—Pero si es que las cosas no tenían que haber sido así, ¿no lo entiendes? Cuando nos conocimos, éramos dos personas iguales. Ahora ya no somos iguales, y por eso...
—¿En qué sentido éramos iguales?
—Tú eras como toda la gente que venía al Groucho, y yo era como los que pinchan discos en sitios así. Tú llevabas vaqueros y chupa de cuero, igual que yo. Yo sigo vistiendo así, pero tú no.
—Pero es porque no me está permitido. Sí que visto así por la noche.
Intento encontrar una manera distinta de decir que no somos los mismos que éramos, de explicar cómo nos hemos distanciado, bla, bla, bla, pero es un esfuerzo que me supera.
—«No somos los que éramos. Nos hemos distanciado.»
—¿A qué viene esa voz tan ridícula?
—Era para indicar que lo he dicho entre comillas. Quería encontrar una manera distinta de decirlo, igual que intentaste tú encontrar una manera distinta de decir que o teníamos un hijo o terminábamos nuestra relación.
—Yo no he dicho...
—Eh, que era broma.
—Entonces, ¿tú crees que mejor lo dejemos? ¿Es eso lo que pretendes decir? Porque si es así, se me va a terminar la paciencia.
—No, pero...
—¿Pero qué?
—Pero... ¿por qué no tiene importancia que no seamos los que éramos?
—En primer lugar, creo que debo señalar que tú no tienes ninguna culpa en ese sentido.
—Gracias.
—Eres exactamente el mismo que eras. En todos los años que han pasado desde que te conocí, creo que no has cambiado ni siquiera de calcetines. Si nos hemos distanciado, ha sido por mi culpa. Y lo único que he hecho ha sido cambiar de trabajo.
—Y de peinado, y de ropa, y de manera de ver las cosas, y de amigos...
—Eso no es justo, Rob. Sabes muy bien que no podría ir al trabajo con el pelo de pincho. Y ahora me puedo permitir el lujo de salir de compras más que antes. Y en este último año he conocido a un par de personas que me caen muy bien, la verdad. Así que sólo te queda la manera de ver las cosas.
—Hombre, eres más dura que antes.
—Puede que tenga más confianza en mí misma.
—No, tienes más callo.
—Menos neurótica, si acaso. ¿Es que tú piensas seguir igual durante el resto de tu vida? ¿Piensas tener los mismos amigos, o la misma falta de amigos, mejor dicho? ¿El mismo trabajo? ¿La misma manera de ver las cosas?
—Así estoy bien.
—Ya, así estás bien, desde luego. Pero no eres perfecto, y está muy claro que no eres feliz. ¿Qué pasaría si llegases a ser feliz? Sí, ya sé que es el título de un álbum de Elvis Costello, he aprovechado la referencia adrede, para que te fijaras. ¿O es que me tomas por idiota de remate? ¿Tendríamos que dejarlo, sólo porque yo estuviera acostumbrada a que tú no seas feliz, sino todo lo contrario? ¿Qué pasaría, es un suponer, si pusieras en marcha tu propia compañía discográfica, y si además fuese un éxito? ¿Sería el momento de pillarte otra novia?
—Eso es una estupidez.
—¿En qué sentido? Explícamelo. Explícame qué diferencia hay entre que tú tengas tu propia compañía y que yo empiece a trabajar en un bufete de la City.
No se me ocurre una sola diferencia.
—Lo único que intento decir es que si crees que se puede mantener una relación monógama a largo plazo, si te importa además tenerla, tienes que dejar que a los demás les pasen cosas de todo tipo. Y también tienes que pensar que tal vez no les pase nada. Si no, ¿de qué sirve, eh?
—De nada.
Lo digo con falsa mansedumbre, pero me he quedado acobardado por su inteligencia, por su ferocidad, por esa manera que tiene de dar siempre en el clavo. Al menos, conmigo siempre da en el clavo y me deja sin respuestas.
5. (En la cama, parte antes de y parte durante, a ver si me explico, sólo que dos noches más tarde.)
—No lo sé. Lo siento. Creo que es porque no me encuentro muy seguro.
—Perdona, Rob, pero eso que dices no hay quien se lo crea. Yo al menos no me lo puedo creer ni en broma. Creo que es porque estás un poco achispado. Siempre que nos hemos encontrado con este problema ha sido por eso.
—Pero no esta vez. Esta vez es por mi inseguridad.
Me cuesta trabajo pronunciar la palabra inseguridad; en mis labios es una palabra que ahora pierde la segunda «i». Y el error de pronunciación no da más peso a mi alegato.
—¿Qué dirías que te produce esa inseguridad?
Se me escapa un breve «¡ja!» sin el menor asomo de alegría, una demostración elemental del arte de reír sin ganas.
—Así no me dices nada nuevo.
—Ya sabes, «estoy demasiado cansada para romper contigo». Y todo eso. Y Ray, y el hecho de que parezcas... cabreada conmigo a todas horas, molesta porque no tengo remedio.
—¿Y lo vamos a dejar por eso? —Se refiere al rollo sexual del momento, no a la conversación ni a la relación.
—Pues supongo que sí —digo. Estaba encima de ella, pero me hago a un lado y dejo el brazo sobre ella. Me quedo mirando al techo.
—Entiendo. Lo siento, Rob. No he estado muy... Vaya, no creo que haya sabido dar la impresión de que esto realmente me apetece una barbaridad.
—¿Y por qué será? ¿Tú qué crees?
—Espera, espera. Quiero intentar al menos explicártelo como es debido. Pensé que estábamos unidos solamente por un cordón muy sencillo, por nuestra relación; pensé que si cortaba ese lazo, no pasaría nada. Por eso corté, sólo que no fue tan simple. No sólo era un cordón, sino cientos, miles de cordones que nos unían; cada vez que me paraba a pensar en ello, y sin pensar en ello siquiera, me encontraba con nuevos lazos: que Jo se quedara muy callada cuando le dije que habíamos roto, que me sintiera tan rara el día de tu cumpleaños, que yo me sintiera igual de rara... no cuando hacía el amor con Ray, pero sí después, y que además me sintiera fatal cuando puse en el coche una cinta que tú me habías grabado, y que no dejara de preguntarme qué tal estarías..., bah, millones de detalles. Luego resultó que estabas mucho más jodido de lo que creía, y eso me lo puso aún más difícil... Y lo del día del funeral... Fui yo la que quiso que fueras, yo, no mi madre. Quiero decir que a ella le agradó que fueras, me parece, pero a mí ni siquiera se me pasó por la cabeza decirle a Ray que fuera al funeral, y fue entonces cuando me sentí demasiado cansada. No estaba preparada para hacer yo sola un trabajo tan enorme. No valía la pena, si todo consistía en quedarme tan lejos de ti.
Y se ríe un poco.
—¿Ésa es la manera más amable de decirlo?
—Ya sabes que no se me dan nada bien estas cosas tan delicadas.
Me besa en el hombro.
¿Has oído eso último que ha dicho? ¿Que no se le dan nada bien las cosas delicadas? Para mí, eso es todo un problema, tal como seguramente lo es para todo hombre que haya oído cantar a Dusty Springfield «The Look of Love» a una edad en la que aún se impresionaba con facilidad. Eso es lo que pensé que iba a pasar cuando me casara (y entonces decía «casarme», mientras que ahora sólo diría «juntarme» o «emparejarme»). Pensaba que iba a estar con una mujer sexy, con una voz sexy, con maquillaje sexy en abundancia, cuyo desmedido aprecio por mí se le saldría por todos los poros de la piel. Y existe, es verdad, eso que la canción llama «la mirada del amor». No es que Dusty nos llevara de la mano por un camino de rosas, así de claro. Lo que ocurre es que la mirada del amor no es ni de lejos lo que yo esperaba que fuera. No tiene esos ojos enormes, desbordantes de un anhelo situado más o menos en medio de una cama inmensa, con las sábanas y el cobertor incitadoramente vueltos a un lado; es más bien esa mirada de indulgencia benévola que una madre dedica a su hijo pequeño al verlo gatear, o una mirada de divertida exasperación, e incluso una mirada de preocupación y de dolor. ¿Dónde está esa mirada del amor de la que hablaba Dusty Springfield? Olvídala. Es tan mítica como la lencería exótica.
Las mujeres se confunden cuando se quejan por las imágenes de la mujer que difunden los medios de comunicación. Los hombres entendemos que no todas tienen los senos de la Bardot, el cuello de Jamie Lee Curtis, el trasero de Cindy Crawford. Y no nos importa en absoluto. Obviamente, cualquiera se quedaría con Kim Basinger antes que con Phyllis Diller, igual que cualquier mujer se quedaría con Keanu Reeves antes que con el sargento Bilko, pero no es el cuerpo lo que realmente tiene importancia, sino el nivel de humillación al que se llegue. Enseguida nos dimos cuenta de que las chicas Bond no entraban en nuestra competencia, aunque tardamos mucho más en comprender que las mujeres nunca nos van a mirar como mira Ursula Andress a Sean Connery, ni tampoco como mira Doris Day a Rock Hudson. Yo en todo caso no estoy seguro de haberlo comprendido debidamente.
Empiezo a acostumbrarme a la idea de que Laura puede ser la persona con la que pase el resto de mi vida; al menos, empiezo a acostumbrarme a la idea de que sin ella soy tan desdichado que no vale la pena pensar en las posibles alternativas. En cambio, es mucho más duro acostumbrarse a que mi infantil idea del romanticismo, aquello de los negligés y las cenas a la luz de las velas incluso en casa, aquello de las miradas ardientes, no tenga la menor base en la realidad. Sobre eso sí que deberían ponerse las mujeres como fieras: por eso no sabemos funcionar debidamente en una relación de pareja. No es la celulitis, ni las patas de gallo. Es la..., la... falta de respeto.
Tras dos semanas de convivencia, tras mucho hablar, mucho sexo y mucho discutir en términos al menos bastante tolerables, vamos a cenar a casa de unos amigos de Laura llamados Paul y Miranda. Puede que no te parezca de lo más apasionante, pero para mí sí que representa mucho: es todo un voto de confianza, una aprobación sin condiciones, un ejemplo de cómo es el mundo por el que me voy a mover seguramente durante unos cuantos meses. Laura y yo nunca hemos estado cara a cara con Paul y Miranda; de hecho, yo ni siquiera los conozco. Laura y Paul entraron a trabajar en el despacho más o menos al mismo tiempo, y se llevan muy bien; por eso, cuando la invitaron a cenar (y a mí con ella), yo dije que no, que muchas gracias. No me hacía gracia el tal Paul, no me gustaba nada el entusiasmo que Laura sentía por él, aunque cuando supe que también existía Miranda me di cuenta de que me estaba portando como un imbécil, así que me inventé otro montón de excusas. Dije que me parecía típico de esa clase de gente con la que ella iba a encontrarse a diario a causa de su deslumbrante trabajo; dije que así yo me quedaba atrás, al margen; como con eso sólo conseguí cabrearla, decidí subir la apuesta, y cada vez que salía a relucir el nombre de Paul siempre lo acompañaba con adjetivos del estilo de «tarado» y «gilipollas», e incluso le atribuí una vocecilla chillona y todo un conjunto de intereses y de modales que probablemente no tiene; entonces Laura sí que se cabreó de veras, y decidió ir a cenar sola con ellos. Como le había llamado gilipollas tantas veces, me pareció que Paul y yo no habíamos empezado con buen pie, y cuando Laura les invitó a cenar en casa salí por ahí hasta las dos de la madrugada para no tener que tropezarme con ellos; aunque sabía que tienen un niño pequeño y que se irían poco después de las once y media. Cuando Laura dijo que estábamos invitados otra vez a su casa, me di cuenta de que era realmente importante no sólo porque ella estaba dispuesta a darme otra oportunidad, sino porque eso quería decir que ella había comentado con otros que estábamos juntos de nuevo. Está bien claro que sus comentarios no podían haber sido negativos.
Cuando llegamos a la puerta de su casa (que no es tan pija como pensaba, sino una casa de tres habitaciones en Kensal Green, como tantas otras), me pongo a enredar con el botón de la bragueta de mis 501, un tic nervioso que a Laura no le gusta lo que se dice nada, quizá por motivos muy comprensibles. En cambio, esta noche me mira y sonríe, y me da un rápido apretón en la mano (en la mano que tengo libre, no la que uso para rascarme frenéticamente la entrepierna). Sin darme cuenta de cómo ha sido, estamos en la casa, envueltos en un torrente de sonrisas, besos y presentaciones.
Paul es alto y bien parecido, lleva el pelo largo (no a la moda, sino con esa longitud de los que no se toman la molestia de ir al peluquero, como les suele pasar a los colgados de la informática) y va muy derecho, sin encorvarse a pesar de su estatura. Lleva unos pantalones de pana marrón y una camiseta de Body Shop en la que aparece una especie de lagarto, o un árbol, o una planta de color verde intenso, no se distingue bien. Ojalá me hubiera dejado sin abrochar algunos botones de la bragueta, porque así no daría la impresión de haberme vestido con poca espontaneidad para la ocasión. Miranda, igual que Laura, lleva un jersey grande y
leggings;
usa unas bonitas gafas con montura al aire, y es rubia, redonda y bonita, no redonda como por ejemplo Roseanne Barr, pero sí tan redonda que te das cuenta enseguida. Total, que no me intimida su manera de vestir, ni tampoco la casa, ni ellos dos; además, me tratan con tanta atención que por un momento casi me dan ganas de llorar. Salta a la vista, por muy inseguro que uno pueda ser, que Paul y Miranda están encantados de que yo haya venido a verlos, no sé si porque han llegado a la conclusión de que soy un tío de lo más simpático o porque Laura tal vez les ha dicho que es feliz conmigo, tal y como ahora están las cosas. Y si resulta que me equivoco y que no he entendido la mitad de lo que ocurre, si los dos están fingiendo, ¿qué más da, si son actores fenomenales?
No sale a relucir nada que tenga que ver con el nombre que éste o aquél pondría a su perro, en parte porque todos sabemos a qué se dedican los demás (Miranda da clases de lengua y literatura en un instituto), y en parte porque la velada no es de ese tipo, ni por asomo. Ellos preguntan por el padre de Laura, y Laura les habla del funeral, o al menos de parte del funeral, y también cuenta cosas que yo no sabía —por ejemplo, dice que sintió una emoción pasajera antes de que le invadiera la pena y el dolor por la pérdida: «Fue como si, Dios santo, esto es lo más adulto que me ha ocurrido en toda mi vida.»
Miranda habla un poco de la muerte de su madre, y Paul y yo le hacemos algunas preguntas al respecto, mientras que Paul y Miranda me preguntan después por mis padres, y luego pasamos a hablar de las aspiraciones que tiene cada uno, de lo que queremos en la vida, de las cosas que no nos hacen felices, de... Yo qué sé. Parecerá una bobada, pero a pesar de los temas de conversación que tocamos, la verdad es que me lo paso muy bien: no me da miedo nadie, y todo lo que digo se lo toman en serio, y además veo que Laura me mira cariñosamente en un par de ocasiones, lo cual me sube la moral. No es que nadie diga algo memorable, cargado de sabiduría o especialmente agudo; es más bien cuestión de ambiente, de buen humor. Por primera vez en toda mi vida me siento como si estuviera en un episodio de
Treinta y tantos,
en vez de estar a todas horas en un episodio de..., de una serie que aún no se ha hecho, pero que trata de tres tíos que trabajan en una tienda de discos y que se pasan el día entero hablando de solos de saxo y cosas así. Me encanta. Sí, ya sé que
Treinta y tantos
es una horterada y una ñoñería; ya sé que es totalmente americana, que es un topicazo, ya lo sé. Pero cuando estás metido en un piso que sólo tiene un dormitorio, en Crouch End para más señas, cuando tu negocio se va a hacer gárgaras y cuando tu novia se ha marchado con el vecino de arriba, un papelito en un episodio de
Treinta y tantos
, sólo que en la vida real, con los niños, los matrimonios, los trabajos, las barbacoas y los compacts de k. d. lang, es decir, todo lo que implica una cosa así, me parece más de lo que puede pedirse en esta vida.