—Seguramente tendrás una colección de discos enorme —dice Caroline.
—Pues sí —contesto—. ¿Quieres venir a echarle un vistazo?
¡Lo he dicho en serio! ¡Totalmente en serio, sin dobleces! Suponía que a lo mejor le apetecía sacarme unas fotografías delante de mis discos o algo parecido. En cambio, cuando Caroline me mira por encima de sus gafas de sol, rebobino la cinta y repaso lo que acabo de decir: se me escapa un imperdonable gemido de desesperación, y al menos sirve para que se ría un poco.
—Oye, yo no suelo ser así, de veras.
—No te preocupes, tampoco creo que me dejen hacer un perfil como los que suelen sacar en el
Guardian.
—No era eso lo que me preocupaba.
—No, pues no te preocupes, que va bien.
Por suerte, todo queda olvidado, cuando dispara la siguiente pregunta. Me he pasado la vida entera esperando un momento como éste, y ahora que por fin se presenta casi no me lo puedo creer: me pilla desprevenido, por no decir que me caigo de culo.
—¿Cuáles son tus cinco discos preferidos de todos los tiempos? —me pregunta.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Que cuáles son los cinco discos que más te gustan de todos los tiempos, los cinco que te llevarías a una isla desierta, aparte de otros dos o tres, claro.
—¿Aparte de otros tres qué?
—Bueno, en Discos para llevarse a una isla desierta, el programa de la radio, siempre son ocho. ¿No lo conoces o qué? Por eso digo, ocho menos tres son cinco.
—Sí, cinco más tres, no menos tres.
—No, decía... Bueno, da igual. Dime, ¿cuáles son tus cinco discos preferidos de todos los tiempos?
—Pero a ver... ¿en el club o en casa?
—¿Y qué más da? ¿Es muy distinto?
—¡PUES CLARO QUE ES...! —No, demasiado altisonante. Finjo un carraspeo, toso y contesto de nuevo—. Bueno, pues sí, sí que es distinto. Por una parte están mis cinco discos de baile preferidos, y luego están mis cinco discos preferidos, a secas, de todos los tiempos. ¿Ves? Uno de mis discos preferidos es «Sin City», de los Flying Burrito Brothers, pero es un disco que nunca pondría en el club, porque son todo baladas de country-rock. Todo el mundo se iría a su casa si lo pusiera cuando vienen a bailar.
—No importa, dime cinco en total. Con otros cuatro, ya tenemos la lista hecha.
—¿Cómo? ¿Sólo otros cuatro?
—Claro, si uno de ellos es «Sin City», nos quedan cuatro más.
—¡Que no, que no es eso! —Esta vez ya no me esfuerzo por disimular el pánico—. ¡No he dicho que fuera uno de mis cinco discos preferidos! Sólo he dicho que es uno de los que más me gustan, pero ¿quién sabe? Podría quedar fácilmente en el puesto número seis, o tal vez en el siete.
Estoy quedando como un imbécil, pero no lo puedo evitar: esto es algo demasiado importante, es algo que llevaba esperando desde hace demasiado tiempo. ¿Adónde habrán ido a parar todos los discos que he tenido en mente durante años por si acaso un día me llamaba Roy Plomley, Michael Parkinson, Sue Lawley, no sé, el que hacía aquel programa titulado
Mis doce preferidos
en Radio One, a fin de proponerme que confeccionase una lista para el programa, sin dejar de reconocer que había contactado conmigo como suplente de última hora, y además bastante desconocido, de un famoso al que no pudo localizar? No entiendo por qué, pero no se me ocurre un solo disco, si dejo a un lado «Respect», y eso que no es ni mucho menos mi canción preferida de Aretha.
—¿Me das permiso para que vaya a casa, prepare la lista y te llame luego para dártela? No tardaré más de una semana, te lo prometo.
—Oye, si no se te ocurre nada, tampoco es grave. Ya haré yo una lista con mis cinco preferidos de los viejos tiempos del Groucho, o algo parecido. ¿De acuerdo?
¿Cómo? ¿Que ella hará una? ¿Que me va a robar mi única ocasión de publicar una lista en un periódico, en una revista, donde sea? ¡No, ni hablar!
—No, espera; seguro que se me ocurre algo. Espera un momento, ¿vale?
«A Horse with No Name». «Beep Beep». «Ma Baker». «My Boomerang Won't Come Back». De pronto, se me llena la cabeza de títulos que corresponden a discos impresentables. Estoy tan nervioso que empiezo a respirar aguadamente.
—Bueno, pues pon «Sin City». —Tiene que haber algún otro buen disco en la historia del pop, digo yo...—. ¡Ah! «Baby, Let's Play House».
—¿De quién es eso?
—De Elvis Presley, ¿de quién iba a ser?
—Ah, claro.
—Y luego... —Aretha, me digo: piensa en algo de Aretha—. «Think», de Aretha... Franklin.
Un poco aburrido, pero servirá. Ya van tres. Me quedan dos. Venga, Rob, que tú puedes.
—«Louie, Louie», de los Kingsmen. «Little Red Corvette», de Prince.
—Perfecto. Te ha quedado fenomenal.
—¿Ya está?
—Hombre, no me importaría charlar un ratito, si tienes tiempo.
—Pues claro. Pero decía..., ¿ya está hecha la lista?
—Sí, ya van cinco. ¿Quieres cambiar alguno o qué?
—¿He dicho «Stir It Up», de Bob Marley?
—No.
—Pues me gustaría incluirlo.
—¿Y cuál quieres quitar?
—El de Prince.
—Vale, eso está hecho.
—También querría poner «Angel» en vez de «Think».
—Como tú digas. —Hace el cambio y mira qué hora es—. Bueno, mejor será que te haga un par de preguntas más antes de marcharme. Por ejemplo, ¿por qué has decidido empezar de nuevo con el club, eh?
—La verdad es que ha sido idea de una amiga. —No tengo remedio; una amiga, joder. Soy lamentable—. Lo ha organizado todo ella sola, sin decirme ni palabra. Es una especie de regalo sorpresa, un regalo de cumpleaños, ¿sabes? Por cierto, también querría introducir algo de James Brown, ¿puedo? «Papa's Got a Brand New Bag», en vez del tema que te he dado de Elvis.
La observo con toda atención mientras tacha uno y escribe otro.
—Debe de ser una amiga muy simpática.
—Pues sí.
—¿Y cómo se llama?
—Mmm... Laura.
—¿Y el apellido?
—Lydon.
—Por cierto, el lema del cartel, eso de «bailables para treintañeros», ¿ha sido invento tuyo?
—No, de Laura.
—¿Qué quiere decir?
—Oye, perdona que me ponga tan pelma, pero me gustaría poner «Family Affair», de Sly and the Family Stone. Tendré que quitar «Sin City».
Tacha y anota una vez más.
—Cuéntame, ¿qué es eso de «bailables para treintañeros»?
—Bueno, ya sabes... Hay muchísima gente que aún no es vieja para irse de marcha, a bailar a un club o a una discoteca, aunque sí que son viejos para el acid jazz, la música de garaje, el ambiente y todo eso. Lo que les apetece oír es un poco de soul de la Motown, funk con solera, alguna cosilla nueva y demás, todo bien mezclado. Y no hay locales donde pongan ese tipo de música.
—Tienes mucha razón. Bueno, pues con esto creo que me conformo. —Se termina de un trago el zumo de naranja—. Salud y hasta la vista; me apetece mucho ir al Groucho el viernes que viene, porque me encantaba la música que ponías. De verdad.
—Si quieres, te puedo grabar una cinta...
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Así podría oír auténtica música Groucho, sólo que en casa...
—Pues cuenta con ello. Me encanta grabar cintas para los amigos.
Sé muy bien que probablemente la grabaré esta misma noche; sé muy bien que cuando desprenda el celofán de la cinta, cuando oprima el botón de pausa, me parecerá una traición.
—No me lo puedo creer —dice Laura cuando le cuento lo de Caroline—. ¿Cómo has podido...?
—¿El qué?
—Desde que nos conocemos, siempre has dicho que «Let's Get It On», de Marvin Gaye, es con diferencia el mejor disco de todos los tiempos. Y resulta que no aparece en tu lista, Rob.
—Mierda. Me cago en... Cojones. Ya sabía yo...
—Y, además, ¿qué ha pasado con Al Green? ¿Y los Clash? ¿Y Chuck Berry? ¿Y ese tío por el que tuvimos aquella discusión, ese Solomon no sé cuántos?
La hostia.
A la mañana siguiente llamo a Caroline, pero no está. Dejo un mensaje, pero tampoco me devuelve la llamada. Lo intento de nuevo, le dejo otro mensaje. Esto empieza a dar vergüenza, pero no pienso consentir que «Let's Get It On» se quede fuera de esa lista de mis cinco preferidos.
A la tercera, consigo dar con ella, y noto que se muestra avergonzada, aunque comprensiva, y cuando le explico que solamente la he llamado para hacer un par de cambios en la lista, parece tranquilizarse.
—Muy bien, ahí va. Mis cinco discos preferidos, de una vez por todas. El número uno, «Let's Get It On», de Marvin Gaye. El dos, «This Is The House That Jack Built», de Aretha Franklin. El tres, «Back in the USA», de Chuck Berry. El cuatro, «White Man In The Hammersmith Palais», de los Clash. El cinco, aunque no menos importante que los anteriores, je, je, «So Tired of Being Alone», de Al Green.
—Vale, pero no la podré volver a cambiar. Así queda.
—Por mí, estupendo.
—De todos modos, me alegro de que llames, porque estaba pensando que a lo mejor sí que encaja que incluyamos también la lista de tus cinco discos de baile preferidos. Al director de la revista le ha gustado el artículo, todo lo de Laura, ya sabes.
—Ah, vaya.
—¿Es posible que me des una lista rápida con los temas que según tu experiencia llenan más la pista de baile, o es mucho pedir?
—No, eso está hecho. Sé de sobra cuáles son.
Se los dicto sobre la marcha, aunque cuando se publica el artículo, en esta lista aparece «In The Ghetto», como la canción de Elvis, y ese error lo achaca Barry a mi ignorancia.
—Ah, ya casi tengo grabada tu cinta.
—¿De verdad? Qué detalle...
—¿Quieres que te la mande por correo, o te apetece que tomemos una cerveza un día de éstos?
—Mmm... Pues sí, tomemos una cerveza. Me encantaría invitarte.
—Gracias.
Esto de las cintas... Tiene gracia, pero nunca falla.
—¿Para quién es? —pregunta Laura cuando me ve preparar la grabación, con las correspondientes subidas y bajadas de volumen, el orden correcto, el ajuste de los controles.
—Ah, para esa chica que me entrevistó... ¿Cómo se llamaba? ¿Carol, Caroline? Algo así. Comentó que le sería más fácil, ya sabes, hacerse una idea de cómo es la música que ponemos en el Groucho.
De todos modos, no consigo decírselo sin que se me suban los colores, sin dejar de mirar fijamente la pletina; sé que en realidad no se lo cree. Laura sabe mejor que nadie qué representa de verdad una cinta grabada especialmente para una persona determinada.
El día anterior a mi cita con Caroline, aunque sólo sea para tomar una cerveza y darle la cinta que le he grabado, me entran de golpe todos los síntomas de enamoramiento que se citan en los libros de texto: nerviosismo estomacal, largos ratos de quedarme embobado, mirando las musarañas, e incapacidad para recordar cómo es ella. Consigo acordarme del vestido y de las botas, del peinado que llevaba, pero su cara es un espacio en blanco, que relleno con detalles tomados de cualquier tía potente: labios carnosos y pintados de rojo intenso, aunque lo que me atrajo de entrada fue su carita bien lavada, de inglesita lista; ojos almendrados, aunque prácticamente no se quitó las gafas de sol; piel blanca, perfecta, aunque sé que tiene bastantes pecas. Cuando me encuentre con ella, ya sé que notaré al principio una punzada de desilusión: ¿por tan poca cosa estoy como una moto desde ayer? Luego, enseguida encontraré en ella algo que me apasione: el hecho de que realmente haya venido a la cita, o lo sexy que me parezca su voz, su inteligencia, su ingenio, lo que sea. Entre la segunda y la tercera cita habrá nacido todo un nuevo conjunto de mitos, como siempre.
Esta vez, en cambio, ocurre algo distinto. Me pasa por andar pensando en las musarañas. En realidad, me limito a comportarme como siempre; me imagino con todo lujo de detalles la totalidad de nuestra relación, desde el primer beso hasta el primer revolcón, desde que nos vamos a vivir juntos hasta que decidimos casarnos (antes llegaba incluso a organizar el orden de las canciones que pondríamos en la fiesta), sin olvidar lo guapa que estará cuando se quede embarazada, los nombres que les pondremos a los niños que tengamos..., hasta que de golpe y porrazo entiendo que no queda nada que en realidad, a ver si me explico, pueda ocurrir. Ya lo he hecho todo; ya he vivido la relación entera en mi imaginación. He visto la película a cámara rápida, me sé al dedillo toda la trama, cómo termina, qué buenos momentos contiene. Ahora tendré que rebobinar y volver a pasarla entera, de cabo a rabo, sólo que en tiempo real. ¿Y eso puede resultar divertido?, me pregunto.
Y toda esta jodienda... ¿cuándo cojones va a terminar toda esta jodienda? ¿Es que me voy a pasar el resto de mi vida saltando de roca en roca, hasta que no me queden rocas por saltar? ¿Es que me voy a largar corriendo cada vez que reconozca que soy un culo de mal asiento? Lo digo porque me entra esa sensación cada cuarto de hora, casi cada vez que llega una factura de la luz, del teléfono, del gas. Y me pasa más a menudo mientras es verano en Inglaterra. Llevo pensando con la polla desde los catorce años, y si he de ser sincero, pero sólo entre tú y yo, que no se entere nadie más, he llegado a la conclusión de que mi polla tiene un cerebro de mosquito.
Ya sé qué es lo que no va bien con Laura. Lo que no va bien con Laura es que nunca más la volveré a ver por segunda o tercera vez. Nunca más me pasaré dos o tres días agobiado, empeñado en recordar cómo es de verdad; nunca más llegaré a un pub con media hora de antelación para esperar que llegue ella, mirando sin ver el mismo artículo de una revista, echándole un vistazo al reloj cada treinta segundos más o menos. Pensar en ella es algo que nunca más me pondrá como me pone, por ejemplo, «Let's Get It On». Y es verdad, la quiero, me gusta, tenemos conversaciones estupendas, ella me cuida, se preocupa por mí, me organiza el Groucho para que yo lo disfrute, pero ¿de qué sirve todo eso cuando por la tienda aparece alguien con un vestido sin mangas, con una sonrisa bien maja y unas Doc Martens, y dice que me quiere entrevistar? De nada, no sirve de nada, así de claro. Pero seguramente sí que debería servir.
A tomar viento. Le mandaré por correo la cinta de los cojones. Bueno, eso creo.
Llega con un cuarto de hora de retraso, lo cual significa que me he tirado tres cuartos de hora en el pub, mirando el mismo artículo de una revista sin leerlo realmente. Se disculpa por la tardanza, aunque no se disculpa con verdadero entusiasmo, teniendo en cuenta lo que hay. De todos modos, no le digo nada del retraso. No es el día más indicado para eso.