Es facilísimo ver de qué van Dick y Barry las tardes de los sábados. Dick tiene la paciencia, el entusiasmo y la amabilidad de un profesor de primaria: sabe vender a los clientes discos que ellos ni siquiera habían soñado que tal vez desearan comprar, porque intuitivamente acierta sobre eso que más les conviene llevarse. Charla con ellos, pone en el plato vete a saber qué, y en un visto y no visto los clientes dejan sobre el mostrador billetes de cinco casi de forma distraída, como si fuera eso lo que venían buscando. Barry, entretanto, es como una apisonadora que aplana a los clientes y los convence para que cedan a lo que él diga. Es capaz de poner a uno literalmente a caldo por no tener el primer álbum de Jesus and Mary Chain, y la persona en cuestión se lo lleva sin dudarlo, o bien se ríe de otro porque no tiene
Blonde on Blonde
en su colección, de modo que el cliente se lo compra encantado de la vida, y sabe cómo explotar de pura incredulidad cuando uno le confiesa que nunca había oído hablar de Ann Peebles, de modo que también se lleva alguna cosa de ella. A eso de las cuatro, casi todos los sábados, es cuando preparo una taza de té para los tres, y es cuando me siento con un punto de lucidez, quizá porque a fin de cuentas éste es mi trabajo, y porque va sobre ruedas, o quizá porque me siento orgulloso de los tres, del modo en que nuestros talentos respectivos, sin ser nada del otro mundo, tienen su peculiaridad, y además los empleamos de la forma más provechosa.
Por eso, cuando cierro la tienda y nos preparamos para ir a tomar un par de copas, cosa que hacemos todos los sábados, de hecho, estamos encantados de estar juntos; tenemos tan buen rollo que nos durará para gastarlo poco a poco durante los siguientes días de vacío, y se nos habrá terminado del todo el viernes a la hora del almuerzo. Estamos tan contentos que al tiempo que despedimos a los últimos clientes y damos el día por cerrado hacemos cada uno nuestra lista de canciones preferidas de Elvis Costello (yo me quedo al final con «Alison», «Little Triggers», «Man Out of Time», «King Horse» y una versión estilo Merseybeat, que tengo en una cinta pirata aunque ni siquiera sepa dónde está, de «Every Day I Write the Book»: lo digo con la idea de que la oscuridad del último tema seleccionado contrarreste la obviedad de los primeros cuatro y me libre así de las pullas de Barry). Terminadas las peloteras y los muermos de la semana, sienta de cine pensar de nuevo en cosas como ésas.
Sin embargo, cuando salimos de la tienda me encuentro con que Laura me está esperando apoyada en la franja de pared que separa la tienda de la zapatería de al lado, y me acuerdo de golpe de que éste no es ni por asomo uno de los períodos más atinados de mi vida.
Lo del dinero es bien fácil de explicar: ella lo tenía, yo no, ella tenía ganas de dármelo. Fue cuando llevaba pocos meses en su trabajo nuevo, cuando su sueldo empezaba a engordar un poco su cuenta corriente. Me prestó cinco de los grandes porque ella los tenía y yo no; si no me los hubiese prestado, lo habría pasado fatal. Nunca se los he devuelto porque nunca he podido, y el hecho de que ella se haya largado a vivir a otra parte y esté saliendo con otro tío no me convierte automáticamente en un menda más rico, al que de golpe le sobren cinco de los grandes. Así de sencillo. El otro día, cuando hablamos por teléfono y se lo puse de lo más crudo, cuando le dije que me había jodido la vida entera, ella comentó de pasada algo sobre ese dinero; dijo, no sé, que también podía empezar a devolvérselo en cómodos plazos, y yo contesté que muy bien, que le pagaría una libra por semana durante los próximos cien años. Y me colgó el teléfono.
Eso es lo del dinero. Lo que le dije sobre mi descontento con nuestra relación, sobre el hecho de que en el fondo más o menos andaba con ganas de conocer a otra tía... Fue ella quien me obligó a decirlo. Me engatusó de tal manera, me lió tanto que al final lo dije. Ya sé que parece un argumento tirando a flojo, pero es verdad. En plena conversación sobre el estado de las cosas, me dijo con todo el morro del mundo que pasábamos por una fase bastante insatisfactoria, qué coño, y yo contesté que sí, que era verdad; me preguntó si no se me había pasado por la cabeza la idea de encontrar a otra, y yo lo negué, pero ella se echó a reír, y dijo que las personas que se encuentran en la misma situación que nosotros siempre terminan por pensar en encontrar a otro que, a lo mejor... Total, que yo le pregunté si había pensado siempre en la posibilidad de conocer a otro tío, y ella dijo que sí, que estaba claro, para que yo reconociera que a veces también soñaba despierto, que uno no es de piedra. En ese momento sólo me pareció que era una de esas conversaciones que giran en torno a la idea de que hay que ser adultos de una vez por todas, de que la vida no es perfecta, ni mucho menos; ahora me doy cuenta de que en realidad estábamos hablando de ella y de Ian, y ahora entiendo que me enredó de tal manera que le dije, sin haber querido decírselo nunca, que me parecía muy razonable. Fue uno de esos trucos de abogada más lista que el hambre, y es verdad que caí con todo el equipo, porque no conviene engañarse, ella es mucho más lista que yo, las cosas como son.
Yo no tenía ni idea de que estuviera embarazada. Está claro que no lo sabía. Ella no me lo había dicho, porque sabía que yo estaba saliendo con otra. (Sabía que estaba saliendo con otra porque yo se lo había dicho. Pensamos que estábamos portándonos como dos adultos de pies a cabeza, cuando en realidad estábamos siendo descaradamente ingenuos, infantiles incluso, al pensar que cualquiera de los dos sería capaz de aguantar semejante desdén, al convencernos de que no era para tanto.) No me enteré de la historia hasta pasados varios siglos, una eternidad: pasábamos una etapa estupenda, yo hice un chiste inocente sobre la idea de tener hijos, y ella se echó a llorar de golpe. Por eso la obligué a decirme qué coño estaba pasando, y ella me lo dijo, después de lo cual tuve uno de esos breves y en el fondo lamentables arranques de estruendosa superioridad moral (lo de siempre: que también era hijo mío, que qué derecho tenía ella, bla, bla, bla), hasta que su incredulidad y su desprecio terminaron por hacerme callar.
—Es que por entonces no me parecía que fueras una apuesta aconsejable a largo plazo —me confesó—. Y tampoco es que me gustaras mucho, las cosas como son. No quería tener un hijo tuyo. No tenía ningunas ganas de ponerme a pensar en una de esas espantosas relaciones que están marcadas por los derechos de visita del progenitor que no tiene la custodia, que se terminan por alargar hacia un futuro imprevisible, pero nada apetecible. Y tampoco andaba con ganas de ser madre soltera; no fue una decisión muy difícil de tomar, ¿sabes? No tenía ningún sentido consultarte, conocer tu opinión sobre el asunto.
Todo eso me pareció razonable. En verdad, si por entonces yo me hubiese quedado embarazado de un tío como yo, habría abortado exactamente por las mismas razones por las que abortó ella. No se me ocurrió nada que decir.
Esa misma noche, bastante más tarde y después de haber vuelto a pensar con calma en todo el asunto de su embarazo, teniendo en cuenta la nueva información que de repente tenía a mi disposición, le pregunté por qué se lo había tenido tan callado.
Se quedó un buen rato pensando.
—Porque nunca había guardado un secreto así, y porque me juré cuando hicimos las paces y volvimos a estar juntos que iba a ser capaz de atravesar al menos una mala racha yo solita, aunque sólo fuera por ver qué tal me las arreglaba. Por eso. Además, tendrías que haberte visto, estabas patético al decir lo mucho que lamentabas lo de aquella tal Rosie... —Rosie, la de los cuatro polvazos y el orgasmo simultáneo, aquella pedorra insufrible, la pesada con la que yo salía cuando Laura estaba embarazada—, tanto, que durante una temporada bastante larga te portaste fenomenal conmigo, y es que era exactamente eso, tu cariño, lo que a mí me hacía falta entonces. Tenemos una relación bastante profunda, Rob, aunque sólo sea porque llevamos juntos un tiempo más que razonable. Una cosa más: yo no quería que se fuera todo al garete, no quería tener que empezar de cero, a no ser que no me quedase más remedio. Por eso no te dije nada.
Entonces, ¿por qué había seguido conmigo? Desde luego, no por razones tan nobles ni tan adultas como ésas. (¿Hay algo más adulto que mantener en pie una relación de pareja que se cae a pedazos sólo por la esperanza de que tarde o temprano sabrás enderezarla? Yo es algo que no he hecho en mi vida.) Yo seguí con nuestra historia porque muy de repente, al final del rollo que tuve con Rosie, descubrí que Laura me volvía a atraer muchísimo: fue como si en el fondo hubiese necesitado a Rosie para dar un poco de sabor a lo que tenía con Laura. Y pensé que lo había destrozado todo yo solo (no sabía que ella estuviese haciendo ese experimento con el estoicismo). Vi cómo iba perdiendo ella todo interés por mí, así que me puse a trabajar como un descosido para recuperar ese interés, y cuando lo hube recuperado volví a perder todo interés por ella. Es una historia que me suele pasar a menudo. No sé cómo podría aclararme. Total, que eso más o menos nos pone al día: cuando toda esta penosa historia sale así, de un tirón bien gordo, está claro que hasta el mamón más corto de vista, hasta el más dolido de los amantes, el más capaz de engañarse, el que realmente ha sido plantado, entiende que en todo esto hay algunas relaciones de causa efecto, y que los abortos, Rosie, Ian y el dinero están ligados entre sí, o son partes de una historia que se tienen bien merecidas unas a las otras.
Dick y Barry nos proponen que vayamos con ellos al pub a tomar una rápida, pero es difícil imaginarnos a los cuatro sentados alrededor de una mesa y riéndonos por ejemplo del cliente que confundió a Albert King con Albert Collins («Ni siquiera se inmutó cuando estaba examinando el disco, por si estaba rayado, y vio el sello de Stax», nos dijo Barry con un meneo de cabeza inspirado claramente por las honduras antes insospechadas a que puede llegar la ignorancia del ser humano), así que rechazo la invitación con amabilidad. Doy por hecho que vamos al piso, así que me encamino a la parada de autobús, pero Laura me tira de la manga y se da la vuelta para encontrar un taxi.
—Pago yo —dice—. No tendría ninguna gracia ir en el veintinueve, ¿a que no?
Tiene toda la razón. La conversación que vamos a mantener estará mejor dirigida sin conductor, sin revisor, sin perros, niños, gente con exceso de peso y enormes bolsas de Marks & Spencer.
En el taxi apenas decimos palabra. De Seven Sisters Road a Crouch End no se tarda más que un cuarto de hora, pero el trayecto es tan incómodo, tan intenso, tan desdichado, que me acomete la sensación de que lo voy a recordar durante el resto de mis días. Además está lloviendo, y los fluorescentes nos trazan dibujos variados en la cara; el taxista nos pregunta si lo hemos pasado bien, pero nosotros soltamos un gruñido por toda respuesta, así que cierra el cristal de separación. Laura va mirando por la ventanilla, y yo la miro de reojo de vez en cuando, más que nada por ver si esta semana pasada la ha convertido en una chica distinta a la de antes. Se ha cortado el pelo igual que siempre, muy corto, estilo años sesenta, más o menos como Mia Farrow, sólo que a ella le sienta mucho mejor que a Mia Farrow, y no lo digo con mala leche. Lo que pasa es que tiene el pelo tan moreno, casi negro del todo, que cuando lo lleva así de corto es como si los ojos se le comieran la cara. No lleva ni gota de maquillaje, supongo que pensando en mí. Es una forma bien fácil de mostrarme que está agobiada, preocupada, trastornada incluso, y de que está demasiado hecha polvo para andarse con fruslerías. Hay en esto una simpática simetría: cuando le regalé aquella cinta con la canción de Solomon Burke, hace un montón de años, ella llevaba una tonelada de maquillaje, mucho más de lo que acostumbraba ponerse, muchísimo más, desde luego, del que llevaba la semana anterior, y yo di por sentado, o quizá solamente esperé, que también fuese pensando en mí. Ya se ve: al principio, toneladas, para hacerte saber que las cosas van bien, que todo es positivo y excitante, y al final nada de nada, para que te enteres de lo desesperada que es la situación. Bonito, ¿verdad?
(En cambio, algo más tarde, cuando ya doblamos la esquina de mi calle y me empieza a entrar pánico por el dolor y por la dificultad de la conversación inminente, veo a una mujer que sólo depende de sí misma, se le nota: una mujer con cuerpo de sábado por la noche, que va a encontrarse con otro, o con unos amigos, con un amante, en otra parte. Cuando vivía con Laura, echaba de menos..., ¿cómo definirlo? Quizás echaba de menos que alguien tomase el autobús, el metro o un taxi, que una chica se desviase de su camino habitual nada más que para estar conmigo, puede que bien arreglada, un poco más maquillada que de costumbre, puede que un poquito nerviosa, por qué no; cuando era más joven, saber con toda certeza que yo era el responsable de todo eso, incluido el trayecto de autobús, hacía que me sintiera especialmente agradecido. En cambio, cuando estás permanentemente con alguien no recibes nada de eso: si a Laura le apetecía verme, le bastaba con volver la cabeza, o con ir del cuarto de baño al dormitorio, y para ese viaje no se molestaba en arreglarse. Y cuando venía a casa, venía a casa porque vivía en mi piso, no porque fuéramos amantes, y cuando salíamos, unas veces se arreglaba y otras no, según adonde fuésemos, aunque tampoco tenía nada que ver conmigo. De todos modos, todo esto lo cuento sólo para decir que la mujer que vi por la ventanilla del taxi me dio inspiración y consuelo, bien que momentáneamente: puede que no sea demasiado viejo para provocar un viaje de una parte a otra de Londres, y si alguna vez tengo otra novia, si me las apaño para quedar con mi novia por ejemplo en Islington, y si ella tiene que venir por ejemplo desde Stoke Newington, que es un trayecto de seis u ocho kilómetros, le daré las gracias desde el fondo de mi despedazado y treintañero corazón.)
Laura paga al taxista y yo abro la puerta de entrada, enciendo la luz y la hago pasar. Se detiene y repasa el correo que se ha amontonado en el alféizar de la ventana, pero lo hace sólo por la fuerza de la costumbre, supongo, aunque era de esperar que se metiese en aprietos de inmediato: mientras ojea los sobres, se topa con el recibo de la televisión por cable que corresponde a Ian, que está pendiente de pago, y la veo titubear sólo un instante, aunque es suficiente para que desaparezca todo rastro de duda de mi interior, y me pongo a morir.