No resultaba fácil admitir que le quería, pero a media que pasaban los días dorados del otoño, dejó de intentar ocultárselo a sí misma. Había afrontado demasiadas cosas en el pasado como para practicar por mucho tiempo el autoengaño. La certeza de que al fin amaba a un hombre tenía para ella un sabor agridulce porque no esperaba que de aquello saliera nada. Amar a Blake era una cosa; permitirle que la amara, otra bien distinta. Sus ojos dorados tenían una expresión atormentada cuando lo miraba, pero afrontó los últimos días que les quedaban juntos con la determinación casi obsesiva de reunir cuantos recuerdos pudiera sin dejar que las sombras enturbiaran el poco tiempo que tenían. Atesoraba como pepitas de oro su risa profunda, las maldiciones que profería cada vez que las piernas no le respondían, el modo en que la línea viril que surcaba su mejilla se convertía en un hoyuelo cuando la miraba eufórico tras cada triunfo.
Estaba tan lleno de vida y hombría que merecía una mujer que lo fuera en el pleno sentido de la palabra. Ella podía quererlo, pero sabía que no sería capaz de satisfacerlo de la manera que más le importaba a él. Blake era un hombre muy físico; aquella parte de su carácter se hacía más visible con el paso de los días, a medida que recuperaba el dominio sobre su cuerpo. Ella no podía cargarle con la maraña de sórdidos recuerdo que yacía justo por debajo de la apacible fachada que presentaba ante el mundo; no le haría sentirse culpable porque se hubiera enamorado de él. Aunque aquello la matara, aunque la hiciera pedazos por dentro, mantendría su amistad a flote, lo guiaría a través de las últimas semanas de rehabilitación y lo celebraría con él cuando por fin pudiera dar sus primeros y decisivos pasos. Después, se marcharía discretamente.
Llevaba años haciéndolo, dedicándose en cuerpo y alma a sus pacientes… No, puntualizó el lado más honesto de su conciencia. Nunca antes se había dedicado en cuerpo y alma a nadie, sólo a Blake. Y él nunca lo sabría. Ella le diría adiós con una sonrisa, se iría y él retomaría de nuevo su vida.
Quizá pensara alguna vez en su fisioterapeuta, o quizá no.
Los ojos de Dione eran cámaras que registraban con avidez imágenes de Blake para grabarlas permanentemente en su cerebro, en sus sueños, en cada fibra de su ser.
Una mañana, entró en su cuarto y lo encontró tendido de espaldas, mirándose los pies con feroz concentración.
—Mira —masculló, y ella miró. Tenía la cara cubierta de sudor y los puños cerrados… y los dedos de sus pies se movían. Echó la cabeza hacia atrás y le lanzó una cegadora sonrisa de júbilo, y el objetivo interno de Dione disparó para preservar aquel recuerdo. Una noche, cuando le ganó tras una larga partida de ajedrez, él la miró con cara de pocos amigos y se enfadó tanto como al descubrir que levantaba pesas. Ya riera o frunciera el ceño, era lo más bello que le había pasado a Dione, que lo observaba constantemente.
Era injusto que un hombre poseyera en tal abundancia los tesoros de la virilidad y la tentara con su fuerza y su risa, cuando ella sabía que le estaba vedado.
Sus ojos, de un dorado etéreo, guardaban en su fondo un mar de mudo sufrimiento, y aunque se dominaba cuando creía que alguien la estaba mirando, en reposo sus rasgos reflejaban la tristeza que sentía. Estaba tan absorta en el descubrimiento del amor y en el dolor por lo que nunca sería, que no notaba que Blake la observaba constantemente con sus ojos azules y penetrantes, decidido a averiguar la causa del dolor que percibía en ella.
Los primeros días de noviembre habían reducido el calor abrasador de Phoenix hasta la cómoda tibieza de los veinte grados cuando el hito que Dione tanto temía y por el que sin embargo trabajaba con denuedo llegó al fin. Blake había pasado toda la mañana en las barras, arrastrando literalmente los pies, y estaba tan empapado en sudor que los pantalones cortos azules se le pegaban a la piel. Dione, que había permanecido agachada a su lado, moviéndole los pies, se sentó en el suelo, agotada.
—Vamos a descansar un minuto —dijo con la voz sofocada por la fatiga.
Las aletas de la nariz de Blake se hincharon, y dejó escapar una especie de bufido desdeñoso. Se agarró con fuerza a las barras, enseñó los dientes por el esfuerzo, flexionó los músculos y se inclinó un poco. Su pie derecho se movió erráticamente hacia delante. Un grito feroz escapó del interior de su pecho, y se apoyó en las barras, dejando caer la cabeza hacia delante. Dione se levantó, temblorosa, y le tendió los brazos, pero antes de que pudiera tocarlo Blake echó los hombros hacia atrás y comenzó aquel penoso proceso con el pie izquierdo. Echó la cabeza hacia atrás y respiró con ansia; cada músculo de su cuerpo sobresalía por la tensión a la que estaba sometiendo a su cuerpo, pero al fin el pie izquierdo se movió, arrastrándose más allá que el derecho. Dione permanecía clavada en el sitio, a su lado, con la cara mojada por lágrimas silenciosas que no notaba.
—Maldita sea —musitó Blake para sí mismo, y se estremeció mientras se esforzaba por dar otro paso—. ¡Hazlo otra vez!
Dione no pudo soportarlo más; con un grito sofocado se lanzó hacia él, enlazó su estrecha cintura y enterró la cara en el hueco sudoroso de su hombro. Blake se tambaleó; luego recuperó el equilibrio y sus brazos fibrosos la rodearon y la estrecharon con tanta fuerza que Dione sintió un dolor exquisito que la hizo gemir.
—Bruja —masculló con voz pastosa mientras metía los dedos entre su pelo alborotado y negro. Ejerció la presión justa para levantarle la cara de su hombro y volverla hacia él hasta que vio sus mejillas mojadas, sus ojos empañados y brillantes y sus labios trémulos—. Eres una bruja hermosa y terca, me sacaste de esa silla de ruedas tirándome del pelo. Chist, no llores —dijo con un tono de susurrante ternura. Inclinó la cabeza y besó lentamente las lágrimas salobres de sus pestañas—. No llores, no llores —susurró mientras sus labios seguían las huellas de sus lágrimas plateadas por la mejilla y se deslizaban hasta sus labios, donde las enjugó con la lengua—. Ríete conmigo. Celébralo conmigo. Vamos a descorchar el champán. No sabes lo que significa para mí… por favor… no más lágrimas —musitó, suspirando sobre su cara y sus labios, y al pronunciar la última palabra posó su boca con fuerza sobre la de ella.
Dione se aferró a él con ansia. Sentía el tono de su voz, a pesar de que no entendía las palabras. Los brazos de Blake eran grilletes vivos que la apretaban; sus piernas largas y desnudas se apretaban contra las suyas, su torso salpicado de rizos negros aplastaba sus pechos. Pero Dione no tenía miedo. De Blake, no. Su sabor era salvaje y embriagador; su lengua fuerte e insistente mientras se adentraba en su boca y la saboreaba con avidez, profundamente. Ella le devolvió el beso de manera instintiva, haciendo sus propios descubrimientos, sus propias exploraciones. Él le mordió suavemente la lengua y volvió a chuparla cuando Dione comenzó a retirarla, sorprendida. A ella le flaquearon las rodillas y se apoyó en él, lo cual bastó para desequilibrarlo. Se tambaleó y cayeron los dos al suelo en una maraña de brazos y piernas, pero Blake no la soltó. Volvió a besarla una y otra vez, exigiéndole cosas que ella no sabía darle, y dándole a cambio un placer salvaje y extraño que la hizo temblar como un árbol en un huracán.
Hundió las uñas en los hombros de Blake y se tensó contra él. Buscaba sin saberlo intensificar su contacto. No pensó ni una sola vez en Scott. Blake llenaba su mundo. Su olor masculino estaba en su olfato, el tacto resbaladizo de su piel caliente bajo sus manos, el sabor insoportablemente erótico de su boca descansaba dulcemente sobre su lengua. En algún momento sus besos dejaron de ser besos de júbilo y se hicieron intensamente viriles, exigentes, generosos, arrebatadores. Quizá nunca habían sido besos de júbilo, pensó Dione vagamente.
De pronto él apartó la boca y escondió la cara en la curva de su cuello. Cuando habló, su voz sonó temblorosa, pero enronquecida por una nota de regocijo.
—¿Te has fijado en cuánto tiempo pasamos rodando por el suelo?
Aquello no tenía gracia, pero en su estado de aturdimiento a ella le pareció hilarante, y comenzó a reírse a carcajadas. Blake se apoyó en el codo y la miró, los ojos azules iluminados por una luz extraña. Su mano recia y cálida se posó sobre el vientre de Dione y se deslizó bajo la fina tela de su camiseta hasta posarse con ligereza, acariciadoramente, sobre su pecho desnudo. Aquella caricia íntima pero inofensiva la tranquilizó casi de golpe, y se quedó callada, allí tendida, observando su cara con ojos enormes y candorosos en los que aún brillaban las lágrimas.
—Esto requiere decididamente champán —murmuró él, y se inclinó para besarla con ligereza en los labios, retirándose antes de que su contacto prendiera de nuevo el fuego abrasador del descubrimiento.
Dione era otra vez dueña de sí misma, y la terapeuta comenzó a hacerse cargo de la situación.
—Sí, champán, pero primero vamos a levantarnos del suelo —se puso en pie ágilmente y le tendió la mano.
Blake se sujetó con las manos, asentó bien los pies, apoyó el antebrazo en el de ella y le agarró el codo con la mano. Dione tensó el brazo y él lo utilizó como palanca para incorporarse, tambaleándose un instante antes de recuperar el equilibrio.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Cualquiera habría pensado que preguntaba por el futuro inmediato, pero Dione estaban tan en sintonía con él que comprendió al instante que se refería a sus progresos.
—Repetir —contestó—. Cuanto más lo hagas, más fácil será. Por otro lado, no te esfuerces demasiado, o podrías hacerte daño. Uno se vuelve torpe cuando está cansado, y podrías caerte y romperte un brazo o una pierna, y sería terrible perder tanto tiempo.
—Dame un plazo —insistió él, y ella sacudió la cabeza ante su persistencia. Blake no sabía esperar; siempre forzaba las cosas, se impacientaba incluso consigo mismo.
—Podré darte una fecha aproximada dentro de una semana —respondió, sin dejarse presionar—. Pero estoy segura de que podré cumplir mi promesa de que andes para Navidad.
—Seis semanas —calculó él.
—Con bastón —añadió rápidamente Dione, y él la miró con enojo.
—Sin bastón —insistió. Ella se encogió de hombros. Si Blake se empeñaba en caminar sin bastón, probablemente lo haría.
—He estado pensando en volver al trabajo —dijo de pronto. Dione levantó la mirada y quedó prendida en la red de su mirada azul, que la atrapaba tan inexorablemente como una telaraña atrapaba a una mosca—. Podría volver ya, pero no quiero interrumpir la terapia. ¿Qué me dices de principios de año? ¿Habré avanzado lo suficiente para que el trabajo no interfiera en la rehabilitación?
A ella se le cerró la garganta. A principios de año, ella se habría ido. Tragó saliva y dijo en voz baja pero firme:
—Para entonces habrás acabado la terapia y podrás retomar tu vida normal. Si quieres seguir con el programa de ejercicios, es cosa tuya. Tienes aquí todo el equipo. No tendrás que esforzarte tanto porque te he rehabilitado casi desde cero. Ahora lo único que tienes que hacer, si quieres continuar, es mantener el nivel en el que estás ahora, y eso no requerirá un entrenamiento tan intensivo. Si quieres, te diseñaré un programa de ejercicios para que lo sigas y te mantengas en forma.
Un destello azul brilló de pronto en sus ojos.
—¿Para que lo siga? ¿Qué quieres decir? —preguntó con aspereza, y la agarró de la muñeca. A pesar de que era fuerte, Dione tenía unas muñecas muy finas y aristocráticas que los largos dedos de Blake podían rodear por entero.
Ella sintió que se desmoronaba por dentro. ¿No se había dado cuenta Blake de que, cuando hubiera acabado la rehabilitación, ella se marcharía? Quizá no. Los pacientes solían estar tan ensimismados con sus progresos que no reparaban en las responsabilidades de los demás. Ella llevaba semanas conviviendo con el dolor de saber que pronto tendría que dejarle.
Ahora, Blake también era consciente de ello.
Ella irguió los hombros y dijo con calma:
—Yo no estaré aquí. Soy terapeuta, me gano la vida así. Para entonces, ya estaré con otro caso. Tú ya no me necesitarás. Podrás caminar, trabajar, hacer todo lo que hacías antes…, aunque creo que deberías esperar un tiempo antes de volver a escalar otra montaña.
—Eres mi terapeuta —replicó él, apretándole la muñeca.
Ella dejó escapar una risa triste.
—Es normal sentir celos. Llevamos meses aislados en nuestro pequeño mundo, y has dependido de mí más que de cualquier otra persona, aparte de tu madre. Ahora tu perspectiva está distorsionada, pero cuando empieces a trabajar todo se arreglará. Créeme, al mes de haberme ido ni siquiera te acordarás de mí.
Una oleada de rubor se extendió bajo su piel bronceada.
—¿Quieres decir que vas a dar media vuelta y a marcharte? —preguntó con incredulidad.
Ella dio un respingo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Llevaba años sin llorar, había aprendido a no hacerlo cuando era niña, pero Blake había desbaratado su templanza. Había llorado en sus brazos… y había reído en ellos.
—Tampoco es tan… tan fácil para mí —dijo con voz trémula—. Yo también me implico. Siempre… acabo enamorándome un poco de mis pacientes. Pero eso se pasa. Tú retomarás tu vida y yo pasaré a otro paciente…
—Estás muy equivocada si crees que vas a mudarte a casa de otro hombre y a enamorarte de él —la interrumpió Blake con vehemencia. Las aletas de su nariz vibraban.
A pesar de sí misma, Dione se echó a reír.
—No todos mis pacientes son hombres. Tengo un alto porcentaje de niños.
—Eso no importa —la piel se le había tensado de pronto sobre los pómulos—. Yo todavía te necesito.
—Vamos, Blake —dijo entre un sollozo y una risa—. No sé cuántas veces he pasado por esto. Soy una costumbre, una muleta, nada más. Una muleta que ya ni siquiera necesitas. Si me fuera hoy mismo, no te pasaría nada.
—Eso es discutible —replicó él. Levantó la mano de Dione y la apoyó un momento sobre su mejilla áspera por la barba antes de besar sus nudillos—. Irrumpiste en mi vida por la fuerza, te apoderaste de mi casa, de mi rutina, de mí… ¿Crees que la gente se olvida de los volcanes?
—Puede que no me olvides, pero pronto te darás cuenta de que ya no me necesitas. Ahora —dijo con firmeza, dándole deliberadamente a su voz un tono alegre—, ¿qué hay de ese champán?
Tomaron champán. Blake los reunió a todos y se bebieron una botella entera. Ángela recibió la noticia llorando suavemente; Alberta bajó la guardia hasta el punto de dedicarle a Dione una sonrisa de complicidad satisfecha y se bebió tres copas de champán; el rostro sombrío de Miguel se iluminó de pronto en la primera sonrisa que Dione le veía, y brindó por Blake levantando en silencio la copa mientras se miraban a los ojos y los recuerdos fluían entre ellos.