América (9 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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«Se cuenta», «se dice», «se rumorea»… Frases clave que revelaban una verdad clave: todo el documento tenía un tono equívoco y evasivo. En realidad, Hoover no aborrecía a la Mafia; el Programa contra la Delincuencia Organizada era su respuesta a lo de Apalachin.

Lenny Sands
(antes Leonard Joseph Seidelwitz), alias «
Lenny el Judío
», nacido en 1924. Este hombre está considerado una mascota de la mafia de Chicago. Su ocupación nominal es la de animador de espectáculos y con frecuencia actúa como tal en reuniones de la delincuencia organizada de Chicago con los camioneros del condado de Cook. Se dice que, en algunas ocasiones,
Sands
ha enviado fondos de la mafia de Chicago a funcionarios de la policía cubana como parte de los esfuerzos de dicha mafia para mantener un clima político amistoso en Cuba y asegurar la continuidad del éxito de sus casinos en La Habana.
Sands
está encargado de una ruta de recaudación de máquinas expendedoras y es un empleado asalariado de la empresa «Vendo-King», un negocio tapadera casi legal de la mafia de Chicago. (Nota:
Sands
es un «personaje marginal» bastante conocido en el ambiente del espectáculo de Las Vegas y de Los Ángeles. También se rumorea que dio clases de declamación al senador John Kennedy (demócrata por Massachusetts) durante su campaña para el Congreso en 1946.

Un tipo a sueldo de la mafia conocía a Jack Kennedy. Y Hoover ponía micrófonos en casa de una prostituta para atraparlo. Littell se saltó unas páginas del documento y pasó de FIGURAS SECUNDARIAS DE LA DELINCUENCIA ORGANIZADA a OBSERVACIONES PERTINENTES.

La mafia de Chicago se reparte los territorios geográficamente. North Side, Near North Side, West Side, South Side, el Loop, Lakefront y las zonas residenciales del norte están dirigidas por subjefes que tratan directamente con Sam Giancana.

Mario Salvatore D'Onofrio
, alias «
Sal el Loco
», nacido en 1912. Este hombre es un prestamista y apostador independiente. Tiene permiso para operar porque le paga a
Sam Giancana
un fuerte tributo.
D'Onofrio
fue condenado por homicidio en segundo grado en 1951 y cumplió cinco años en la penitenciaría del Estado de Illinois, en Joliet. El psiquiatra de la prisión lo describió como un «sádico criminal con derivaciones psicopáticas y con incontrolables tendencias psicosexuales a infligir daño». Recientemente, ha sido sospechoso de la tortura y asesinato de dos golfistas profesionales del Bob O'Link Country Club que, según parece, le debían dinero.

Los prestamistas y corredores de apuestas independientes prosperan en Chicago. Ello se debe a la política de Sam Giancana de recaudar buena parte de los beneficios a cambio del permiso para actuar. Uno de los más temibles jefes subalternos de Giancana,
Anthony Iannone
, alias «
Tony el Picahielos
» (nacido en 1907), actúa como enlace entre la mafia de Chicago y las facciones independientes de prestamistas y corredores de apuestas. Existen firmes sospechas de que
Iannone
es responsable del asesinato con mutilación de, por lo menos, nueve clientes que tenían fuertes deudas con prestamistas.

Otros nombres destacaban en la relación. Sus extraños apodos le causaron risa.

Tony Spilotro, «la Hormiga»; Felix Alderisio, «Milwaukee Phil»; Frank Ferraro, «Franky Strongy»; Joe Amato; Joseph Cesar Di Varco; Jackie Cerone, «Jackie the Lackey».

La legalidad de las operaciones del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los, estados del Medio Oeste sigue siendo objeto de constantes especulaciones. ¿Es Sam Giancana quien da la aprobación final a los préstamos? ¿Cuál es el protocolo establecido para la concesión de préstamos a delincuentes, hombres de negocios casi legales y extorsionadores sindicales en busca de capital?

Jimmy Torello, «el Turco»; Louie Eboli, «el Gorrón».

La unidad de Inteligencia del departamento de Policía de Miami cree que Sam Giancana es un socio capitalista de la compañía Tiger Kab, un servicio de taxis propiedad del sindicato de Transportistas y gestionado por refugiados cubanos a los que se atribuyen unos extensos historiales delictivos.

Daniel Versace, «Dan el Asno»; Robert Paolucci, «Gordo Bob»…

Sonó el teléfono. Littell lo descolgó con torpeza; la vista cansada le hacía ver doble.

–¿Diga?

–Soy yo.

–Hola, Kemper.

–¿Qué has estado haciendo? Cuando me he marchado, estabas al borde de la borrachera.

–Leer el informe del Programa contra la Delincuencia Organizada -respondió Littell con una risilla-. Y, hasta el momento, la directiva antibandas del señor Hoover no me impresiona demasiado.

–Cuidado con lo que dices; puede que haya instalado micrófonos en tu habitación.

–Qué pensamiento más cruel…

–Sí, pero no improbable. Escucha, Ward: sigue nevando y seguro que hoy no podrás tomar tu vuelo. ¿Por qué no vienes a verme a la oficina del comité? Bobby y yo vamos a interrogar a un testigo. Es un tipo de Chicago y tal vez puedas aprender algo.

–No me iría mal un poco de aire. ¿Estás en el antiguo edificio de oficinas del Senado?

–Exacto. Despacho 101. Estaré en la sala de interrogatorios A. Tiene un pasillo para observación, de modo que podrás seguirlo todo desde ahí. Y recuerda mi tapadera: estoy jubilado del FBI.

–Eres un mentiroso descarado, Kemper. Realmente resulta bastante triste.

–No te pierdas en la nieve.

El lugar era perfecto: un pasillo cerrado, con cristales que sólo permitían ver desde un lado y altavoces colgados de la pared. En el interior de la sala A se hallaban los hermanos Kennedy, Kemper y un individuo rubio.

Las salas B, C y D estaban vacías. Littell tenía la galería de observación para él solo. La tormenta de nieve debía de haber disuadido a la gente de salir de casa.

Littell pulsó el interruptor del altavoz. Las voces surgieron con un mínimo de estática.

Los reunidos estaban sentados en torno a una mesa. Robert Kennedy hacía de anfitrión y se ocupaba de accionar la grabadora.

–Tómese su tiempo, señor Kirpaski. Usted ha venido como testigo voluntario y estamos aquí a su disposición.

–Llámeme Ronald -dijo el rubio-. Nadie me llama señor Kirpaski.

Kemper asintió con una sonrisa:

–Cualquier hombre que facilita información sobre Jimmy Hoffa merece tal formulismo.

Kemper, siempre brillante, había recuperado su acento arrastrado de Tennessee.

–Son muy amables, supongo -respondió Roland Kirpaski-. Pero Jimmy Hoffa es Jimmy Hoffa, ¿saben? Me refiero a que es como eso que cuentan del elefante: no olvida.

Robert Kennedy entrelazó los dedos de ambas manos tras la cabeza.

–Hoffa tendrá mucho tiempo en la cárcel para recordar todo lo que le ha llevado a ella.

Kirpaski carraspeó:

–Me gustaría decir algo. Y me… me gustaría repetirlo cuando testifique ante el comité.

–Adelante, di lo que quieras -asintió Kemper.

Kirpaski inclinó la silla hacia atrás.

–Soy miembro del sindicato. Pertenezco a la Unión de Camioneros. Y si ahora les cuento que Jimmy hace esto o lo otro, que ordena a sus muchachos apretar las tuercas a los que no quieren colaborar… En fin, supongo que todas estas cosas son ilegales pero, ¿saben una cosa?, todo eso me trae sin cuidado. La única razón de que me decida a delatar a Jimmy es que sé sumar dos y dos y en el jodido Local 2109 de Chicago he oído lo suficiente como para deducir que ese jodido Jimmy Hoffa hace tratos privados con los empresarios, lo cual significa que es un mierda de esquirol, perdonen mi lenguaje, y quiero que conste muy claro que éste es mi motivo para declarar contra él.

John Kennedy sonrió. Littell comprendió de pronto la razón del trabajo en la casa de Darleen Shoftel y dio un respingo.

–Tomamos debida nota, Roland -intervino Robert Kennedy-. Antes de declarar, podrá leer la comunicación que le parezca. Y recuerde que reservamos su testimonio para una sesión televisada. Le verán millones de personas.

–Cuanta más publicidad tenga -dijo Kemper-, menos probable es que Hoffa intente represalias.

–Jimmy no olvida -respondió Kirpaski-. En eso es como un elefante. Y esos gángsters de las fotos que me han mostrado, esos tipos con los que vi a Jimmy…

–Santo Trafficante Jr. y Carlos Marcello…

Robert Kennedy alzó en su mano varias fotografías. Kirpaski asintió.

–Ésos. También quiero que conste en mi declaración que he oído cosas buenas de esos tipos. He oído que contratan exclusivamente a hombres del sindicato. Ningún tipo de la mafia me ha dicho nunca, «Roland, eres un estúpido polaco del Southside». Como he dicho, esos tipos visitaron a Jimmy en su suite del Drake y de lo único que hablaron fue del tiempo, de los Bears y de la política en Cuba. Quiero que quede constancia de que he declarado que no tengo ninguna queja contra la jodida Mafia.

Kemper se volvió hacia el cristal y guiñó un ojo.

–J. Edgar Hoover, tampoco -murmuró.

Littell sonrió.

–¿Qué?-preguntó Kirpaski.

Robert Kennedy hizo tamborilear los dedos sobre la mesa.

–El señor Boyd está hablando para un colega suyo al que no vemos. Bien, Roland, volvamos a lo de Miami y Sun Valley.

–Ojalá estuviésemos allí. ¡Cuánta nieve, señor!

Kemper se puso en pie y estiró las piernas.

–Volvamos sobre sus declaraciones.

Kirpaski exhaló un suspiro.

–El año pasado -relató de nuevo- fui delegado a la convención por Chicago. Estuvimos en el Deauville de Miami. Entonces aún hacía buenas migas con Jimmy porque no había descubierto que era un esquirol cabrón que tenía pactos secretos con…

–Vaya al grano, por favor -le interrumpió Robert Kennedy.

–La cuestión es que hice algunos encargos para Jimmy. Me acerqué por la central de Tiger Kab a recoger un poco de dinero para que Jimmy pudiera sacar a ciertos tipos influyentes de Miami a dar un paseo en barco para pescar tiburones a tiros de pistola automática, que es una de las actividades favoritas de Jimmy en Florida. Debí de recoger tres de los grandes y pico. El puesto de los taxis me pareció el planeta Marte, con todos esos cubanos chiflados vestidos con camisas atigradas. El jefe cubano era un tal Fulo. Lo encontré vendiendo televisores recién robados en el aparcamiento. El negocio de los taxis funciona con dinero en metálico, exclusivamente.

El altavoz recogió unas interferencias; Littell dio unos golpecitos en el mando del sonido, bajó el volumen y se pegó al cristal. John Kennedy parecía aburrido e inquieto. Robert trazaba garabatos en un cuaderno de notas.

–Háblenos otra vez de Anton Gretzler.

–Salimos todos a pescar tiburones a tiros -explicó Kirpaski-. Gretzler también venía. Él y Jimmy estaban en un extremo del barco, lejos de los que disparaban a los peces, y se pusieron a hablar. Yo estaba abajo, en la litera, mareado. Supongo que estaban seguros de que no los oía nadie, porque charlaban de algún asunto que no sonaba demasiado legal, aunque quiero que conste que me traía sin cuidado porque no tenía que ver con tratos sucios con los empresarios.

John Kennedy señaló el reloj de su muñeca y Kemper metió prisas a Kirpaski.

–¿De qué hablaban exactamente?

–De Sun Valley. Gretzler dijo que había pedido peritajes de los terrenos y que el experto había asegurado que la tierra no se hundiría en el pantano en cinco años o así, lo cual los dejaría al margen de reclamaciones legales, llegado el caso. Jimmy dijo que podía echar mano de tres millones de dólares del fondo de pensiones para comprar la tierra y el material prefabricado y que quizá podrían embolsarse cierta cantidad en metálico.

Robert Kennedy se incorporó de un salto. La silla cayó derribada y el cristal vibró.

–¡Es un testimonio muy valioso! ¡Prácticamente, es un reconocimiento de conspiración para cometer fraude inmobiliario y de intento de estafa al fondo de pensiones!

Kemper levantó la silla del suelo y replicó:

–Pero sólo será válido ante un tribunal si Gretzler lo corrobora o si comete perjurio negándolo. Sin Gretzler, será la palabra de Roland contra la de Hoffa. Será una cuestión de credibilidad, y Roland tiene dos condenas por conducir borracho mientras que Hoffa, técnicamente, está limpio.

Bobby refunfuñó, irritado.

–Mire, Bob -insistió Kemper-, Gretzler debe de estar muerto. Su coche fue arrojado a un pantano y el tipo está ilocalizable. He dedicado muchas horas a intentar encontrarlo y no he dado con una sola pista viable.

–Podría haber fingido su propia muerte para no tener que presentarse ante el comité.

–Me parece bastante improbable.

Bobby se sentó a horcajadas en la silla y se agarró a los barrotes del respaldo.

–Quizá tenga usted razón, Boyd, pero todavía podría enviarle a Florida para asegurarse.

–Tengo hambre -intervino Kirpaski.

Jack puso los ojos en blanco. Kemper le lanzó un guiño. Kirpaski soltó un soplido.

–He dicho que tengo hambre -repitió.

–Cuénteselo al senador, Roland -Kemper consultó su reloj-. Cuéntenos cómo Gretzler se emborrachó y soltó la lengua.

–Ya entiendo. Canta si quieres cenar, ¿no es eso?

–Maldita sea… -masculló Bobby.

–Está bien, está bien. Fue después de la cacería de tiburones. Gretzler estaba furioso porque Jimmy lo había ridiculizado diciendo que sostenía la metralleta como un marica. Gretzler empezó a hablar de los rumores que había oído sobre el fondo de pensiones. Dijo que había oído que el fondo es muchísimo más rico de lo que suponía la gente y que nadie podía hacer caso de los libros porque las cuentas no eran reales. Y, ¿saben?, Gretzler también dijo que existían unos libros «auténticos», probablemente en clave, con decenas de millones de jodidos dólares anotados en ellos. Este dinero se dedica a préstamos a unos intereses exorbitantes. Se supone que el contable y depositario de esos libros «auténticos» y de las auténticas cantidades, el auténtico cerebro, es algún gángster de Chicago retirado. Pero si esperan que alguien corrobore lo que digo, pierden el tiempo; cuando Gretzler contó todo eso, yo era el único presente.

Bobby Kennedy se echó los cabellos hacia atrás. Su voz se hizo aguda, como la de un chiquillo excitado.

–Es nuestra gran oportunidad, Jack. Primero, reclamamos otra vez los libros falseados para determinar su solvencia. Después seguimos la pista de los préstamos que el sindicato reconoce haber empleado e intentamos determinar la existencia de activos ocultos dentro del fondo de pensiones y la probabilidad de que esos libros «auténticos» existan.

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