Read La espada de Welleran Online
Authors: Lord Dunsany
—Adiós.
Y sentí pena de perder al cielo azul, pero el cielo se fue. Entonces me encontré solo, con nada alrededor de mí; no veía luz alguna, pero no estaba oscuro: no había absolutamente nada, ni sobre mí ni por debajo ni a los lados. Pensé que quizá habría muerto y esto fuera la eternidad; cuando de pronto, algunas altas colinas australes surgieron alrededor de mí y estaba tendido sobre la cálida ladera de una colina cubierta de hierba en Inglaterra. Era el valle que había conocido en la niñez, pero no lo había vuelto a ver en años. Junto a mí crecía alto la flor de la hierbabuena; vi la flor del tomillo de dulce aroma y una o dos fresas silvestres. Desde los campos a mis pies me llegaba el hermoso olor del heno y había paz en la voz del cuclillo. Se tenía sensación de verano, de atardecer, de demora y de sabat en el aire; el cielo estaba sereno y un extraño color lo iluminaba; el sol estaba bajo; las campanas de la iglesia de la aldea tocaban todas a duelo y el eco de los tañidos iba errante ascendiendo por el valle hacia el sol, y dondequiera un eco moría, un nuevo tañido nacía. Y toda la gente de la aldea caminaba por un sendero pavimentado de piedras bajo una galería de encina negra y entraba en la iglesia; y los tañidos cesaron y la gente de la aldea empezó a cantar; la serena luz del sol brilló sobre las lápidas blancas que rodeaban a la iglesia. Entonces la aldea se sumió en el silencio y ya no llegaban gritos ni risas del valle, sólo el ocasional sonido del órgano o del canto. Y las mariposas azules, esas que aman la greda, vinieron y se posaron en las altas hojas de hierba, de a cinco o de a seis, a veces, en una sola de ellas, y cerraban sus alas y se dormían, y la hierba se inclinaba un tanto bajo su peso. Y desde los bosques que crecían en lo alto de las colinas, venían conejos saltando y mordisqueando la hierba; y se alejaban saltando un poco más y volvían a mordisquear la hierba; las grandes margaritas cerraban sus pétalos y los pájaros empezaron a cantar.
Entonces las colinas hablaron, todas las altas colinas de greda que yo amaba, y con profunda voz solemne dijeron:
—Nos llegamos a ti para decirte Adiós.
Luego partieron y otra vez no hubo nada alrededor de mí. Miré en todas direcciones en busca de algo sobre lo que pudiera reposar la mirada. Nada. De pronto un bajo cielo gris me cubrió y un aire húmedo me bañó la cara; desde el borde de las nubes una gran llanura se precipitó hacia mí; sobre dos lados tocaba el cielo y sobre dos lados, entre él y las nubes, se tendía una línea de colinas bajas. Una línea de colinas reflexionaba gris a la distancia; la otra se cubría de retazos formados de pequeños campos verdes y cuadrados con unas pocas cabañas alrededor de sí. La llanura era un archipiélago de un millón de islas, cada una de las cuales de una yarda aproximadamente o menos aún, y todas estaban enrojecidas de brazos. Volvía a estar en el Pantano de Allen al cabo de muchos años y nada había cambiado en él, aunque había oído decir que lo estaban drenando. Estaba con un viejo amigo al que me alegraba ver nuevamente, porque, según me habían dicho, había muerto ya desde hacía años. Su aspecto era extrañamente juvenil, pero lo que más me sorprendió es que estaba de pie sobre un brillante musgo verde que, de acuerdo con lo que se me había enseñado, jamás podría haber soportado su peso. También me alegraba volver a ver el viejo pantano y todas las hermosas criaturas que crecían en él: los musgos escarlatas, los musgos verdes, los brazos firmes y amistosos y el agua profunda y silenciosa. Vi una pequeña corriente que serpenteaba errante en medio del pantano y pequeñas conchillas blancas en sus claras profundidades; algo más lejos vi uno de los grandes estanques en los que no hay islas, con juncos alrededor, donde los patos gustan reposarse. Contemplé ese imperturbable mundo de brazos y luego miré las blancas cabañas de la colina y vi que el humo subía rizado desde sus chimeneas; sabía que allí quemaban turba y sentí deseos de volver a olerla. Y a lo lejos se oyó el extraño grito de voces salvajes y felices de una bandada de gansos que venía acercándose hasta que los vi aparecer del Norte. Entonces sus gritos se unieron en una gran voz de exultación, la voz de la libertad, la voz de Irlanda, la voz del Descampado; y esa voz decía:
—¡Adiós! ¡Adiós!
Y se perdió en la distancia; y cuando desaparecieron, los gansos domesticados de las granjas llamaron a sus hermanos libres en lo alto. Entonces las colinas partieron, y el pantano y el cielo se fueron con ellas y me quedé solo otra vez como se quedan solas las almas perdidas.
Entonces junto a mí se elevaron los edificios de ladrillo rojo de mi primera escuela y la capilla vecina. Los campos del derredor estaban llenos de niños vestidos de franela blanca que jugaban al cricket. En el terreno de juego de cemento, junto a las ventanas de las aulas, estaban Agamemnon, Aquiles y Odiseo con los argivos armados detrás; pero Héctor bajó de la ventana de la planta baja, y en el aula se encontraban los hijos de Príamo, los aqueos y la rubia Helena; y algo más lejos los Diez Mil se trasladaban por el campo de juego desde el corazón de Persia para poner a Ciro en el trono de su hermano. Y los niños que yo conocía me llamaban desde el campo y me decían:
—¡Adiós!
Y ellos y el campo partían; y los Diez Mil iban diciéndome fila por fila a medida que pasaban a mi lado marchando deprisa y desaparecían:
—¡Adiós!
Y Héctor y Agamemnon decían:
—¡Adiós!
Y también el ejército de los argivos y de los aqueos; y todos ellos partieron al igual que la vieja escuela; y de nuevo me encontré solo.
La escena siguiente que llenó el vacío resultó más bien confusa: mi nodriza me conducía por un senderito de un terreno comunal en Surrey. Era muy joven. Muy cerca una tribu de gitanos había encendido una fogata; junto a ellos estaba su romántica caravana y el caballo desuncido pastaba en las cercanías. Era la hora del atardecer y los gitanos hablaban en voz baja en torno al fuego en una lengua desconocida y extraña. Luego todos dijeron en inglés:
—¡Adiós!
Y la tarde, el terreno comunal y el campamento partieron. Y en su reemplazo apareció un camino real blanco con oscuridad y estrellas por debajo, que conducía a la oscuridad y a las estrellas, pero en el extremo cercano del camino había campos comunales y jardines, y allí estaba yo, junto a mucha gente, hombres y mujeres. Y vi a un hombre que se alejaba solo de mí por el camino, al encuentro de la oscuridad y las estrellas, y toda la gente le llamaba por su nombre, pero el hombre no la escuchaba, sino que seguía avanzando por el camino y la gente seguía llamándole por su nombre.
Pero yo me enfadé con el hombre pues no se detenía ni se volvía cuando tanta gente le llamaba por su nombre; y era el suyo un nombre muy extraño. Y yo me cansé de oír ese nombre extraño tan frecuentemente repetido, de modo que hice un gran esfuerzo por llamarle, para que él escuchara y la gente dejara de repetir ese nombre tan extraño. Y con el esfuerzo abrí grandes los ojos, y el nombre que la gente gritaba era mi propio nombre, y yo yacía a orillas del río rodeado por hombres y mujeres que se inclinaban sobre mí. Tenía los cabellos mojados.
L
a discusión que sostuve con mi hermano en su casa solitaria seguramente no será del interés de mis lectores. Cuando menos, no del de los que, espero, se sentirán atraídos por el experimento que emprendí y por las extrañas cosas que me acaecieron en la peligrosa región en la que con tanta ligereza e ignorancia entré. Fue en Oneleigh donde fui a visitarlo.
Pues bien, Oneleigh se encuentra en una amplia zona solitaria en medio de un bosquecillo de viejos cedros susurrantes. Asienten juntos con la cabeza cuando llega el Viento del Norte y vuelven a asentir y consienten; luego, de manera furtiva, se yerguen y permanecen inmóviles y por un momento no dicen nada más. El Viento del Norte les resulta como un agradable problema a viejos hombres juiciosos; asienten con la cabeza al respecto y musitan todos juntos en relación con él. Saben mucho esos cedros; han estado allí durante tanto tiempo. Sus antepasados conocieron el Líbano y los antepasados de estos fueron sirvientes del rey de Tiro y visitaron la corte de Salomón. Y entre estos hijos de negros cabellos del Tiempo de cabeza cana, se erguía la vieja casa de Oneleigh. No sé cuántos siglos la bañaron con la evanescente espuma de los años; pero estaba todavía incólume y en toda ella se acumulaban cosas de antaño como extrañas vegetaciones se adhieren a la roca que desafía al mar. Allí, como la concha de lapas muertas desde hace ya mucho, había armaduras con las que se cubrían los hombres de antaño; también había allí tapices multicolores, hermosos como las algas marinas; no tenían allí lugar fruslerías modernas, ni muebles victorianos ni la luz eléctrica. Las grandes rutas comerciales que llenaron los años de latas vacías de conservas y novelas baratas estaban a gran distancia de allí. Bien, bien, los siglos la echarán por tierra y llevarán sus fragmentos a costas lejanas. Entretanto, mientras aún se mantenía erguida, fui a visitar allí a mi hermano y sostuvimos una discusión acerca de los fantasmas. Las ideas que al respecto tenía mi hermano me parecían necesitadas de enmienda. Confundía las cosas imaginarias con las que tenían existencia concreta; sostenía que el hecho de que alguien dijera haber conocido a alguien que afirmara haber visto fantasmas, probaba la existencia de estos últimos. Le dije que aún cuando los hubieran visto, el hecho no probaría nada en absoluto; nadie cree que haya ratas rojas, aunque hay abundantes testimonios de primera mano de gente que las ha visto en su delirio. Finalmente le dije que aún cuando yo mismo viera fantasmas seguiría objetando su existencia de hecho. De modo, pues, que recogí un puñado de cigarros, bebí varias tazas de té muy fuerte, me pasé sin la cena y me retiré a una estancia de roble oscuro en la que todas las sillas estaban tapizadas; y mi hermano se fue a la cama fatigado de nuestra discusión, no sin intentar disuadirme insistentemente de que me incomodara. Durante todo el recorrido de ascenso de las viejas escaleras, mientras yo permanecía al pie de ellas y su vela subía y subía en espiral, no cejó en su intento de persuadirme de que cenara y me fuera a dormir.
Oneleigh
Era un invierno ventoso y afuera los cedros musitaban no sé bien sobre qué; pero creo que eran Tories de una escuela desde hace ya mucho desaparecida, perturbados por algo nuevo. Adentro un gran leño húmedo en la chimenea empezó a chillar y a cantar; una melodía quejumbrosa, una alta llama se elevó llevando el compás y todas las sombras reunidas danzaron. En los rincones distantes, viejas mesas de oscuridad permanecían calladas como chaperonas inmóviles. Allí, en la parte más oscura del recinto, había una puerta que permanecía siempre cerrada. Llevaba al vestíbulo, pero nunca nadie la usaba; cerca de la puerta una vez había ocurrido algo de lo que la familia no se enorgullecía. Nunca nos referimos a ella. Allí, a la luz del fuego, se erguían las formas venerables de las viejas sillas; las manos que habían tejido sus tapices estaban desde hacía ya mucho sepultadas bajo tierra, las agujas utilizadas no eran sino múltiples escamas destruidas de herrumbre. Nadie tejía ahora en ese viejo recinto: nadie sino las asiduas viejas arañas que, vigilantes junto al lecho mortuorio de las cosas de antaño, tejen mortajas para sostener su polvo. En mortajas en torno a las sobrepuertas yace ya el corazón del revestimiento de roble devorado por la polilla.
Por supuesto a esa hora, en cuarto semejante, una fantasía ya excitada por el hambre y por el té fuerte vería los fantasmas de sus antiguos moradores. No esperaba menos. El fuego titubeaba y las sombras bailaban, el recuerdo de viejos acaecimientos raros se despertó vívido en mi mente, pero un reloj de siete pies de altura dio solemne la medianoche y nada sucedió. No era posible apurar a mi imaginación, el frío que acompaña las horas tempranas se había apoderado de mí y casi me había abandonado al sueño, cuando en el vestíbulo vecino se oyó el crujido de ropas de seda que había esperado y anticipado. Entonces, de a dos, fueron entrando damas de alta cuna con sus galanes de tiempos jacobinos. Eran poco más que sombras, sombras muy distinguidas, y casi indistintas; pero todos habéis leído antes historias de fantasmas, todos habéis visto en los museos vestidos de esos tiempos; no es necesario describirlos, entraron, varios de ellos, y se sentaron en las viejas sillas, quizá de un modo algo desconsiderado teniendo en cuenta el valor de los tapizados. Entonces el crujido de sus vestidos cesó.
Pues bien... había visto fantasmas y no estaba asustado ni convencido de que existieran. Estaba por ponerme en pie y retirarme a mi cuarto cuando del vestíbulo vino un sonido de pisadas ligeras, el sonido de pies desnudos sobre el suelo pulido y, de vez en cuando, el resbalón de alguna criatura de cuatro patas que perdiera el equilibrio y lo recuperara luego con uñas que arañaban el suelo. No me atemoricé, pero me sentí inquieto. Las pisadas ligeras se acercaban directamente al recinto en el que yo me encontraba; luego oí el olfateo de las expectantes ventanas de un hocico; quizás »inquietud” no fuera la palabra más adecuada para describir mis sentimientos por entonces. De pronto una manada de criaturas negras de mayor tamaño que el de los sabuesos se precipitó al galope; tenían largas orejas pendulares, olfateaban el suelo con sus hocicos, se aproximaron a los señores y las señoras de antaño y les hicieron fiestas con disgusto. Sus ojos tenían un brillo horrible y podía seguírselos a grandes profundidades. Cuando se los miré, supe súbitamente lo que eran estas criaturas y tuve miedo. Eran los pecados, los inmundos pecados inmortales de todos estos señores y señoras de la corte.