Read La espada de Welleran Online

Authors: Lord Dunsany

La espada de Welleran (14 page)

BOOK: La espada de Welleran
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—La belleza a que te refieres —dijo el camino— y la belleza del cielo, de la flor del rododendro y de la Primavera sólo viven en la mente del Hombre, y salvo en la mente del Hombre, las montañas no tienen voz. Nada es hermoso que no haya sido visto por el ojo del Hombre. O si tu flor del rododendro fue hermosa por un instante, pronto se marchita y se ahoga y la Primavera no tarda en acabar; la belleza sólo perdura en la mente del Hombre. Yo traigo deprisa pensamientos a la mente del Hombre todos los días desde lugares remotos. Conozco el Telégrafo, lo conozco bien; él y yo hemos andado centenares de millas en compañía. No hay tarea en el mundo salvo que esté destinada al Hombre y a la edificación de las ciudades. Yo llevo y traigo bienes de ciudad en ciudad.

—En mi pequeña corriente que ves allí en el campo —dijo el río— solía otrora producir bienes para esa casa.

—Ah —dijo el camino—, lo recuerdo, pero yo los traje más baratos desde ciudades distantes. Nada tiene importancia salvo edificar ciudades para el Hombre.

—Sé tan poco de él —dijo el río—, pero tengo mucho que hacer: tengo toda esta agua que llevar al mar; además, mañana o el día después, todas las hojas del Otoño vendrán por aquí. Será muy hermoso. El mar es un lugar extremadamente bello. Lo sé todo a su respecto; oí a los pastorcillos cantar canciones sobre él y a veces, antes de una tormenta, llegan las grullas. Es un lugar enteramente azul y resplandeciente y está lleno de perlas; tiene islas de coral e islas donde abundan las especias; tormentas, galeones y los huesos de Drake. El mar es mucho más grande que el Hombre. Cuando llegue al mar, sabrá que he trabajado bien para él. Pero debo apurarme, porque tengo mucho que hacer. Este puente me demora un tanto; algún día me lo llevaré.

—Oh, no debes hacer eso —dijo el camino.

—Oh, no lo haré por un largo tiempo todavía —respondió el río—. Dentro de algunos siglos, quizás. Además, tengo mucho que hacer. Tengo mi canción que cantar, por ejemplo y eso, por sí solo, es más hermoso que ningún sonido hecho por el Hombre.

—Todo trabajo es para el Hombre —dijo el camino— y para la edificación de ciudades. No existe belleza ni encanto ni misterio en el mar, salvo para los hombres que viajan por él al extranjero, o para los que permanecen en su casa y sueñan con él. En cuanto a tu canción, suena noche y mañana, año tras año en el oído de los hombres nacidos en Wrellisford; de noche forma parte de sus sueños, a la mañana es la voz del día y, así, se vuelve parte de sus almas. Pero la canción no es hermosa de por sí. Yo llevo a estos hombres con tu canción en el alma por sobre el borde del valle y mucho más allá todavía, donde soy un fuerte camino polvoriento, y ellos van con tu canción en el alma y la convierten en música que alegra a las ciudades. Pero nada es el Trabajo del Mundo, salvo el trabajo para el Hombre.

—Quisiera tener certeza sobre el Trabajo del Mundo —dijo el río—. Quisiera saber de cierto para quien trabajamos. Creo casi sin la menor duda que lo hacemos para el mar. Es muy grande y hermoso. No creo que pueda haber amo mayor que el mar. Creo que algún día estará tan lleno de encanto y misterio, tan lleno de los cencerros de las ovejas y el murmullo de las colinas escondidas en la niebla que nosotros los ríos le llevamos, que ya no quedará música o belleza en el mundo, y el mundo llegará a su fin; y quizá los ríos nos recojamos por fin, todos juntos, en el mar. O quizás el mar nos dé por fin a cada cual lo que le es propio y devuelva todo lo almacenado con los años: los pequeños pétalos de la flor del manzano, los llorados del rododendro y nuestras antiguas visiones de los árboles y el cielo; tantos recuerdos nos han dejado las colinas. Pero ¿quién puede saberlo? Porque ¿quién conoce las olas del mar?

—Ten seguridad de que todo es para el Hombre —dijo el camino—. Para el Hombre y la edificación de las ciudades.

Algo se había acercado con pasos del todo silenciosos.

—¡Paz, paz! —dijo—. Perturbáis a la noche principesca que, llegada a este valle, es huésped de mis oscuros recintos. Pongamos fin a esta discusión.

Era la araña la que hablaba.

—El Trabajo del Mundo es la edificación de ciudades y palacios. Pero no es para el Hombre. ¿Qué es el Hombre? Él sólo prepara las ciudades para mí y las sazona. Todas sus obras son feas, sus más ricos tapices son ásperos y torpes. Es un ocioso que mete ruido. Sólo me protege de mi enemigo, el viento; y el hermoso trabajo de las ciudades, los trazados curvos y los delicados tejidos, todos me pertenecen. De diez a cien años lleva la edificación de una ciudad, durante cinco o seis siglos más entra en sazón y se prepara para mí, luego yo la habito y oculto todo lo que en ella es feo; y trazo hermosas líneas de aquí para allá. No hay nada tan hermoso como las ciudades y los palacios; son los sitios más encantadores del mundo, porque son los más silenciosos y los que más se parecen a las estrellas. Son ruidosos en un principio, durante cierto tiempo, hasta que yo llego a ellos; tiene rincones feos que no han sido todavía redondeados y ásperos tapices; entonces están listos para mí y mi exquisito trabajo, y así se vuelven silenciosos y bellos. Y allí recibo a las noches principescas cuando llegan enjoyadas de estrellas y todo su séquito de silencio, y las regalo con polvo precioso. En una ciudad de la que tengo conocimiento, ya cabecea adormilado un centinela solitario cuyos señores están muertos, que se ha vuelto demasiado viejo y somnoliento como para expulsar el denso silencio que infecta las calles; mañana iré a ver si se encuentra todavía en su puesto. Para mí se construyó Babilonia y la rocosa Tiro; y los hombres todavía construyen mis ciudades. Todo el Trabajo del Mundo es la creación de ciudades y yo soy la que las hereda todas.

LA CONDENACIÓN DE LA TRAVIATA

E
l atardecer llegó furtivo de tierras misteriosas y descendió sobre las calles de París, y las cosas del día se recogieron y se ocultaron; la hermosa ciudad se había alterado extrañamente y con ella, el corazón de los hombres. Y con luces y música, en el silencio y la oscuridad, se levantó la otra vida, la vida que conoce la noche, y los gatos oscuros salieron de las casas y se dirigieron a lugares silenciosos, y formas crepusculares merodearon por las calles en penumbra. A esa hora, en una casa mezquina cerca del Moulin Rouge, María La Traviata; y los que le trajeron la muerte fueron sus propios pecados y no los años de Dios. Pero el alma de La Traviata erró ciega por las calles en las que había pecado hasta que chocó contra el muro de Notre Dame de París. De allí se elevó en el aire como la niebla cuando da contra un escarpado, y se deslizó hacia el Paraíso donde fue juzgada. Y me pareció, pues yo lo miraba todo desde mi lugar en sueños, que cuando La Traviata compareció ante el estrado del juicio, las nubes vinieron desde las lejanas colinas del Paraíso y se reunieron sobre la cabeza de Dios convirtiéndose en una única nube negra; y las nubes se trasladaban veloces como las sombras de la noche cuando una linterna se mece en la mano que la lleva, y más y más nubes llegaban apresuradas y, mientras se concentraban, no aumentaba el tamaño de la nube sobre la cabeza de Dios, sino que íbase haciéndose cada vez más negra. Y los halos de los santos descendían sobre sus cabezas, se estrechaban y empalidecían, los coros de los serafines vacilaron y fueron menos sonoros y la conversación entre los benditos de pronto cesó. Entonces la cara de Dios asumió una expresión severa, de modo que los serafines levantaron vuelo y escaparon de Él, al igual que los santos. Entonces Dios emitió la orden y siete grandes ángeles se levantaron de entre las nubes que alfombran el Paraíso y había piedad en sus caras y sus ojos estaban cerrados. Entonces Dios pronunció su sentencia y las luces del Paraíso se apagaron; las ventanas de cristal azul que dan al mundo y las ventanas rojas y verdes se volvieron oscuras y descoloridas y ya nada más vi. Enseguida los siete grandes ángeles salieron por uno de los portales del cielo y dieron su cara al Infierno; cuatro de ellos cargaban la joven alma de La Traviata, uno iba por delante y otro por detrás. Estos seis avanzaban con paso vigoroso por el largo y polvoriento camino que se llama el Camino de los Condenados. Pero el séptimo voló por sobre ellos durante todo el trayecto, y la luz de los fuegos del Infierno que escondía de los otros seis el polvo del terrible camino, resplandecía en las plumas de su pecho.

Y los siete ángeles que se precipitaban hacia el Infierno, hablaron.

—Es muy joven —decían.

Y:

—Es muy hermosa.

Y contemplaron largo rato el alma de La Traviata mirando no las manchas del pecado, sino esa parte con que había amado a su hermana desde hacía ya mucho muerta, que revoloteaba ahora en un huerto de una de las colinas del Cielo con la cara bañada por la clara luz del sol y comulgaba diariamente con los santos cuando se dirigían a bendecir a los muertos desde el borde más extremo del Cielo. Y miraron largo tiempo la belleza de todo lo que permanecía bello en su alma y dijeron:

—No es sino un alma joven.

El alma de la Traviata.

Y hubieran querido llevarla a una de las colinas del Cielo y darle un címbalo y un dulcémele, pero sabían que las puertas del Paraíso estaban cerradas con barras y candado para La Traviata. Y habrían querido llevarla a un valle del mundo en el que había muchas flores y sonoras corrientes, en el que los pájaros siempre cantaban y las campanas de las iglesias tañían los días de descanso, sólo que no se atrevían a hacerlo. De modo que siguieron avanzando y se acercaban cada vez más al Infierno. Pero cuando estuvieron ya muy cerca de él, recibieron su fulgor en la cara y sus portones se abrían para recibirlos, dijeron:

—El Infierno es una ciudad terrible y ella está ya fatigada de las ciudades.

Entonces, de pronto, la dejaron caer junto al camino y se alejaron volando. Pero el alma de La Traviata se convirtió en una gran flor rosada, terrible y adorable; tenía ojos, pero no párpados, y miraba continuamente con fijeza la cara de todos los que pasaban por el polvoriento camino al Infierno; y la flor crecía al resplandor de las luces del Infierno, y se marchitaba, pero no le era posible morir; sólo uno de sus pétalos se volvió hacia las colinas celestiales como se vuelve la hoja de una hiedra hacia el día, y a la dulce y plateada luz del Paraíso no se ajaba ni se marchitaba, y oía a veces a la comunidad de los santos cuyos murmullos le llegaban desde lo lejos, y a veces le llegaba también el aroma de los huertos de las colinas celestiales y sentía una ligera brisa que la refrescaba todas las tardes cuando los santos se aproximaban al borde del Cielo para bendecir a los muertos.

Pero el Señor levantó Su espada y dispersó a los ángeles desobedientes como un trillador dispersa la broza.

EN TIERRA BALDÍA

S
obre los marjales descendía la noche espléndida con todas sus bandadas errantes de estrellas nómadas y todo su ejército de estrellas fijas que titilaban y vigilaban.

A la firme tierra seca del Oriente, gris y frío, la primera palidez del alba llegaba sobre las cabezas de los dioses inmortales.

Entonces, al acercarse por fin a la seguridad que ofrecía la tierra seca, el Amor miró al hombre al que por tanto tiempo había conducido por los marjales y vio que tenía el pelo cano, porque brillaba en la palidez del alba.

Entonces pisaron juntos tierra firme y el viejo se sentó fatigado en la hierba porque había errado por los marjales durante muchos años; y la luz del alba gris se expandió por sobre las cabezas de los dioses.

Y el Amor le dijo al viejo:

—Ahora te dejaré.

Y el hombre no le dio respuesta, pero se echó a llorar.

Entonces el Amor sintió pena en su corazoncito despreocupado y dijo:

—No debes estar triste porque te deje ni echarme de menos ni cuidarte de mí para nada.

—Soy un niño muy necio y nunca fui bueno contigo, ni amistoso. Nunca me cuidé de tus profundos pensamientos ni de lo que había de bueno en ti; por el contrario, fui causa de tu perplejidad al llevarte de aquí para allá por los peligrosos marjales. Y fui tan desalmado que si hubieras perecido en el lugar a donde te había conducido, no habría significado nada para mí, y sólo me quedé contigo porque eras un buen compañero de juegos.

»Soy cruel y carezco del todo de valor; no soy nadie cuya ausencia pueda ser motivo de pena ni de cuidado.

Y aún el viejo siguió sin hablar y sólo continuó llorando quedamente; y el Amor se lamentó en su bondadoso corazón.

Y el Amor dijo:

—Como soy tan pequeño mi fuerza te pasó inadvertida y también el mal que te hice. Pero mi fuerza es grande y la utilicé sin justicia. A menudo te empujé de la calzada elevada a los marjales sin importarme que pudieras ahogarte. A menudo me burlé de ti e hice que otros se burlaran asimismo. Y a menudo te conduje por entre los que me odiaban y me reí cuando ellos se vengaron en ti.

»Así, pues, no llores, porque no hay bondad en mi corazón, sino sólo crimen y necedad; no soy compañía para alguien tan sabio como tú; por el contrario, soy tan frívolo y tonto que me reí de tus nobles sueños y entorpecí todas sus acciones. Considera, pues, me has desenmascarado y te pasarás sin mí; aquí vivirás en paz e, imperturbado, tendrás nobles sueños de los dioses inmortales.

»Considera, pues, aquí está el alba y la seguridad, allí, la oscuridad y el peligro.

Todavía siguió el viejo llorando quedamente.

Entonces el Amor dijo:

BOOK: La espada de Welleran
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Heart Burn by C.J. Archer
Betrayal by Ali, Isabelle
The Hidden City by Michelle West
Everfair by Nisi Shawl
Mission Hill by Pamela Wechsler