las olas como dos emperadores vestidos de resplandeciente armadura se encuentran a mitad de camino entre sus dos ejércitos dispuestos para la guerra; y el pequeño Wrellis se convertiría en puerto para los barcos que retornan y en lugar de partida para los hombres aventureros.

Algo más allá del puente se erguía un viejo molino con el techo en ruinas y un pequeño ramal del Wrellis se precipitaba a través del vacío gritando como un niño que jugara solo en el pasillo de alguna casa desolada. La rueda del molino había desaparecido, pero había todavía esparcidas barras, ruedas dentadas, los huesos de alguna industria muerta. No sé qué industria fue otrora señor de esa casa, no sé qué séquito de trabajadores guarda ahora luto por ella; sólo sé quién es ahora señor en todas estas cámaras vacías. Pues tan pronto como entré, vi todo un muro recubierto de un maravilloso tapizado negro, inapreciable por inimitable y demasiado delicado como pasar de mano en mano entre los mercaderes. Contemplé la maravillosa complejidad de sus infinitas hebras; mi dedo se hundió en él más de una pulgada antes de percibir su tacto; tan negro era y tan cuidadosamente trabajado, tan sombríamente cubría toda la pared, que podría haberse fabricado para conmemorar la muerte de todo lo que alguna vez hubiera vivido allí, como en verdad sucedía. Miré por un agujero abierto en la pared una cámara interior en la que una correa de transmisión gastada se extendía entre varias ruedas y allí esta inimitable tela sin precio no meramente vestía las paredes, sino que colgaba desde barras y el techo en hermosos cortinados, en maravillosos festones. Nada era feo en esta casa desolada, porque la afanada alma de artista de su actual señor lo había embellecido todo en su desolación. Era el inconfundible trabajo de la araña, en cuya casa me encontraba, y la casa era enteramente desolada, salvo para ella, y estaba totalmente sumida en el silencio con excepción del rugido de Wrellis y la voz de la pequeña corriente. Luego volví a casa; y mientras ascendía la colina y perdía la aldea de vista, vi el camino blanquearse, endurecerse y gradualmente ensancharse hasta que aparecieron huellas de ruedas; y siguió avanzando a lo lejos para llevar a los jóvenes de Wrellisford a las amplias sendas de la tierra: al nuevo Occidente, al misterioso Oriente y al perturbado Sur.

Y esa noche, cuando la casa estuvo acallada y el sueño se encontraba lejos silenciando los villorrios y trayendo paz a las ciudades, mi fantasía erró por el camino sin destino y me llevó de pronto a Wrellisford. Y me pareció que el tránsito de tantos viajeros durante tantos años entre Wrellisford y John o´ Groat´s, al conversar entre sí o musitar solitarios, le había dado una voz al camino. Y me pareció esa noche que el camino le hablaba al río junto al puente de Wrellisford, con la voz de muchos peregrinos. Y el camino le decía al río:

—Éste es mi lugar de descanso ¿Y el tuyo?

Y el río, que no cesa nunca de hablar, respondió:

—Yo no descanso nunca de ejecutar el Trabajo del Mundo. Llevo el murmullo de las tierras interiores al mar y a las voces abisales de las colinas.

—Soy yo —dijo el camino —el que ejecuta el Trabajo del Mundo, y llevo de ciudad en ciudad el rumor de cada una de ellas. Nada hay más grande que el Hombre y la edificación de las ciudades. ¿Qué haces tú por el hombre?

Y el río respondió:

—La belleza y el canto son más grandes que el hombre. Yo llevo la nueva al mar de la primera canción del zorzal después de la furiosa retirada del Invierno hacia el Norte. Y la primera tímida anámina se entera por mí de que está a salvo y que la primavera ha en verdad llegado. ¡Oh, la canción de todos los pájaros en primavera es más hermosa que el Hombre, y más deleitable que su cara es la llegada del jacinto! Cuando la primavera se desvanece en los días del Verano me llevo con luctuosa alegría por la noche pétalo por pétalo la flor del rododendro. No hay procesión iluminada de reyes purpúreos en la noche que sea tan bella. Ninguna muerte hermosa de hombre bienamado tiene semejante gloria de olvido. Y me llevo lejos los pétalos rosas y blancos de la juventud del manzano cuando el tiempo laborioso viene a hacer su trabajo en el mundo y a recolectar manzanas. Y cada día y todas las noches me arrebata la belleza del cielo y tengo maravillosas visiones de los árboles. Pero ¡el Hombre! ¿Qué es el Hombre? En el antiguo parlamento de las más viejas colinas, cuando los encanecidos conversan entre sí, no dicen nada del Hombre, sino que se centran sólo en sus hermanas las estrellas. O cuando se envuelven en capas de púrpura al caer la tarde, se lamentan por algún viejo mal irreparable o, cantando algún himno de montaña, se conduelen todos por la puesta de sol.

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