La primera vez que me enamoré de una chica fue cuatro o cinco años antes de que apareciese en el horizonte Alison Ashworth. Fuimos de vacaciones a Cornualles; una pareja que estaba de luna de miel ocupó la mesa contigua a la nuestra a la hora del desayuno, y no sé cómo nos pusimos a hablar con ellos. Creo que me enamoré de los dos, no de uno, ni de otro, sino de la pareja como unidad. (Y ahora que lo pienso, puede que fueran estos dos, tanto como Dusty Springfield, los que me llevaron a albergar estas expectativas tan poco realistas sobre las relaciones de pareja.) Creo que los dos intentaron demostrar, como les pasa a veces a los recién casados, que los niños se les daban de maravilla, que él llegaría a ser un padre estupendo, que ella sería una madraza fantástica, y yo me beneficié de ese empeño: me llevaron a nadar, me llevaron a pasear por las rocas, me compraron helados. Cuando se fueron, se me rompió el corazón.
Esta noche me pasa algo muy parecido con Paul y Miranda. Me enamoro de los dos: de lo que tienen, de cómo se tratan uno al otro, de su manera de hacerme sentir que soy el nuevo centro de su universo. Son una pareja fenomenal, y me entran ganas de que nos veamos al menos dos veces por semana, todas las semanas, durante el resto de mi vida.
Sólo muy al final de la noche me doy cuenta de que me han tendido una trampa. Miranda está arriba, con el niño; Paul ha ido a ver si encuentra en el fondo de un armario algún licor repugnante, de esos que uno compra en vacaciones, para echar más leña al fuego lento que todos tenemos en el estómago.
—¿Por qué no echas un vistazo a los discos? —me propone Laura.
—No me hace falta; puedo sobrevivir sin husmear las colecciones de discos de los demás, ¿sabes?
—Anda, míralos. Es un favor que te pido yo, ¿vale?
Así pues, me acerco a la estantería, ladeo la cabeza e inspecciono los discos: sin duda, es una zona declarada de desastre, una colección de compacts tan horrorosa, tan mala, que lo mejor sería meterla en un contenedor metálico y mandarla a un país del Tercer Mundo. Están todos, no falta ni uno: Tina Turner, Billy Joel, Kate Bush, Pink Floyd, Simply Red, los Beatles, por supuesto, Mike Oldfield
(Tubular Bells I
y
II,
nada menos), Meat Loaf... No tengo tiempo suficiente para repasar despacio los vinilos, pero sí veo dos álbumes de los Eagles, y también lo que parece sospechosamente un disco de Barbara Dickson.
Paul vuelve al cuarto de estar.
—Vaya, no creo que haya muchos que te gusten, ¿a que no?
—Ah, no sé. Los Beatles eran un grupo excepcional, desde luego.
Se echa a reír.
—Me temo que no estamos muy al día en música pop. Tendremos que hacerte una visita por la tienda para que nos pongas las pilas.
—¿Sabes qué te digo? Zapatero, a tus zapatos.
Laura se me queda mirando.
—Nunca te había oído decir eso, Rob. Pensaba que en el feliz mundo de Fleming, eso de «zapatero, a tus zapatos» es un sentimiento que bastaría para que te ahorcasen.
Me las arreglo para esbozar una sonrisa algo perversa y le tiendo a Paul la copa para que me sirva otro trago de ese Drambuie pleistocénico que contiene la botella pegajosa que por fin ha encontrado.
—Seguro que lo has hecho adrede —le digo cuando volvemos a casa—. Ya sabías que me iban a caer bien. Ha sido una encerrona.
—Sí, te he tendido una trampa para que conocieras a una pareja que te ha caído estupendamente. Te he estafado para que lo pasaras bien.
—No es eso. Me entiendes muy bien.
—De vez en cuando, todos hemos de poner a prueba nuestras convicciones. Y supuse que sería gracioso presentarte a una persona que tiene un disco de Tina Turner para ver si después seguías pensando lo mismo.
Desde luego que pienso lo mismo. Al menos, estoy seguro de que seguiré pensando lo mismo. Sin embargo, esta noche he de confesar (aunque sólo para mis adentros, por descontado) que tal vez, si se dan esas peculiares circunstancias que probablemente son irrepetibles y disparatadas, lo que cuenta no es lo que te gusta, sino cómo eres. Claro que no pienso ser yo el que le explique a Barry de qué manera puede ocurrir esto.
Llevo a Laura a ver a Marie, y le encanta.
—¡Pero si es buenísima! —dice—. ¿Cómo es posible que no sea más conocida? ¿Cómo es que no se ha llenado el local?
Su comentario me parece bastante irónico, ya que me he pasado todo el tiempo que llevamos juntos intentando convencerla para que escuche a unos cuantos artistas que deberían ser famosos y no lo son. De todos modos, no me tomo la molestia de recordárselo.
—Hace falta tener buen gusto, buen gusto de verdad, para darse cuenta de que es muy buena. Y supongo que no abunda la gente de buen gusto.
—¿Y dices que ha ido a la tienda?
Sí, y además me he acostado con ella. Una pasada, ¿a que sí?
—Sí, la atendí yo mismo. Una pasada, ¿a que sí?
—Eres un hacha con las estrellas, Rob. —Marie termina una canción, y Laura aplaude dándose palmadas en el dorso de la mano con que sujeta su media pinta de Guinness—. ¿Por qué no le propones que un día toque en la tienda? Sería algo así como una actuación especial para tus clientes, ¿no te parece? Nunca se te ha ocurrido montar algo de ese estilo...
—Es que hasta ahora no he tenido ocasión.
—¿Y no sería divertido? Seguramente ni siquiera le hará falta micrófono.
—Si le hace falta un micrófono para cantar en Championship Vinyl es que tiene alguna enfermedad grave en las cuerdas vocales.
—Es probable que vendieras algunas cintas suyas, y puede que alguna cosa más, ¿no? Y podrías poner una nota en la lista semanal de actuaciones del
Time Out.
—Eh, para el carro, Lady Macbeth. Cálmate y disfruta de la música, ¿vale?
Marie está cantando una balada que trata de un tío que se murió. La gente que está a nuestro alrededor se vuelve al notar que Laura se apasiona hasta perder los papeles.
La verdad es que me atrae esa idea. ¡Una actuación especial, como las que montan en las tiendas de la cadena HMV! (¿Se firman también las cintas, como se firman los discos? Imagino que sí.) Además, si la de Marie saliera bien, puede que otros cantantes también estuvieran dispuestos a tocar en mi tienda, y si es cierto eso que se cuenta de que Bob Dylan ha comprado una casa en el norte de Londres..., ¿por qué no? Ya sé que las grandes estrellas del pop no suelen actuar en una tienda de discos para promocionar la venta de discos de segunda mano que ni siquiera son novedad en el mercado, pero si de ese modo me quitase de encima esa copia de
Blonde on Blonde
que tengo en monoaural ya ni se sabe desde cuándo, y si la vendiera a un precio exorbitante, no me importaría ir a medias con él. Si estampase su firma, le daría incluso el sesenta por ciento.
Y después de un concierto reducido, sólo acústico, como el que daría Bob Dylan en Championship Vinyl (con un disco en directo, en edición limitada, ¿por qué no?; aunque surgiera algún complicado detalle contractual, todo es posible, eso está claro), no sería muy difícil imaginar un futuro mejor. Quién sabe, podría hacerme con el traspaso de una sala como el Rainbow: está cerca de casa, y nadie se ha interesado por un sitio tan cargado de sabor histórico. La inauguración sería un concierto para recaudar fondos para una causa justa, quizás una repetición del famoso concierto de Eric Clapton en el Rainbow...
Nos acercamos a saludar a Marie en el descanso, mientras vende sus cintas.
—¡Eh, hola! ¿Qué tal? He visto que Rob había venido acompañado, y esperaba que fueras tú —le dice a Laura con una sonrisa inmensa. Estaba tan liado pensando en esta idea promocional que incluso se me olvida ponerme nervioso al ver a Laura y a Marie cara a cara. (Dos mujeres, un hombre... Hasta un idiota se habría percatado de que iban a surgir problemas. Etcétera.) De momento, ya tengo que dar explicaciones: si he atendido a Marie en la tienda una o dos veces, según mi versión, ¿a cuento de qué esperaba Marie que Laura fuese Laura? («Son cinco libras y noventa y nueve peniques. Ah, qué curioso: mi ex novia tenía un monedero igual que ése. Me encantaría que la conocieras, pero hemos partido peras, ¿sabes?»)
Laura parece lógicamente desconcertada, pero sigue como si tal cosa.
—Me encantan tus canciones. Y me gusta mucho tu manera de cantar. —Se ruboriza un poco, y menea la cabeza con un gesto de impaciencia.
—Me alegro. Por cierto, Rob tenía razón. Eres muy especial. («Ten, el cambio. Son cuatro libras y un penique. Mi ex novia es muy especial.»)
—No sabía que fuerais tan amigos —comenta Laura con más acidez de la que puede tolerar mi estómago.
—Pues sí, Rob es un buen amigo mío casi desde que llegué a Londres. Y también son amigos míos Dick y Barry. Los tres han hecho que me sienta como en casa.
—Mejor dejamos a Marie que siga vendiendo cintas, Laura.
—Oye, Marie, ¿estarías dispuesta a hacer una actuación especial en la tienda de Rob? —le pregunta Laura a quemarropa.
Marie se ríe. Se ríe, pero no contesta. Nos quedamos clavados en el sitio, con cara de bobos.
—Estás de cachondeo, ¿no?
—No, para nada. Sería un sábado por la tarde, cuando la tienda esté llena de clientes. Podrías cantar sentada en el mostrador, ¿eh? —Este último adorno es cosa de Laura. La miro con total incredulidad.
Marie se encoge de hombros.
—De acuerdo. Pero me quedo todo lo que saque con la venta de las cintas.
—Desde luego. —Otra vez habla Laura. Sigo mirándola como antes, y por eso me tengo que conformar con endurecer un poco la mirada. No me queda otro remedio.
—Gracias por todo. Me alegro de haberte conocido.
Y volvemos al sitio en que estábamos viendo su actuación.
—¿Has visto? —me dice—. Ha sido fácil, ¿verdad?
A veces, durante las primeras semanas que pasan después del regreso de Laura, intento averiguar cómo es la vida ahora, si mejor o peor, si ha cambiado lo que siento por Laura, si soy más feliz que antes, si faltará poco para que de nuevo me comporte como un culo de mal asiento, que es lo que quizá soy en el fondo, y si ha cambiado Laura; procuro aclarar cómo es la vida con ella. Las respuestas son fáciles —mejor, más o menos, sí, no mucho, bastante grata—, pero también son insatisfactorias, pues sé de sobra que no salen de lo más profundo de mí. De todos modos, tengo menos tiempo para comeduras de coco desde que ha vuelto Laura. Andamos muy ocupados con tanto hablar, trabajar, follar (por ahora follamos muchísimo, y casi siempre inicio yo la aproximación, una manera estupenda de suprimir de raíz la inseguridad que pueda sentir), y también comer, ir al cine. No sé, quizá debería dejar de hacer todo esto y aclararme las ideas, porque sé muy bien que éste es un momento importante. O no, puede que no sea del todo bueno prescindir de todo eso y ponerme a pensar; tal vez es así como hay que hacer las cosas. Tal vez es así como consiguen los demás entablar una relación de pareja.
—Esto es la hostia, tío. A nosotros nunca nos has propuesto que toquemos en la tienda, ¿eh?
Barry. ¿Será gilipollas? En fin, debería haber previsto que tendría motivos de queja por la inminente actuación de Marie en la tienda.
—¿No os lo he propuesto? Qué raro. Yo pensaba que sí, y que me dijiste que ni hablar.
—A este paso, no sé cómo vamos a ponernos en marcha. Ni siquiera los amigos nos apoyan.
—Rob te dejó pegar el cartel, Barry. No seas injusto. —Dick lo dice de manera concluyente, aunque está claro que no termina de agradarle que Barry ande metido en un grupo. Para Dick, o eso creo yo, tocar o cantar con un grupo es una actividad que nada tiene que ver con la verdadera afición a la música.
—Joder, de puta madre. Vaya detallazo de los cojones, dejarnos pegar un cartel.
—¿Cómo piensas meter un grupo aquí dentro? Tendría que comprar el local de al lado, y no pienso meterme en semejante lío sólo para que tú puedas armar un escándalo de mil pares un sábado por la tarde.
—Podríamos hacer un concierto acústico.
—Qué idea, tío. Kraftwerk desenchufado. Sería la de Dios.
A Dick le hace reír la comparación, y Barry lo mira como si tuviera ganas de partirle la boca ahí mismo.
—Calla de una vez, so mamón. Ya te dije que hemos dejado la onda alemana.
—Además, ¿de qué serviría? ¿Qué venta se puede promocionar? ¿Habéis grabado un disco? ¿Todavía no? Bueno, pues entonces está claro.
Mi lógica es tan demoledora que Barry tiene que conformarse con dar vueltas por la tienda, cabreado, durante unos cinco minutos. Luego se sienta en el mostrador y se pone a leer un ejemplar atrasado de
Hot Press.
De vez en cuando masculla entre dientes alguna bobada (por ejemplo, «es sólo porque te la has tirado», o «¿cómo puedes tener una tienda de discos si la música no te interesa nada?»); de todos modos, se ha calmado, y seguramente sigue dándole vueltas a lo que podría haber ocurrido si yo diera a Barrytown la oportunidad de actuar en directo en Championship Vinyl.
En el fondo, esto de la actuación en directo es una chorrada. A fin de cuentas, todo quedará en media docena de canciones tocadas con guitarra acústica, ante un público que difícilmente llegará a la media docena de espectadores. Lo que más me deprime es lo mucho que me apetece organizarlo, lo mucho que he disfrutado con los penosos, mínimos preparativos que hemos tenido que hacer (unos cuantos carteles pegados por ahí, un par de llamadas para conseguir una remesa de cintas). ¿Y si estoy a punto de quedar definitivamente insatisfecho con mi perra suerte? ¿Qué haré entonces? Sólo de pensar que la cantidad de..., de vida, sí, que aún me queda en la nevera puede que no sea suficiente para llenarme, me pongo enfermo. Creía que era preciso descartar todo lo superfluo y quedarse con lo demás, pero no parece que sea ésa mi situación.
El gran día transcurre en un visto y no visto, como seguramente le pasó a Bob Geldof cuando organizó el macroconcierto de Live Aid. Aparece Marie, todo el mundo se da la vuelta para mirarla (la tienda está llena, y aunque no llega a sentarse en el mostrador para tocar, sí tiene que colocarse detrás, subida a un par de cajas de madera que le hemos puesto): la aplauden, algunos compran cintas cuando termina la actuación, y otros compran otros discos que han visto en la tienda. Mis gastos no llegan a un total de diez libras, y vendo género por valor de unas treinta o cuarenta libras: estoy que me subo por las paredes de contento. Encantado de la vida. O muy sonriente, vaya.