Read La espada de Welleran Online
Authors: Lord Dunsany
El viajero dejó de hablar. Durante largo tiempo las claras estrellas, hermanas de Babbulkund, brillaron sobre él mientras hablaba, el viento del desierto había soplado y le había susurrado algo a la arena y la arena venía trasladándose en secreto de un lado a otro desde hacía ya rato; ninguno de nosotros se había movido, ninguno se había quedado dormido, no tanto por el asombro que nos produjera su relato, sino por pensar que en el término de dos días nosotros mismos veríamos esa asombrosa ciudad. Luego nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos con los pies tendidos hacia los rescoldos de nuestra fogata e instantáneamente nos quedamos dormidos, y en nuestro sueño multiplicamos la fama de la Ciudad de Maravilla.
El sol se elevó y llameó sobre nuestra cara y todo el desierto refulgió con su luz. Entonces nos pusimos en pie y preparamos el alimento de la mañana y, cuando hubimos comido, el viajero partió. Y encomendamos su alma al dios de la tierra a la que se dirigía, de la tierra de su hogar en el Norte, y él encomendó nuestras almas al dios del pueblo de donde nosotros habíamos venido. Luego se nos unió un viajero que se trasladaba a pie; vestía una capa parda que estaba hecha de jirones y parecía haber venido andando toda la noche; caminaba deprisa pero parecía cansado, de modo que le ofrecimos alimento y bebida, de la que participó agradecido. Cuando le preguntamos a dónde se dirigía, respondió:
—A Babbulkund.
Le ofrecimos entonces un camello sobre el que pudiera cabalgar, pues, le dijimos:
—También nosotros vamos a Babbulkund.
Pero él dio una extraña respuesta:
—No, adelantaos a mí, pues es algo lamentable no haber visto nunca a Babbulkund habiendo vivido mientras todavía se mantenía erguida. Adelantaos a mí y contempladla y luego huid de inmediato y volved hacia el Norte.
Entonces, aunque no le comprendimos, lo dejamos, pues se mostró muy insistente, y seguimos nuestro viaje hacia el Sur por el desierto, y antes de la mitad del día llegamos a un oasis de palmeras que se encontraba junto a un pozo donde podíamos dar agua a los altivos camellos, volver a llenar nuestras cantimploras y apaciguar nuestros ojos con la visión del verdor y demorarnos muchas horas a la sombra. Algunos de los hombres durmieron, pero de entre los que permanecieron despiertos, cada uno entonó quedo la canción de su propio país en la que se hablaba de Babbulkund. Cuando la tarde estaba ya avanzada, viajamos un corto trecho hacia el Sur y seguimos adelante por el fresco crepúsculo, hasta que el sol se puso; entonces acampamos, y cuando nos sentamos, el hombre vestido de jirones nos alcanzó, pues había viajado durante todo el día, y volvimos a darle alimento y bebida y en el crepúsculo habló diciendo:
—Yo soy siervo del Señor, el Dios de mi pueblo y voy a ejecutar su obra en Babbulkund. Es la ciudad más bella del mundo; no hubo otra como ella, aun las estrellas de Dios tienen envidia de su belleza. Es toda blanca; sin embargo, estrías rosadas atraviesan sus calles y sus casas, como las llamas en la mente blanca de un escultor, como el deseo en el Paraíso. Hace mucho que fue tallada en una colina sagrada; no fueron esclavos los que la esculpieron, sino artistas afanados en un trabajo amado. No siguieron el modelo de las casas de los hombres, sino que cada cual forjó lo que sus ojos interiores habían visto y talló en mármol la visión de sus sueños. Sobre el techo de una cámara del palacio, leones alados vuelan como murciélagos; el tamaño de cada león es el tamaño de los leones de Dios y las alas son más grandes que la de cualquier criatura alada nunca nacida; se apilan uno sobre otro más abundantes que lo que un hombre puede enumerar; están todos tallados con el mismo bloque de mármol, la cámara misma se vació en él, y se mantienen en lo alto sobre las ramas talladas de un bosquecillo de helechos gigantes trabajados por la mano de algún albañil de la jungla que los amaba. Sobre el Río del Mito, que se aúna con las Aguas de la Fábula, se tienden puentes trabajados como el árbol de la glicina y como el lánguido laburno y mil otras maravillosas invenciones, deseo del alma de albañiles ya muertos desde hace mucho. ¡Oh! muy hermosa es la blanca Babbulkund, muy hermosa es, pero orgullosa; y el Señor, Dios de mi pueblo, la ha contemplado en su orgullo y, al contemplarla, vio que las oraciones de Nehemoth ascendían a la abominación Annolith; y que todo el pueblo seguía a Voth. Es muy bella Babbulkund; ¡ay! que no pueda yo bendecirla. Podría vivir por siempre en una de sus terrazas interiores contemplando la misteriosa jungla que se extiende en medio de ella y las orquídeas vueltas al cielo que suben de la oscuridad para mirar al sol. Podría amar a Babbulkund con un amor muy grande, pero soy siervo del Señor, Dios de mi pueblo, y el rey ha pecado en la veneración de la abominación Annolith, y el pueblo se regocija extremadamente en Voth. Ay de ti, Babbulkund, ay que no pueda volverme de espaldas, porque mañana debo profetizar contra ti y clamar contra ti, Babbulkund. Pero vosotros, viajeros, que me habéis tratado con hospitalidad, poneos en pie y seguid con vuestros camellos, pues yo no puedo demorarme más y debo ir a ejecutar sobre Babbulkund la obra del Señor, Dios de mi pueblo. Id y contemplad la belleza de Babbulkund antes de que yo clame contra ella, y luego huid velozmente hacia el Norte.
El fragmento de un rescoldo encendido cayó en la fogata de nuestro campamento y arrojó a los ojos del hombre vestido de jirones una extraña luz. Se puso en pie de inmediato y su capa de harapos giró con él como un ala inmensa; no dijo ya nada más; sino que se volvió y se alejó a grandes zancadas hacia el Sur perdiéndose en la oscuridad, en dirección a Babbulkund. Entonces el silencio cayó sobre nuestro campamento, y se elevó el olor del tabaco de esas tierras. Cuando la última llama se hubo extinguido en nuestra fogata, me quedé dormido, pero agitados sueños de condenación perturbaron mi descanso.
Llegó la mañana y nuestros guías nos dijeron que llegaríamos a la ciudad antes de la caída de la noche. Una vez más avanzamos hacia el Sur a través del imperturbable desierto; nos encontramos con algún ocasional viajero que venía de Babbulkund, con la belleza de sus maravillas que por recién contemplada daba luz todavía a sus ojos.
Cuando cerca de la mitad del día acampamos, vimos a mucha gente a pie que venía hacia nosotros corriendo desde el Sur. Cuando estuvieron cerca, les saludamos diciendo:
—¿Qué es de Babbulkund?
Respondieron:
—No somos de la raza del pueblo de Babbulkund, sino que fuimos capturados en nuestra juventud y llevados de las colinas del Norte. Ahora todos hemos visto en visiones de silencio al Señor, el Dios de nuestro pueblo, que nos llama desde sus colinas y, por tanto, todos huimos hacia el Norte. Pero en Babbulkund las noches del rey Nehemoth fueron perturbadas por terribles sueños de condenación, y nadie es capaz de interpretar lo que conllevan. Ahora bien, éste es el primer sueño que soñó el rey Nehemoth la primera noche. Vio trasladarse por el aire inmóvil un pájaro enteramente negro y por debajo del batir de sus alas, Babbulkund se enlobreguecía y se oscurecía; y después de él vino un pájaro enteramente blanco y por debajo del batir de sus alas Babbulkund resplandecía y brillaba y otros cuatro pájaros más se aproximaron volando alternativamente negros y blancos. Y cuando los pájaros negros pasaban, Babbulkund se oscurecía, y cuando aparecían los blancos, las calles y las casas resplandecían. Pero después del sexto pájaro ninguno más vino, y Babbulkund se desvaneció del lugar donde había estado, y los ríos Oonrana y Plegáthanees se dolían solitarios. A la mañana siguiente todos los profetas del rey se reunieron delante de sus abominaciones y las interrogaron acerca del sueño, pero las abominaciones nada dijeron. Pero cuando la segunda noche descendió de los salones de Dios, adornada de múltiples estrellas, el rey Nehemoth volvió a soñar; y en el sueño el rey Nehemoth vio tan sólo cuatro pájaros blancos y negros alternativamente, como antes. Y Babbulkund se oscureció otra vez cuando los negros pasaron y resplandeció al aparecer los blancos; después del cuarto ya no vino ninguno otro y Babbulkund se desvaneció quedando sólo el desierto sin memoria y los ríos de la montaña.
»Las abominaciones siguieron sin hablar y nadie supo interpretar el sueño. Y cuando la tercera noche vino de los salones divinos de su morada adornada como sus hermanas, volvió a soñar el rey Nehemoth. Y vio un pájaro negro pasar nuevamente bajo el cual Babbulkund se oscureció, y luego uno blanco y Babbulkund desapareció. Y apareció el día dorado dispersando los sueños y las abominaciones siguieron guardando silencio, y los profetas del rey no dieron respuesta al presagio velado del sueño. Sólo un profeta hablo ante el rey diciendo:
»—Los pájaros oscuros, oh, rey, son las noches, y los pájaros blancos son los días...
»Esto el rey ya se lo temía, y se levantó e hirió con la espada al profeta, cuya alma salió escapada clamando y no tuvo ya nada que ver con noches ni con días.
»Fue anoche cuando el rey soñó su tercer sueño, y esta mañana huimos de Babbulkund. Un calor inmenso se abate sobre ella y las orquídeas de la jungla dejaron caer sus cabezas. Toda la noche las mujeres del serrallo del Norte han llorado con altos plañidos sus colinas. El temor ha ganado la ciudad y un presagio ominoso. Dos veces ha ido Nehemoth a venerar a Annolith y todo el pueblo se ha postrado ante Voth. Tres veces los adivinos consultaron al gran globo de cristal donde se prevé todo acontecimiento por venir y tres veces el globo se vio opaco. Sí, aunque una cuarta vez lo consultaron, no se reveló visión alguna; y la voz del pueblo se acalló en Babbulkund.
Los viajeros no demoraron en volver a ponerse en camino hacia el Norte dejándonos perplejos. Mientras dominó el calor del día reposamos lo mejor que pudimos, pero el aire estaba inmóvil y bochornoso y los camellos intranquilos. Los árabes dijeron que eso era un presagio de tormenta en el desierto y que un gran viento se levantaría preñado de arena. De modo que a la tarde nos pusimos en pie y viajamos deprisa en la esperanza de encontrar un refugio antes de que estallara la tormenta. Y el aire ardía en la quietud reinante entre el desierto inflamado y el cielo enceguecedor.
De pronto se levantó un viento del Sur, que soplaba desde Babbulkund y la arena ascendió y asumió formas susurrantes. Y el viento sopló violentamente y gimió y centenares de figuras de arena se levantaban como torres y se oyeron gritos y el sonido de una retirada. Pronto el viento se calmó súbitamente y los gritos se silenciaron y el pánico cesó en las arenas arrastradas. Y cuando amainó la tormenta y el aire refrescó, el terrible bochorno y el presagio llegaron a su fin y los camellos se apaciguaron. Y los árabes dijeron que la tormenta anunciada se había desencadenado y pasado como de antiguo Dios lo había querido.
El sol se puso y llegó el crepúsculo vespertino y nos acercamos al lugar de la afluencia del Oonrana y el Plegáthanees, pero en la oscuridad no nos fue posible discernir a Babbulkund. Nos apresuramos para llegar a la ciudad antes de la caída de la noche y llegamos a la afluencia del Río del Mito y las Aguas de la Fábula, pero tampoco entonces vimos Babbulkund alguna. Alrededor de nosotros se extendía la arena y las rocas del desierto inmutable, salvo hacia el Sur donde se levantaba la jungla con sus orquídeas vueltas de cara al cielo. Nos dimos cuenta entonces de que habíamos llegado demasiado tarde y que la condenación le había llegado a Babbulkund; y junto al río en el desierto vacío estaba el hombre vestido de jirones sentado en la arena; se ocultaba la cara con las manos llorando amargamente.
* * *
Así pereció en la hora de su iniquidad, ante Annolith, a los dos mil treinta y dos años de su existencia, a los seis mil cincuenta años de la construcción del Mundo, Babbulkund, Ciudad de Maravilla, llamada por los que la odiaban, Ciudad del Perro, pero de continuo llorada en Arabia y la India y en lo profundo de la jungla y el desierto; no dejó monumento en piedra en muestra de haber sido, pero es recordada con duradero amor, a pesar de la cólera de Dios, por todos los que conocieron su belleza, de la cual todavía cantan.
S
oplaba el viento del Norte y de él fluían rojos y dorados los últimos días del otoño. Solemne y fría caía la tarde sobre los marjales.
Todo estaba sumido en la quietud.
Entonces la última paloma volvió a su casa de los árboles en tierra seca a la distancia, y su forma ya se había vuelto misteriosa en la niebla.
Todo volvió a estar sumido en la quietud.
Cuando la luz iba desvaneciéndose y la niebla volviéndose más espesa, el misterio vino arrastrándose de todas partes.
Entonces las verdes avefrías vinieron plañideras y se posaron todas.
Y otra vez hubo silencio, salvo cuando una de las avefrías revoloteaba un trecho emitiendo el grito del descampado. Y acallada y silenciosa estuvo la tierra a la espera de la primera estrella. Entonces llegaron los patos y las maracas, bandada tras bandada: y toda la luz del día se desvaneció, salvo una franja roja sobre el horizonte. Sobre la franja aparecieron, negras y terribles, las alas de una bandada de gansos batiendo el aire de los marjales. También éstos descendieron entre los juncos.
Entonces aparecieron las estrellas y brillaron en la quietud y hubo silencio en los vastos espacios de la noche.
De pronto irrumpieron las campanas de la catedral de los marjales que llamaban a oraciones vespertinas.
Ocho siglos atrás los hombres habían construido la enorme catedral a orillas de los marjales, o quizá fue hace siete siglos, o puede que nueve... lo mismo les daba a las Criaturas Silvestres.
De modo que se celebraron las oraciones vespertinas, se encendieron las velas y las luces a través de las ventanas brillaban rojas y verdes en el agua, y el sonido del órgano vibró estruendoso sobre los marjales. Pero desde los lugares profundos y peligrosos, bordeados de musgo luminoso, las Criaturas Silvestres vinieron brincando para bailar sobre el reflejo de las estrellas, y por sobre sus cabezas los fuegos fatuos flotaban y fluían.
Las Criaturas Silvestres tienen algo de humano en la apariencia, sólo que su piel es parda y apenas alcanzan los dos pies de altura. Sus orejas son puntiagudas como las de las ardillas, sólo que mucho más grandes, y saltan a alturas prodigiosas. Viven todo el día sumergidas en los estanques profundos en medio de los marjales más solitarios, pero de noche salen a la superficie y bailan. Cada Criatura Silvestre tiene sobre la cabeza un fuego fatuo que se mueve junto con ella; no tienen alma y no pueden morir, y son de la familia de los elfos.