Pete se arrellanó en un asiento y hojeó el número de la semana. En portada: «¡Los obreros emigrantes traen la peste de las enfermedades venéreas!» Y un segundo artículo: «¡El mercado de Hollywood Ranch, paraíso gay!»
–Sigo en ello. Buscamos a un tipo con unas características únicas, y encontrarlo lleva su tiempo.
–Consíguelo -dijo Hughes-. Y dile a Sol Maltzman que quiero un artículo titulado «Negros: el exceso de procreación crea epidemia de tuberculosis» en la portada de la próxima semana.
–Resulta bastante traído por los pelos.
–Los hechos se pueden modelar para que se adapten a cualquier tesis.
–Se lo diré a Sol, jefe.
–Bien. Y ya que sales…
–¿… quiere que le consiga un poco más de droga y unas jeringas desechables? Sí, señor; faltaría más.
Hughes frunció el entrecejo y conectó la televisión. «El comisario John y la brigada del almuerzo» llenó la alcoba. Chiquillos chillones y dibujos animados de ratones del tamaño de Lassie.
Pete se dirigió al aparcamiento. Apoyado sobre el capó del coche, como si éste le perteneciera, estaba el agente especial Kemper Boyd.
El jodido agente especial Kemper Boyd. Seis años más viejo y todavía demasiado guapo para vivir. Su traje gris oscuro debía de costar seguramente más de cuatrocientos pavos.
–¿Qué hay?
Boyd cruzó los brazos sobre el pecho.
–Traigo un recado amistoso de parte del señor Hoover. Está preocupado por tu trabajo fuera de horas para Jimmy Hoffa.
–¿De qué estás hablando?
–Tengo un informador en el comité McClellan. Esa gente tiene intervenidos algunos teléfonos públicos cerca de la casa de Hoffa, en Virginia, para registrar las llamadas deformadas. Ese jodido Hoffa hace sus llamadas de negocios desde cabinas telefónicas y utiliza aparatos para deformar la voz.
–Continúa -dijo Pete-. Todo eso del equipo de intervención de teléfonos es pura basura, pero veamos dónde quieres ir a parar.
Boyd guiñó un ojo. El jodido cabrón tenía muchas agallas.
–Uno, Hoffa te llamó dos veces a finales del mes pasado. Dos, compraste un pasaje de ida y vuelta de Los Ángeles a Miami bajo nombre supuesto y cargaste el importe a Hughes Aircraft. Tres, alquilaste un coche en una empresa propiedad de un miembro del sindicato de camioneros y puede que alguien te viera mientras esperabas a un hombre llamado Anton Gretzler. Creo que Gretzler está muerto y que Hoffa te contrató para eliminarlo.
El cadáver no aparecería jamás; Pete había arrojado a Gretzler a una ciénaga y había sido testigo de cómo lo devoraban los cocodrilos.
–Entonces, deténme.
–No. Al señor Hoover no le gusta Bobby Kennedy y estoy seguro de que no querría molestar al señor Hughes. Que Jimmy y tú andéis sueltos no le quita el sueño. Y a mí, tampoco.
–¿ Entonces?
–Entonces, hagamos algo del gusto del señor Hoover.
–Dame una pista. Estoy impaciente por colaborar.
Boyd sonrió al oírlo.
–El redactor jefe de
Hush-Hush
es un comunista. Sé que al señor Hughes le gustan los empleados baratos, pero aun así sigo pensando que deberías despedirlo inmediatamente.
–Lo haré -asintió Pete-. Y tú dile al señor Hoover que soy un patriota y que sé cómo funciona la amistad.
Boyd se volvió en redondo sin un gesto de asentimiento, sin una mueca, sin un asomo de suspicacia. Anduvo hasta los coches aparcados dos filas más allá y se introdujo en un Ford azul con un adhesivo de Hertz en el parachoques.
El coche se puso en marcha y Boyd agitó la mano en un jodido gesto de despedida.
Pete corrió al teléfono de la recepción del hotel y llamó a información. Una telefonista le facilitó el número de la Hertz. Marcó y le atendió una mujer:
–Hertz, alquiler de vehículos. Buenos días.
–Buenos días. Soy el agente Peterson, de la policía de Los Ángeles. Necesito los datos del cliente actual de uno de sus coches.
–¿Ha habido algún accidente?
–No, es mera rutina. El coche es un Ford Fairlane azul, del 56, con matrícula V de «Víctor», D de «dedo», H de «hombre», cuatro nueve cero.
–Un momento, agente.
Pete aguardó. El comentario de Boyd sobre el comité McClellan le daba vueltas en la cabeza.
–Ya tengo esos datos, agente.
–Dispare.
–Ese coche fue alquilado por el señor Kemper C. Boyd, cuya dirección actual en Los Ángeles es el hotel Miramar, en Santa Mónica. Según el contrato, la factura debe enviarse al Comité Electo del Senado para Investigaciones. ¿Le sirve eso?
Pete colgó. La agitación en su cabeza se hizo estereofónica.
¿Boyd, en un coche alquilado por el comité? Qué extraño. Extraño, porque Hoover y Bobby Kennedy eran rivales. ¿Boyd, agente del FBI y, al mismo tiempo, investigador del comité? Imposible; Hoover nunca le permitiría tener dos empleos simultáneos.
Boyd era hábil en infiltrarse… y el tipo indicado para plantear advertencias amistosas.
¿Era indicado, también, para espiar a Bobby? El «quizá» fue dando paso al «sí».
Sol Maltzman vivía en Silverlake. Un cuchitril sobre un local de alquiler de esmóquines.
Pete llamó a la puerta y Sol abrió con cara de fastidio. El tipejo patizambo llevaba puestas unas bermudas y una camiseta de manga corta.
–¿Qué quieres, Bondurant? Estoy muy ocupado.
Aquel capullo comunista pronunció el apellido a la francesa: «Bon-di-gant.»
El cuchitril apestaba a tabaco y a excrementos de gato. Todas las superficies de los muebles rebosaban de sobres de papel manila. Una cómoda de madera tapaba la única ventana.
Sol posee datos sobre asuntos sucios de Hollywood. Es el tipo ideal para llevar un archivo de escándalos.
–«Bon-di-gant», ¿qué se te ofrece?
Pete cogió un sobre de la mesilla de noche. Contenía recortes de prensa sobre Ike y sobre Dick Nixon. Un aburrimiento.
–¡Baja eso y dime qué quieres!
Pete lo agarró por el cuello.
–Estás despedido de
Hush-Hush
. Estoy seguro de que conoces más de un asunto turbio que podríamos usar; si me los cuentas y me ahorras molestias, le diré al señor Hoover que te conceda una indemnización.
Sol le dedicó una corte de mangas y el puño se detuvo a la altura de los ojos de Pete.
Bondurant lo soltó.
–Apuesto a que guardas el mejor material en esa cómoda.
–No. Ahí no hay nada que te pueda interesar.
–Entonces, ábrela.
–¡No! ¡Está cerrada y no voy a darte la llave!
Pete le propinó un rodillazo en la entrepierna. Maltzman cayó al suelo resoplando. Pete le desgarró la camisa y le introdujo una mordaza de tela en la boca.
El televisor situado junto al sofá le ayudaría a disimular el ruido. Lo conectó a todo volumen. En la pantalla apareció un vendedor de coches gritando chorradas sobre la nueva gama Buick. Pete sacó su arma y disparó contra la cerradura de la cómoda. Las astillas de madera volaron en todas direcciones.
Encontró tres carpetas; treinta páginas, quizá, de basura escandalosa.
Sol Maltzman emitió un chillido a través de la mordaza. Pete lo dejó inconsciente de una patada y bajó el volumen del televisor.
Tenía tres expedientes y un tremendo ataque de hambre post-violencia. La solución era el local de Mike Lyman y el menú de
bisté de luxe
.
Y
de luxe
debía de ser la basura que contenían todos aquellos papeles. Sol no habría guardado de aquel modo una información de poca monta.
La primera carpeta contenía fotos de documentos y notas mecanografiadas. Nada de chismorreos de Hollywood; nada que pudiera servir de munición para las páginas de
Hush-Hush
.
El expediente detallaba cuentas bancarias y declaraciones de renta. El nombre del contribuyente le resultó conocido: era el de un colega del señor Hughes, George Killebrew, lacayo de Richard Nixon, «el tramposo».
El nombre de la cuenta del banco era «George
Kill
ington». Los depósitos de 1957 ascendían a 87.416,04 dólares. Los ingresos declarados de George
Kill
ebrew de aquel año eran de 16.850 dólares. Un cambio de dos sílabas en un nombre ocultaba casi setenta de los grandes.
Sol Maltzman escribió lo siguiente: «Los empleados del banco confirman que Killebrew depositó la totalidad de los 87.000 dólares en ingresos en metálico de cinco a diez mil dólares. Asimismo, los empleados confirman que el número de identificación fiscal que les dio era falso. Retiró en metálico la cantidad total, más unos seis mil y pico de intereses, y canceló la cuenta antes de que el banco enviase la notificación corriente de liquidación de intereses a la administración fiscal federal.»
Ingresos no declarados e intereses bancarios no declarados. Bingo: delito de fraude fiscal.
Pete estableció otra rápida relación: el comité del Senado sobre Actividades Antiamericanas jodía a Sol Maltzman. Dick Nixon era miembro del comité; George Killebrew trabajaba para él.
El segundo expediente constaba de un montón de fotos de una felación homosexual. El mamado era un adolescente. Sol Maltzman, en una nota, identificaba al mamón: «Leonard Hosney, 43 años, de Grand Rapids, Michigan, consultor legal del comité de Actividades Antiamericanas. Mi denigrante trabajo para
Hush-Hush
se ha visto compensado finalmente en forma de un soplo proporcionado por un empleado de un burdel para hombres en Hermosa Beach. Él tomó las fotos y me aseguró que el chico es un menor. Me seguirá suministrando instantáneas en el futuro próximo.»
Pete encadenó los cigarrillos, encendiendo uno con la colilla del anterior. Se había hecho una idea clara de la situación.
Aquellos documentos eran la venganza de Sol contra el comité de Actividades Antiamericanas. Era una especie de penitencia frustrada: Sol escribía libelos derechistas y guardaba aquella basura para cobrarse la revancha.
El expediente número tres contenía más fotos: de cheques cancelados, recibos de depósitos y hojas bancarias. Pete apartó la comida a un lado. Aquello era material de primera para manchar reputaciones.
Sol Maltzman había escrito: «Las implicaciones políticas del préstamo de 200.000 dólares efectuado por Howard Hughes en 1956 a Donald, el hermano de Richard Nixon, son tremendas; sobre todo, porque se espera que Nixon sea el candidato republicano a la Presidencia en 1960. Éste es un nítido ejemplo de compra de influencias políticas por parte de un industrial inmensamente rico. La acusación puede reforzarse presentando numerosos ejemplos verificables de medidas políticas promovidas por Nixon que benefician directamente a Hughes.»
Pete repasó las fotos comprometedoras. La verificación era rotunda; no cabía la menor discusión al respecto.
Se le había enfriado la comida. Empapada en sudor, la camisa almidonada se le había llenado de arrugas.
La información privilegiada era toda una jodida bomba.
Para Pete, el día estaba siendo todo ases y ochos. Una mano que no podría jugar ni desaprovechar.
Lo que sí podía era reservarse lo de la basura Hughes/Nixon. Y dejar que Gail ocupara el puesto de Sol en
Hush-Hush
; la chica ya había hecho trabajos en la revista con anterioridad y, en cualquier caso, estaba harta de marrones por culpa de los divorcios.
El personal del comité de Actividades Antiamericanas era un montón de ases, pero a Pete se le escapaba el aspecto DINERO. El personaje secundario de Kemper Boyd tenía sus sensores y antenas extendidos, pendientes.
Pete tomó el coche hasta el hotel Miramar y montó guardia en el aparcamiento. El coche de Boyd estaba oculto cerca de la piscina. En torno a ésta, numerosas mujeres en bañador tomaban el sol. Las condiciones de una vigilancia podían ser mucho peores.
Transcurrieron las horas. Las mujeres iban y venían. El crepúsculo difuminó la panorámica hasta envolverla en sombras.
Le vino a la cabeza Miami: taxis a rayas atigradas y cocodrilos hambrientos.
Las seis, las seis y media, las siete… Las 7.22: Boyd y Ward Littell aparecieron junto a la piscina y se dirigieron al coche de alquiler de Boyd. El coche se puso en marcha y salió por Wilshire, en dirección al este.
Littell era el gatito asustado y Boyd, el flemático. Pete evocó unos recuerdos: aquellos federales y él compartían una historia.
Se sumó al tráfico detrás de la pareja. Littell y Boyd avanzaron por Wilshire y tomaron por Barrington hacia el norte, hasta Sunset. Pete permaneció a distancia, cambiando de carril repetidas veces. Las persecuciones motorizadas le encantaban.
Se le daban muy bien. Estaba claro que Boyd no tenía idea de que alguien lo seguía. Su coche avanzó hacia el este por Sunset: Beverly Hills, el Strip, Hollywood. Después, tomó hacia el norte por Alta Vista y aparcó en mitad de una urbanización de casitas de estuco.
Pete se arrimó al bordillo de la acera, tres casas más allá. Boyd y Littell se apearon; una farola iluminaba sus movimientos.
Se pusieron guantes, empuñaron sendas linternas y Littell abrió el portaequipajes y sacó una caja de herramientas. Luego, se encaminaron a una de las casitas, pintada de rosa; forzaron la cerradura y entraron.
Las luces de las linternas zigzaguearon tras las ventanas. Pete dio media vuelta con el coche y tomó nota de la dirección: 1541 Norte.
Debían de estar colocando micrófonos para una escucha. En el FBI, a los técnicos en tales trabajos los llamaban «zapadores».
Las luces del salón se encendieron. Aquellos jodidos eran muy descarados.
Pete cogió el listín de teléfonos que llevaba en el asiento trasero y pasó las hojas bajo las luces del tablero. Alta Vista, 1541 Norte, era la dirección de Darleen Shoftel, H03-6811.
La instalación de micrófonos les llevaría casi una hora. Mientras trabajaban, tenía tiempo para hacer averiguaciones sobre la mujer a través del servicio de Registros e Información. Vio una cabina en la esquina; desde allí, podía llamar sin perder de vista la casa.
Anduvo hasta el teléfono y marcó el número de la policía del condado. Atendió la llamada Karen Hiltscher; Pete reconoció su voz al instante.
–Registros e Información.
–Karen, soy Pete Bondurant.
–¿Tanto tiempo y me has reconocido?
–Supongo que tienes una voz muy especial. Escucha, ¿puedes hacerme el favor de consultar una identidad?
–Supongo que sí, aunque ya no eres ayudante del comisario y, en realidad, no debería.