Marie es mi amante número diecisiete. Más de uno estará preguntándose cómo me lo monto, como si lo viera: «Lleva jerséis lamentables, se lo hace pasar fatal a su ex novia, es un desastre, está arruinado, sale por ahí con dos pelagatos del ambientillo musical, y sin embargo se acuesta con una cantautora norteamericana que no sólo ha grabado un disco, sino que además se parece a Susan Dey. ¿Qué coño está pasando aquí?»
En primer lugar, no nos alborotemos y vayamos por partes. Es verdad, tiene un disco grabado, pero graba con una discográfica irónicamente llamada Discoéxito, que además tiene sus estudios en Blackpool, y ha firmado uno de esos contratos según el cual uno vende sus propias cintas durante el intermedio de su concierto en ese prestigioso local nocturno londinense que se llama Sir Harry Lauder. Yo no conozco a Susan Dey, y conste que al cabo de una relación que ha durado nada menos que veinte años tengo la sensación de que la conozco, o estoy convencido de que ella misma sería la primera en reconocer que parecerse a la Susan Dey de
La ley de Los Ángeles
no es lo mismo que parecerse, por ejemplo, a la Vivien Leigh de
Lo que el viento se llevó.
En el fondo, y a pesar de todo, la noche que paso con Marie es mi mayor hazaña sexual, mi
polvus mirabilis.
¿Y alguien quiere saber cómo llego a eso? Porque hago preguntas. Eso es. Ése es mi secreto, así de fácil. Si alguien quiere saber cómo hace uno para cepillarse a diecisiete mujeres o más, ni una menos, he aquí mi consejo: que haga preguntas. Es un truco que funciona precisamente porque se supone que no es el mejor sistema, si uno se fía de la sabiduría colectiva masculina. Aún quedan suficientes ególatras a la vieja usanza, bocazas y tercos en sus opiniones, para que un tío como yo resulte un soplo de aire fresco, totalmente distinto de la media; Marie incluso llega a decirme algo por el estilo a mitad de la velada...
Al llegar, no tenía ni idea de que Marie y T-Bone iban a estar en el pub con Dick y Barry, quienes al parecer les habían prometido una noche genuinamente inglesa, un típico sábado por la noche de los que nos gastamos por aquí: pub, restaurante indio, autobús nocturno y toda la pesca. Pero me alegro de verles a los dos; estoy de lo más animado después de mi victoria con Laura, y como Marie siempre me ha visto igual, callado como si se me hubiese comido la lengua el gato, y bastante alicaído, debe de estar preguntándose qué habrá ocurrido. ¿Sí? Pues que se lo pregunte. La ocasión de mostrarme enigmático y desconcertante no se me presenta muy a menudo.
Están sentados en torno a una mesa, tomándose unas pintas de cerveza. Marie se hace a un lado para dejarme un sitio, pero en el momento mismo en que lo hace me pierdo del todo, desaparezco. Creo que la que me ha hecho irme ha sido la mujer que iba camino de su cita de sábado por la noche, la que vi por la ventanilla del taxi. Veo el hecho de que Marie se haga a un lado como una maniobra en miniatura, pero no por eso menos romántica: ¡eh, eso lo acaba de hacer por mí! Patético, ya lo sé, aunque sobre la marcha empieza a preocuparme que Barry o Dick —seamos serios: Barry— le haya contado dónde estaba yo, qué estaba haciendo. Y es que si sabe algo de Laura, de la ruptura, y si sabe que me he puesto tenso pensando en ella, perderá todo interés por mí y, como ya de entrada no tenía mayor interés, eso me colocaría en una situación de interés negativo para ella. En cuestión de intereses me quedaría en números rojos.
Barry y Dick están preguntando a T-Bone por Guy Clark; Marie escucha, pero se vuelve hacia mí y me pregunta en tono conspiratorio si todo ha salido bien. Qué mamón es el bocazas de Barry.
Me encojo de hombros.
—Sólo venía a recoger parte de sus cosas. Nada del otro mundo.
—Dios, yo lo pasé fatal en esa etapa, cuando te toca recoger tus pertenencias. Pasé precisamente por todo eso antes de venirme a Londres. ¿Conoces esa canción que se titula «Patsy Cline Times Two»? Está en mi repertorio, la has tenido que oír. ¿Sí? Pues trata de cómo repartimos mi ex y yo nuestra colección de discos.
—Es una canción estupenda.
—Gracias.
—¿Así que la escribiste poco antes de venir a Londres?
—La escribí por el camino. Bueno, la letra. Llevaba un tiempo con la melodía en la cabeza, pero no sabía qué hacer con ella, y no se me ocurrió la solución hasta que encontré el título.
Me empieza a dar en la nariz que T-Bone no es más que una cortina de humo.
—Entonces, ¿ésa es la razón de que te vinieras a Londres? Me refiero al reparto de la colección de discos y a todo eso, ya sabes.
—Pues sí. —Se encoge de hombros, parece ponerse a pensar y luego se ríe, porque con esa afirmación ya ha contado toda la historia que habría que contar, y no hay mucho más que decir, a pesar de lo cual de todos modos lo intenta—. Pues sí, ya ves. Él me rompió el corazón, y de golpe me di cuenta de que no quería quedarme en Austin ni un día más, así que llamé a T-Bone y él me consiguió un par de actuaciones y un apartamento. Y aquí estoy.
—¿Compartes el apartamento con T-Bone?
Se vuelve a reír, pero esta vez es una gran carcajada que suelta encima de su cerveza.
—¡Qué va! T-Bone no se prestaría a compartir casa conmigo; mi presencia le cortaría el aire que respira. Y a mí tampoco me haría ninguna gracia tener que oír desde la habitación de al lado todo lo que sucediera en su dormitorio. Voy demasiado a mi aire, demasiado suelta para eso.
Vive sola. Yo ahora estoy solo. Soy un soltero sin compromiso que está charlando con una atractiva mujer soltera, que tal vez acaba de confesar, tal vez no, cierto sentimiento de frustración sexual. ¡Ay, Dios!
Hace algún tiempo, una vez que Dick, Barry y yo nos pusimos de acuerdo en que lo que importa es tu gusto, y no lo que seas ni lo que dejes de ser, Barry propuso la idea de un cuestionario para sondear a toda persona que fuera candidata a formar pareja con uno: un texto de dos o tres páginas, una batería de preguntas tipo test, que abarcase todos los apartados de música, cine, televisión y libros. Tendría por objeto: a) ahorrarse las conversaciones torpes del principio, y b) impedir que un buen tío saltase a la cama con una chica que, después, en otra ocasión, resultara tener todos los discos que haya podido grabar Julio Iglesias a lo largo de su vida. Nos divirtió en su momento, aunque Barry, siendo como es, fue un paso más allá: efectivamente preparó el cuestionario y se lo puso delante a una pobre chica por la que estaba interesado. Ella le sacudió en la cabeza con las hojas del cuestionario. Sin embargo, su idea contenía una verdad importante y esencial, que es precisamente el hecho de que estas cosas importan, y que por eso no sirve de nada fingir que cualquier relación puede ser viable en el futuro, teniendo en cuenta que tus gustos musicales y los de ella difieren violentamente, o teniendo en cuenta que las películas preferidas de los dos ni siquiera se dirigirían la palabra si se encontrasen en una fiesta.
Si le hubiese planteado un cuestionario a Marie, no me habría dado en la cabeza con él. Habría entendido la validez del ejercicio. Sostenemos una de esas conversaciones en las que todo hace clic, todo se funde, se corresponde, se articula; una conversación en la que hasta las pausas y los signos de puntuación parecen hacerse señas para demostrar que están de acuerdo. Nanci Griffith y Kurt Vonnegut, los Cowboy Junkies y el hip-hop,
Mi vida como un perro
y
Un pez llamado Wanda,
Pee-Wee Herman y
Qué desparrame,
los deportes y la comida mexicana (sí, sí, sí, no, sí, no, no, sí, no, sí)... ¿Quién se acuerda de aquel juego de niños que se llamaba la Ratonera? Era aquella ridícula máquina de Heath Robinson que uno tenía que construir; las bolas de acero bajaban por unos canales y los hombrecillos subían por las escaleras, y una cosa golpeaba a otra, para que una más se desplazase, hasta que al final lograbas que la jaula cayese sobre el ratón y lo atrapara. Pues la velada transcurre con una precisión de chiste, pasmosa, de las que te cortan la respiración, dentro de la cual es como si pudieras ver lo que se supone que va a ocurrir, aunque al mismo tiempo no llegas a creerte que vayas a llegar hasta ahí, por más que después parezca que era de cajón.
Cuando empiezo a tener la sensación de que nos lo estamos pasando lo que se dice bien, le doy algunas oportunidades para que se salga por la tangente: cuando se hace el silencio, me pongo a escuchar a T-Bone, que le cuenta a Barry cómo es de veras Guy Clark en la vida real, como persona de carne y hueso, pero Marie se las arregla para encontrar un cauce privado por el que volvemos a charlar los dos. Y cuando nos vamos del pub al restaurante indio, decido caminar más despacio que el resto, para que ella me pueda dejar atrás si es que le apetece, pero ella también frena para ir a mi paso. Y en el restaurante soy el primero que se sienta, para que ella tenga la posibilidad de elegir dónde tomar asiento, y elige la silla que está a mi lado. Sólo al final de la noche hago algo susceptible de interpretarse realmente como un paso adelante: le digo a Marie que parece elemental que los dos compartamos taxi, yendo hacia donde vamos cada cual. De todos modos, más o menos es verdad, porque T-Bone se queda en Camden, y Dick y Barry viven los dos en el East End, de modo que no cabe pensar que haya redibujado yo todo el callejero de Londres para que se adapte a mis intenciones. Y tampoco es como si le hubiese dicho de plano que parece elemental que me quede a pasar la noche en su casa; si no quiere que me quede, basta con que se baje del taxi, intente meterme un billete de cinco en el bolsillo y se despida jovialmente. En cambio, cuando el taxi llega a donde vive ella, me pregunta si me apetece echar un vistazo a su mueble bar, y yo descubro que sí. Vaya.
Vaya. Su casa se parece mucho a la mía, un primer piso bastante cuadrado, típico de las casas de tres plantas que abundan en todo el norte de Londres. A decir verdad, se parece tanto al mío que resulta deprimente. ¿De veras es tan fácil aproximarse a mi vida? ¿Vale con llamar por teléfono a un amigo, eso es todo? A mí me ha costado toda una década, o puede que más, echar raíces aunque sean tan poco hondas como las mías. La acústica de la casa es un desastre; no hay libros, no hay una pared llena de discos y la verdad es que tiene muy pocos muebles: nada más que un sillón y un sofá. No hay equipo de alta fidelidad, sólo un magnetófono y unas cuantas cintas, parte de las cuales compró en la tienda. Y me emociona en cambio ver un par de guitarras apoyadas contra la pared.
Entra en la cocina, que en realidad está dentro del cuarto de estar, sólo que se diferencia porque la alfombra termina en la entrada, donde empieza el linóleo, y viene con hielo y dos vasos (no me ha preguntado si quiero hielo, pero es el primer tropiezo, la primera nota discordante que le ha salido en toda la noche, y tampoco es para quejarse); se sienta a mi lado en el sofá. Le pregunto por Austin, por los clubs y la gente de por allá; también le hago un montón de preguntas sobre su ex, y resulta que habla bien de él. Describe el entorno y me cuenta el revés que se llevó con sabiduría y con honradez, y con una punta de humor seco y de desdén por sí misma; me doy cuenta de por qué le salen canciones tan buenas como las que compone. Yo no hablo bien de Laura; mejor dicho, no hablo siquiera con esa clase de profundidad. Recorto los cantos, limo las aristas, ensancho los márgenes y hablo sólo con letras de molde, para que parezca algo más detallado de lo que es en realidad, de modo que algo le cuento sobre Ian (aunque no llega a oír los ruidos que yo oí), y bastante más sobre el trabajo de Laura, pero no menciono nada del aborto, del dinero y de las mujeres de orgasmos simultáneos, que en el fondo son un auténtico coñazo. Me parece incluso a mí, que ya es decir, que empezamos a tener una conversación íntima; hablo con tranquilidad, despacio, pensativamente, expreso algún remordimiento, digo cosas bonitas de Laura, insinúo el hondo océano de melancolía que se halla bajo la superficie. En realidad, todo es una mamonada, un esbozo de caricatura en la que sale a relucir el tío decente y sensible, y funciona, porque me encuentro en posición de inventarme mi propia realidad y porque, me parece, Marie ha empezado a tener bien claro que le gusto.
Se me ha olvidado del todo cómo se hace lo que sigue, aunque nunca estoy muy seguro de que vaya a seguir otro paso. Recuerdo aquello que se hacía en plena juventud, aquello de pasar el brazo por encima del sofá para dejarle caer la mano en el hombro, o presionar un poco la pierna contra la suya; me acuerdo de aquellos gestos de adulto duro y curtido que ensayaba cuando tenía veintitantos, que consistían sobre todo en mirarla a los ojos y preguntarle si le apetecía que pasáramos la noche juntos. De todo aquello, no hay nada con pinta de ajustarse a la situación. ¿Qué se hace en estos casos, cuando uno ya está en edad de merecer? Al final —y si alguien quiere hacer una apuesta, en este caso le aviso que lleva las de perder, porque es difícil de acertar— todo se resuelve en una torpe colisión, de pie los dos en medio del cuarto de estar. Me levanto para ir al lavabo, ella me dice que me enseña el camino, chocamos, la sujeto, nos besamos y vuelvo a caer de lleno en la tierra de la neurosis sexual.
¿Por qué es el fracaso lo primero que se me ocurre cuando me encuentro en situaciones como ésta? ¿Por qué no me limito a disfrutar? Si uno tiene que hacer la pregunta a la fuerza, entonces sabe bien que está perdido: la falta de espontaneidad es el peor enemigo del hombre. De momento, ya me empiezo a preguntar si tendrá constancia de mi erección, tal como yo la tengo; si la tiene, me pregunto qué es lo que le inspira, pero no puedo mantener siquiera la preocupación, y para qué decir todo lo demás, porque otro montón de preocupaciones me invade, y el siguiente paso parece ser tan difícil que me intimida: parece ser insondablemente aterrador, absolutamente imposible.
Veamos por dónde se le pueden torcer las cosas a un hombre. Para empezar, cabe que no pase nada de nada, pero también puede pasar demasiado y demasiado deprisa; luego está lo del bajón decepcionante tras un comienzo prometedor o el problema del tamaño, que nunca es importante hasta que uno se ve metido en el fregado; resumiendo, resulta que a veces no cumples como tendrías que cumplir. Frente a todo esto, ¿de qué tienen que preocuparse las mujeres? ¿De un poco de celulitis aquí o allá? Bienvenida al club. ¿Alguna duda, ganas de saber en qué lugar de la clasificación te encuentras? Lo mismo digo.