Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—¡Ah!, conque es Bill quien tiene que bajar por la chimenea, ¿eh? —se dijo Alicia—. ¡Parece que se lo encargan todo a Bill! No quisiera estar en la piel de Bill durante un buen rato; esta chimenea es estrecha, desde luego; ¡
creo
que voy a poder dar un puntapié!
Bajó el pie lo más que pudo en el hogar de la chimenea, y esperó hasta que oyó a un animalito (no tenía ni idea de qué clase de bicho era) arañar y gatear por el interior, muy cerca de ella; entonces se dijo a sí misma: «Éste es Bill»; largó un fuerte puntapié, y esperó a ver qué ocurría a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro general que exclamó: «¡Allá va Bill!»; luego, la voz del Conejo: «¡Los del seto, cogedle!». Después silencio; y a continuación, otro tumulto de voces: «¡Levantadle la cabeza… Un poco de coñac… No le atragantéis… ¿Cómo estás, muchacho? ¿Qué te ha pasado? Cuéntanoslo todo!».
Por último, se oyó una voz desfallecida y chillona («Ése es Bill», pensó Alicia): «Bueno, pues no lo sé… Más no, gracias; ya estoy mejor… pero me encuentro demasiado nervioso para hablar… todo lo que sé es que me ha golpeado una especie de matasuegras, ¡y que he salido disparado como un cohete!».
—¡Así has salido, muchacho! —dijeron los demás.
—¡Hay que quemar la casa! —dijo la voz del Conejo; y Alicia gritó lo más fuerte que pudo:
—¡Como la queméis os azuzaré a Dinah!
Instantáneamente se hizo un silencio mortal; y Alicia pensó para sus adentros: «¡Veremos qué hacen ahora! Si tuvieran sentido común, quitarían el tejado». Un minuto o dos después, empezaron a andar otra vez de aquí para allá, y Alicia oyó al Conejo que decía: «Con una carretilla llena habrá suficiente para empezar».
«¿Una carretilla llena de
qué
?», pensó Alicia. Pero la duda no le duró mucho tiempo, ya que un momento después, repiqueteó una rociada de guijarros en la ventana, y algunos de ellos le dieron en la cara. «Voy a acabar con todo esto», se dijo; y gritó:
—¡Será mejor que no lo volváis a hacer! —lo cual provocó un nuevo silencio.
Alicia observó con cierta sorpresa que, una vez en el suelo, los guijarros se transformaban en pastelitos; y le vino una idea luminosa a la cabeza. «Si me como uno de esos pasteles», pensó, «seguro que me vendrá algún cambio de tamaño; y como sin duda no me puedo hacer más grande, a lo mejor me hago más pequeña».
Así que se tragó uno de los pasteles, y descubrió encantada que empezaba a disminuir en seguida. Tan pronto como fue lo bastante pequeña como para pasar por la puerta, salió corriendo de la casa, y se encontró con que había una multitud de animalitos y pajarillos esperando en el exterior. El pobre lagartito, Bill, estaba en medio, sostenido por dos conejillos de Indias, los cuales le daban de beber de una botella. En el instante en que apareció Alicia, se lanzaron todos hacia ella; pero Alicia echó a correr con todas sus fuerzas, y no tardó en encontrarse a salvo en un espeso bosque.
«Lo primero que tengo que hacer», se dijo Alicia, mientras vagaba por el bosque, «es recobrar mi tamaño normal; y lo segundo, encontrar el modo de llegar a mi maravilloso jardín. Creo que ése es el mejor plan».
Parecía un buen plan, en efecto; y muy cuidadosa y sencillamente trazado: la única dificultad estaba en que no tenía la menor idea de cómo ponerlo en práctica; y mientras miraba inquieta entre los árboles, un pequeño ladrido justo encima de su cabeza le hizo alzar los ojos hacia arriba con viveza.
Un enorme cachorrillo la observaba con sus ojazos redondos, y alargaba débilmente una zarpa, tratando de tocarla. «¡Pobrecillo!», dijo Alicia en tono mimoso, y trató de silbarle con fuerza; pero le asustaba terriblemente la idea de que pudiese tener hambre, en cuyo caso lo más probable es que se la zampase a pesar de sus palabras halagadoras.
Sin saber apenas lo que hacía, cogió un palito, y se lo mostró al cachorrillo; a lo cual, el perrito dio un brinco en el aire con las cuatro patas a la vez, dando un ladrido de alegría, y se abalanzó hacia el palo, como acosándolo; entonces Alicia se escondió detrás de un gran cardo, a fin de evitar que la atropellase; en el momento en que se asomó por el otro lado, el perrito volvió a abalanzarse hacia el palo, cayéndose patas arriba en su apresuramiento por cogerlo: entonces Alicia, considerando que era como jugar con un caballo percherón, y temiendo a cada momento que la pisase con sus patas, corrió al cardo otra vez; entonces el cachorrillo inició una serie de breves cometidas al palo, dando carreritas hacia delante y largas cabalgadas hacia atrás, y ladrando roncamente sin parar, hasta que finalmente se sentó a bastante distancia, jadeando, con la lengua colgándole de la boca, y sus ojazos medio cerrados.
Ésta le pareció a Alicia una buena ocasión para escapar: así que echó a correr, y siguió corriendo hasta que se sintió completamente agotada y sin aliento, y los ladridos del perrito sonaron muy débiles a lo lejos.
—¡Pero qué perrito más precioso era! —se dijo Alicia, mientras se apoyaba en un ranúnculo a descansar, y se abanicaba con una de sus hojas. Me habría gustado enseñarle a hacer monerías… ¡si hubiese tenido yo el tamaño normal! ¡Ay, Dios mío! ¡Casi se me había olvidado que tengo que crecer otra vez! Veamos, ¿cómo se hace? Supongo que debo comer o beber algo; pero el gran enigma es: ¿qué?
El gran enigma era, desde luego, «¿qué?» Alicia miró en torno suyo, observó las flores y las hojas de yerba; pero no conseguía ver nada con pinta de comerse o de beberse en esta situación. Había un seta enorme cerca de ella, casi de su misma altura; y después de mirar debajo, a uno y otro lado, y detrás, se le ocurrió que también podía mirar encima, a ver si había algo.
Se estiró de puntillas, y atisbó por el borde de la seta: y sus ojos se encontraron instantáneamente con los de una oruga azul que estaba sentada en lo alto, con los brazos cruzados, fumando tranquilamente un narguile, y sin hacer el menor caso de ella ni de nada.
El Consejo de una Oruga
La Oruga
[1]
y Alicia se miraron durante un rato en silencio: por último, la Oruga se quitó el narguile de la boca, y le habló con voz lánguida y soñolienta.
—¿Quién eres
Tú
? —dijo la Oruga.
No era ésta una forma alentadora de iniciar una conversación. Alicia replicó con cierta timidez: «Pues… pues creo que en este momento no lo sé, señora… sí sé quién
era
cuando me levanté esta mañana; pero he debido de cambiar varias veces desde entonces».
—¿Qué quieres decir? —dijo la Oruga con severidad—. ¡Explícate!
—Me temo que no
me
puedo explicar, señora —dijo Alicia—; porque, como ve, no soy yo misma.
—Pues no lo veo —dijo la Oruga.
—Me temo que no se lo puedo explicar con más claridad —replicó Alicia muy cortésmente—; porque para empezar, yo misma no consigo entenderlo; y el cambiar de tamaño tantas veces en un día es muy desconcertante.
—No lo es —dijo la Oruga.
—Bueno, quizá no lo encuentre usted desconcertante —dijo Alicia—; pero cuando se convierta en crisálida, como le ocurrirá algún día, y después en mariposa, creo que le parecerá un poquito raro, ¿no?
—De ninguna manera —dijo la Oruga.
—Bueno, tal vez
sus
sensaciones sean diferentes —dijo Alicia—; lo que sí puedo decirle es que
yo
me sentiría muy rara.
—¡Tú! —dijo la Oruga con desprecio—. ¿Quién eres
tú
?
Lo que les devolvió al principio de la conversación. Alicia se sintió un poco irritada ante los comentarios tan secos de la Oruga; así que se acercó y dijo muy seria:
—Creo que debería decirme quién es
usted
, primero.
—¿Por qué? —dijo la Oruga.
Ésta era otra pregunta desconcertante; y como a Alicia no se le ocurrió una buena razón, y la Oruga parecía estar de
muy
mal talante, dio media vuelta.
—¡Vuelve aquí! —llamó la Oruga—. ¡Tengo algo importante que decir!
Esto parecía prometedor, desde luego. Alicia dio media vuelta y regresó.
—Domina tu mal genio —dijo la Oruga.
—¿Eso es todo? —dijo Alicia, tragándose su enfado lo mejor que podía.
—No —dijo la Oruga.
Alicia decidió esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer; a lo mejor le decía algo que valiese la pena escuchar. Durante unos minutos, la Oruga estuvo soltando bocanadas de humo sin hablar; finalmente, desplegó los brazos, volvió a quitarse el narguile de la boca y dijo: «Conque crees que has cambiado, ¿eh?».
—Me temo que sí, señora —dijo Alicia—. No recuerdo las cosas como solía… ¡y no conservo el mismo tamaño diez minutos seguidos!
—¿No puedes recordar el
qué
? —dijo la Oruga.
—Pues, he intentado recitar «
Cómo la hacendosa abejita
», ¡pero me salía todo distinto!
—Recítame «
Sois viejo, padre William
» dijo la Oruga.
Alicia entrelazó las manos, y empezó
[2]
:
«Sois viejo, padre William», dijo el joven,
«el cabello se os ha vuelto blanco;
sin embargo, siempre andáis de cabeza:
¿os parece sensato, a vuestra edad?».
«En mi juventud», replicó el padre William al hijo,
«temía lastimarme el cerebro;
hoy, en cambio, sé seguro que no tengo,
y ando así a cada momento».
«Sois viejo», dijo el joven, «como digo,
y habéis engordado por demás;
pero habéis dado una voltereta al entrar:
¿Me podéis decir por qué?».
«En mi juventud», dijo sacudiendo el pelo gris,
«conservé muy ágiles mis miembros
con este ungüento, de un chelín la caja.
[3]
¿Queréis comprarme un par?».
«Sois viejo, tenéis flojas las quijadas
para lo que es más duro que la grasa;
sin embargo, os habéis zampado el ganso, huesos y pico incluidos;
¿me podéis decir cómo es eso?»
«En mi juventud», dijo el padre, «me dediqué a las leyes;
cada pleito lo discutía con mi mujer;
y la fuerza que dio eso a mis quijadas
me ha durado el resto de mi vida».
«Sois viejo», dijo el joven, «y se supone que no tenéis la vista de antes;
sin embargo, mantenéis una anguila
en la punta de la nariz:
¿Qué os ha hecho tan habilidoso?».
«He contestado a tres preguntas, ya es bastante»,
dijo el padre. «¡No te des esos aires!
¿Crees que voy a aguantar tus tonterías?
¡Largo, o te hago bajar de una patada la escalera!»