Alta fidelidad (5 page)

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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
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A veces lo intentábamos en serio, por ejemplo cuando estábamos con otras personas aún más calladas que nosotros; nunca hablamos de por qué de pronto nos volvíamos más gritones y más parlanchines, pero estoy seguro de que los dos sabíamos muy bien qué estaba ocurriendo. Era para tener una compensación por el hecho de que la vida en realidad estuviese sucediendo en otra parte, de que en otra parte Michael y Charlie estuviesen juntos, pasándoselo mejor que nosotros con gente de más glamour que nosotros, y por eso armábamos un alboroto que era una especie de gesto de desafío, una fútil pero necesaria autoafirmación. (Esto suele verse por todas partes: abundan los jóvenes de clase media cuya vida les empieza a resultar decepcionante, y por eso hacen demasiado ruido en los bares, restaurantes y en las discotecas. «¡Miradme! ¡No soy tan pelma ni tan aburrido como pensáis! ¡Sé cómo divertirme!» Es patético. Yo me alegro de haber aprendido a quedarme en casa a rumiar mi mal humor.) El nuestro fue un matrimonio de conveniencia, tan cínico y tan mutuamente ventajoso como el que más; yo de veras llegué a pensar que podría pasar mi vida con ella. Desde luego, no me habría importado. Era una tía que estaba bien.

Hay un chiste que vi una vez en una telecomedia —¿en
Un hombre en casa
tal vez?—, un chiste terriblemente malo, en el que un tío se liga a una chica desproporcionadamente gorda y con gafas para pasar la noche con ella, la emborracha y pasa a la ofensiva en cuanto la tiene en su casa. «¡Ay, que yo no soy de ésas!», chilla ella para defenderse. Él la mira boquiabierto, con cara de pasmo. «Pero... pero si tienes que serlo», dice. Me hizo mucha gracia cuando tenía dieciséis años, pero no había vuelto a pensar en ello hasta que Sarah me dijo que había conocido a otro y que... «Pero... pero no es posible», quise balbucear. No quiero decir que Sarah no estuviese de buen ver, porque no es verdad, ni mucho menos, y porque a ese otro tío está claro que ella le había gustado. Lo que quiero decir es que conocer a otro era algo totalmente contrario al espíritu de nuestro entendimiento. Todo lo que teníamos en común (nuestra admiración compartida por
La Diva
, a decir verdad, no nos duró mucho más allá de los primeros meses de convivencia) era lisa y llanamente que otros nos habían abandonado, y que en conjunto estábamos en contra del abandono: los dos éramos fervorosos antiabandonistas. Por eso, ¿cómo pude ser abandonado de nuevo?

Está claro que empezaba a portarme de modo poco realista. Se corre el riesgo de perder a una persona con la que vale la pena pasar el tiempo, es evidente, a menos que uno sea tan paranoico frente a la pérdida que escoja deliberadamente a una persona imperdible, a una persona que no pueda tener nunca el menor atractivo a ojos de los demás. Si uno va a optar por esta posibilidad descabellada, debe tener en cuenta de todos modos la hipótesis de que le salga el tiro por la culata, de que un tío llamado por ejemplo Marco, o en este caso Tom, aparezca y le haga puré todo el montaje. Pero yo no lo vi así en su momento. Lo único que vi claro es que había bajado a segunda división, o a tercera —es dudoso que estuviera en primera—, y que ni por ésas me había salido bien la jugada, lo cual me pareció causa más que suficiente para ponerme triste y autocompadecerme en abundancia.

Y fue entonces cuando te conocí a ti, Laura, y vivimos juntos. Y ahora resulta que te has marchado. Por eso quiero que de todos modos sepas que en esto no constituyes ninguna novedad; si quieres llegar a entrar en la lista, tendrás que hacer algo más sonado. No soy tan vulnerable como cuando Alison o Charlie me abandonaron, tú tampoco has cambiado toda la estructura de mi vida, como hizo Jackie, ni tampoco me has hecho sentirme fatal, como hizo Penny (y no hay forma de que me humilles, como hizo Chris Thomson); además, soy más recio que cuando me dejó Sarah; por otra parte, a pesar de la pena negra y a pesar de lo mucho que dudas de ti mismo cuando te abandonan, de las dudas que entonces afloran a la superficie como burbujas salidas de lo más profundo, sé muy bien que tú no representabas mi última y mejor oportunidad para entablar una relación estable y duradera. Ya ves qué cosas. Estuvo bien el intento: estuviste cerca, pero te faltó un pelo. Así que ya nos veremos un día de éstos.

Ahora...
1

Laura se va el lunes a primerísima hora, con un bolso de lona y una bolsa de plástico. Te inspira una total sobriedad, todo hay que decirlo, ver qué poca cosa se lleva esta mujer que adora sus cosas, sus teteras, sus libros, sus grabados, la pequeña escultura que se trajo de un viaje a la India; miro el bolso y pienso: joder, cuántas ganas tiene de dejar de vivir conmigo.

Nos damos un abrazo delante de la puerta. Está llorando un poco.

—No sé ni qué estoy haciendo, la verdad —me dice.

—Ya me doy cuenta —digo yo, una especie de chiste que tampoco lo es del todo—. Pero no hace falta que te vayas ahora. Te puedes quedar hasta cuando quieras.

—Gracias, pero ya hemos pasado lo más difícil, así que más vale, ya sabes...

—Bueno, quédate sólo a pasar esta noche.

Sin embargo, ella hace una mueca y agarra el pomo de la puerta.

Es una salida torpísima. Ella no tiene las manos libres, pero intenta abrir la puerta pese a todo, aunque no puede; se la abro yo, pero entonces le impido el paso sin querer, así que tengo que salir al rellano para dejarla salir, y ella tiene que sujetarme la puerta abierta, porque no tengo las llaves encima, y yo he de pasar a su lado encogiéndome, para pillar la puerta antes que se cierre tras ella. Eso es todo.

Lamento decir que me entra por algún sitio, a lo mejor por los dedos de los pies, un grandísimo sentimiento que es en parte liberación y en parte excitación nerviosa, un sentimiento que me barre el cuerpo entero como una oleada bien potente. Es una cosa que ya he sentido antes, y que por eso sé que no vale gran cosa. Es confuso, por ejemplo, porque no quiere decir que vaya a sentirme extasiado de felicidad durante las próximas semanas. Pero sí sé que debería hacer algo con él, disfrutarlo al menos mientras dure.

Es así como celebro mi regreso al Reino de la Soltería, que es algo así como el Reino de los Singles, tiene gracia: me siento en mi sillón, en el que se va a quedar aquí conmigo, y arranco a pellizcos el relleno del brazo; enciendo un cigarrillo a pesar de que es temprano y de que tampoco me apetece mucho, solamente porque ahora tengo total libertad para fumar en el piso cuando me venga en gana, sin que por eso se arme la menor trifulca. Me pregunto si ya conozco a la siguiente chica con la que voy a acostarme, o si será alguien que todavía me es desconocido; me pregunto qué aspecto tendrá, y si lo haremos aquí o en su casa, y me pregunto, en tal caso, cómo será su casa. Y decido que voy a pintar el logo de Chess Records en la pared del cuarto de estar. (En Camden Town había una tienda de discos que los tenía todos, el de Chess, el de Stax, el de la Motown, el de Trojan, troquelados a la entrada, sobre la pared de ladrillo. Quedaba fenomenal. A lo mejor puedo contratar al tío que hizo los troqueles y pedirle que me haga una versión algo más reducida aquí en casa.) Me siento estupendamente. Me siento muy bien. Me voy a trabajar.

Mi tienda se llama Championship Vinyl. Vendo música punk, blues, soul y rythm & blues, un poquito de ska, algunas cosillas indies, pop de los sesenta, en fin, de todo un poco, pero pensando más que nada en el coleccionista discográfico serio, que es lo que dice un rótulo irónicamente anticuado que hay en el escaparate. Estamos en una calle bastante tranquila de Holloway, situados estratégicamente para atraer a un mínimo de mirones; en realidad, no existe ninguna razón para venir por aquí, a menos que uno viva en la zona, y a la gente del barrio no parece interesarle gran cosa mi
Stiff Little Fingers
etiqueta blanca (te lo dejo en veinticinco libras: a mí me costó diecisiete en 1986), ni tampoco mi copia monoaural de
Blonde on Blonde.

Voy tirando gracias a la gente que hace un esfuerzo especial por venir a comprar aquí los sábados —jóvenes, siempre hombres jóvenes con gafas a lo John Lennon, con chupas de cuero y los brazos cargados de bolsas de plástico— y gracias a los pedidos por correo: me anuncio en las páginas correspondientes de las revistas de música, y recibo cartas de jóvenes, siempre hombres jóvenes, de Manchester y de Glasgow, y hasta de Ottawa, hombres jóvenes dispuestos a gastar una cantidad desproporcionada de su tiempo buscando singles descatalogados de los Smiths y álbumes de Frank Zappa en los que destaque el rótulo GRABACIÓN ORIGINAL - NO REEDITADA. Tan poco les falta para estar locos de remate que, en el fondo, da lo mismo.

Llego tarde al trabajo. Dick ya está apoyado contra la puerta, esperándome, leyendo un libro. Tiene treinta y un años, lleva el pelo largo y algo sucio; hoy lleva una camiseta de los Sonic Youth, una chupa de cuero negro que intenta insinuar virilmente que ha conocido tiempos mejores, aunque la compró hace sólo un año, y un walkman con unos auriculares ridículamente desproporcionados, enormes, que no sólo le tapan las orejas, sino la mitad de la cara. Lo que lee es una edición de bolsillo de la biografía de Lou Reed. La bolsa de lona que tiene entre los pies —que sí ha visto tiempos mejores— anuncia un sello discográfico independiente, americano y violentamente moderno; le costó muchísimo esfuerzo hacerse con ella, y se pone nervioso cada vez que nos acercamos a la bolsa. La usa para llevar cintas de acá para allá; Dick ha oído casi toda la música que hay en la tienda, y prefiere llevarse cosas nuevas al trabajo —cintas que le prestan o le graban los amigos, piratas que ha encargado por correo— en vez de perder el tiempo escuchando lo que sea por segunda vez. («¿Te apetece venir a almorzar al pub, Dick?», le preguntamos Barry o yo mismo un par de veces por semana. Él mira con aire de plañidera su pila de casetes y suspira. «Me encantaría, pero aún tengo que escuchar todo eso, ya ves.»)

—Buenos días, Richard.

Se sujeta con evidente nerviosismo los cascos gigantescos, se desplaza uno a un lado de la oreja, el otro le cae encima del ojo.

—Ah, hola. Hola, Rob.

—Perdona por el retraso.

—Nada, no pasa nada.

—¿Qué tal el fin de semana?

Abro la cerradura de la tienda mientras él recoge sus cosas.

—Bien, bien, bien. Encontré en Camden el primero de Liquorice Comfits, el que trae «Testament of Youth». Aquí nunca se llegó a editar. Es importado de Japón.

—Joder, qué bien —le digo, pero no tengo ni idea de qué cojones está hablando.

—Te lo grabaré.

—Gracias.

—Lo digo porque a ti te gustó el segundo, o eso dijiste.
Pop, chicas, etc.
¿Te acuerdas? Es el que lleva a Hattie Jacques en la portada. Pero tú no viste la portada, claro. Sólo tienes la cinta que te grabé yo.

Estoy seguro de que me hizo una cinta con un disco de Liquorice Comfits, y estoy seguro de que le dije que me había gustado. Tengo la casa llena de cintas que me ha grabado Dick, la mayor parte de las cuales no he oído nunca.

—¿Y tú qué tal? ¿Qué tal el fin de semana? ¿Algo bueno? ¿Nada bueno?

No consigo imaginarme qué clase de conversación tendríamos si le contase a Dick cómo me ha ido el fin de semana. Lo más probable es que se hiciera añicos si le explicase que Laura me ha dejado. A Dick no se le dan nada bien estas cosas; de hecho, si alguna vez le confesara algo de naturaleza lejanamente personal —por ejemplo, que tengo madre y padre, o que iba a la escuela cuando era más joven—, imagino que se pondría colorado, tartamudearía algo y terminaría por preguntarme si he oído el último álbum de los Lemonheads.

—Más o menos. De todo ha habido, ya se sabe.

Asiente. Está claro que he dado la respuesta correcta.

La tienda huele a humo rancio, a humedad, al plástico de las cubiertas protectoras; es angosta, deslucida, mugrienta, y está demasiado llena de cosas, no cabe ni un disco más, pero en parte porque es así como yo la quería, porque es así como han de ser las tiendas de discos, ya que sólo los fans de Phil Collins se interesan por esas otras que parecen tan limpitas y tan arregladas como un Habitat; también es en parte porque no me animo ni a hacerle una limpieza a fondo ni a cambiar la decoración de arriba abajo.

Hay expositores a ambos lados, y algunos más frente al escaparate, y compacts y casetes en las paredes, en vitrinas acristaladas, y más o menos eso es todo lo que contiene; a mí me parece que el tamaño es suficiente, sobre todo si se tiene en cuenta que no tenemos demasiados clientes, de modo que sí, la mayor parte de los días tiene un tamaño suficiente. La trastienda que hay al fondo es más grande incluso que la tienda, pero la verdad es que no tenemos nada en el almacén, aparte de unas cuantas cajas de discos de segunda mano que nadie se toma la molestia de etiquetar con un precio razonable, de modo que la trastienda sirve más que nada para tontear. Estoy bastante harto del aire que tiene la tienda y la trastienda también, si he de ser sincero. Tengo miedo de que cualquier día de éstos me dé un ataque, me vuelva majara, arranque el móvil de Elvis Costello que cuelga del techo, tire por el suelo el cajón de los «Cantantes Country» (A-K), me marche a trabajar a un Virgin Megastore y no vuelva nunca más.

Dick pone un disco nada más entrar, algo que suena a psicodelia de la Costa Oeste, y prepara un café mientras yo repaso el correo; nos tomamos el café; él intenta después introducir con calzador algunos discos en los expositores que están llenos a reventar, mientras yo preparo un par de pedidos por correo; luego echo un vistazo al crucigrama rápido del
Guardian
mientras él lee una revista de rock americano de importación; después él mira el crucigrama del
Guardian
mientras yo leo la revista de rock americano de importación, y en un visto y no visto me toca a mí preparar un café.

A eso de las once y media, un borrachín irlandés que se llama Johnny entra dando tumbos. Suele venir a vernos unas tres veces por semana, y sus visitas han terminado por ser una rutina coreografiada con arreglo a un guión preestablecido, que ni él ni yo tenemos ningunas ganas de cambiar. En un mundo hostil e imprevisible como este en el que vivimos, los dos confiamos el uno en el otro para que no nos falle nunca algo con lo que podemos contar.

—Lárgate, Johnny —le digo.

—¿Qué pasa, tú? ¿Es que mi dinero no te vale, o qué? —dice.

—Tú no tienes dinero, y aquí no tenemos nada que te apetezca comprar, ¿vale?

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