—Ya sabía yo que esto terminaría por pasar.
—Pues si ya lo sabías, ¿por qué estás tan disgustada?
—Rob, ¿qué es lo que vas a hacer?
—Verás: me voy a beber el resto de una botella de vino que he abierto hace un rato delante de la tele. Luego me iré a dormir, mañana me levantaré y me iré a trabajar.
—¿Y después?
—Conocer a una buena chica, tener hijos.
Es la respuesta correcta.
—Ay, si fuera así de fácil...
—Lo será, te lo prometo. La próxima vez que hablemos, lo habré resuelto todo.
Está casi sonriendo; se lo noto por teléfono. Empiezo a ver un punto de luz al final del largo y oscuro túnel telefónico.
—Pero ¿qué dijo Laura? ¿Sabes al menos por qué te ha dejado?
—La verdad es que no.
—Pues yo sí.
Me invade una pasajera y repentina alarma, hasta que entiendo qué se propone.
—No, mamá; no tiene nada que ver con el matrimonio, si es eso lo que estás insinuando.
—Eso lo dirás tú, pero ya me gustaría oír lo que dice ella.
Tranquilo. No dejes que te... No te cebes...
Bah, a la mierda.
—Mamá, ¿cuántas veces tendré que aguantarte esto, por Dios? Laura no quería casarse, te lo aseguro. No es una chica de esas que tú te piensas, por usar la frase hecha. Ahora las cosas ya no son como tú te crees.
—No sé cómo son las cosas, aparte de que siempre es lo mismo: conoces a una chica, se va a vivir contigo, te deja. Conoces a una chica, se va a vivir contigo, te deja. Siempre igual.
Supongo que se ha marcado un punto a su favor.
—Anda, mamá, calla de una vez, ¿quieres?
La señora Lydon llama unos minutos más tarde.
—Hola, Rob. Soy Janet.
—Hola, señora Lydon.
—¿Qué tal estás?
—Bien, ¿y usted?
—Bien, gracias.
—¿Y Ken?
El padre de Laura no está precisamente como una rosa: tiene angina de pecho, y tuvo que acogerse a la jubilación anticipada.
—No va mal. Con sus achaques, ya sabes. Oye, ¿está Laura?
Qué interesante. No ha llamado a su casa para decir nada. ¿Será tal vez un indicio de culpabilidad?
—No, me temo que no está. Se ha quedado en casa de Liz. ¿Quiere que le diga que le llame?
—Sí, pero si no vuelve muy tarde.
—De acuerdo, sin problema.
Y ésa es posiblemente la última vez que hablamos en la vida. «Sin problema»: las últimas palabras que digo a una persona con la que he tenido una razonable proximidad antes de que nuestras vidas adquieran rumbos muy distintos. Es raro, ¿eh? Te pasas las vacaciones de Navidad en casa de una persona, te preocupas por las operaciones quirúrgicas que le tienen que hacer, le das abrazos, besos, le regalas flores, la ves incluso en bata de andar por casa..., y de golpe, ¡zas!, se acabó. Se acabó para siempre. Y tarde o temprano habrá otra madre, otra Navidad, más venas varicosas. Son todas iguales. Sólo cambia la dirección, el distrito postal, el color de la bata de andar por casa.
Estoy en la trastienda intentando poner un poco de orden, cuando oigo de lejos una conversación entre Barry y un cliente, un hombre de mediana edad a juzgar por la voz; por lo que dice, no está muy al día que digamos.
—Estoy buscando un disco para mi hija, para regalárselo por su cumpleaños. «I Just Called to Say I Love You.» ¿Lo tienen?
—Desde luego —dice Barry—. Desde luego que lo tenemos.
Sé de sobra que el único single de Stevie Wonder que tenemos en estos momentos es «Don't Drive Drunk». Lo tenemos desde hace una pila de años. Y nunca hemos podido quitárnoslo de encima, ni siquiera rebajándolo a sesenta peniques. ¿A qué estará jugando?
Me acerco al mostrador para ver qué se cuece. Ahí está Barry, de pie, sonriéndole. El tío parece un tanto aturullado.
—Entonces, ¿me lo puede vender? —pregunta, esbozando una media sonrisa de alivio, como un niño pequeño que en el último segundo se ha acordado de añadir el «por favor» de turno.
—No, lo siento mucho, pero no puedo.
El cliente, que tiene bastantes más años de los que supuse en principio, lleva una gorra de tela impermeabilizada y una gabardina beige bastante sucia. Parece clavado en el sitio. Para empezar, yo no quería entrar en este agujero infernal y ruidoso, se ve lo que está pensando. Para colmo, este tío me va a enredar.
—¿Por qué no?
—¿Cómo dice?
Barry ha puesto algo de Neil Young, y en este preciso instante le ha dado a Neil la vena eléctrica.
—¿Por qué no?
—Pues porque es una mierda sentimentaloide, una horterada. Por eso. ¿Me explico? ¿O es que tiene este local pinta de ser una de esas tiendas de tres al cuarto en las que se venden porquerías como «I Just Called to Say I Love You», eh? Ande, lárguese de aquí y no pierda el tiempo.
El viejo se da la vuelta y se larga. Barry se ríe por lo bajo, encantado de la vida.
—Un millón de gracias, Barry. Eres un chollo.
—¿Qué pasa, tío?
—Que acabas de acojonar a un puto cliente, eso es lo que pasa. ¿Te parece poco?
—A ver, a ver, a ver. Un momento: no teníamos lo que quería. Sólo me he reído un poco de él, y además no te cuesto ni un penique.
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿de qué coño se trata?
—Se trata, escúchame bien, de que no quiero volver a oírte hablar así a nadie que entre en la tienda. Nunca más. ¿Está claro?
—¿Y por qué no? ¿De veras crees que ese viejo zoquete iba a convertirse en un cliente habitual?
—No, no es eso... Escúchame, Barry. ¿Sabes qué pasa? Que el negocio no va tan bien como pueda parecer. Ya sé que antes les meábamos en la oreja a todos los que venían pidiendo algo que no nos hiciera gracia, pero eso se tiene que acabar.
—Cojones, si hubiésemos tenido el disco, se lo habría vendido, y así tendríamos cincuenta peniques o puede que una libra más que ahora, pero sin meada en la oreja, y tampoco le habríamos visto el pelo nunca más. Vaya negocio.
—¿Se puede saber qué te ha hecho ese tío?
—Sabes muy bien qué me ha hecho. Me ha ofendido con su gusto lamentable.
—Si el gusto ni siquiera era suyo, hombre; si venía a comprar un disco que le había pedido su hija...
—Te estás reblandeciendo con los años, Rob. No sé si te acuerdas, pero hubo un tiempo en que lo habrías echado a patadas.
Tiene razón, es verdad. Pero parece como si hubiera sido hace mucho tiempo. Lo que pasa es que ya no me enrolla nada tanta mala leche.
El martes por la noche me dedico a reorganizar mi colección de discos; es una cosa que suelo hacer en época de altibajos emocionales. Habrá gente a quien le parezca una forma bastante aburrida de pasar una velada, pero yo no estoy entre ellos. Mi vida es mía, es ésta, y resulta agradable sumergirse en ella hasta los codos, tocarla con los dedos.
Cuando Laura estaba aquí conmigo, tenía los discos ordenados alfabéticamente; antes los había clasificado por orden cronológico, empezando por Robert Johnson y terminando no sé por dónde, por Wham!, por algún africano, por lo que estuviera escuchando cuando nos conocimos Laura y yo. Esta noche, en cambio, me apetece algo muy distinto, así que voy a intentar recordar el orden en que los he ido comprando: de esa forma espero escribir mi propia autobiografía, pero sin tener que molestarme en coger la pluma. Saco los discos de los estantes, los coloco en montones por el suelo del cuarto de estar, busco
Revolver
y empiezo por ahí; cuando he terminado, me siento de puta madre, ya que a fin de cuentas ése soy yo. Me agrada ver cómo he pasado de Deep Purple a Howling Wolf en veinticinco jugadas; ya no me reconcome recordar la melodía de «Sexual Healing», que escuché mientras duró una larga temporada de celibato forzoso, ni me avergüenza tampoco acordarme de que formé un club de rock en la escuela, una estupenda idea para reunirme con los demás chavales de octavo y charlar de Ziggy Stardust y de
Tommy
hasta hartarnos.
Pero lo que de veras me gusta es la sensación de seguridad que me produce mi nuevo sistema clasificatorio; así me he convertido en algo más complejo de lo que soy en realidad. Tengo unos dos mil discos, y ahora hay que ser yo, o tener como mínimo el doctorado en Flemingología, para saber por dónde encontrar cualquiera de ellos. Si me apetece poner, es un decir,
Blue,
de Joni Mitchell, tengo que acordarme de que lo compré para regalárselo a una persona en el otoño de 1983, y que me lo pensé mejor y que decidí quedármelo, por razones en las que ahora no me apetece entrar. Vaya, vaya: de todo eso no tienes ni la menor idea, ¿eh? Así que estás que no sabes ni por dónde te hallas, ¿no? Pues tendrás que pedirme que te lo encuentre, y por alguna razón esto me resulta de lo más reconfortante.
El miércoles sucede algo bastante extraño. Johnny entra en la tienda, canturrea «All Kinds of Everything», intenta llevarse un fajo de fundas, y terminamos bailando nuestro baile de siempre hasta salir de la tienda, pero de repente se retuerce, me mira a la cara y me pregunta a bocajarro si estoy casado.
—No, no estoy casado, Johnny. No. ¿Y tú?
Se echa a reír a la vez que oculta la cara a la altura de mi sobaco: tiene una manera de reír poco menos que terrorífica, una risa de maníaco, que apesta a alcohol y a tabaco y a vómito, y que termina con una explosión de flemas.
—¿Tú crees que estaría tan jodido como estoy si tuviera una mujer? —me espeta a la cara.
No le digo nada; me concentro tan sólo en acompañarle hasta la puerta para darle el bote, pero la tosca y triste apreciación de sí mismo que acaba de hacer Johnny ha llamado la atención de Barry; puede que aún esté dolido por lo que le dije anteayer, y se inclina sobre el mostrador.
—No te serviría de nada, Johnny. Rob tiene en casita a una mujer encantadora, y ya lo ves. Está que da pena verlo. Lleva un corte de pelo lamentable. Tiene espinillas. Lleva un jersey que da asco. Los calcetines, grimosos. La única diferencia que hay entre Rob y tú, Johnny, es que tú no tienes que pagar todas las semanas el alquiler del local.
Ésas son las lindezas que me dedica Barry casi a todas horas. Hoy, no sé por qué, no se lo aguanto, y le miro de esa manera que ha de darle a entender, se supone, que se calle la boca, pero que él interpreta como una invitación para seguir pasándose conmigo todo lo que le dé la gana.
—Rob, conste que lo hago por tu bien. Llevas el jersey más feo que he visto nunca. De verdad, nunca he visto un jersey que le siente tan mal a nadie, quiero decir, a nadie con quien yo me hable, claro, que por la calle se ve cada cosa... Es una desgracia para la raza humana. David Coleman nunca se pondría una cosa así en
A Question of Sport;
John Noakes habría hecho que lo detuvieran por delito contra la moda. Val Doonican le habría echado un vistazo y...
Echo a Johnny de la tienda, lo dejo plantado en la acera, cierro de un portazo; agarro a Barry por las solapas de su chaqueta de ante y le digo que si le oigo decir una más de sus chorradas patéticas, inútiles e intolerables, una sola más en toda mi vida, lo mataré con mis propias manos. Cuando lo suelto, estoy temblando de rabia.
Dick sale de la trastienda y se pone a dar saltitos.
—Eh, tíos —susurra—. Eh, eh, tíos.
—¿Y tú qué pretendes, pedazo de idiota comemierda? —me pregunta Barry—. Como me hayas roto la chaqueta, me la vas a pagar bien gorda.
Eso es lo que ha dicho: «Me la vas a pagar bien gorda.» Joder. Acto seguido, sale de la tienda hecho una furia.
Voy a sentarme en el escalón de la trastienda, y veo a Dick aparecer por la puerta.
—¿Estás bien?
—Sí, lo siento. —Prefiero tomar la salida más fácil de todas las posibles—. Mira, Dick. Resulta que no tengo una mujer estupenda esperándome en casa. Se ha marchado. Oye, si volvemos a ver a Barry alguna vez, a lo mejor tú podrías decírselo.
—Claro, claro que se lo diré, Rob. No hay problema. No hay ningún problema. Se lo diré la próxima vez que lo vea, descuida —dice Dick.
No digo nada. Le hago un gesto de asentimiento.
—Tengo..., tengo otras cosas que decirle, así que no hay problema. Le diré lo de, ya sabes, lo de... Laura, se lo diré cuando le diga todo lo demás —dice Dick.
—Vale, tío.
—Bueno, claro que empezaré por contarle lo tuyo antes de ir a lo mío. A todo esto, lo mío no es gran cosa. No es más que un concierto en el Harry Lauder mañana por la noche. Por eso se lo diré antes. Buenas noticias y malas noticias, más o menos —dice Dick. Se ríe con evidente nerviosismo. Mejor dicho, malas noticias y buenas noticias, porque a él le gusta la persona que va a tocar mañana en el Harry Lauder; una mirada de horror le cruza un momento por la cara—. Quiero decir que, bueno, que también le gustaba Laura, no quería decir eso. Y también le caes bien tú, ya lo sabes; lo que pasa es que...
Le digo que no se apure, que ya sé qué quiere decir, y le pido que me prepare un café.
—Claro, cómo no. Mira, Rob... ¿Quieres..., quieres que hablemos de, bueno, de todo eso?
Por un momento, casi me siento tentado: una conversación de hombre a hombre con Dick sería una experiencia única en la vida. Pero termino por decirle que no hay nada que decir, y por un instante hasta me parece que está a punto de darme un abrazo.
Nos vamos los tres al Harry Lauder. Todo va como la seda con Barry; Dick le puso al corriente cuando volvió por la tienda, y ahora los dos se desviven por cuidarme. Barry me ha hecho una elaborada y anotada cinta recopilatoria, y Dick ahora repite sus preguntas hasta cuatro y cinco veces, en lugar de las dos o tres habituales. Los dos insistieron a su manera en que fuese al concierto con ellos.
El Lauder es un pub enorme, con unos techos tan altos que el humo de los cigarrillos se condensa allá arriba, como si fuese una nube de tebeo. Es un sitio espacioso, algo gastado; a los asientos les han vaciado el relleno de cualquier manera, la gente que trabaja en el local tiene cara de pocos amigos, y los clientes con pinta de habituales o son terroríficos o están casi inconscientes; los servicios son húmedos y malolientes, no hay nada que comer en la barra, el vino es pésimo, la cerveza tiene demasiado gas y está demasiado fría; dicho de otra manera, es un pub corriente y moliente, como tantos otros del norte de Londres. No venimos mucho por aquí, aunque está bastante cerca. Aquí suelen tocar esos grupos punk de tercera regional, por los que más de uno pagaría la mitad del jornal a cambio de no tener que aguantarlos. De uvas a peras, que es lo que pasa esta noche, actúa algún que otro oscuro artista americano de folk o de country, de esos que podrían llegar con todos sus admiradores en el mismo coche. El pub estará más o menos a un tercio de su aforo, no está nada mal; cuando entramos, Barry señala a Andy Kershaw y a un tío que escribe en el
Time Out.
El Lauder no podría estar más a tope de marchoso.