Esa noche, durante la cena, abrieron otra botella.
Serena se arrojó en brazos de Blake cuando éste le dio la noticia, y lloró de alivio, sacudida por los sollozos. Tardó algún tiempo en calmarse; estaba casi enloquecida por la felicidad. Richard, cuyo rostro se había ido tensando más y más con el paso de las semanas, pareció sentir de pronto que alguien quitaba de sus hombros el peso del mundo.
—Gracias a Dios —dijo con sinceridad—. Ahora puedo tener la crisis nerviosa que llevo dos años posponiendo.
Todos se echaron a reír, pero Blake dijo:
—Si alguien merece unas largas vacaciones, eres tú. En cuanto vuelva al trabajo, quedarás liberado de servicio al menos un mes.
Richard movió los hombros cansinamente.
—No voy a rechazarlo —dijo.
Serena miró a su marido con decidida alegría.
—¿Qué te parece Hawai? —preguntó—. Podríamos pasarnos el mes entero tumbados en la playa, en el paraíso.
La boca de Richard se adelgazó.
—Puede que más adelante. Creo que ahora necesito estar un tiempo solo.
Serena retrocedió como si la hubiera golpeado, y sus mejillas palidecieron. Blake miró a su hermana, percibió el dolor de su mirada, y la ira iluminó sus ojos azules. Dione le puso la mano sobre la manga para refrenarlo. Fueran cuales fuesen los problemas de Serena y Richard, debían resolverlos solos. Blake no podía seguir allanándole el camino a su hermana; ése era en gran medida el problema. Ella le quería tanto que Richard se sentía desairado.
Serena tardó sólo un instante en rehacerse y, levantando la cabeza, sonrió como si el comentario de Richard le hubiera pasado desapercibido por completo. Dione no pudo evitar admirar su aplomo. Era una mujer orgullosa y tenaz; no necesitaba que su hermano mayor luchara sus batallas por ella. Lo único que tenía que hacer era cobrar conciencia de ello, y hacérselo entender a Blake.
La cena consistió en una sorprendente mezcolanza de cosas que normalmente no se servían juntas, y Dione llegó a la conclusión de que Alberta seguía celebrando la buena noticia. Cuando a las codornices siguió el pescado, comprendió que las tres copas de champán habían sido demasiado. Cometió el error de mirar a Blake, y la risa que él apenas lograba contener pudo con ella. De pronto rompieron todos a reír, deshaciendo de ese modo el silencio que había caído sobre ellos tras las palabras de Richard.
Para no herir los sentimientos de Alberta, hicieron el esfuerzo de comerse todo lo que les pusieron delante, aunque saltaba a la vista que Alberta se había dejado llevar por el entusiasmo y había preparado mucha más comida de lo que era costumbre. De no haber sido tan buena cocinera, incluso estando achispada, habría sido imposible.
De vez en cuando oían cantar en la cocina, y la sola idea de que Alberta se pusiera a cantar bastaba para hacerlos reír a carcajadas. Dione se rió hasta que le dolieron los músculos del estómago. El champán también empezaba a surtir su efecto en ellos, y ella sospechaba que, en aquel momento cualquier cosa les habría hecho reír.
Era mucho más tarde de lo habitual cuando Serena y Richard se marcharon. Él champán había servido para borrar la distancia que había entre ellos. Richard tuvo que sujetar a su tambaleante esposa durante el breve trecho hasta el coche, y Serena se colgaba de él sin reticencia, riéndose como una loca. Dione estaba todavía lo bastante sobria como para alegrarse de que Richard soportara bien el alcohol, puesto que era él quien conducía, pero estaba también lo bastante achispada como para partirse de risa al pensar que era una suerte que Blake fuera todavía en silla de ruedas. Si hubiera tenido que ir a pie, no habría conseguido subir las escaleras.
Él insistió en que le ayudara a desvestirse, y ella lo metió en la cama como si fuera un niño. Al inclinarse sobre él para colocar la sábana, Blake la agarró de la mano y tiró de ella. Después de tanto champán, el sentido del equilibrio de Dione no estaba en su mejor momento, y se cayó sobre él. Blake detuvo su risa besándola despacio, aturdido por el sueño, y luego la estrechó entre sus brazos.
—Duerme conmigo —dijo, y un instante después cerró los ojos y se quedó dormido en el acto.
Dione sonrió con cierta tristeza. Las luces seguían encendidas y ella llevaba un vestido azul marino que se había puesto para celebrar la ocasión. No había bebido tanto. Al cabo de un momento se desasió con cuidado de sus brazos, relajados por el sueño, y se bajó de la cama. Apagó las luces, regresó a su habitación y se quitó el vestido, dejándolo caer al suelo. Ella también durmió a pierna suelta, y se despertó a la mañana siguiente con un dolor de cabeza que la tentó a quedarse en la cama.
Con admirable aunque dolorosa autodisciplina, se levantó y se duchó, y luego siguió su rutina de siempre. A Blake el champán no le había afectado tanto como a ella; estaba tan despejado como de costumbre, listo para empezar los ejercicios. Tras ayudarlo a calentar, Dione le dejó solo y fue a tomarse un par de aspirinas.
Serena entró justo cuando se disponía a bajar. Estaba radiante y su boca parecía permanentemente curvada en una sonrisa.
—Hola —dijo con alegría—. ¿Dónde está Blake? —cuando Dione se lo dijo, añadió—: Bien, porque he venido a verte a ti, no a él. Sólo quería preguntar qué tal va la caza.
Dione tardó un momento en entender a qué se refería; su «estratagema» para atraer a Blake había sido tan efímera que, en retrospectiva, le parecía una bobada haberse tomado tan a pecho algo tan trivial. Otras preocupaciones habían acaparado su tiempo y su atención.
—Va todo bien —dijo, obligándose a sonreír—. Y creo que a ti también te van bien las cosas. Esta mañana tienes mejor aspecto del que esperaba.
Serena le guiñó un ojo.
—No bebí tanto —reconoció sin asomo de vergüenza—. Pero era una oportunidad que no podía dejar pasar. Tú me serviste de inspiración. Si podías ir detrás del hombre que querías, ¿por qué no iba a hacerlo yo? Es mi marido, por el amor de Dios. Así que anoche le seduje.
A pesar de su dolor de cabeza, Dione se echó a reír. Serena sonrió.
—La guerra aún no está ganada, pero he reconquistado parte del territorio perdido. He decidido quedarme embarazada.
—¿Te parece sensato? —había muchas cosas que podían salir mal. Si su matrimonio fracasaba, Serena tendría que criar al niño sola. O quizá Richard se quedara sólo por el niño, y sería un infierno para todos.
—Conozco a Richard —dijo Serena con convicción—. Le he ofendido, y tardará algún tiempo en perdonarme, pero creo que me quiere de verdad. Tener un hijo suyo le demostrará cuánto lo quiero.
—Lo que de verdad necesita saber es que lo quieres más que a Blake —dijo Dione.
Sintió cierto desasosiego al darle aquel consejo;¿qué sabía ella del amor? Su exigua experiencia matrimonial había sido un desastre.
—¡Pues claro que lo quiero más que a Blake! Lo que siento por él es completamente distinto a lo que siento por mi hermano.
—Si te enfrentaras a una situación en la que tuvieras que salvar a uno de los dos, pero no a los dos, ¿a cuál salvarías?
Serena palideció mientras la miraba con fijeza.
—Piénsalo —dijo Dione con suavidad—. Eso es lo que Richard quiere. Cuando hiciste tus votos nupciales, era para abandonar a todos los demás.
—Me estás diciendo que debo dejar libre a Blake, alejarlo de mi vida.
—No del todo. Cambia sólo la cantidad de tiempo que le dedicas.
—No debería cenar aquí todos los días, ¿verdad?
—Estoy segura de que Richard se pregunta qué casa consideras tu hogar.
Serena era una luchadora; digirió las palabras de Dione y por un momento pareció asustada. Luego irguió los hombros y levantó la barbilla.
—Tienes razón —dijo enérgicamente—. ¡Eres un sol! —sorprendió a Dione al darle un fuerte abrazo—. El pobre Richard no sabe lo que le espera. Voy a dedicarle tantas atenciones que acabaré agobiándolo. Tú puedes ser la madrina del niño —añadió con un brillo malicioso en la mirada.
—Lo recordaré —dijo Dione, pero después de que Serena se marchara se preguntó si ella lo recordaría. Cuando llegara ese momento, haría ya mucho tiempo que se habría marchado.
Al día siguiente, sin decírselo a nadie, Dione empezó a hacer los preparativos para aceptar otro caso. Se concedería algún tiempo para recobrarse del dolor de perder a Blake y para acostumbrarse al hecho de despertarse sabiendo que él no estaba en la habitación contigua. Empezaría a finales de enero, se dijo. Blake pensaba volver al trabajo después de Año Nuevo, y seguramente ella se iría por esas mismas fechas.
Ahora que tenía el éxito al alcance de la mano, Blake se esforzaba aún más. Dione se dio por vencida y dejó de intentar poner freno a su energía. Lo veía esforzarse en las barras, cubierto de sudor, maldiciendo constantemente como antídoto contra el dolor y el cansancio, y cuando estaba demasiado cansado para continuar masajeaba su cuerpo exhausto, le metía en la bañera y le daba otro masaje. Vigilaba su dieta más que nunca, consciente de que necesitaba nutrición extra. Cuando por las noches tenía calambres en las piernas, se los quitaba a base de friegas. No había nada que le detuviera.
Era hora de que dejara la silla de ruedas. Dione hizo llevar un andador, un armazón metálico con cuatro patas que le permitía mantener el equilibrio y la estabilidad y al mismo tiempo disfrutar del placer de moverse por la casa por su propio pie; un placer tan intenso que soportaba de buen grado la lentitud de su paso y el esfuerzo.
No dijo nada de la repentina ausencia de Serena a la hora de la cena, aunque Alberta ajustó inmediatamente tanto los menús como las cantidades que cocinaba. Ya casi nunca se reunían todos para cenar, y Alberta comenzó a preparar cenas ligeras. Pese a todo, Dione se encontraba a menudo la mesa puesta con velas y un decantador de vino. Aquella atmósfera íntima era otra espina que se clavaba en su corazón, pero del mismo modo que Blake aceptaba de buen grado el dolor de la terapia, ella aceptaba el dolor de su compañía. Era todo lo que tenía, y los días pasaban tan rápidamente que tenía la impresión de estar intentando aferrarse a unas sombras.
El día de Acción de Gracias, siguiendo las instrucciones de Blake, lo llevó en coche a cenar a casa de Serena. Era la primera vez que él salía desde el accidente, y mientras iban en el coche parecía petrificado en el asiento, con el cuerpo rígido mientras sus sentidos luchaban por asimilarlo todo. Springfield había cambiado en dos años, los coches habían cambiado, la ropa había cambiado. Dione se preguntaba si el cielo del desierto le parecía más azul y el sol más brillante.
—¿Cuándo podré conducir? —preguntó él de pronto.
—Cuando tus reflejos sean lo bastante rápidos. Pronto —le prometió ella distraídamente. Rara vez conducía, y tenía que concentrarse en lo que estaba haciendo. Se sobresaltó cuando él posó una mano sobre su rodilla y la deslizó hacia arriba bajo la falda, hasta tocar su muslo.
—La próxima semana empezaremos a practicar —dijo él—. Saldremos al desierto, lejos del tráfico.
—Sí, está bien —repuso ella con la voz crispada por la tensión que le causaba sentir su mano cálida sobre la pierna. Blake la tocaba constantemente, le daba besos y palmadas, pero por alguna razón su mano parecía mucho más íntima cuando ella llevaba falda.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Me gusta ese vestido —dijo.
Ella le lanzó una mirada de fastidio. A Blake, evidentemente, le gustaban todos los vestidos que se ponía. Era, sin lugar a dudas, un amante de las piernas. Se inclinó hacia ella y agachó la cabeza para inhalar el perfume que ella se había puesto para la ocasión. Su cálido aliento le acarició la clavícula justo antes de que besara su suave recoveco. Al mismo tiempo deslizó la mano más arriba y el coche dio un brusco bandazo antes de que Dione lograra enderezarlo.
—¡Para! —exclamó ella, empujando sin resultado su mano—. ¡Me estás poniendo nerviosa! Y no conduzco muy bien.
Blake se echó a reír.
—Pues agarra el volante con las dos manos —le aconsejó—. Yo también voy en el coche, ¿recuerdas? No voy a hacer nada que provoque un accidente.
—¡Serás caradura! —gritó ella mientras Blake comenzaba a acariciar su muslo con los dedos—. Maldita sea, Blake, ¿quieres parar de una vez? No soy una muñeca con la que puedes jugar.
—No estoy jugando —murmuró. Sus dedos seguían subiendo en círculos.
Desesperada, Dione soltó el volante y le agarró la muñeca con las dos manos. El coche dio un bandazo, y lanzando una maldición Blake apartó por fin la mano, asió el volante y controló el coche.
—Puede que sea mejor que empiece a conducir ahora mismo —dijo jadeando.
—¡Vas a ir andando a casa de Serena! —gritó ella con la cara de color escarlata.
Él echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
—No sabes lo que bien que suena eso. Tardaría un rato, pero lo lograría. Dios, me siento humano otra vez.
Ella se dio cuenta bruscamente de que estaba eufórico. Era el resultado natural de su victoria y de la experiencia de salir de casa. Deliraba de placer, parecía embriagado por hallarse libre al fin de la prisión de su propio cuerpo. Aun así, ella iba conduciendo, y temía que la hiciera chocar con algo.
—Lo digo en serio, ¡deja de hacer el tonto! —dijo con dureza.
Él le lanzó una sonrisa indolente y seductora.
—Si decidiera hacer el tonto, tú serías la primera en enterarte.
—¿Por qué no vuelves al trabajo mañana mismo? —preguntó ella con repentina exasperación.
—Hemos cerrado por las fiestas. No tendría nada que hacer.
—Yo te daré algo que hacer —masculló Dione.
—¿El qué?
—Recoger tus dientes del pavimento —replicó ella.
Él levantó las manos, fingiéndose asustado.
—Está bien, está bien. En cuanto me descuide, me mandarás a la cama sin cenar. Aunque no me importaría, porque siempre vienes a arroparme y así te veo andando por ahí con esos camisoncitos que tú crees tan recatados… La casa de Serena es la de secuoya y piedra.
Lanzó la última frase en el momento en que ella abría la boca para reprenderle de nuevo, y Dione condujo el Audi por el empinado camino de entrada que llevaba a la casa, situada al resguardo de una colina. Para cuando salió del coche y dio la vuelta para ayudar a Blake con el andador, Serena y Richard ya habían salido a recibirlos.
Blake tuvo problemas para subir los escalones, pero lo consiguió. Serena lo observó con cierta ansiedad, pero no corrió a ayudarlo. Se quedó firmemente al lado de Richard, dándole el brazo. Dione permanecía un paso por detrás de Blake, no por servilismo sino para agarrarlo si empezaba a trastabillar. Él miró hacia atrás y le sonrió.