Llega Marie a la tienda.
—Hola, colegas.
Dick y Barry desaparecen llamativamente, de modo algo vergonzante.
—Adiós, colegas —dice ella cuando se han marchado. Se encoge de hombros; luego, me mira intensamente—. ¿Qué pasa, chico? ¿Es que me rehúyes, o qué? —pregunta fingiendo enfado.
—No.
Frunce el ceño y ladea la cabeza.
—En serio —insisto—. ¿Cómo iba a rehuirte, si ni siquiera sé dónde has estado estos últimos días?
—Bueno. Entonces, ¿estás avergonzado?
—Joder, pues sí.
Se ríe.
—No tienes por qué.
Al parecer, esto es lo que sacas en claro por acostarte con una americana, esta muestra descarada de buena voluntad. A una británica decente nunca la verías entrar aquí después de un polvo ocasional, después de una sola noche. Aquí tendemos a dar por sentado que estas cosas, en conjunto, es mejor olvidarlas. Sin embargo, supongo que Marie quiere que hablemos de eso, que exploremos juntos qué es lo que salió mal; es probable que haya un taller de terapia de grupo al que quiere que vayamos, un sitio en donde habrá otro montón de parejas que pasaron juntas una noche de sábado mal encarrilada. Es posible que tengamos que desvestirnos para escenificar lo ocurrido aquella noche, y seguro que se me atasca el jersey en la cabeza cuando tenga que quitármelo.
—He pensado que a lo mejor te apetece venir esta noche a ver una actuación de T-Bone.
Por supuesto que no. Ni hablar. ¿Es que no lo entiendes, tía? Ya no podemos hablarnos nunca más. Nos acostamos una vez, y ése es el final de la historia. Así son las cosas en este país. Y si no te gusta, vuelve a tu tierra.
—Ah, pues sí. Estupendo.
—¿Sabes dónde queda Stoke Newington? Toca allí, en el Weavers Arms.
—Lo conozco —digo. Supongo que podría darle plantón sin más complicaciones, pero ya sé que estaré allí a la hora que diga.
Y nos lo pasamos muy bien. Tiene todo el derecho del mundo a ser americana incluso en estas cosas: que hayamos pasado una noche en la cama no significa que tengamos que odiarnos. A los dos nos gusta la actuación de T-Bone; Marie canta con él cuando sale a hacer el bis (y cuando sube al escenario, la gente mira al sitio donde estaba antes, y mira, cómo no, a la persona que está donde estaba ella antes, cosa que me agrada). Luego, los tres vamos a su piso a tomar una copa, y hablamos de Londres y de Austin, de discos, y no del sexo en general ni de la otra noche en particular, como si fuese algo que simplemente hicimos, así como fuimos al restaurante indio, lo cual no requiere mayores comeduras de coco. Luego me voy a casa y Marie se despide de mí con un simpático beso. Por el camino, me siento como si hubiese una relación, nada más que una, que realmente funciona bien: un trocito liso y limpio del que puedo sentirme orgulloso.
Por fin me llama Charlie. Pide disculpas por no haber llamado antes, pero es que ha estado fuera, en Estados Unidos, en un viaje de trabajo. Intento que se me note que lo entiendo muy bien, pero no es verdad: yo he estado por trabajo en Brighton, Redditch e incluso Norwich, pero nunca he viajado a Estados Unidos.
—Bueno, ¿y cómo estás? —me pregunta. Por un instante, sólo por un instante, me entran ganas de montarle el numerito: «Pues no muy bien, Charlie, pero no vayas a preocuparte por eso, no es nada. Tú viaja a Estados Unidos, no te preocupes por mí.» Sin embargo, y que conste por los siglos de los siglos, me contengo; finjo que durante los doce años que han pasado desde la última vez que hablamos he conseguido llevar la vida propia de un ser humano en plenitud de facultades.
—Bien, gracias.
—Me alegro de que estés bien, porque te lo mereces.
Aquí hay algo raro, pero no sé dónde: no podría indicar qué pasa.
—Y tú, ¿qué tal?
—Bien, muy bien. Tengo un trabajo estupendo, amigos fenomenales, un buen piso, ya sabes. Los años de la facultad parecen lejanísimos, ¿sabes? ¿Te acuerdas cuando nos sentábamos en el bar y nos preguntábamos cómo nos trataría la vida?
No, para nada.
—Bueno... Yo soy muy feliz con la forma en que me trata la vida, y me alegro de que tú también lo seas.
Eh, yo no he dicho que fuese feliz. Sólo he dicho que estoy bien, es decir, que no tengo la gripe, que no he tenido accidentes de tráfico de un tiempo a esta parte, que no tengo pendiente una condena que cumplir en la cárcel. En fin, da lo mismo.
—¿Y tienes, tienes niños, como todo el mundo?
—No. Podría haber tenido hijos si hubiera querido, cómo no, pero no he querido tener hijos. Todavía soy muy joven, y los niños son... Ya sabes.
—Sí, también son jóvenes, claro.
—Hombre, evidentemente —se echa a reír con aire de nerviosismo, como si yo fuese idiota, y puede que lo sea, aunque no del modo que ella piensa—, pero también son... No sé, te exigen demasiado tiempo, eso es lo que intentaba decir.
No me lo estoy inventando, de verdad. Ella habla así, como si nadie hubiese hablado nunca, ni una sola vez en toda la historia de la humanidad, sobre el asunto del que hablamos.
—Ah, desde luego. Ya te entiendo.
Acabo de tomarle el pelo a Charlie. ¡A Charlie Nicholson! Esto sí que es raro. Durante estos últimos doce años, he pensado en Charlie la mayor parte de los días, y le he atribuido a ella, o al menos a nuestra ruptura, casi todas las cosas que me han salido mal. Por ejemplo, de no ser por aquello, yo no habría dejado de estudiar, no habría empezado a trabajar en una tienda de discos, no estaría hoy atado de pies y manos a mi tienda, no habría tenido una vida personal tan insatisfactoria. Ésta es la mujer que me rompió el corazón, la que arruinó mi vida; esta mujer es la única responsable de mi pobreza, de la carencia de sentido de mi vida, de mi fracaso. Es la mujer con la que soñé constantemente durante cinco años por lo menos, y ahora es como si le dijera que se largue con viento fresco. Debo decir que me admiro, en serio. Tengo que quitarme el sombrero, darme una palmada en la espalda: «Rob, eres todo un personaje.»
—Entonces, ¿estamos o no estamos, Rob?
—¿Cómo dices?
Me reconforta saber que sigue diciendo cosas que sólo entiende ella. Antes me gustaba, y a veces me daba envidia. Nunca se me ocurría nada que pudiera sonar tan raro, tan incomprensible.
—Nada, perdona... Lo que pasa es que estas llamadas que me hacen los novios que tuve hace tantísimo tiempo me ponen enferma. Y últimamente he tenido unas cuantas. ¿Te acuerdas de aquel tío, Marco, con el que estuve saliendo después de cortar contigo?
—Mmm... Sí, creo que sí.
Ahora mismo ya sé lo que me espera, y no me lo puedo creer. Tras toda aquella dolorosa fantasía mía, el matrimonio, los niños y todo lo demás, tras tantos años de darle vueltas a esa historia, es probable que terminase por darle la patada seis meses después de la última vez que nos vimos.
—Bueno, pues me llamó hace unos meses, y la verdad es que no supe qué decirle. Me pareció que atravesaba por una de esas fases, ya sabes, en las que uno se pregunta por el significado de la vida; dijo que le apetecía que nos viéramos, que charlásemos, en fin, qué te voy a contar que tú no sepas. Y a mí no me apetecía nada. ¿Es que todos los tíos pasáis por esa fase antes o después?
—Nunca había oído hablar de ello.
—Entonces serán sólo los que elijo yo. Perdona, no quería decir...
—No, no, da lo mismo. Claro, debe de ser curioso que te llame de repente, como caído del cielo. No, había pensado, en fin, ya sabes... —Yo no lo sé, así que no entiendo por qué debería saberlo ella—. De todos modos, ¿qué quiere decir «estamos o no estamos», eso que me decías antes?
—Bueno, no sé. Quiere decir que si somos amigos o no. Si somos amigos, estupendo; si no, no entiendo a qué viene la llamada. ¿Te apetece venir a cenar a casa el sábado? Vendrán algunos amigos, y necesito un hombre que venga sin pareja. ¿Tú estás sin pareja?
—Yo... —¿Qué sentido tiene todo esto?—. Sí, por el momento estoy sin pareja.
—Muy bien. Entonces, ¿estamos o no estamos?
—Estamos.
—Vale. Vendrá una amiga mía, Clara, que no tiene novio y que vive más o menos donde tú. ¿Te va bien a eso de las ocho?
Ya lo tengo. Ahora ya sé qué es lo que no marcha en todo esto: Charlie es un horror. Antes no era un horror, pero está claro que le ha pasado algo malo, así que dice estupideces terribles, y no tiene ningún sentido del humor. ¿Qué diría Bruce Springsteen de Charlie?
Le cuento a Liz que Ian me ha llamado, y ella opina que es inconcebible, que Laura se pondrá fatal, lo cual me anima no sabes cuánto. Le hablo de Alison, de Penny, de Sarah y de Jackie; le cuento lo del estúpido bolígrafo con linterna y le hablo de Charlie; le cuento que acaba de hacer un viaje de trabajo a Estados Unidos, y Liz comenta que ella está a punto de irse a Estados Unidos por un asunto de trabajo. Me muestro un poco satírico a su costa, pero no le hace gracia.
—¿Cómo es que odias a las mujeres que tienen un trabajo mejor que el tuyo, Rob?
A veces, Liz es así. Es una tía estupenda, sólo que a veces se pone como una de esas feministas paranoicas, que no ven más que maldades en todo lo que digas.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Detestas a esa mujer que sacó un bolígrafo con linterna en el cine, lo cual a mí me parece perfectamente razonable cuando quieres escribir algo a oscuras. Y detestas el hecho de que ¿Charlie?, ¿Charlie, se llama?, haya ido a Estados Unidos. A lo mejor a ella no le apetecía nada ir a Estados Unidos, qué sé yo. Y tampoco te gustó que Laura llevase un tipo de ropa que no le quedaba más remedio que ponerse cuando cambió de trabajo; para postre, yo te parezco de lo más despreciable porque tengo que viajar a Chicago, hablar con unos hombres en la sala de un hotel durante unas ocho horas y luego volver a casa...
—Total, que soy un machista, ¿no? ¿Es ésa la respuesta correcta?
No te queda más remedio que sonreír y aguantarlo. Si no, te vuelves loco.
Cuando Charlie me abre la puerta, se me encoge el corazón: está preciosa. Sigue llevando el pelo corto, rubio, aunque ahora se ve que es un corte mucho más caro. Los años le sientan de maravilla, por no decir que envejece de forma realmente elegante: tiene patas de gallo en torno a los ojos, pero son casi invisibles, afables, y le dan un aire muy sexy. Se parece a Sylvia Sims. Y se ha puesto un vestido de cóctel de raso negro, muy de señora y algo afectado (aunque es posible que sólo me parezca afectado a mí, porque me da la sensación de que acaba de quitarse los vaqueros gastados y aquella camiseta de la Tom Robinson Band). De inmediato empieza a preocuparme la idea de que posiblemente me enamore de ella otra vez, con lo cual quedaré como un anormal; ya sospecho que todo terminará de forma dolorosa, humillante, y que me odiaré más que nunca, tal como me pasó la otra vez. Me da un beso, me abraza, me dice que no he cambiado nada, que se alegra mucho de verme, y luego me indica un cuarto donde puedo dejar la chupa. Es su dormitorio: muy de artista, cómo no, con un enorme cuadro abstracto colgado en una pared, frente a lo que parece una especie de alfombra colgada de otra. Me entra un pánico repentino al verme aquí. Los abrigos del resto de los invitados, tirados encima de la cama, son de los caros; por un momento se me ocurre limpiarles los bolsillos y salir por patas.
Lo que ocurre es que me apetece ver a Clara, la amiga de Charlie, la que vive más o menos donde yo. Quiero verla sobre todo porque no sé en qué parte de la ciudad vivo yo, ni en qué ciudad, ni en qué país, y ella a lo mejor puede ayudarme a encontrar mi paradero. Además, seguro que es interesante calibrar en qué parte de la ciudad piensa Charlie que vivo yo, tanto si es por Oíd Kent Road como si es por Parle Lane. (Cinco mujeres que no viven donde yo, al menos según tengo entendido, aunque serían bienvenidas si quisieran mudarse a mi barrio: la Holly Hunter de
Al filo de la noticia;
la Meg Ryan de
Algo para recordar;
una médico que vi una vez en la tele, que tenía el pelo larguísimo y muy rizado, y que dejó hecho trizas a un parlamentario conservador en un debate sobre embriones y bebés probeta, aunque no sé cómo se llama y nunca he podido encontrar un póster suyo; la Katharine Hepburn de
Historias de Filadelfia,
y, por último, Valerie Harper en
Rhoda,
la serie de televisión. Son mujeres que saben contestar, que tienen mentalidad y opiniones propias; son mujeres con chispa, con electricidad, con arrojo... Pero son mujeres que al parecer también necesitan el amor de un hombre bueno. Podría rescatarlas, redimirlas; podrían hacerme reír, y yo podría hacerlas reír a ellas, por qué no, y podríamos quedarnos en casa y ver en vídeo alguna de sus películas, o programas de televisión, o debates sobre embriones y bebés probeta, y adoptar algún niño con problemas, y luego saldríamos todos juntos, la familia entera, a jugar al fútbol a Central Park.)
Cuando entro en el cuarto de estar, me doy cuenta enseguida de que estoy condenado a una muerte lenta, lentísima, asfixiante. Hay un hombre que lleva una especie de chaqueta de color teja, y otro que viste un traje de lino cuidadosamente arrugado; además, está Charlie con su vestido de cóctel y otra mujer con unos pantalones ajustados de color fluorescente y una blusa de seda blanca y reluciente, así como otra mujer que lleva esos pantalones que parecen un vestido, pero que no lo son, o que no lo es, o como se diga, da igual. Nada más verlos me entran ganas de llorar, pero no sólo de terror, sino también de envidia cochina. ¿Por qué no será así mi vida?
Las dos amigas de Charlie, porque es de suponer que son sus amigas, son bellísimas: ojo, no es que sean bonitas, ni atractivas, ni vistosas. Son bellísimas, y para mis ojos temblequeantes por el pánico son prácticamente imposibles de distinguir: las dos tienen palmos y más palmos de cabello oscuro, miles de pendientes enormes, metros de labios carmesíes, cientos de dientes blanquísimos. La que lleva la blusa de seda blanca se desliza a un lado del inmenso sofá de Charlie, un sofá que debe de ser de cristal, o de plomo, o de oro, de algo que en todo caso me intimida, que no parece propio de un sofá, y me sonríe. Charlie interrumpe la conversación de los otros («Chicos, eh, chicos...») y me presenta al resto de los invitados. Clara es la que está conmigo en el sofá, por decirlo de alguna manera, je, je; Nick es el de la chaqueta de color teja, Barney el del traje de lino, y Emma es la de los pantalones que parecen un vestido. Si estas personas estuvieran alguna vez en mi barrio, tendría que protegerme con una buena barricada y no salir de casa jamás.