Alta fidelidad (30 page)

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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
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—Vale, vale, pero lo bien que lo acabamos de pasar... ¿ha sido mejor, igual o menos bueno que los buenos ratos que pasabas hace un par de semanas?

Ella no dice nada.

—Venga, Laura. Di lo que sea. Miente si quieres. Me sentiré mucho mejor, y dejaré de hacerte preguntas.

—Te iba a mentir, pero ya no puedo, porque te habrías dado cuenta de que era mentira.

—¿Y por qué ibas a mentirme?

—Para que te sintieras mejor.

Y así sucesivamente. Quiero enterarme de todo (aunque en realidad, por supuesto, no quiero enterarme de nada) lo relativo a los orgasmos múltiples, las diez veces por noche, las mamadas y las posturas de las que yo no tengo noticia, pero me falta valor para preguntarlo, y está claro que ella no me lo dirá nunca. Sé que lo han hecho, y bastante me fastidia; ahora mismo, sólo puedo aspirar a que los daños sean limitados. Querría que ella me dijese que fue puro trámite, nada del otro mundo, cuestión de dejarse hacer y pensar en Rob; ojalá me dijese que Meg Ryan se lo pasó mejor en la escena del restaurante que ella en casa de Ray. ¿Es mucho pedir?

Se apoya en un codo y me planta un beso en el pecho.

—Mira, Rob, es bien simple. Pasó lo que pasó. Y estuvo bien que pasara, ya lo creo, porque nosotros dos no íbamos a ninguna parte, y ahora en cambio es posible que vayamos por buen camino. Y si pasarlo bomba con el sexo fuese tan importante como tú crees, si me lo hubiese pasado bomba, ten bien claro que no estaríamos aquí acostados. Y es lo último que pienso decir sobre este asunto, ¿te queda bien claro?

—De acuerdo.

Su última palabra podría haber sido mucho peor, desde luego, aunque ya sé que no ha dicho gran cosa.

—De todos modos, ojalá tuvieras un pene tan grande como el suyo.

A juzgar por la longitud y el volumen de las risitas primero y las carcajadas, los resoplidos y los chillidos que se marca Laura después, éste debe de ser el chiste más gracioso que se le ha ocurrido en toda su vida: el chiste más gracioso, de hecho, que se ha inventado en la historia de la humanidad. Supongo que debe de ser una muestra del famoso sentido del humor que tienen las feministas. ¿Qué? Para desternillarse, ¿no?

3. (En el coche, de camino a casa de su madre; segundo fin de semana; suena una cinta que ha grabado ella, en la que salen Simply Red y Genesis y Art Garfunkel cantando «Bright Eyes».)

—Me da igual. Puedes poner la cara que quieras; ésta es una de las cosas que va a cambiar entre nosotros. Estamos en mi coche, ése es el aparato de música de mi coche, la cinta es mía, y vamos de camino a casa de mis padres.

Dejamos que la última palabra quede suspendida en el aire; la vemos volver a rastras al sitio del que ha salido, la olvidamos. La dejo ahí un momento antes de ponerme de nuevo a librar seguramente la batalla más agria de todas las batallas agrias que se libran entre hombres y mujeres.

—¿Cómo es posible que te gusten Art Garfunkel y Solomon Burke? Es como defender a los israelíes y a los palestinos.

—No, nada de eso, Rob. Art Garfunkel y Solomon Burke hacen música pop, los árabes y los israelíes no. Art Garfunkel y Solomon Burke no están enzarzados en una brutal guerra territorial; los israelíes y los palestinos sí. Art Garfunkel y Solomon Burke...

—Vale, vale, pero...

—Además, ¿quién ha dicho que a mí me gusta Solomon Burke?

Esto ya es demasiado.

—¡Solomon Burke! «¡Got to Get You off My Mind!». ¡Si es nuestra canción! ¡Solomon Burke es el responsable de toda nuestra relación, Laura!

—¿En serio? ¿Y tienes su número de teléfono? Te lo pregunto porque me gustaría charlar un rato con él.

—Pero ¿es que no te acuerdas?

—Me acuerdo de la canción; no me acordaba de quién la canta.

Meneo la cabeza y la miro con total incredulidad.

—¿Lo ves? Éste es uno de esos momentos en los que los hombres preferimos darlo todo por perdido. ¿De verdad no te das cuenta de la diferencia que hay entre «Bright Eyes» y «Got to Get You off My Mind»?

—Pues claro que sí. Una va de conejos, y la otra lleva una banda de metales.

—¡Una banda de metales! ¡Una banda de metales! ¡Es una sección de vientos! Joder, joder, joder...

—Bueno, lo que sea. Ya entiendo por qué te gusta más Solomon que Art. Lo entiendo, de verdad que lo entiendo. Y si alguien me preguntase cuál de los dos es mejor, siempre diría que Solomon. Es auténtico, es negro, es legendario, ya sabes. Pero a mí me sigue gustando «Bright Eyes». Tiene una melodía deliciosa. Lo demás me da igual. Hay muchas otras cosas por las que preocuparse. Ya sé que esto te parecerá propio de tu madre, pero no son más que discos de pop, ¿no?, y si uno es mejor que otro, estupendo: ¿a quién le importa? O sea, ¿le importa a alguien más, aparte de Barry, de Dick y de ti? Para mí es como discutir sobre la diferencia que hay entre McDonald's y Burger King. Seguro que hay alguna diferencia, pero ¿quién va a tomarse la molestia de encontrarla?

Lo más terrible de todo esto, cómo no, es que yo ya sé cuál es la diferencia: tengo una compleja opinión sobre el tema, estoy bien informado. Y si me pongo a charlar sobre los pros y los contras de una hamburguesa a la parrilla del Burger King frente a una de un cuarto de libra con queso, como las hacen en McDonald's, los dos tendremos la impresión de que por raro que sea he demostrado lo que ella quería decir, así que me ahorro la molestia.

De todos modos, la discusión se prolonga hasta doblar mil esquinas, atravesar la calle, volver sobre sí misma y terminar en un sitio en el que ninguno de los dos hemos estado, al menos sobrios y a plena luz del día.

—Antes te importaban más esos asuntos, como lo de Solomon Burke, ¿sabes? —le digo—. Cuando nos conocimos, cuando te grabé aquella cinta, estabas realmente entusiasmada. Dijiste, y son palabras tuyas, que fue positivo que te hiciera avergonzarte de tu colección de discos.

—Qué poca vergüenza, ¿eh?

—¿Qué quieres decir?

—Vaya, pues que me gustabas. Eras pinchadiscos, me parecías muy molón; yo estaba sin novio, y quería tener uno.

—Entonces..., ¿la música no te importaba un carajo?

—Bueno, sí que me importaba. Un poco. Me importaba más entonces que ahora. Pero la vida es así, ¿no crees?

—Ya, pero... Eso es lo único que soy. En mí no hay nada más. Si ha dejado de interesarte eso, es que ya no te intereso para nada. ¿Por qué estamos juntos?

—¿De verdad lo crees así?

—Sí. Tú mírame, mira la casa. ¿Qué más hay, si descuentas los discos, los compacts y las cintas?

—¿Y te gusta que sea así?

Me encojo de hombros.

—La verdad es que no.

—Pues por eso estamos juntos, porque tú tienes mucho potencial, y yo estoy contigo para conseguir que todo eso salga a relucir.

—¿Que tengo mucho potencial? ¿Como qué?

—Como ser humano. Tienes todos los ingredientes necesarios, Rob. Eres un tío que sabe ser adorable, sobre todo si te lo propones. Sabes cómo hacer que la gente se ría a gusto, sobre todo si te apetece y te quieres tomar la molestia, y eres amable; cuando llegas a la conclusión de que alguien te cae bien, esa persona se siente contigo como si estuviera en el centro del universo, y ésa es una sensación de lo más sexy. Lo que pasa es que casi nunca te lo propones ni te tomas la molestia.

—No. —No se me ocurre nada más que decir.

—Tú es que..., es que no haces nada. Te pierdes en comeduras de coco, te quedas sentado, dándole mil vueltas a las cosas, en vez de ponerte a hacer algo. Y lo que te da por pensar no es más que basura. Es como si siempre se te escapase lo que de verdad está pasando.

—Oye, es la segunda canción de Simply Red en lo que va de cinta. Una ya es imperdonable; dos son todo un crimen de guerra. ¿Me la puedo saltar? —Me la salto sin esperar respuesta, y caigo en un tema lamentable de Diana Ross, de los tiempos posteriores a la Motown. Gimo. Laura sigue a lo suyo sin hacer ni caso.

—«Tiene todo el tiempo en sus manos, pero sólo piensa en sí mismo.» ¿Conoces el dicho? Pues ése eres tú.

—¿Ah, sí? ¿Y qué debería hacer?

—No sé, lo que tú quieras. Trabajar, ver gente. Organizar un grupo de boy-scouts, montar un club, una discoteca, ¿por qué no? Lo que sea, con tal de no quedarte sentado y esperar a que la vida cambie, siempre y cuando te deje bien abiertas las posibilidades de elegir. Si pudieras, dejarías abiertas esas posibilidades durante toda tu vida. Seguro que el día en que te veas en tu lecho de muerte, a punto de palmarla por culpa de una enfermedad que habrás pescado por tanto fumar, te pondrás a pensar en que bueno, al menos has dejado abiertas todas las posibilidades, no te has cerrado ninguna puerta. Tienes treinta y seis tacos y no tienes hijos. ¿Cuándo piensas tener hijos? ¿Cuando tengas cuarenta? ¿O cincuenta? Supongamos que cuando tengas cuarenta; supongamos que tu hijo no quiere tener hijos hasta que tenga treinta y seis. Tendrás que vivir mucho más de los setenta años que nos suelen tocar, solamente para ver de reojo a tu nieto. ¿Te das cuenta de que te estás negando unas cuantas cosas?

—Total, que todo se reduce a eso.

—¿Qué?

—O tenemos hijos o nos separamos para siempre. Es la amenaza más vieja del mundo.

—Vete a la mierda, Rob. No es eso lo que te estoy diciendo. Me da lo mismo que quieras tener hijos o no. Yo sí quiero, y lo tengo muy claro, pero aún no sé si los quiero tener contigo; ni siquiera sé si tú quieres tener hijos, por cierto. Eso es algo que tendré que decidir por mi cuenta. Lo único que intento es despertarte. Intento hacerte comprender que ya has vivido la mitad de tu vida, y sin embargo, no pareces tener más de diecinueve. Y no me refiero al dinero, las propiedades, los muebles, ni nada de eso.

Ya sé que no. Está hablando de los detalles, del bagaje que uno tiene, de esas cosas que impiden que se te lleve el viento.

—A ti te es muy fácil decir todo eso, ¿verdad, señorita? La abogada rompedora, la que se abre camino en la City. No es culpa mía que la tienda no vaya demasiado bien.

—Joder.

Cambia de marcha con una violencia que llama la atención, y se pasa un buen rato sin dirigirme la palabra. Sé que estamos a punto de llegar a alguna parte; sé que si tuviese un par de huevos le diría que tiene toda la razón, que lo que ha dicho es muy sabio, que lo necesitaba, que la quiero. Le hubiese propuesto que se casara conmigo o algo así. Lo que pasa, ya se sabe, es que a toda costa quiero dejar bien abiertas todas las posibilidades. Además, no hay tiempo para eso, porque Laura aún no ha terminado de echarme la bronca.

—¿Sabes qué es lo que me fastidia de verdad?

—Sí, todo lo que me acabas de decir. Mi manía de dejar abiertas mis posibilidades, y todo eso.

—No, aparte de eso.

—Joder, pues vaya usted a saber.

—Yo te puedo decir con exactitud, con toda exactitud, qué es lo que tienes que resolver; puedo explicarte cómo resolverlo, y tú en cambio no podrías hacer eso mismo por mí, ¿a que no?

—Sí, sí que podría.

—Pues venga, adelante.

—Estás descontenta con tu trabajo.

—Y eso es lo único que me pasa, ¿verdad?

—Más o menos.

—¿Ves lo que te digo? No tienes ni puñetera idea.

—Eh, dame un respiro, ¿vale? Hace muy poquito que estamos juntos otra vez. Seguramente, en un par de semanas habré descubierto más cosas.

—Pero si es que ni siquiera estoy descontenta con mi trabajo. Si quieres que te diga la verdad, me gusta, me gusta mucho.

—Eso sólo lo dices para que me sienta como un imbécil.

—No, no es verdad. Me gusta mi trabajo, es estimulante, me cae bien la gente con la que trabajo, me he acostumbrado al dinero que gano..., pero no me hace ninguna gracia que me guste tanto. Estoy algo confusa. No soy la que yo quería ser de mayor.

—¿Qué querías ser de mayor?

—No sé, pero no quería ser una mujer que viste trajes caros, que tiene secretaria, que está pendiente de que le ofrezcan ser socio del bufete. Quería ser una abogada dedicada a la asesoría legal para marginados, tener un novio que fuese pinchadiscos. Y eso se me está yendo al cuerno.

—Pues búscate un pinchadiscos. ¿Qué quieres que le haga?

—No quiero que le hagas nada, Rob. Lo que sí quiero es que te des cuenta de que a mí no me define del todo la relación que pueda tener contigo. Quiero que te des cuenta de que si tú y yo nos aclaramos entre nosotros, eso no significa que me haya aclarado yo sola. Tengo otras dudas, otras preocupaciones y otras ambiciones. Ni siquiera sé qué clase de vida quiero llevar, en qué clase de casa quiero vivir; la cantidad de dinero que seguramente ganaré dentro de dos o tres años me da miedo, y...

—¿Y por qué no lo has dicho antes? ¿Cómo quieres que lo adivine? ¿A qué viene tanto secreto?

—No hay ningún secreto. Lo único que quiero es señalar que lo que suceda entre nosotros no es ni mucho menos la historia entera. Yo sigo existiendo aunque no estemos juntos, ¿sabes?

Eso ya lo hubiese descubierto yo solito. Me habría dado cuenta de que, aunque yo me ponga blando, borroso y difuso cuando no tengo pareja, eso no significa que les pase lo mismo a todos los demás.

4. (Viendo la tele, la noche siguiente.)

—... un sitio agradable. Italia, Estados Unidos, incluso alguna isla del Caribe. ¿Por qué no?

—Es una idea excelente. Mira, lo que voy a hacer es meter mañana mismo en una caja mis singles de 78 r.p.m. de Elvis Presley, los que grabó con la Sun, para pagar todos los gastos con lo que saque.

Me acuerdo de aquella señora de Wood Green y de su marido fugado, me acuerdo de su pasmosa colección de singles, y noto un rápido aguijonazo de remordimiento.

—Imagino que debe de ser algún chiste de coleccionistas de discos, de hombres, cómo no.

—Sabes de sobra que estoy sin blanca, Laura.

—Tú también sabes que tus gastos los pago yo, y me da igual que aún me debas dinero. ¿Qué sentido tiene que trabaje en lo que trabajo si he de pasar las vacaciones en una tienda de campaña en la isla de Wight?

—Ya, ya. ¿Y de dónde voy a sacar yo la pasta para pagar media tienda de campaña?

Nos quedamos viendo en la tele cómo intenta Jack Duckworth esconder un billete de cincuenta libras, ganado en las carreras de caballos, para que no lo encuentre Vera.

—Sabes muy bien que lo de menos es la pasta, Rob. No me importa que ganes una miseria. Me gustaría que fueses más feliz con tu trabajo; al margen de eso, haz lo que quieras.

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