América (10 page)

Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
10.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

Littell se apretó contra el cristal, fascinado con Bobby: sus cabellos enmarañados, su gesto apasionado…

Jack Kennedy carraspeó y comentó:

–Es un asunto fuerte… si es que se puede aportar un testimonio verificable sobre la existencia de esos libros antes de que finalice el mandato del comité, claro.

Kirpaski aplaudió.

–¡Vaya, si ha hablado…! ¡Caramba, senador, me alegro de que se digne a intervenir!

Jack Kennedy torció el gesto, ofendido por el comentario irónico.

–Mis investigadores -dijo Bobby- contrastarán nuestra información con la de otras agencias y haremos constar todo lo que descubramos.

–¿Más adelante?-comentó Jack. Littell tradujo sus palabras: «Demasiado tarde para que me beneficie en la campaña.»

Los hermanos se miraron fijamente. Kemper se inclinó sobre la mesa entre ambos.

–Hoffa ha levantado un bloque de casas en Sun Valley. Ahora está allí en persona, haciendo relaciones públicas. Enviaremos a Kirpaski como observador. Es delegado local por Chicago, de modo que su presencia no será sospechosa. Él nos llamará para informar de lo que vea.

–Sí -dijo Ronald-, y también voy a «observar» a esa camarera que conocí cuando estuve allí para la convención. Pero no voy a decirle a mi mujer que la chica está en el menú, ¿saben?

Jack indicó a Kemper que se acercara. Littell captó unos cuchicheos entre crepitaciones de electricidad estática.

–Me marcho a Los Ángeles cuando lo permita la nieve. Llame a Darleen Shoftel; estoy seguro de que estará encantada de conocerlo.

–Tengo hambre -dijo Kirpaski.

Robert Kennedy cerró su maletín.

–Vamos, Roland. Puede venir a casa a cenar con mi familia. Pero trate de no decir «joder» en presencia de mis hijos. Entenderán la idea bastante pronto.

Los reunidos salieron por una puerta trasera. Littell se abrazó al cristal para echar una última mirada a Bobby.

7

(Los Ángeles, 9/12/58)

Darleen Shoftel fingió un leve orgasmo. Darleen Shoftel tenía muchas compañeras de oficio con las que hablaba de sus clientes. Darleen era una maravilla para soltar nombres.

Según ella, a Franchot Tone le iba el sado-maso y Dick Contino era el campeón de los lamecoños. A Steve Cochran, el tipo de las películas B, lo llamaba «Mister King Size».

La muchacha hizo y recibió llamadas. Habló con clientes, con colegas y con su madre, en Vincennes, Indiana.

A Darleen le encantaba hablar. Pero no dijo nada que justificara que dos federales hubieran colocado micrófonos en su casa.

Habían conectado el aparato de los federales hacía ya cuatro días. El 1541 de North Alta Vista estaba sembrado de micrófonos desde el suelo hasta el tejado.

Fred Turentine había intervenido el sistema de escuchas de Boyd y Littell. Se enteraba de todo cuanto oían los agentes federales. Éstos habían alquilado una casa de aquel bloque como puesto de escucha; Fred controlaba sus conexiones desde una furgoneta aparcada ante la casa de al lado y suministraba las cintas grabadas a Pete.

Y Pete olió dinero y llamó a Jimmy Hoffa. Quizá fue una decisión algo prematura.

–Tienes buen olfato -dijo Jimmy-. Vente a Miami el jueves y cuéntame lo que tengas. Si no tienes nada, podemos salir con el barco a cazar tiburones.

El jueves era el día siguiente. Matar tiburones a tiros era asunto para mentes estrictamente enfermas. A Freddy le pagaban doscientos al día; demasiado, para tratarse de un curso acelerado sobre cháchara sexual ajena.

Pete vagaba por la casa de vigilancia, taciturno, saboreando las insinuaciones que dejaba caer a Hughes: «Sé que le prestó pasta al hermano de Dick Nixon.» Continuó la escucha de las cintas por puro aburrimiento.

Pulsó la tecla de avance. Darleen gemía y jadeaba. Los muelles de la cama chirriaban; algo como una cabecera de cama golpeaba contra lo que parecía una pared. Allí estaba Darleen, montada por algún gordo cebón.

Sonó el teléfono. Pete descolgó enseguida.

–¿Quién es?

–Fred. Ven ahora mismo. Acabamos de encontrar el filón.

La furgoneta estaba abarrotada de aparatos y cables. Pete se golpeó las rodillas al entrar.

Freddy parecía excitado. Tenía la bragueta abierta, como si hubiera estado meneándosela.

–Reconocí ese acento de Boston inmediatamente y te he llamado tan pronto se han puesto a joder. Escucha esto; es en directo…

Pete se colocó unos auriculares. Hablaba Darleen Shoftel, alto y claro.

–… tú eres un héroe superior a tu hermano. He leído cosas sobre ti en la revista
Time
. Tu patrullera fue hundida por los japoneses o algo así.

–Soy mejor nadador que Bobby, eso sí es cierto…

Tres cerezas en fila. Premio: el viejo lío de Gail Hendee, Jack K. Darleen: «Vi la foto de tu hermano en
Newsweek
. Tiene algo así como cuatro mil hijos, ¿no?»

Jack: «Por lo menos, tres mil, y le siguen saliendo otros nuevos continuamente. Cuando visitas su casa, esos mocosos se te agarran a los tobillos. Mi mujer encuentra vulgar ese ansia de procrear.»

Darleen: «"Ansia de procrear." ¡Qué fino!»

Jack: «Bobby es un católico de verdad. Necesita tener hijos y castigar a los hombres que aborrece. Si sus impulsos viscerales no fueran tan infaliblemente certeros, sería un auténtico engorro.

Pete se apretó los auriculares contra los oídos. Jack Kennedy continuó hablando con un tono de languidez postjodienda:

–Yo no siento el odio como Bobby. Él odia con furia. Aborrece a Jimmy Hoffa con un odio intensísimo y sencillísimo, y por eso terminará ganando. Ayer estuve con él en Washington. Estaba tomando declaración a un miembro del sindicato de camioneros que se había enfadado con Hoffa y había decidido informar sobre sus chanchullos. Allí estaba ese polaco valiente y tonto, Roland nosecuántos, de Chicago, y Bobby terminó llevándoselo a casa a cenar con la familia. ¿Lo ves, esto…?

–Darleen.

–Ajá: Darleen. ¿Lo ves, Darleen? Bobby es apasionado y generoso de verdad; por eso es más heroico que yo.

Los aparatos parpadeaban. La cinta giraba.

Habían conseguido el premio gordo: Jimmy Hoffa SE CAGARÍA cuando escuchara aquello.

Darleen: «Sigo pensando que eso de la patrullera fue magnífico.»

Jack: «¿Sabes? Eres una buena oyente, Arlene.»

Fred parecía a punto de BABEAR. Sus ojos dilatados eran dos jodidos signos de dólar.

Pete cerró los puños.

–Esto es cosa mía. Tú quédate aquí y haz lo que te diga. Fred se encogió y asintió. Pete sonrió: sus manos sembraban el miedo cada vez.

Un taxi de Tiger Kab lo recogió a la llegada del avión. El conductor se dedicó a hablar de política cubana por los codos. ¡El gran Castro avanzaba! ¡El puto Batista retrocedía!

Pancho lo dejó en la central del servicio de taxis. Jimmy había ocupado el despacho. Un grupo de matones estaba embalando unos chalecos salvavidas y unas metralletas.

Hoffa les mandó salir.

–¿Cómo estás, Jimmy?

Hoffa blandió un bate de béisbol erizado de clavos.

–Estoy bien. ¿Te gusta esto? A veces, el tiburón se acerca a la barca y le puedes dar unos cuantos porrazos.

Pete abrió el magnetófono y lo conectó a un enchufe a ras de suelo. El papel pintado, con su dibujo de piel de tigre, le produjo vértigo.

–Está bien, pero te he traído algo mejor.

–Dijiste que olías dinero. Seguro que es el mío por tus molestias.

–Hay una historia detrás.

–No me gustan las historias, a menos que el héroe sea yo. Y ya sabes que soy un hombre ocupado…

Pete lo asió del brazo.

–Un hombre del FBI me abordó. Dijo que tenía un infiltrado en el comité McClellan. También dijo que me atribuía el trabajo de Gretzler y que a Hoover le traía sin cuidado. Ya conoces a Hoover, Jimmy. Siempre os ha dejado en paz a ti y a la organización.

Hoffa se desasió.

–¿Y bien?¿Crees que tienen pruebas? ¿Y las cintas tienen que ver con el asunto?

–No. Creo que ese federal espía a Bobby Kennedy y al comité por cuenta de Hoover, o algo así. Y creo que el señor Hoover está de nuestra parte. Seguí al tipo y a su compañero hasta el picadero de una fulana en Hollywood. Instalaron micrófonos por toda la casa y mi colega, Freddy Turentine, tiene intervenido su sistema de escuchas. Ahora, presta atención.

Hoffa dio golpecitos en el suelo con el pie, como si estuviera aburrido, al tiempo que se cepillaba unas pelusas atigradas de la camisa.

Pete pulsó la tecla. La cinta se puso en marcha con un siseo. Los gemidos sexuales y los chirridos del somier se hicieron más audibles.

Pete cronometró la jodienda. El senador John F. Kennedy estableció una marca de 2,4 minutos.

Darleen Shoftel fingió un clímax. Enseguida, se escuchó aquel rebuzno de Boston.

–Esa jodida espalda no ha aguantado.

–Ha sido bueeeno -murmuró Darleen-. Corto y dulce es lo mejor.

Jimmy hizo girar el bate de béisbol con el vello de los brazos erizado y la piel de gallina.

Pete pulsó las teclas y avanzó la cinta hasta la parte jugosa. Jack, el dos minutos, recitó su papel.

«(…) un miembro del sindicato de camioneros que se había enfadado con Hoffa (…). Ese polaco valiente y tonto, Roland nosecuántos, de Chicago (…).»

A Hoffa se le erizó toda la piel. Estrujó el bate entre los dedos.

«Ese Roland nosecuántos tiene la valentía de la clase obrera (…). Bobby tiene hincados los dientes en Hoffa. Y cuando Bobby muerde, no suelta su presa.»

A Hoffa se le puso el vello aún más de punta. Miró a Pete con los ojos desorbitados de un negro medio muerto de espanto.

Pete se apartó.

Hoffa alzó el bate. Contempló cómo el garrote erizado de clavos DESCENDÍA…

Las sillas saltaron hechas astillas. Las mesas se hundieron con las patas quebradas. Las huellas de las púas dejaron surcos en las paredes hasta los zócalos.

Pete permaneció a prudente distancia. Un tope de puerta con la figura de Jesucristo en plástico brillante saltó en ocho millones de fragmentos.

Los papeles apilados volaron por el despacho. Las astillas de madera rebotaban. Desde la acera, varios taxis as observaban la escena. Jimmy lanzó un batazo contra la ventana y una rociada de cristales llovió sobre los mirones.

James Riddle Hoffa estaba jadeante, con la mirada perdida, como presa de un hechizo.

El bate se enganchó en el batiente de la puerta. Jimmy se lo quedó mirando. ¿Qué era aquello?

Pete lo sujetó con un abrazo de oso. Jimmy puso los ojos en blanco, casi catatónico.

Luego, agitó brazos y piernas y trató de desasirse. Pete lo inmovilizó hasta casi impedirle respirar y le habló como si lo hiciera con un niño.

–Puedo mantener a Freddy a la escucha por doscientos al día. Es probable que tarde o temprano consigamos algo con lo que puedas joder a los Kennedy. También tengo algunos asuntos políticos sucios. Tal vez nos sean de utilidad algún día.

Hoffa concentró la mirada en estado de semilucidez. Su voz surgió chillona, como afectada por el gas de la risa.

–¿Qué… es… lo… que… quieres?

–Hughes está más chiflado cada día. He pensado que debería acercarme a ti y cubrir mis apuestas.

Hoffa se desasió con energía. A Pete casi le sofocó su olor a sudor y a colonia de rebajas.

El rostro de Hoffa perdió color. Recuperó el aliento y bajó el tono de voz varias octavas.

–Te daré el cinco por ciento del negocio de los taxis. Ocúpate de que continúe la escucha en Los Ángeles y de vez en cuando asoma la cabeza por aquí para mantener a raya a esos cubanos. No intentes apretarme hasta el diez por ciento porque te mandaré a la mierda y te enviaré de vuelta a Los Ángeles en autobús.

–Trato hecho -asintió Pete.

–Tengo un trabajo en Sun Valley -dijo Hoffa-. Quiero que vengas conmigo.

Tomaron uno de los taxis de Tiger Kab. El portaequipajes iba atestado con los bártulos de cazar tiburones: bates con clavos, metralletas y aceite bronceador.

Conducía Fulo Machado. Jimmy llevaba ropa limpia. Pete había olvidado llevar alguna muda extra y el hedor de Hoffa se le había pegado.

Nadie dijo nada. El ánimo taciturno de Jimmy Hoffa sofocaba cualquier asomo de conversación. Dejaron atrás varios autocares llenos de camioneros afiliados que se dirigían a las parcelas urbanizadas que servían de cebo para los incautos.

Pete realizó un cálculo mental.

Doce taxistas trabajando las veinticuatro horas. Doce con permiso de residencia, patrocinados por Jimmy Hoffa, que aceptarían dejarse esquilmar parte de sus ganancias a cambio de seguir en América. Doce trabajadores pluriempleados: atracadores, rompehuelgas, chulos… El cinco por ciento de los beneficios y todo lo que pudiera conseguir al margen: el negocio ofrecía perspectivas.

Fulo se desvió de la autopista. Pete vio el lugar donde se había deshecho de Anton Gretzler. Siguieron una caravana de autocares hasta las viviendas piloto, a unos cinco kilómetros de la Interestatal.

Unos focos de película lo bañaban todo con un intenso resplandor, radiante como una
premiére
en el Teatro Chino Grauman's. El Sun Valley maquillado tenía buen aspecto: una serie de pulcras casitas en una zona abierta con calles alquitranadas.

Los camioneros se emborrachaban en las mesas de juego. Doscientos hombres por lo menos se apretujaban en los senderos entre las casas. Un aparcamiento de grava estaba abarrotado de coches y autocares. Junto a él se había instalado una barbacoa y sobre ella, atravesado por el espetón, un venado giraba y se asaba bañado en su propio jugo.

Fulo aparcó cerca de la multitud.

–Vosotros esperad aquí -dijo Jimmy.

Pete se apeó para estirar las piernas. Hoffa se dirigió hacia los visitantes y los más aduladores lo rodearon al instante. Fulo afiló su machete en una piedra pómez y lo guardó en una funda sujeta al asiento trasero.

Pete observó cómo se las tenía Jimmy con la multitud.

Hoffa enseñó las casas, pronunció breves discursos y participó con buen apetito en la barbacoa. Cuando distinguió a un hombre rubio con aire de polaco, dio muestras de agitación y enrojeció.

Pete encadenó los cigarrillos. Fulo conectó la radio del coche y sintonizó algún espectáculo de rezos a Jesús en español.

Algunos autocares partieron. Luego llegaron dos vehículos de fulanas; unas cubanas de aspecto vulgar, custodiadas por agentes de la policía del Estado fuera de servicio.

Other books

Poison Town by Creston Mapes
The Shoemaker's Wife by Adriana Trigiani
Emma's Journey by Callie Hutton
Crysis: Escalation by Smith, Gavin G.
You Don't Know Me by Sophia Bennett
Dakota Dream by Sharon Ihle