América (60 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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–Pongámonos en marcha -asintió Pete.

Dougie Frank Lockhart tenía sobre aviso a la extrema derecha sureña. Quienes buscaran armas ya sabían a quién llamar: a Dougie, el pelirrojo de Puckett, Misisipí.

Santo y Carlos aflojaron cincuenta de los grandes cada uno. Pete cogió la bolsa y salió de compras.

Dougie Frank hizo de intermediario por una comisión del cinco por ciento. Consiguió rifles A-1 de segunda mano sacados de los círculos racistas. Lockhart conocía su trabajo y sabía que la derecha de los estados del Sur estaba reconsiderando sus necesidades armamentísticas.

La «Amenaza Comunista» había obligado a hacer acopio de armamento semipesado. Ametralladoras, morteros y granadas formaban parte de la lista. Pero últimamente los negros buscalíos eclipsaban aquella Amenaza Roja… y con ellos eran más eficaces las armas de pequeño calibre.

El Sur Profundo era un gran mercado de ocasión totalmente desquiciado.

Pete cambió bazookas sin estrenar por pistolas viejas. Compró metralletas Thompson en buen estado a cincuenta pavos la pieza. Y suministró medio millón de piezas de munición a seis campamentos.

Sus proveedores fueron múltiples grupos de extrema derecha: los Minutemen, el Partido Nacional de los Derechos de los Estados, el Partido del Renacimiento Nacional, los Caballeros Exaltados del Ku Klux Klan, los Caballeros Reales del Ku Klux Klan, los Caballeros Imperiales del Ku Klux Klan y la Klarion Klan Koalition for the New Konfederacy. Él, a su vez, aprovisionó a seis campamentos de exiliados, llenos de tiradores de apoyo disponibles.

Pete pasó tres semanas comprando armas. En ese plazo realizó cinco viajes entre Miami y Nueva Orleans.

Los cincuenta mil se evaporaron. Heshie Ryskind puso veinte mil más. Heshie estaba asustado: los médicos le habían diagnosticado un cáncer de pulmón.

Heshie organizó una gira de espectáculos por los campamentos para quitarse de la cabeza la obsesión por la enfermedad. Incorporó al espectáculo a Jack Ruby y sus bailarinas y a Dick Contino y su acordeón.

Las bailarinas hicieron su
strip-tease
y se dedicaron a retozar con los reclutas del exilio. Heshie pagó mamadas a campamentos enteros. Dick Contino, entretanto, tocó
Lady of Spain
unas seis mil veces.

Durante la velada en el campamento del lago Pontchartrain hizo acto de presencia Jimmy Hoffa. Jimmy se dedicó a despotricar, insultar y vilipendiar a los Kennedy.

Joe Milteer se sumó al grupo cerca de Mobile. Sin que nadie se lo pidiera, Milteer donó diez de los grandes al fondo para armas.

Guy Banister calificó de «inofensivo» al viejo Joe. Lockhart dijo que a Joe le encantaba pegar fuego a las iglesias de negros.

Pete entrevistó a los candidatos a tirador de apoyo para el atentado contra Fidel y estableció su criterio mediante dos simples preguntas:

¿Eres un tirador experto?

¿Estarías dispuesto a dar la vida por proporcionar a Néstor Chasco la ocasión de disparar contra Fidel?

Entrevistó a un centenar de cubanos, por lo menos. Cuatro de ellos pasaron la selección.

CHINO CROMAJOR:

Superviviente de Bahía de Cochinos. Dispuesto a hacer volar a Castro con una bomba que escondería en el culo, a salvo de cacheos.

RAFAEL HERNÁNDEZ-BROWN:

Fabricante de habanos y pistolero. Dispuesto a ofrecerle al Barbas una panatela envenenada y a morir ahumado con el hombre que le arrebató sus campos de tabaco.

CÉSAR RAMOS:

Ex cocinero del ejército cubano. Dispuesto a preparar un cochinillo explosivo y a morir en la Última Cena de Castro.

WALTER «JUANITA» CHACÓN:

Reinona sádica. Dispuesta a dar por el culo a Fidel y a correrse en mitad del fuego cruzado de los exiliados.

Pete envió una nota a Kemper Boyd:

Supera a mis tiradores… si es que puedes.

74

(Meridian, 11/1/62)

Kemper aspiró la mezcla de heroína y cocaína. Llevaba la cuenta con precisión: era la decimosexta vez que probaba la droga. La toma número doce desde que el doctor le había retirado la medicación, lo cual representaba un promedio de 1,3 «pelotazos» al mes. En absoluto podía considerarse una adicción.

La cabeza le daba vueltas y el cerebro trabajaba a toda prisa. Hasta la zarrapastrosa habitación del motel Seminole resultaba casi armoniosa y bonita.

Programa: ir a ver a ese predicador negro que estaba reuniendo un grupo de denunciantes de violaciones del derecho a voto.

Programa: encuentro con Dougie Frank Lockhart, que tiene a dos candidatos preparados para entrevistarlos.

La droga surtió todo su efecto.

La clavícula dejó de dolerle. Los clavos que la mantenían junta encajaron con limpieza.

Kemper se sonó la nariz y el retrato colocado sobre el escritorio reflejó un resplandor mortecino.

Era de Jack Kennedy, fotografiado antes de Cochinos. La dedicatoria, post Cochinos, decía: «A Kemper Boyd. Creo que los dos hemos recibido algún balazo últimamente.»

La dosis número dieciséis era de alto octanaje. La sonrisa de Jack era también de alta volatilidad; el doctor le había inyectado antes de la sesión fotográfica.

Jack tenía un aire joven e invencible. Los nueve meses transcurridos le habían borrado gran parte de esa estampa. La culpa era del fiasco de Bahía de Cochinos. Jack maduró en el cargo tras una marejada de protestas. Jack se echó la culpa a sí mismo… y a la Agencia. Despidió a Allen Dulles y a Dick Bissell y declaró que «rompería la CIA en mil pedazos».

Jack odiaba a la CIA, pero su hermano no. Bobby últimamente detestaba a Fidel Castro tanto como a Hoffa o a la Mafia.

La etapa postmortem de Bahía de Cochinos se prolongó dolorosamente y Kemper actuó como doble agente, presentando a Bobby a un montón de exiliados limpios de antecedentes, la clase de gente sin vinculaciones delictivas que en Langley querían que viera Kennedy.

El Grupo de Estudio calificó la invasión de «quijotesca», «infra-dotada» y «basada en datos de espionaje engañosos».

Kemper estuvo de acuerdo. Los de Langley, no.

En Langley lo consideraron un apologista de los Kennedy. Lo consideraron de poco fiar en el terreno político.

John Stanton se lo contó y Kemper, en silencio, estuvo de acuerdo con la valoración.

De palabra, asintió: así es, el JM/Wave resultará efectivo.

En silencio, discrepó. Urgió a Bobby a asesinar a Fidel Castro, pero Bobby rechazó la idea. Dijo que sería una conducta demasiado gangsteril y demasiado contraria a la política Kennedy.

Bobby era un intimidador con profundas convicciones morales.

Sus principios y sus normas de conducta resultaban a menudo difíciles de valorar.

Bobby el intimidador estableció brigadas antiextorsión en diez grandes ciudades. Su único objetivo era reclutar informadores sobre el crimen organizado. El gesto enfureció al señor Hoover. Los luchadores independientes contra la mafia podían robarle la escena al Programa contra la Delincuencia Organizada.

Bobby el intimidador no soporta a J. Edgar el intimidador. Y J. Edgar le corresponde con idéntica aversión.

Era una rivalidad sin precedentes; el Departamento de Justicia estaba en ebullición como consecuencia de su mutua inquina.

Hoover ordenó una serie de retrasos protocolarios. Bobby zarandeó la autonomía del FBI. Guy Banister dijo que Hoover seguía efectuando escuchas secretas ilegales en locales de la mafia de costa a costa.

Bobby no tenía la menor sospecha. El señor Hoover sabía guardar los secretos.

Igual que Ward Littell. El mejor secreto de Ward era el de los tejemanejes de Joe Kennedy con el fondo de pensiones del sindicato de Transportistas.

Joe había sufrido una apoplejía casi fatal a finales del año anterior. Claire dijo que el ataque había causado «desolación» a Laura, quien había intentado ponerse en contacto con su padre. Bobby lo había impedido. El trato de los tres millones de dólares era vinculante y permanente.

Claire se graduó en Tulane con la máxima calificación. La facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York admitió su ingreso. Claire se trasladó a Nueva York y alquiló un apartamento cerca de Laura.

Laura apenas mencionaba a Kemper. Cuando Claire le contó que su padre había resultado herido en Miami por una bala perdida, Laura comentó: «¿Kemper?¿Una bala perdida? Imposible.»

Claire, en cambio, había dado crédito a su chirriante versión del tiroteo y había salido disparada hacia el Saint Augustine's en el mismo instante en que el médico la llamó.

Claire le contó a Kemper que Laura tenía un nuevo novio. Un tipo agradable, según ella.

Claire le contó que había conocido al «novio agradable» de Laura. Se llamaba Lenny Sands.

Lenny había desoído su orden y había reanudado el contacto con Laura. Lenny siempre hacía las cosas de forma indirecta: el artículo de
Hush-Hush
sobre Bahía de Cochinos estaba lleno de insinuaciones y dobles sentidos.

A Kemper no le importaba lo que hiciera. Lenny era extorsionable y hacía mucho tiempo que había desaparecido de su vida.

Lenny desenterró basura para Howard Hughes. Divulgó ciertos secretos y silenció otros. Lenny poseía pruebas circunstanciales de hasta qué punto la había cagado Kemper Boyd en abril de 1961.

Kemper esnifó otro
speedball
.

El corazón se le aceleró. La clavícula quedó insensible. Recordó que el último mes de mayo había compensado el abril anterior.

Bobby le ordenó seguir una columna de la Marcha de la Libertad.

–Limítate a observar -le dijo-, y si la gente del Klan o quien sea se pone violento, pide ayuda. Recuerda que todavía estás convaleciente.

Kemper los observó desde más cerca que los reporteros y que los equipos de cámaras.

Vio a los activistas de los derechos civiles abordar autobuses y los siguió. Por las ventanillas abiertas surgían himnos religiosos a voz en cuello.

Tras los autobuses venían los reventadores, con música «dixie» a tope en la radio de los coches. Ahuyentó a algunos lanzadores de piedras con el brazo del arma todavía en cabestrillo.

Hizo un alto en Anniston. Unos palurdos agresivos le pincharon los neumáticos. Una manifestación de blancos irrumpió en la estación y expulsó del pueblo uno de los Autobuses de la Libertad.

Kemper alquiló un viejo Chevrolet y salió tras los expulsados. Tomó la Autovía 78 y observó unos disturbios. El autobús había sido incendiado y los policías, los defensores de las libertades y los reventadores estaban enzarzados en una pelea junto a la carretera.

Vio a una chica negra que apagaba a palmadas las llamas de sus trenzas. Vio al artista de la antorcha sacar el envoltorio de una goma. Kemper lo sacó de la carretera y lo golpeó con la pistola hasta dejarlo medio muerto.

De vez en cuando tomo unas dosis. Sólo para ayudarme a tener las cosas claras.

–… y lo mejor de mi propuesta es que no tendrán que testificar en una vista pública. Los jueces federales leerán sus declaraciones y mis manifestaciones adjuntas y procederán a partir de ahí. Si alguno de ustedes es llamado a testificar será en sesión cerrada, sin la presencia de periodistas, del abogado de la parte contraria, ni de funcionarios de la Policía local.

En la iglesia, pequeña y bonita, sólo quedaba sitio de pie. El predicador había reunido a sesenta y tantas personas.

–¿Preguntas?-dijo Kemper.

–¿De dónde viene usted?-preguntó un hombre.

–¿Qué protección tendremos?-dijo una mujer con voz aguda. Kemper se inclinó sobre la barandilla del púlpito.

–Soy de Nashville, Tennessee. Quizá recuerden que allí tuvimos algunos boicots y sentadas en 1960 y que hemos dado grandes pasos hacia la integración con un mínimo derramamiento de sangre. Me doy cuenta de que Misisipí está mucho menos civilizado que mi estado natal y, en lo que se refiere a protección, sólo puedo decirles que cuando vayan a registrarse para votar, tendrán de su parte el número. Cuanta más gente presente declaraciones, mejor. Cuanta más gente se registre y vote, mejor. No digo que ciertos elementos encajen por las buenas su presencia en las urnas, pero cuanto mayor sea el número de ustedes que vote, más posibilidades tendrán de elegir funcionarios locales que mantengan a raya a tales elementos.

–Ahí fuera tenemos un bonito cementerio -indicó un hombre-. Lo que pasa es que nadie quiere trasladarse allí antes de tiempo.

–No se puede esperar que, de repente, la ley de por aquí se ponga de nuestra parte -añadió una mujer.

Kemper sonrió. Dos tomas de la mezcla de polvos y un almuerzo a base de dos martinis hacían que la iglesia refulgiera.

–Por lo que hace a cementerios, ése de ustedes está entre los más bonitos que he visto nunca, pero ninguno de nosotros quiere visitarlo hasta el año 2000, si puede ser. ¡Y por lo que se refiere a la protección, sólo puedo decir que el presidente Kennedy protegió debidamente a los Marchadores de la Libertad el año pasado y que si esa basura blanca, esos palurdos racistas, se presentan para privarles por la fuerza de los derechos civiles que Dios les ha otorgado, el Gobierno federal afrontará el desafío con una fuerza superior, porque vuestra voluntad de libertad no será derrotada, porque es bueno y justo y verdadero, porque ustedes tienen de su parte la fuerza de la bondad, del honor y de la rectitud inquebrantable!

Los feligreses se pusieron en pie y aplaudieron.

–… es lo que se llama un trato amistoso. Tengo mi propio capítulo de los Caballeros Reales del Klan, que es básicamente una franquicia del FBI, y lo único que tengo que hacer es aguzar el oído y delatar a los Caballeros Exaltados y a los Caballeros Imperiales por fraude postal, que es el único asunto del Klan que le importa realmente al señor Hoover. Tengo mis propios informadores subcontratados en ambos grupos y les pago de mi estipendio del FBI, lo cual ayuda a consolidar el poder de mi propio grupo.

La cabaña apestaba a calcetines usados y a humo rancio de marihuana. Dougie Frank llevaba una camiseta del Klan y unos Levi's. Kemper aplastó una mosca posada en su silla.

–¿Qué hay de los tiradores que mencionaste?

–Ya están aquí. Han parado en mi casa porque los moteles de por aquí no hacen distingos entre cubanos y negros. Pero tú, naturalmente, estás intentando cambiar todo eso.

–¿Dónde están ahora?

–Tengo una galería de tiro al final de la calle. Están allí con algunos de mis Reales. ¿Quieres una cerveza?

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