Marie sabe cómo promocionar la venta. Toca una docena de canciones, pero sólo la mitad son temas suyos; antes de empezar, pasa un buen rato repasando los discos, comprobando que tengo versiones de todos los temas que piensa tocar, y apunta en un papel los nombres, los títulos y los precios de los discos en los que se puede encontrar cada uno. Si resulta que no tengo en stock uno de los que ella había pensado tocar, lo tacha de la lista y escoge otro que sí tengo.
—Éste es un tema de Emmylou Harris. Se titula «Boulder to Birmingham» —anuncia—. Está en el disco titulado
Pieces of the Sky
, que Rob ha puesto esta misma tarde a la venta al increíble precio de cinco libras y noventa y nueve peniques. Lo podéis encontrar ahí mismo, en la sección de «Cantautoras country».
Después de otra canción, vuelve a la carga:
—Este otro es un tema de Butch Hancock, que se titula...
Al final, cuando la gente quiere llevarse uno de los discos que ella ha mencionado, aunque confiesan que se les ha olvidado el título, Marie les ayuda a localizarlos. Es una tía fenomenal. Cuando canta, me da por pensar que ojalá no viviese con Laura, y que ojalá hubiera salido mejor aquella noche que pasé con Marie. En fin, puede que la próxima vez, si es que hay una próxima vez, no me sienta tan hundido cuando Laura me deje, y entonces todo será muy distinto con Marie, y tal vez... Es absurdo, porque siempre que Laura me deje me sentiré hundido. Eso lo tengo muy claro. Por eso debería alegrarme de que haya vuelto, ¿no? Así es como ha de ser, ¿no? Y así es como más o menos funcionan las cosas. Se trata de no comerse el coco a todas horas.
Podría decirse que mi modesto espectáculo, salvando las distancias, sale mucho mejor que el macroconcierto de Live Aid..., al menos desde el punto de vista puramente técnico. No hay reverberaciones, no hay problemas de sonido (cierto, hay que reconocer que difícilmente podría haberse torcido la cosa, a no ser que a Marie se le rompiera una cuerda de la guitarra, a no ser que se cayera de la tarima que hemos improvisado), y únicamente se produce un incidente adverso: cuando llevamos sólo dos canciones, se oye una voz de sobra conocida desde el fondo de la tienda.
—¿Vas a tocar «All Kinds of Everything»?
—No me la sé —responde Marie con dulzura—. Si la conociera, desde luego que la cantaría para ti.
—¿Que no te la sabes?
—No.
—¿De verdad que no te la sabes?
—No, ya te he dicho que no.
—Tía, no jodas. ¡Si ganó un festival de Eurovisión!
—Pues ya ves, soy una ignorante. De todos modos, prometo que la aprenderé para la próxima vez que actúe aquí en directo.
—Eso espero, me cagüen...
Voy hasta la puerta y bailo con Johnny el numerito de siempre hasta ponerlo de patitas en la calle. No se puede comparar con el fallo de Paul McCartney cuando se le cae el micrófono al cantar «Let It Be», ¿a que no?
—Me lo he pasado bomba —dice Marie después—. En serio, no estaba segura de que pudiera salir bien, pero ha sido fantástico. ¡Y todos hemos ganado una pasta! Eso siempre me sienta de puta madre.
Yo no me siento de puta madre ahora que todo ha terminado. Esta tarde he trabajado en un sitio al que tenían ganas de venir otras personas, y me ha sentado..., no sé cómo decirlo, cómo explicar la diferencia. Me he sentido, me he sentido... Venga, dilo con todas las letras, no te cortes. Me he sentido... mucho más hombre, una sensación que es al mismo tiempo una sorpresa y un consuelo.
Los hombres de verdad no trabajan en una bocacalle silenciosa y desierta de Holloway: trabajan en la City, en el centro de la ciudad, o en una fábrica, en una mina, en una estación de tren, en un aeropuerto, en una oficina. Trabajan en sitios donde trabaja más gente y tienen que luchar para llegar ahí, y puede que por eso mismo no tengan la impresión de que la vida es algo que sucede en otra parte. Ni siquiera me siento como si fuera el centro de mi propio mundo, así que ¿cómo voy a sentir que yo sea el centro del mundo para otra persona? Cuando sale el último cliente y cierro la puerta con llave, de repente me asalta el pánico. Sé que tendré que hacer algo con la tienda: arrendarla, olvidarme de ella, pegarle fuego, lo que sea. Sé que tendré que buscarme un trabajo como los que tienen los hombres hechos y derechos.
Sin embargo, fíjate:
LOS CINCO TRABAJOS DE MIS SUEÑOS:
1. Periodista del
New Musical Express
entre 1976 y 1979. Hubiese conocido a los Clash, a los Sex Pistols, a Chrissie Hynde, a Danny Barker, etc., etc. Hubiese recibido montones de discos gratis, y discos de los buenos. Después, hubiese pasado a ser presentador de un concurso de televisión o algo así.
2. Productor de Atlantic Records entre 1964 y 1971 (aprox.): hubiese conocido a Aretha, a Wilson Pickett, a Solomon Burke, etc. Hubiese recibido montones de discos gratis (posiblemente), y discos de los buenos. Hubiese ganado muchísima pasta.
3. Músico de cualquier clase (excepto de clásica y de rap). No hacen falta comentarios. De todos modos, me hubiese conformado con tocar con los Memphis Horns; tampoco se trata de ser Hendrix, Jagger u Otis Redding.
4. Director de cine. También da lo mismo de qué tipo, aunque preferiblemente ni alemán ni cine mudo.
5. Arquitecto. En el puesto número 5 de la lista, una entrada sorpresa, ya lo sé. Lo que pasa es que se me daba bien el dibujo técnico cuando estaba en el instituto.
Eso es lo que hay. La lista ni siquiera recoge mis cinco trabajos preferidos: no existe un número 6 ni un número 7 que haya tenido que dejar fuera por las limitaciones del ejercicio. Si he de ser sincero, tampoco es que me guste mucho la idea de ser arquitecto, pero pensé que si no juntaba cinco, la lista iba a parecer bastante floja.
Fue idea de Laura que yo confeccionara esta lista. Como no se me ocurrió una lista sensata, hice una lista que tiene bastante de gilipollez. No pensaba enseñársela, pero no sé por qué —autocompasión, envidiadlo que sea— al final se la enseño.
Ella no reacciona.
—Pues tendrá que ser arquitectura, ¿no te parece?
—Supongo que sí.
—Son siete años de carrera. —Me encojo de hombros—. ¿Estás dispuesto a pasarte tanto tiempo estudiando?
—No, no creo.
—Ya me lo parecía.
—No estoy muy seguro de que me apetezca ser arquitecto.
—Entonces, en tu lista salen cinco trabajos que sí harías, siempre y cuando la cualificación, el tiempo, la historia y el salario no fueran un inconveniente, mientras que hay uno que no te atrae para nada.
—Claro, por eso lo he puesto en el número cinco.
—¿De verdad te gustaría haber sido periodista del
New Musical Express,
en vez de haber sido..., qué sé yo, un explorador del siglo XVI, o rey de Francia?
—Joder, pues claro.
La veo menear la cabeza.
—¿Por qué? ¿Tú qué hubieras querido ser?
—Cientos de cosas. Dramaturga, bailarina, músico, sí, pero también pintora, profesora universitaria, novelista o una gran cocinera.
—¿Cocinera?
—Sí, me encantaría tener el talento que hace falta para eso. ¿A ti no?
—Hombre, tampoco me importaría. Pero no creo que me hiciera mucha gracia tener que trabajar de noche. —Lo digo en serio.
—Entonces, lo mismo da que sigas con la tienda.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—¿No prefieres seguir con la tienda, en vez de ser arquitecto?
—Supongo que sí.
—Entonces, está claro. Es el número cinco de tu lista de trabajos de ensueño, y como los otros cuatro son del todo imposibles, mejor será que te quedes con lo que tienes.
No les digo a Dick y a Barry que estoy pensando en cerrar el negocio. En cambio, sí les pregunto qué cinco trabajos les gustaría tener si pudieran elegir.
—¿Se puede hacer subdivisiones? —pregunta Barry.
—¿Qué quieres decir?
—Por ejemplo, saxofonista y pianista. ¿Cuentan como dos trabajos o como uno solo?
—Son dos, tío.
Se hace el silencio en la tienda; por unos momentos, el local se convierte en un aula de una escuela primaria en plena clase de dibujo. Veo que mordisquean los bolis, hacen tachaduras, fruncen el ceño. Yo les miro a los dos por encima del hombro.
—Y bajista y guitarra solista, ¿es uno o son dos?
—No sé, pero creo que es uno.
—¿Cómo? Entonces, según tú, ¿resulta que Keith Richards tiene el mismo trabajo que Bill Wyman?
—Yo no he dicho que tengan...
—Pues alguien debería decírselo, porque uno u otro podrían haberse ahorrado un montón de malos tragos.
—¿Y crítico de cine y crítico de música? —pregunta Dick.
—Es uno.
—De puta madre. Así me queda sitio para poner otros.
—No me digas, tío. ¿Cuáles?
—De entrada, pianista y saxofonista. Y aún me quedan dos huecos.
Y así sucesivamente. De todos modos, lo que cuenta es que mi lista tampoco era tan desatinada. Podría haber sido la lista de cualquier otro, creo yo. Al menos, de cualquiera que trabaje aquí. Nadie pregunta dónde lleva el acento «odontólogo»; nadie pregunta si médico y veterinario cuentan como dos trabajos o si son uno solo. Los dos se pierden soñando con estudios de grabación, camerinos, el bar de un hotel de cinco estrellas.
Laura y yo vamos a visitar a mis padres, una visita que tiene algo de oficial, como si viniéramos a anunciar algo. Creo que esa sensación es más por ellos que por nosotros. Mi madre se ha puesto un vestido elegante, y a mi padre no le da por ponerse pesado con su maldito vino casero; tampoco anda pendiente del mando a distancia del televisor, sino que se sienta muy atento en una silla y escucha lo que decimos, hace preguntas que concuerdan con lo que hablamos; si la luz fuera menos intensa, podría recordar incluso a un ser humano normal y corriente, en plena conversación con unos invitados.
Si tienes novia es mucho más llevadero tener padres. No sé muy bien por qué, pero es verdad. Mi padre y mi madre me aprecian más cuando estoy con alguien, y da la sensación de que se sienten más cómodos conmigo. Es como si Laura se convirtiese en una especie de micrófono humano, en un amplificador por el que hablamos todos para hacernos entender mejor.
—¿Has visto últimamente
El inspector Morse? —
pregunta Laura sin que venga demasiado a cuento.
—Pues no —responde mi padre—. Pero están dando capítulos antiguos, ¿no? Y los tenemos grabados en vídeo desde la primera vez que los dieron.
Es la típica intervención de mi padre. No le basta con decir que nunca ve las reposiciones, con dar a entender que siempre es el primero de la fila; tiene que añadir, cómo no, un adorno innecesario y mendaz.
—Si no tenías vídeo cuando los pasaron por televisión la primera vez —le digo no sin razón. Mi padre hace como que no se ha enterado—. ¿Por qué dices eso? —le pregunto. Él le guiña el ojo a Laura, como si ella conociera al dedillo un particularísimo chiste de la familia. Y ella le devuelve el gesto con una sonrisa. ¿En qué familia estamos, por cierto? ¿La suya o la mía?
—Se pueden comprar en los videoclubs —dice—. Ya están a la venta.
—Lo sé, pero tú no los tienes, ¿a que no?
Mi padre hace de nuevo como que no me oye. En este momento, si sólo hubiésemos estado los tres habríamos organizado una trifulca: yo le habría dicho que es un mentiroso o que ya está chocheando; mi madre me habría dicho que no hiciera una montaña de un grano de arena, etc. Y yo le habría preguntado a ella si tiene que aguantar trolas como ésa todos los días, momento en el que habríamos aumentado la intensidad de la discusión.
Como Laura está aquí, todo es diferente. No llegaría al extremo de afirmar que mis padres le caigan verdaderamente bien, pero sí es verdad que, a su juicio, los padres son en general buena gente, razón por la que se les puede aguantar sus caprichos, sus salidas de tono y sus bobadas características: son manías por las que no hace falta poner el grito en el cielo. Las mentiras, las fantasmadas y las incongruencias de mi padre son para ella como las olas; las salta como si estuviera haciendo surf, con destreza, tacto y verdadero placer.
—Claro, pero suelen ser muy caras esas cintas que se ponen a la venta, ¿verdad? —dice—. Yo le compré a Rob un par de vídeos por su cumpleaños, el año pasado o el anterior, no me acuerdo, y casi me costaron veinticinco libras.
Esto ya pasa de castaño oscuro. Es un descaro: a ella, veinticinco libras nunca le han parecido mucha pasta, pero sabe que a ellos sí. Mi madre remata su comentario con un chillido aterrado, agudo, muy acorde a ese dineral. Y acto seguido nos ponemos a comentar el precio de las cosas —chocolatinas, casas, todo lo que uno pueda imaginar—, y las tremendas mentiras de mi padre se olvidan como si tal cosa.
Y mientras fregamos los platos, sucede más o menos lo mismo, sólo que con mi madre.
—Me alegro de que hayas vuelto para meterlo en vereda —dice—. Sabe Dios cómo tendría el piso si tuviera que ocuparse de todo él solito.
Esto sí que me jode, a) porque le dije que no mencionara la reciente ausencia de Laura, b) porque tampoco es precisamente un acierto decirle a cualquier mujer, y menos aún a Laura, que una de sus principales cualidades es lo bien que sabe cuidarme, y c) porque resulta que soy yo el más limpio y ordenado de los dos, y porque el piso estuvo de hecho más presentable mientras ella no estuvo.
—No sabía que te hubiese dado por examinar cómo tenemos la cocina, mamá.
—No me hace ninguna falta, muchas gracias. Te conozco muy bien, Rob.
—No, me conocías muy bien cuando tenía dieciocho años. Ahora no tienes ni idea de cómo soy, así que te fastidias.
¿De dónde habrá salido esa coletilla infantil, burlona y petulante? Bueno, la verdad es que sé muy bien de dónde sale: viene directamente de 1973.
—Rob es más ordenado y más limpio que yo —interviene Laura con toda sencillez, pero también con gravedad. Esta frase la habré oído al menos unas diez veces, siempre con la misma entonación, desde que me vi obligado a traer a Laura a casa de mis padres por vez primera.
—Sí, la verdad es que es buen chico. Ojalá se dejase de tonterías, ojalá sentara la cabeza de una vez por todas.
—Cada cosa a su tiempo.
Y las dos me miran con cariño, así que he de reconocer que sí, que me han tratado como al cubo de la basura, que me han tratado como a un crío, que se preocupan por mí, aunque ahora se nota un calorcillo luminoso en la cocina, un genuino afecto a tres bandas, mientras que antes sólo había, a lo sumo, un antagonismo mutuo. Todo termina cuando a mi madre se le escapa una lágrima y yo salgo dando un portazo. La verdad es que prefiero que sea así; me alegro de que Laura esté aquí.