Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (56 page)

BOOK: América
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¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!

Pete y Stanton continuaron patrullando la base en el jeep. En el tablero de instrumentos tenían instalada una radio de onda corta que facilitaba las comunicaciones entre puestos.

Tenían conexión directa con Guatemala, con la central de Tiger Kab y con Blessington. El alcance de la radio no llegaba más lejos. Sólo Langley tenía comunicación directa con la Casa Blanca.

Y llegó la orden: Jack autorizaba el envío de seis aviones.

Pete se sintió decepcionado. El tipo de la radio dijo que Jack prefería moverse con suma cautela.

De dieciséis a seis era una reducción tremenda, maldita fuera.

Continuaron la inspección de la base. Pete encadenaba un cigarrillo tras otro. Stanton acariciaba una medalla de san Cristóbal.

Tres días antes, Boyd le había enviado un mensaje con algunas órdenes crípticas para Lenny Sands y
Hush-Hush
. Había trasmitido la información a Lenny y éste había asegurado que se pondría a escribir el artículo enseguida.

Lenny siempre cumplía. Ward Littell siempre sorprendía.

Lo de la entrega de los libros de cuentas había sido soberbio. Su labor de adulación a Carlos era aún mejor.

Boyd los había alojado en el campamento guatemalteco. Marcello se apropió de una línea telefónica para él solo y se dedicó a llevar sus negocios ilegales por conferencia.

A Carlos le gustaba el marisco fresco. Le gustaba celebrar grandes cenas. Littell hizo transportar a Guatemala, por avión, quinientas langostas de Maine cada día.

Carlos convirtió a unos soldados excelentes en unos glotones a los que se les hacía la boca agua. Los convirtió en criados; unos guerrilleros del exilio perfectamente instruidos le abrillantaban los zapatos y le hacían los recados.

Boyd, responsable de la operación Marcello, había dado una orden terminante a Pete: DEJA EN PAZ A LITTELL.

La tregua entre Littell y Bondurant estaba impuesta por Boyd y era temporal.

Pete siguió encadenando cigarrillos. Cigarrillos y bencedrinas lo tenían sediento. Sus manos no paraban de hacer cosas que él no les ordenaba.

Continuaron su recorrido por la base. Stanton tenía las ropas tan empapadas de sudor que habría podido escurrirlas.

¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!

Aparcaron junto al embarcadero y contemplaron las tropas que ascendían por la pasarela de embarque. Seiscientos hombres subieron por ella en apenas dos minutos.

La radio de onda corta crepitó. La aguja señaló la frecuencia de Blessington.

Stanton se colocó los auriculares y Pete encendió su enésimo cigarrillo del día. El transporte de tropas crujía y se mecía levemente. Un cubano gordo vomitaba por la popa.

Stanton informó a Pete.

–Nuestro gobierno en el exilio está organizado y Bissell, finalmente, ha dado el visto bueno a esos ultraderechistas que yo recomendé. Eso está bien; en cambio, esa charada del falso desertor que organizamos ha salido fatal. Gutiérrez aterrizó con el avión en Blessington, pero los periodistas a los que había invitado Dougie Lockhart reconocieron a Ramón y se pusieron a abuchear. No es grave, pero un fallo es un fallo.

Pete asintió. Le llegó un olor a vómitos, a agua de sentina y a grasa de seiscientos fusiles. Stanton se quitó los auriculares. De tanto frotarlo, su san Cristóbal había perdido el brillo.

Continuaron el recorrido. La visita de inspección era un absurdo despilfarro de carburante, producto de la bencedrina.

Por favor, Jack: envía más aviones. Da orden de que zarpen los barcos.

Pete estaba enfermo de impaciencia. Stanton parloteaba sin cesar sobre sus hijos.

Las horas se hicieron décadas. Pete repasó mentalmente las listas para no prestar oídos a Stanton. Listas de los hombres que había matado. De las mujeres con las que se había acostado. De las mejores hamburguesas de Los Ángeles y de Miami. De lo que estaría haciendo si no hubiera salido nunca de Quebec. De lo que estaría haciendo si no hubiera conocido nunca a Kemper Boyd.

Stanton manipuló la radio y captó unos informes.

Decían que el raid aéreo había fracasado. Los bombarderos apenas habían puesto fuera de combate el diez por ciento de la fuerza aérea de Fidel Castro.

Jack Espalda Jodida encajó mal la noticia y respondió como una niña: de momento, no habría segunda oleada de aviones.

Chuck Rogers se puso en contacto. Dijo que Marcello y Littell seguían en Guatemala y les proporcionó una información de última hora de la sección de noticias nacionales: ¡el FBI había invadido Nueva Orleans en respuesta a falsos avistamientos de Carlos!

Aquello era cosa de Boyd. Sin duda, imaginaba que unas llamadas telefónicas falsas desviarían la atención de Bobby y ayudarían a ocultar las huellas de Marcello.

Chuck despidió la comunicación. Stanton dejó a un lado los auriculares y mantuvo el oído atento a nuevas llamadas.

Los segundos se hicieron años. Los minutos, inacabables milenios.

Pete se rascó las pelotas hasta dejárselas peladas. Pete fumó hasta quedar ronco. Pete arrancó ramas de las palmeras a balazos, por el mero gusto de disparar contra algo.

Stanton dio por recibido un mensaje.

–Era Lockhart. Dice que nuestro gobierno en el exilio está a punto de llegar a las manos. Te necesitan en Blessington y Rogers viene de Guatemala para recogerte.

Se desviaron hacia la costa cubana. Chuck dijo que por eso no se prolongaba su plan de vuelo ni un minuto.

–¡Volemos bajo! – gritó Pete.

Chuck redujo altitud. Pete vio llamas desde unos quinientos metros de altitud y menos de un kilómetro de distancia.

Descendieron por debajo del nivel del radar y sobrevolaron la playa casi rozándola. Pete sacó los prismáticos por la ventana.

Vio los restos de un avión. Cubano y rebelde. Vio unos palmerales humeantes y unos camiones cisterna aparcados en la arena.

Las sirenas de alarma aérea ululaban a plena potencia. Los focos montados en los embarcaderos estaban encendidos, aunque todavía quedaba un rato para el crepúsculo.

En la playa, justo por encima de la línea de la marea alta, había instalados nidos de ametralladoras con una dotación completa y protegidos con sacos terreros.

El embarcadero estaba lleno de milicianos. Pete observó a aquellos pobres diablos con metralletas ligeras y guías de identificación de aviones.

El lugar que sobrevolaban estaba ciento veinte kilómetros al sur de Playa Girón. Aquella zona de playa ya estaba en alerta de combate. Si Bahía de Cochinos estaba fortificada de la misma manera, la invasión entera estaba jodida.

Pete oyó unos estampidos amortiguados. Después, unos pitidos como los de un pollito: pii-pii-pii.

Chuck reconoció el ruido.

–¡Disparan contra nosotros!

En una acrobacia, puso el avión panza arriba. Pete quedó boca abajo. Su cabeza golpeó el techo y el cinturón del asiento lo sujetó, asfixiándolo. Chuck viró y continuó volando del revés hasta llegar a aguas norteamericanas.

Anochecía y Blessington brillaba bajo los focos de alta potencia.

Pete se metió en la boca dos cápsulas de dramamina. Junto a la puerta principal del campamento había unos cuantos mirones, campesinos de la región, y varias camionetas de helado.

Chuck tomó tierra coleando ligeramente y detuvo la avioneta. Pete saltó al suelo algo mareado: la bencedrina y una náusea incipiente le provocaban aquella incómoda sensación.

En mitad del campo de instrucción había un barracón prefabricado, rodeado por una alambrada de espino de triple grosor. Llegaron a sus oídos unos gritos faltos de sincronía, un lejano remedo de sus enérgicos ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!

Pete se desperezó e hizo algunos ejercicios musculares. Lockhart salió a su encuentro a la carrera.

–¡Maldita sea, entra ahí y tranquiliza a esos hispanos!

–¿Qué ha sucedido?-preguntó Pete.

–Lo que ha sucedido es que Kennedy se retrasa. Dick Bissell dice que el Presidente desea una victoria, pero no quiere ir hasta el final y cargar con la responsabilidad si la invasión fracasa. Tengo mi oxidado transporte de tropas dispuesto para zarpar, pero ese mamón adorador del Papa que tenemos en la Casa Blanca no quiere…

Pete lo zarandeó. Lockhart se tambaleó pero mantuvo el equilibrio.

–He dicho que qué ha sucedido.

Lockhart sorbió por la nariz y soltó una risilla.

–Lo que ha sucedido es que mis chicos del Klan vendieron unas botellas de whisky casero a esos tipos del gobierno provisional, que se pusieron a discutir de política con algunos de los soldados regulares. Envié una patrulla y he aislado a los alborotadores tras esa alambrada, pero eso no cambia el hecho de que ahí dentro tengamos a sesenta fanáticos cubanos, frustrados y calentados por el alcohol, que se muerden entre ellos como víboras, cuando deberían concentrarse en el problema que tienen delante de sus narices, que es liberar a su país de una dictadura comunista.

–¿Están armados?

–Nada de eso. Tengo la armería cerrada y bien guardada.

Pete buscó en la carlinga de la Piper. Justo encima del tablero de instrumentos: el bate de entrenamiento de Chuck y el juego de herramientas de uso universal. Cogió ambas cosas, sacó las tijeras de cortar metal y guardó el bate bajo el cinturón.

–¿Qué haces?-preguntó Lockhart.

–Me parece que ya lo sé -apuntó Chuck.

Pete señaló el cobertizo de la bomba de agua.

–Abrid las mangueras de incendios dentro de cinco minutos, exactamente.

–Pero… esas mangueras echarán abajo el barracón -protestó Lockhart.

–Es lo que quiero.

Los hispanos secuestrados soltaban risas y alaridos. Lockhart se alejó y alcanzó el cobertizo de la bomba de agua a la carrera.

Pete corrió hasta la alambrada y cortó una sección de valla. Chuck escondió las manos en las mangas de la chaqueta y tiró de la alambrada erizada de espinos hasta abrir un paso. Pete se agachó y se coló por el hueco. Luego, corrió hasta el barracón agachado como un defensa de fútbol americano. De un golpe de bate, derribó la puerta.

Su irrupción pasó inadvertida. Los chicos del gobierno en el exilio estaban ocupados en otras cosas.

En concursos de pulsos, en juegos de cartas y en competiciones de tomar copas. En carreras de crías de cocodrilo organizadas en el propio suelo.

Pete se fijó en los pilares del barracón, en las mantas cubiertas de apuestas, en los catres rebosantes de botellas de licor.

Pete agarró el bate y se puso en acción, reviviendo su vieja época en el campo de instrucción de los marines.

Arremetió contra los encerrados. Con movimientos precisos, golpeó barbillas y cajas torácicas.

Los muchachos del gobierno en el exilio ofrecieron resistencia y le alcanzó algún que otro puñetazo.

El bate hizo astillas los listones de varias literas. También hizo pedazos la dentadura de un tipo gordo. Los cocodrilos aprovecharon la oportunidad y escaparon al exterior.

Los chicos del gobierno captaron la idea: era mejor no resistirse a aquel grandullón caucasiano que estaba fuera de sí.

Pete arrasó el barracón. Cuando avanzó, los hispanos se apartaron de en medio y se retiraron bien lejos de él.

Derribó la puerta trasera y descargó el bate sobre los puntales colocados desde el suelo hasta el alero del porche. Cinco golpes a la izquierda, cinco a la derecha, manejando el bate como un jodido as del béisbol.

Las paredes se estremecieron. El techo se bamboleó. La base osciló. Los hispanos evacuaron al grito de «¡Terremoto! ¡Terremoto!».

Las mangueras entraron en acción. La presión de los chorros derribaron la valla. La fuerza del agua dejó sin techo el barracón.

Pete se mojó y salió trastabillando. El barracón se desmoronó en un montón de ladrillos.

El gobierno en el exilio corría, tropezaba y lanzaba gritos de regocijo bajo el chaparrón.

Pete imaginó los titulares de
Hush-Hush
:

¡ESPALDAS MOJADAS PASADOS

POR AGUA SE LO TOMAN A

JUERGA!

¡DEFENSORES DE NUESTROS

VALORES, EMPAPADOS DE AGUA POR

FUERA Y DE LICOR POR DENTRO!

Las mangueras se cerraron. Pete se echó a reír.

Los hombres se levantaron, mojados y tiritando. La risa de Pete resultó contagiosa y provocó un rugido de carcajadas.

En un abrir y cerrar de ojos, el campo de maniobras se había convertido en un vertedero prefabricado. La risa se hizo cadenciosa y adoptó un perfecto ritmo marcial. Y derivó en una salmodia: ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS! ¡CERDOS!

Lockhart repartió mantas. Pete cortó la borrachera de los hombres con vitaminas a las que añadió una bencedrina.

Embarcaron en el transporte de tropas a medianoche. Subieron a bordo doscientos cincuenta y seis hombres decididos a reconquistar su país. Cargaron armas, vehículos de desembarco y suministros médicos. Las comunicaciones de radio permanecieron abiertas: con Langley y con todos los puestos de mando de las bases de partida.

Corrió la noticia de que Jack el Mata de Pelo se negaba al segundo raid aéreo.

Nadie presentaba datos de bajas en la primera oleada. Nadie ofrecía informes sobre fortificaciones costeras. De los focos y los búnquers que habían visto en la playa no había información alguna. No se mencionaba la presencia de vigías de la milicia.

Pete comprendió por qué.

Langley sabía que era ahora o nunca. ¿Para qué informar a las tropas de que en lo sucesivo la situación iba a ser muy delicada?

Pete tomó un buen trago de aguardiente casero para deshabituarse de las bencedrinas. Perdió el sentido en su litera en mitad de una alucinación desquiciada.

Japoneses. Japos. Saipán, año 43; en technicolor y pantalla gigante.

Se le echaban encima. Los mataba y los mataba y los mataba. Lanzaba gritos para dar la alarma, pero nadie entendía su francés québecois.

Los japos muertos volvían a la vida. Y él volvía a matarlos con sus propias manos. Y ellos se convertían en mujeres muertas; en clones de Ruth Mildred Cressmeyer.

Chuck lo despertó al alba.

–Kennedy ha cumplido a medias -le dijo-. Todos los barcos han zarpado de las bases hace una hora.

El tiempo de espera se prolongó. La radio de onda corta empezó a funcionar mal. Las trasmisiones desde el barco llegaban en una jerigonza ininteligible. La comunicación de base a base tampoco registraba otra cosa que un lejano parloteo cubierto por la electricidad estática.

Chuck no consiguió encontrar la avería. Pete intentó el contacto directo por teléfono y llamó a la central de Tiger Kab y a su contacto en Langley.

Sólo obtuvo dos señales continuas de ocupado. Chuck lo achacó a un sabotaje de líneas de los castristas. Lockhart tenía memorizado un número caliente: el de la oficina de Operaciones de la Agencia en Miami. Boyd la llamaba «la central de la invasión» y era el punto neurálgico al que los muchachos del grupo de elite no se habían acercado nunca.

Pete marcó el número. Sonó una señal de ocupado. Fortísima. Chuck determinó el origen del ruido: líneas telefónicas conectadas ilegalmente y sobrecargadas de llamadas.

Se sentaron junto a los barracones. La radio emitió pequeñas toses misteriosas.

El tiempo transcurrió lentamente. Los segundos se hicieron años. Los minutos, eternidades cósmicas.

Pete encadenó los cigarrillos. Dougie Frank Lockhart y Chuck le gorronearon un paquete entero.

Un tipo del Klan estaba retirando la manguera de la Piper. Pete y Chuck intercambiaron una larga mirada.

Lockhart sintonizó su longitud de onda.

–¿Puedo ir yo también?

Unas maniobras de distracción les permitieron acercarse. Alcanzaron la bahía de Cochinos y se encontraron con un panorama poco prometedor. Vieron un barco de aprovisionamiento embarrancado en un arrecife. Vieron cadáveres que salían de una brecha en el casco. Vieron tiburones cebándose en los cuerpos despedazados a veinte metros de la costa.

Chuck maniobró y efectuó una segunda pasada. Pete se golpeó con el tablero de instrumentos. Con el pasajero extra, todos iban incómodos y apretados.

Vieron lanchas de desembarco en la playa. Vieron hombres vivos gateando sobre los cadáveres. Vieron cuerpos sin vida en las aguas poco profundas, en una extensión de cien metros. Los invasores seguían llegando. Los lanzallamas acababan con ellos tan pronto llegaban al rompiente de las olas. Los hombres morían fritos y hervidos vivos.

Cincuenta y tantos rebeldes estaban esposados boca abajo en la arena. Un comunista con una sierra eléctrica corría sobre sus espaldas.

Pete vio cómo se hundía la sierra. Vio brotar la sangre. Vio rodar al agua las cabezas.

El chorro de un lanzallamas se alzó hacia el avión y no lo alcanzó por centímetros.

Chuck se quitó los auriculares y anunció a gritos:

–¡He captado una llamada de Operaciones! ¡Kennedy dice que no habrá segunda operación aérea y que no enviará soldados norteamericanos para ayudar a nuestros chicos!

Pete sacó la Mágnum por la ventana. Un lengua de fuego la hizo saltar de su mano.

Los tiburones batían el agua debajo de ellos. El comunista de la sierra mostró en alto una cabeza cortada.

BOOK: América
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