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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Hierro (41 page)

BOOK: Ámbar y Hierro
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Un ladrido le respondió, una lengua áspera le lamió la cara, una zarpa con uñas duras lo rascó, y entonces Beleño recordó todo.

—¡Rhys! -Dio un respingo y alargó la mano para tocar la del monje. Su amigo estaba mojado también y su tacto sólo era ligeramente tibio.

Beleño no tenía ni idea de por qué la gruta que anteriormente había estado totalmente seca se iba llenando de agua de mar ahora, pero al parecer era justamente eso lo que ocurría. Oía el gorgoteo del agua entre los cascotes que alfombraban el suelo de la caverna. Todavía no era muy profunda;

un chorrillo, de momento. Puede que el agua se quedara así, como un chorrillo, pero también podía ser que no, que decidiera ponerse a inundarlo todo. Si la gruta se inundaba no tendrían escapatoria; el agua seguiría subiendo más y más...

-Rhys —llamó firmemente el kender, y esta vez hablaba en serio—. Tenemos que salir de aquí.

Golpeó con la mano en las piedras para dar énfasis a sus palabras.

—¡Ay! -gritó, y al momento añadió un rotundo—: ¡Mierda!

Había dado con la mano en una astilla de madera que se le había clavado en la parte carnosa de la palma. Se la sacó y estaba a punto de lanzarla lejos, cuando se le ocurrió que encontrar una astilla de madera en esa gruta era muy raro. Siendo un kender, Beleño era curioso por naturaleza -incluso en una situación tan grave- y pasó suavemente los dedos sobre el trocito de madera. Notó que era alargado y suave y que acababa en puntas afiladas en los dos extremos.

-Ah, ya sé. Es parte del bastón de Rhys -dijo con tristeza al tiempo que cerraba la mano sobre el fragmento-. Se lo guardaré como recuerdo. Eso le gustará.

Beleño soltó un suspiro y reposó la dolida cabeza en los brazos mientras se preguntaba cómo iban a salir de aquel sitio horrible. Se sintió mareado y somnoliento, y de nuevo volvió a ser un kender pequeño, sólo que esta vez su padre intentaba enseñarle a forzar una cerradura.

-Se hace por el tacto y por el sonido -le explicaba su padre-. Pones la ganzúa aquí y la mueves a un lado y a otro hasta que notas que engancha...

Beleño alzó la cabeza tan de prisa que lo asaltó un intenso dolor en la parte posterior de los globos oculares, pero no se dio cuenta. No mucho. Bajó la vista hacia la astilla que tenía en la mano, a pesar de que no podía verla al estar tan oscuro dentro de la gruta, pero tampoco le hacía falta ver. Todo se hacía por el tacto y el sonido.

El único problema era que Beleño nunca había tenido éxito a la hora de forzar una cerradura. En muchos sentidos había sido, como su padre se lamentaba a menudo, un fracaso de kender.

—Esta vez no —se juró, decidido-. Esta vez tendré éxito. ¡He de hacerlo! He de hacerlo —repitió quedamente.

Buscó a tientas hasta dar con uno de los grilletes que ceñían las muñecas a Rhys. El agua seguía subiendo, pero Beleño rechazó esa idea.

Atta gimoteaba suavemente y lamía la cara a Rhys; se dejó caer a su lado y se pegó una panzada en el agua. El hecho de que hubiese chapoteado resultó desconcertante, pero Beleño no se permitió pensar en ello. Tenía otras cosas en las que pensar, la primera de todas convencer a su mano de

que dejara de temblar, Eso le llevó unos segundos, y luego, conteniendo el aliento y sacando la lengua, cosa que era esencial para tener éxito en forzar

con ganzúa, insertó la astilla en la cerradura del grillete.

—¡No te rompas, por favor!—le dijo a la astilla, y entonces recordó que el
bastón habla sido
un objeto bendecido por el dios, de modo que quizá la
astilla también lo
era.

»¡Y yo también!», se acordó de repente. Supongo que nunca habrás ayudado a nadie a forzar una cerradura -masculló, dirigiéndose al dios-, pero por favor, Majere, ¡por favor, ayúdame a hacer esto!

El sudor le goteaba a Beleño por la punta de la nariz. Meneó la astilla a uno y otro lado en el dispositivo de la cerradura intentando encontrar lo que quiera que fuera que se suponía que tenía que encontrar para que chascara y se abriera. Sólo sabía que lo sentiría, lo engancharía y, si tenía suerte, oiría el chasquido al deslizarse las muescas.

Se concentró, aislándose de todo, y de repente se apoderó de él una dulce sensación, una sensación de gozo, una sensación de que rodo en este mundo le pertenecía y de que si no hubiera cerrojos, puertas cerradas ni secretos, el mundo sería un lugar mucho mejor. Sintió el gozo de una calzada abierta, de no dormir nunca en el mismo sitio dos veces, de encontrar una prisión que era cálida y seca y un carcelero tan agradable como Gerard. Sintió el gozo de topar con cosas interesantes que relucían, que olían bien, o que eran suaves o brillantes. Sintió el gozo de saquillos llenos a rebosar.

La astilla tocó lo que se suponía que debía tocar y algo chasqueó, y aquél fue el sonido más maravilloso del universo.

El grillete se abrió en la mano de Beleño.

—¡Padre! —gritó, excitado—. Padre, ¿has visto esto?

No tuvo tiempo de esperar a tener respuesta, que sin duda habría tardado demasiado, ya que su padre se había ido hacía mucho tiempo a forzar cerraduras en otra existencia. Gateando sobre los cascotes y por el agua, sujetando firmemente la astilla, Beleño encontró el grillete que sujetaba la otra muñeca de Rhys y metió la astilla en la cerradura, en la que también sonó el chasquido.

El kender dedicó unos instantes a sacar la cabeza a Rhys del agua y a incorporarlo sobre una piedra, tras lo cual rebuscó debajo del agua hasta dar con los pies de su amigo. Tuvo que sacárselos de debajo de un montón de escombros, pero
Atta
lo ayudó y, tras más maniobras expertas de forzar cerraduras, oyó otros dos chasquidos inmensamente satisfactorios y Rhys quedó libre.

Algo estupendo, porque para entonces el nivel del agua en la gruta había subido tanto que, incluso con la cabeza levantada, el monje corría peligro de ahogarse.

Beleño se puso en cuclillas junto a su amigo.

-Rhys, si puedes recobrar el sentido ahora sería muy conveniente, porque me duele la cabeza y las piernas me flojean y hay un montón de piedras en el camino, por no hablar del agua. No creo que pueda sacarte de aquí, así que si puedes levantarte y caminar...

El kender aguardó, optimista, pero su amigo no se movió.

Entonces Beleño soltó otro profundo suspiro, se guardó la preciada astilla en un bolsillo, se agachó y, aferrando a Rhys por los hombros, intentó arrastrarlo por el suelo de la gruta.

Consiguió moverlo menos de un palmo y entonces los brazos y las piernas le fallaron. Se sentó en el agua con un chapoteo y se limpió el sudor.

Atta gruñó.

-No puedo, Atta -farfulló el kender-. Lo siento, lo he intentado, de verdad que sí, pero...

La perra no le gruñía a él. Beleño oyó el ruido de pies -de muchos pies-chapoteando en el agua. Entonces brilló una luz que le hizo daño en los ojos y seis monjes de Majere, vestidos con túnica naranja portando antorchas encendidas, pasaron presurosos junto al kender.

Dos de ellos sostuvieron las antorchas; los otros cuatro se agacharon, recogieron cuidadosamente a Rhys por brazos y piernas y lo sacaron de la gruta a toda prisa. Atta corrió en pos de ellos.

Beleño se quedó sentado en la oscuridad, solo, sin salir de su asombro. La luz de las antorchas volvió. Un monje se paró a su lado y lo miró.

-¿Estás herido, amigo?

—No -contestó el kender-. Sí. Bueno, tal vez un poco.

El monje posó la mano fresca en la frente de Beleño, y el dolor desapareció. La fuerza fluyó de nuevo a sus miembros.

—Gracias, hermano —dijo Beleño mientras el monje lo ayudaba a ponerse de pie. Todavía se sentía un poco inestable-. Supongo que os envía Majere, ¿verdad?

El monje no contestó, pero no dejó de sonreír, así que Beleño, que sabía que Rhys tampoco era hablador e imaginando que quizá eso fuese normal entre los monjes, interpretó ese silencio por una respuesta afirmativa.

Mientras Beleño y el monje caminaban hacia la boca de la gruta, el kender iba pensativo y, antes de salir, asió al monje por la manga y dio un tirón.

—Hablé con Majere en lo que podría decirse un tono incisivo -dijo con remordimiento- Fui muy descortés y tal vez herí sus sentimientos. ¿Querrás decirle que lo siento?

—Majere sabe que hablaste así impulsado por el cariño hacia tu amigo -contestó el monje-. No está enfadado. Cree que tu lealtad te honra.

-¿De veras? -Beleño enrojeció de satisfacción. Después lo asaltó la culpabilidad-. Me ayudó a forzar las cerraduras. Me bendijo. Supongo que debería rendirle culto, peto no puedo. No parece correcto.

-Lo que creamos no es importante -dijo el monje-. Lo importante es creer.

El monje hizo una inclinación de cabeza a Beleño, que se sintió muy azorado por semejante muestra de respeto e hizo una torpe reverencia a su vez, doblándose por la cintura, con lo que varios objetos valiosos que no recordaba que tenía se le cayeron del bolsillo de la camisa. Se agachó para buscarlos dentro del agua, y sólo después de haberlos recogido o haber aceptado que habían desaparecido fue cuando se dio cuenta de que el monje y la antorcha ya no estaban.

Para entonces, el kender no necesitaba luz. Se hallaba envuelto en un extraño fulgor ambarino en el que no había reparado hasta ese momento.

Salió de la gruta, convencido de que jamás se había alegrado tanto de marcharse de un sitio, mientras juraba que nunca volvería a pisar otra mientras viviera. Miró en derredor con la esperanza de hablar con el monje, ya que no había entendido muy bien eso de creer y en qué creer.

No había monjes.

Pero sí estaba Rhys, sentado en un altozano, e intentaba tranquilizar a Atta, que le lamía la cara y se le subía encima, a punto de tirarlo con sus frenéticas muestras de afecto.

Beleño soltó un grito de alegría y corrió colina arriba.

Rhys lo rodeó entre sus brazos y lo estrechó contra sí.

-Gracias, amigo mío -dijo con voz entrecortada.

El kender notó que le venía un resuello y no le habría importado dejarlo escapar, pero en ese momento Atta le saltó encima y lo derribó, y el resuello se ahogó en babas de perra.

Cuando Beleño pudo quitarse de encima a la excitada perra, vio que Rhys se ponía de pie y miraba hacia el mar con una expresión maravillada.

La plateada luz de Solinari brillaba fríamente sobre una isla en mitad del mar. La roja luz de Lunitari iluminaba una torre, negra contra las estrellas, que apuntaba hacia el cielo como una oscura acusación.

-¿Estaba eso ahí antes? -preguntó Beleño al tiempo que se rascaba la cabeza y se sacaba otro escarabajo del pelo.

-No -contestó Rhys.

-¡Jo, chico! -exclamó el kender, impresionado-. Me pregunto quién lo habrá puesto ahí.

Y, aunque nunca lo habría imaginado, sus palabras eran el eco de las de los dioses.

16

Lo primero que Chemosh vio al entrar en su castillo fue a Ausric Krell vivito y coleando; y tan en cueros como había llegado (de culo) al mundo. El formidable Caballero de la Muerte estaba acuclillado en una esquina del gran salón lamentándose de su mala fortuna y tiritando.

Al oír entrar al Señor de la Muerte, Krell se incorporó de un brinco y se puso a gritar con rabia.

-¡Mira lo que me ha hecho, mi señor! -La voz se alzó hasta ser un chillido estridente-. ¡Mira!

Chemosh miró y deseó no haberlo hecho. Ver el cuerpo desnudo, fofo, panzudo, pálido como la tripa de un pez, velludo, del hombre de mediana edad bastaba para revolver el estómago hasta a un dios. Miró a Krell con una expresión mezcla de asco y cólera.

-Así que Zeboim te ha echado el guante -comentó fríamente Chemosh-. ¿Dónde está?

-¡No fue Zeboim! -Krell arañaba el aire con las manos de pura furia, como si lanzara zarpazos al cuerpo de alguien-. ¡Esto me lo hizo Mina! ¡Mina!

-No me mientas, escoria -increpó Chemosh; pero, mientras refutaba la afirmación de Krell, el Señor de la Muerte sintió que una terrible duda asaltaba su mente-. ¿Dónde está Mina? ¿Sigue encerrada?

Krell se puso a reír y el semblante se le crispó con desprecio y miedo.

-¡Encerrada! —repitió mientras el regocijo gorjeaba en su garganta como si aquello fuera lo más divertido que había oído jamás.

-El miserable se ha vuelto loco -masculló Chemosh, que dejó al delirante Krell para ir en busca de Mina.

La noche estaba alumbrada por un fulgor ambarino que brillaba a través de las ventanas y que se colaba por las grietas de las paredes y las rajas de la mampostería. I ,e costaba trabajo ver por culpa de la cegadora luz y, mientras se protegía los inmortales
ojos
,
sus
dudas se acrecentaron.

Se dirigía a los aposentos de Mina cuando el castillo se sacudió y los muros temblaron. Un estruendo atronador y rechinante —un sonido como sólo había oído antes en una ocasión- hizo que se quedara inmóvil, estupefacto. La última vez que había oído semejante fragor fue cuando nació el mundo y las montañas se elevaron, los abismos se abrieron entre ellas y los mares hirvieron, blancos de espuma y de la gloria de la creación.

Chemosh intentó ver lo que ocurría, pero la luz era demasiado fuerte. Subió corriendo la escalera que llevaba a las almenas y, al llegar arriba, se frenó en seco.

Sobre una isla recién formada con roca negra se alzaba la Torre del Mar Sangriento. La torre reflejaba un brillo ambarino y allí, en las almenas, estaba Mina con los brazos extendidos; a los ojos deslumbrados del dios parecía que la joven la sostuviera en las manos. Entonces Mina se desplomó sobre las losas de piedra y se quedó tendida en el suelo, inmóvil.

Chemosh era incapaz de hacer algo más que mirar de hito en hito.

Zeboim salió del mar, caminó por el éter y se detuvo junto a Mina.

Los tres primos abandonaron sus mansiones celestiales y descendieron para contemplar a Mina.

El hombre-toro, Sargonnas, pasó por encima de la muralla del castillo y se plantó en el patio, desde donde fulminó con la mirada a Chemosh. Kiri-Jolith, armado y equipado para la batalla, también apareció, acompañado por la Sanadora, Mishakal, hermosa y fuerte. Habbakuk acudió, y también Branchala, con su arpa, y el viento tocó las cuerdas y creó un sonido lúgubre.

Morgion observaba desde las sombras, los miraba a todos con aborrecimiento y sin embargo allí presente, entre ellos. Chislev, Shinare y Sirrion estaban juntos, unidos por el asombro. Reorx se atusaba la barba; abrió la boca para decir algo, pero después, consciente del peso del silencio, el dios de los enanos la cerró de golpe y pareció sentirse incómodo. Hiddukel se mostraba sombrío y nervioso, convencido de que aquello perjudicaría a sus negocios. Zivilyn y Gilean fueron los últimos en llegar, ambos muy metidos en una conversación a la que pusieron fin en cuanto vieron a los otros dioses.

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