—Oye, tampoco es que te hayas largado del funeral. Sólo te has largado de la recepción, que es muy distinto.
—De todos modos, mi madre, Jo y los demás... nunca lo olvidarán. Pero no me importa. He pensado tanto en él, he hablado tanto de él... Ahora, la casa está llena de gente que sólo pretende darme tiempo y ocasión para pensar más en él y hablar más de él. A mí sólo me apetecía ponerme a chillar.
—Él lo entendería.
—¿Tú crees? No estoy segura de que yo lo entendiera si me lo hicieran a mí. Querría que todo el mundo se quedase hasta el final, por amargo que fuera. Es lo mínimo que podrían hacer, ¿sabes?
—Pero tu padre era más comprensivo que tú.
—Sí que lo era, ¿verdad?
—Sí, unas cinco o seis veces más que tú.
—Tampoco te pases.
—Perdona.
Observamos a un hombre que intenta encender un cigarro a la vez que sujeta la correa del perro y sostiene el periódico y un paraguas. Es una misión imposible, pero no renuncia.
—Bueno, ¿cuándo piensas volver?
—No lo sé. Después, ya veré. Oye, Rob, ¿quieres acostarte conmigo?
—¿Qué?
—No sé, creo que tengo ganas de hacer el amor. Tengo ganas de sentir algo que no sea tristeza y culpabilidad. Así que una de dos: o eso, o me voy a casa y meto la mano en el fuego. Bueno, a no ser que quieras apagarme unos cuantos cigarrillos en el brazo.
Laura nunca ha sido así. Laura es abogada de profesión y abogada por naturaleza, y ahora mismo se comporta como si anduviera buscando un papel secundario en una película de Harvey Keitel.
—Sólo me quedan dos, y los guardo para luego.
—Entonces tendremos que hacer el amor.
—¿Dónde? ¿Y qué me dices de Ray? ¿Y qué pasa con...? —Iba a decir «todo». ¿Qué pasa con todo?
—Tendremos que hacerlo en el coche, ¿no? Vamos a buscar un buen sitio.
Es ella la que conduce.
Ya sé qué estarás pensando: eres un patético fantasioso, Fleming, estás loco de atar, y en tus sueños más desatados deseas... Etcétera. Pero dudo mucho que en un millón de años llegara a aprovechar nada de todo lo que me ha ocurrido hoy, nada, como base de una fantasía sexual. Para empezar, estoy mojado, y aunque me doy cuenta de que mi mojadura tiene unas cuantas connotaciones sexuales, hasta el pervertido más chiflado tendría serias dificultades para excitarse con esta clase de mojadura (los pantalones del traje no tienen forro, y noto que me escuecen las piernas), con el mal olor (ningún gran fabricante de perfume ha intentado captar el aroma de unos pantalones mojados, por razones más que evidentes), con los trozos de vegetación que llevo pegados por todas partes. Tampoco he tenido nunca la secreta ambición de hacerlo en un coche (mis fantasías siempre se desarrollan en una cama); puede que el funeral haya surtido un curioso efecto en la hija del difunto, pero para mí ha sido deprimente, así de claro; tampoco estoy muy seguro de que me siente muy bien hacer el amor con Laura ahora que vive con otro
(¿es
mejor, es mejor, es mejor?); en fin...
Detiene el coche. Descubro que hemos recorrido un tramo lleno de baches durante los últimos dos minutos del trayecto.
—Papá nos traía aquí cuando éramos pequeñas.
Estamos en la cuneta de una carretera sin asfaltar, larga y llena de roderas, que va a morir en una gran casa de campo. A un lado crece la hierba muy alta, y hay arbustos y matorrales; al otro lado de la carretera se ve una hilera de árboles. Estamos de este lado, mirando hacia la casa, con el coche algo inclinado.
—Era un colegio privado, pero se arruinó hace bastantes años, y la casa ha estado abandonada desde entonces.
—¿Para qué os traía aquí?
—Para dar un paseo. En verano había moras; en otoño recogíamos castañas. Es una carretera privada, y por eso era más emocionante.
Joder. Me alegro de no saber nada de psicoterapia, de Freud y de Jung y de todos ésos. Si supiera algo, ahora mismo probablemente estaría extremadamente asustado: esa mujer que quiere hacer el amor en el sitio al que venía con su padre a dar paseos, ahora que su padre ha muerto, seguramente es muy peligrosa.
Ha dejado de llover. Las gotas que caen de los árboles rebotan contra el techo, y el viento sacude con fuerza las ramas, así que de vez en cuando también nos cae encima algún trozo de vegetación.
—¿Quieres pasar al asiento de atrás? —propone Laura con un tono de voz llano, distraído; lo dice como si fuésemos a recoger a otra persona.
—Supongo que sí. Será más fácil, supongo.
Como ha aparcado pegada a los árboles, tiene que salir del coche por mi lado.
—Pon todo eso ahí encima, en la bandeja.
Hay un callejero, un mapa de carreteras, un par de fundas de cintas vacías, un paquete de caramelos abierto y un puñado de envoltorios de caramelo. Me tomo mi tiempo para retirar todo eso del asiento.
—Ya sabía yo que había una buena razón para ponerme una falda esta mañana —comenta al entrar. Se inclina hacia mí y me besa en la boca, con lengua y todo. Noto cierto interés incluso a mi pesar— Estate quieto —dice. Se recoloca el vestido por aquí y por allá y se sienta en mi regazo—. Hola —añade—. No hace tanto tiempo que te miré desde aquí, ¿sabes? —Sonríe, me besa otra vez, me palpa la bragueta. Empezamos con los prolegómenos y todo eso, y de pronto me acuerdo, sin saber por qué, de una cosa que teóricamente hay que recordar, pero que rara vez se tiene en cuenta.
—¿Sabes? Con Ray...
—Oh, Rob. Por lo que más quieras, no empecemos con eso, ¿vale?
—No, no. No es... ¿Sigues tomando anticonceptivos?
—Sí, claro. No hay por qué preocuparse.
—No me refería a eso. Quería decir... ¿eso es lo único que has utilizado?
Se queda callada, y de repente se echa a llorar.
—Oye, seguro que podemos hacer otras cosas —le digo—. También podemos ir a donde sea y comprar uno.
—No lloro porque no podamos hacerlo —dice—. No es eso. Lo que pasa es que... he vivido contigo, Rob. Has sido mi pareja hasta hace muy poco. Y ahora te preocupas, no sea que te pegue algo que te mate. Tienes todo el derecho del mundo a preocuparte, pero ¿no te parece terrible? ¿No te parece tristísimo?
Menea la cabeza y solloza, y enseguida se quita de encima de mí y se instala en el asiento. Nos quedamos sentados uno junto al otro sin decir nada, viendo correr las gotas de lluvia por las ventanillas.
Después me pregunto si de veras me preocupaba por lo que pueda haber hecho Ray, por dónde pueda haber estado. ¿Es bisexual? ¿Consume drogas por vía intravenosa? Lo dudo mucho. (No tendría cojones para ninguna de las dos cosas.) ¿Se habrá acostado alguna vez con alguien que consuma drogas por vía intravenosa, o con alguien que alguna vez se haya acostado con un bisexual? No tengo ni idea, y esa ignorancia me autoriza a insistir en que tomemos precauciones. A decir verdad, es el simbolismo lo que me interesa más que el miedo. Quiero hacerle daño, precisamente en un día tan señalado, tan distinto de los demás, simplemente porque desde que me dejó es la primera vez que he podido hacer tal cosa.
Vamos en el coche a un pub, un sitio bastante cursi, de estilo campestre, donde sirven una cerveza estupenda y unos bocadillos bastante caros. Nos sentamos a charlar en un rincón. Compro más cigarrillos y ella se fuma la mitad; mejor dicho, enciende uno, da un par de caladas, hace una mueca de asco y lo apaga; cinco minutos después repite la operación. Los apaga con tal violencia que es imposible rescatarlos para su uso posterior. Cada vez que apaga uno me resulta imposible concentrarme en lo que está diciendo, ya que bastante ocupado estoy viendo desaparecer mis cigarros. Al final se da cuenta: dice que me comprará un paquete, y yo me siento vulgar y mezquino.
Hablamos sobre todo de su padre; mejor dicho, hablamos de cómo será la vida sin él. Luego hablamos en general de cómo será la vida de cualquiera sin su padre, preguntándonos si será eso lo que por fin te lleva a sentirte realmente como un adulto. (Laura cree que no, teniendo en cuenta los datos disponibles hasta la fecha.) Yo no tengo ningunas ganas de hablar de eso, claro está: yo quiero hablar de Ray y de mí, comentar si alguna vez llegaremos a sentirnos los dos tan unidos como para hacer el amor, si el calor y la intimidad de esta conversación significan algo o no. Pero consigo contenerme.
Y entonces, cuando empezaba a asumir que la conversación no iba a tener nada que ver conmigo, suspira y se arrellana en su sillón, y con una media sonrisa, que es a medias desesperación, dice algo que me sobresalta.
—Estoy demasiado cansada para no salir contigo.
Ojo, porque ahí hay una especie de doble negación: «demasiado cansada» es negativo, en todo caso no es muy positivo que digamos, y me lleva un rato averiguar qué es lo que ha querido decir.
—A ver si lo entiendo bien: si tuvieras un poco más de energía, seguiríamos separados. En cambio, tal como estás, fatigada y agotada por todo lo que has pasado, te gustaría que volviéramos a estar juntos.
Asiente con un gesto.
—Todo se me hace demasiado cuesta arriba. Puede que alguna otra vez tenga arrestos para montármelo yo sola, a mi aire, pero ahora mismo no puedo.
—¿Y qué me dices de Ray?
—Ray es un desastre. La verdad es que no sé cómo me dio por ahí. No me lo explico, a no ser, claro, que a veces te haga falta alguien que estalle como una granada de mano en medio de una relación de pareja que no va nada bien, para dinamitarla y hacerla trizas.
Me gustaría hablar con detenimiento sobre todos los aspectos por los que Ray es un desastre.
De hecho, me gustaría escribir una lista en el dorso de un posavasos y guardármela para siempre. Puede que algún otro día.
—Ahora que has dejado atrás esa relación de pareja que no va nada bien, ahora que ya la has hecho trizas, lo que quieres es volver a intentarlo, recoger los trozos y pegarlos.
—Sí. Ya sé que no es muy romántico, pero ya habrá momentos románticos en alguna fase posterior, estoy segura. Lo que necesito a toda costa es estar con alguien; necesito estar con alguien que conozca, alguien con quien me lleve bien. Tú has dejado bien claro que quieres que volvamos a estar juntos, así que...
¿A que no te lo crees? De repente me invade el pánico: todavía quiero pintar los anagramas de las mejores discográficas en la pared de mi casa, todavía quiero acostarme con cantantes americanas que tengan un disco grabado. Tomo a Laura de la mano y la beso en la mejilla.
Al volver a la casa se arma una escena tremenda, cómo no. La señora Lydon está llorando, Jo está muy enfadada, y los pocos invitados que aún quedan miran fijamente sus vasos sin decir nada. Laura lleva a su madre a la cocina y cierra la puerta; yo me quedo en la sala con Jo, encogiéndome de hombros, meneando la cabeza y enarcando las cejas, apoyándome alternativamente en un pie y en otro, haciendo todo lo que se me ocurre, en fin, para manifestar azoramiento, comprensión, rechazo, infortunio. Cuando me duelen las cejas de tanto enarcarlas, cuando he meneado la cabeza tanto que me crujen las bisagras, cuando he recorrido más de un kilómetro sin moverme del sitio, Laura sale de la cocina hecha todo un poema y me coge del brazo.
—Nos vamos a casa —dice, y así es como reanuda su curso nuestra relación de pareja.
Cinco conversaciones:
1. (Tercer día, en un restaurante indio. Paga Laura.)
—Me apuesto lo que quieras a que sí, a que te quedaste ahí sentado como si tal cosa, a los cinco minutos de marcharme yo, fumándote un pito —siempre recalca esa palabra, para que quede bien claro que no le gusta nada—, pensando que no pasaba nada, que todo iba bien, que podrías sobrevivir sin mayores problemas. Te sentaste, te pusiste a pensar en alguna cosa relacionada con el piso... Ya sé, ya lo tengo: antes de que yo viniera a vivir contigo pensabas encargarle a un tío que te pintara en las paredes algunos anagramas de compañías discográficas. Seguro que te quedaste ahí sentado, fumándote un pito, preguntándote si aún tenías en algún sitio el teléfono de ese tío. ¿A que sí?
Aparto la mirada para que ella no me vea sonreír, pero no sirve de nada.
—Dios, cuánta razón tengo, ¿eh? Tengo tanta razón que no me lo puedo creer. Y luego... Espera, espera un poco. —Se lleva los dedos a las sienes, como si las imágenes le llegasen al cerebro por telepatía—. Luego pensaste que no era tan grave, que la mar está llena de peces, que llevabas mucho tiempo con ganas de novedades. Seguro que pusiste algo de música y te pareció que todo iba bien en tu patético y reducido mundo.
—Y, luego, ¿qué?
—Te fuiste a trabajar y no les dijiste nada a Dick ni a Barry. Todo te parecía estupendo hasta que Liz abrió la caja de los truenos, que fue cuando te asaltaron los impulsos suicidas.
—Y entonces me acosté con otra.
No me ha oído.
—Mientras tú estabas follando con ese imbécil de Ray, yo me estaba tirando a una cantautora americana que se parece a la Susan Dey de
La ley de Los Ángeles.
Sigue sin oírme. Rompe un trozo de papadum y lo moja en el cuenco de chutney de mango.
—Y me sentía bien, bastante bien, o al menos no del todo mal.
No reacciona. A lo mejor debería decirlo una vez más, pero en voz bien alta, en vez de murmurarlo para mis adentros.
—Lo sabes todo, ¿no?
Se encoge de hombros, sonríe y adopta su sempiterna expresión de petulancia.
2. (Séptimo día, en la cama, después.)
—No esperarás que te lo cuente.
—¿Por qué no?
—Pues porque... ¿para qué? ¿De qué serviría? Podría describirte cada minuto, y conste que no fueron muchos. Te dolería, pero seguirías sin entender ni papa de lo que de veras importa.
—Me da lo mismo. Quiero saberlo.
—¿Quieres saber el qué?
—Cómo fue.
Resopla.
—Pues como es el sexo. ¿Qué otra cosa iba a ser?
Hasta una respuesta así me resulta dolorosa. Había confiado en que no fuese en absoluto como es el sexo; había esperado que fuese algo más aburrido o menos agradecido.
—Ya, pero ¿sexo del bueno, del malo o del regular?
—¿Y qué diferencia hay?
—Sabes de sobra qué diferencia hay.
—Eh, que yo no te he preguntado qué tal te ha ido en tus ratos de ocio.
—¿Que no? Sí has preguntado. No sé si te acuerdas, pero me preguntaste: «¿Lo has pasado bien, querido?»
—Fue una pregunta retórica. Oye, ahora estamos bien, ¿no? Lo acabamos de pasar bien. Dejémoslo estar, ¿vale?