Pete hizo chasquear los nudillos.
–«Verificar la noticia» significa «No demande a la revista o le doy una paliza» -murmuró-. Si quiere que lo ayude en eso, de acuerdo.
–Bien. Por algo hay que empezar.
–Acabemos de una vez, Howard. Conozco a los que trabajan en la revista, así que dígame a quién despide y quién se queda. Hughes se encogió. Como un niño pequeño.
–La recepcionista era una negra casposa; la he despedido. El reportero y presunto «rebuscador de basura» se ha despedido y quiero que me encuentres otro. Me quedo con Sol Maltzman. Sol es quien escribe todos los artículos, bajo seudónimo, desde hace años, de modo que me inclino por conservarlo, aunque es un comunista que está en la lista negra, miembro de veintinueve organizaciones izquierdistas por lo menos, y…
–No necesita más personal, Howard. Maltzman hace un buen trabajo y, si llegara el caso, puede sustituirle Gail, que lleva un par de años escribiendo esporádicamente para
Hush-Hush
. Para las cuestiones legales está su abogado, Dick Steisel, y para las escuchas clandestinas puede llamar a Fred Turentine. Le encontraré a un buen rebuscador de basuras. Me pondré manos a la obra y preguntaré por ahí, pero puede llevar un tiempo.
–Confío en ti. Seguro que llevarás a cabo un trabajo excelente. Pete estiró los nudillos. Le dolían las articulaciones, señal segura de que se aproximaban lluvias.
–¿Es necesario que hagas eso?-preguntó Hughes.
–Estas manos fueron lo que nos puso en contacto, jefe. Sólo pretendo demostrarle que todavía siguen aquí.
El salón de la casa de vigilancia medía veinticinco por veinticuatro metros.
Las paredes del vestíbulo eran de mármol jaspeado de oro.
Nueve dormitorios. Cámaras frigoríficas de diez metros de fondo. Hughes hacía limpiar las alfombras cada mes (en una ocasión, un negro asqueroso las había pisado).
En el tejado y en los rellanos de la escalera había instaladas cámaras de vigilancia dirigidas hacia el dormitorio de la señora Hughes, en la casa contigua.
Pete encontró a Gail en la cocina. Con sus pronunciadas curvas y sus largos cabellos castaños, la mujer aún le resultaba atractiva.
–Normalmente, se oye cuando alguien entra en una casa -comentó ella-, pero aquí la puerta de la calle está a un kilómetro…
–Llevamos un año instalados aquí y todavía se te ocurren chistes así.
–Cuesta bastante acostumbrarse a vivir en el Taj Mahal… Pete se sentó a horcajadas en una silla.
–Estás nerviosa.
–Bueno… -Gail deslizó su silla lejos de la de él-, entre el gremio de extorsionadoras soy de las nerviosas, sí. ¿Cómo se llama el tipo de hoy?
–Walter P. Kinnard. Tiene cuarenta y siete años y lleva engañando a su mujer desde la luna de miel. Tiene hijos y se le cae la baba por ellos. Su mujer dice que se avendrá a un acuerdo si lo aprieto con fotografías y le amenazo con enseñárselas a los hijos. El tipo es un bebedor incontinente y siempre toma unas copas a la hora del almuerzo.
Gail se enfurruñó, medio en broma, medio en serio.
–¿Dónde?
–Lo encontrarás en Dale's Secret Harbor. A unas cuantas calles de allí tiene un picadero donde se suele dar algunos revolcones con su secretaria, pero tú insiste en ir al Ambassador. Estás en la ciudad para una convención y tienes una habitación espléndida con un buen mueble bar.
Gail se estremeció. Escalofríos a primera hora de la mañana: una señal segura de que tenía los nervios de punta. Pete le entregó una llave y añadió:
–He alquilado la habitación contigua, de modo que puedes cerrar la tuya con llave para que todo parezca normal. He dejado abierto el cerrojo de la puerta que conecta las dos habitaciones, de modo que esta vez no creo que se organice ningún escándalo.
Gail encendió un cigarrillo con manos firmes. Buena señal.
–Distráeme. Cuéntame qué quería Howard, el Recluso.
–Ha comprado
Hush-Hush
. Quiere que le busque un reportero. Así podrá hacerse una paja con los chismorreos de Hollywood y compartirlos con su colega, J. Edgar Hoover. Quiere salpicar de mierda a sus enemigos políticos, como tu antiguo novio, Jack Kennedy.
Gail le dirigió una cálida sonrisa:
–Unos cuantos fines de semana juntos no lo convierten en mi novio.
–Esa jodida sonrisa le hizo tilín…
–Una vez me llevó en avión a Acapulco. En Howard, el Recluso, esto es todo un gesto; por eso te sientes celoso.
–Te llevó ahí durante su luna de miel.
–¿Y? Se casó por motivos políticos y la política hace extraños compañeros de cama. ¡Vaya mirón estás hecho, Dios mío!
Pete desenfundó su arma y comprobó el cargador. Lo hizo tan deprisa que no supo a qué venía el gesto.
–¿No te parece que nuestras vidas son extrañas?-continuó Gail.
Se dirigieron al centro en coches distintos. Gail se sentó en la barra; Pete escogió un reservado próximo y pidió una copa.
El restaurante estaba muy concurrido. Dale's era un próspero local de comidas. Pete consiguió un asiento de privilegio; en una ocasión, había librado al propietario de un intento de extorsión por marica.
Un gran número de mujeres pasaba por el local; sobre todo, empleadas de las oficinas del centro de Wilshire. Gail destacaba entre ellas; resultaba mucho más
je ne sais quoi
. Pete engulló los frutos secos que acompañaban el cóctel y se olvidó de tomar un desayuno.
Kinnard se retrasaba. Pete escrutó el local como si tuviera rayos X en los ojos.
Allá en el fondo, junto a los teléfonos públicos, estaba Jack Whalen, el corredor de apuestas número uno de Los Ángeles. Dos reservados más allá estaban varios agentes del departamento de Policía de la ciudad. A Pete le llegaron sus comentarios.
–Bondurant…
–Sí. Esa mujer, esa nosecuántos Cressmeyer…
El fantasma de Ruth Mildred Cressmeyer rondó por el bar; una triste vieja aquejada de temblores.
Pete se internó por los recovecos de la memoria.
Finales de 1949. Entonces llevaba a cabo algunos trabajos complementarios bastante provechosos: vigilante de partidas de cartas y procurador de abortos. El médico que hacía los raspados era su hermano menor, Frank.
Pete se alistó en el cuerpo de Marines de Estados Unidos para conseguir el permiso de residencia. Frank se quedó con la familia en Quebec y entró en la facultad de Medicina.
Pete aprendió a bandearse en sociedad pronto. Frank, tarde.
No hables francés. Habla inglés. Pierde el acento y vete a Estados Unidos.
Frank llegó a Los Ángeles con ansias de dinero. Convalidó sus títulos médicos y abrió su consultorio: abortos y morfina a la venta.
A Frank le encantaban las coristas y las cartas. Le encantaban los maleantes. Le encantaba la partida de póquer de Mickey Cohen los jueves por la noche.
Frank hizo amistad con un atracador llamado Huey Cressmeyer. La madre de Huey dirigía una clínica de raspados en el barrio negro. Huey tenía embarazada a su novia y pidió ayuda a mamá y a Frank. Huey cometió una estupidez y atracó la partida del jueves por la noche. Pete, aquel día, estaba de baja con la gripe.
Mickey dio el contrato a Pete.
A Pete le llegó un soplo: Huey estaba escondido en un apartamento de El Segundo. La casa pertenecía a un pistolero de Jack Dragna.
Mickey odiaba a Jack Dragna. Dobló el precio y dijo a Pete que matara a todos los que estaban en la casa.
14 de diciembre de 1949; nublado y frío.
Pete incendió el escondite con un cóctel molotov. Cuatro siluetas salieron corriendo por la puerta de atrás, tratando de apagar las llamas a manotazos. Pete los abatió a tiros y dejó que se quemaran.
Los periódicos identificaron a los muertos:
Hubert John Cressmeyer, 24 años.
Ruth Mildred Cressmeyer, 56 años.
Linda Jane Camrose, 20 años, embarazada de cuatro meses. François Bondurant, 27 años, médico y emigrado francocanadiense.
Oficialmente, los asesinatos quedaron sin resolver. Pero la historia se filtró entre los que estaban al corriente.
Alguien llamó a su padre, en Quebec, y lo delató. El viejo lo llamó y le rogó que negara la acusación.
Quizá vaciló al hacerlo, o quizá rezumó algún sentimiento de culpabilidad. Aquel mismo día, los viejos se encerraron a inhalar monóxido de carbono.
Aquella vieja del bar era la jodida gemela de Ruth Mildred.
El tiempo transcurrió lentamente. Convidó a la vieja a otra ronda por cuenta de la casa. Walter P. Kinnard entró en el local y se sentó junto a Gail.
Comenzó la parte más poética del trabajo.
Gail hizo una señal al encargado de la barra. Walter, atento, captó el gesto y soltó un silbido. El camarero se acercó de inmediato con su coctelera para mezclar martinis; Walt, cliente habitual, gozaba de cierta consideración allí.
Gail, desvalida, buscó unas cerillas en el bolso. Walt, solícito, prendió la llama de su encendedor con una sonrisa. Walt, el donjuán, llevaba la espalda de la chaqueta llena de caspa.
Gail sonrió. Walt, el donjuán, sonrió. Walt, el elegante, vestía calcetines blancos y un terno gris a rayas.
Los tórtolos se dedicaron a los martinis y al palique. Pete observó el calentamiento previo a encamarse. Gail apuró su copa para hacer acopio de valor; era evidente que tenía los nervios de punta. Tocó el brazo de Walt. Se advertía claramente su sentimiento de culpabilidad; aborrecía todo el asunto, salvo por el dinero.
Pete se encaminó al Ambassador y subió a su habitación. El lugar era perfecto: su habitación, la de Gail y la puerta entre ambas para poder colarse a escondidas.
Cargó la cámara y colocó una serie de bombillas de flash. Engrasó las jambas de la puerta que conectaba las habitaciones y estudió ángulos para sacar primeros planos.
Pasaron lentamente diez minutos. Pete estuvo atento a los ruidos del cuarto contiguo. Por fin, escuchó la contraseña de Gail, en voz un poco demasiado alta:
–Maldita sea, ¿dónde tengo la llave?
Pete se apretó contra la pared. Escuchó a Walt, el solitario, mascullar algunas lamentaciones: mi mujer y mis hijos no saben que un hombre tiene ciertas necesidades. Gail preguntó: ¿por qué has tenido
siete
hijos, pues? Walt respondió: así, mi mujer no se mueve de casa, que es donde debe estar.
Las voces se desvanecieron camino de la cama. Los zapatos cayeron al suelo con un ruido sordo. Gail golpeó la pared con.su escarpín de tacón alto: era su señal convenida de «tres minutos para intervenir».
Pete se rió. ¡Habitaciones de treinta dólares la noche con paredes delgadas como papel de fumar!
Las cremalleras se abrieron. Crujieron los muelles de la cama. Los segundos transcurrieron, tic tic tic… Walter P. Kinnard empezó a soltar gemidos. Peter lo consideró ensillado a las 2.44.
Esperó hasta las 3.00. Entonces abrió la puerta, despaaacio. El engrasado de las jambas eliminó hasta el menor chirrido.
Ante él, Gail y Walter P. Kinnard, jodiendo.
En la postura del misionero, con las cabezas juntas. Una prueba de adulterio para presentar en los tribunales. Walt estaba gozando visiblemente. Gail fingía el éxtasis mientras se hurgaba un padrastro en una uña.
Pete encuadró la escena y pulsó el disparador. Uno, dos, tres; una ráfaga de flashes como una ametralladora. Toda la jodida habitación quedó bañada por el resplandor.
Entre chillidos, Kinnard se retiró, fláccido como un estropajo. Gail saltó de la cama y corrió al baño.
Walt, el donjuán, en pelotas: un metro ochenta, noventa y cinco kilos, gordinflón.
Pete dejó la cámara y lo agarró por el cuello. Le trasmitió su mensaje con claridad, lentamente.
–Tu mujer quiere el divorcio. Quiere ochocientos al mes, la casa, el Buick del 56 y los tratamientos de ortodoncia para tu hijo Timmy. O le das todo lo que pide, o te encuentro y te liquido.
A Kinnard le salieron burbujas de saliva entre los labios. Pete admiró su color: medio amoratado de conmoción, medio rojo cardíaco.
La puerta del baño se abrió con una vaharada de vapor. La habitual ducha postjodienda de Gail siempre era rápida.
Pete dejó caer al suelo a Walt. El brazo le temblaba tras el esfuerzo: un levantamiento de más de noventa kilos. No estaba mal.
Kinnard recogió su ropa y tomó la puerta, tambaleándose. Pete lo siguió con la mirada mientras el donjuán trastabillaba por el pasillo, tratando de ponerse los pantalones como era debido.
Gail apareció entre la nube de vapor. Su «ya no aguanto más esto» no era de extrañar.
Walter P. Kinnard accedió sin litigar. La serie de victorias consecutivas de Pete subió a Esposas 23, Maridos 0. La señora Kinnard le salió a pedir de boca: quinientos pavos en mano y la promesa del veinticinco por ciento de su pensión a perpetuidad.
A continuación: tres días de trabajo por cuenta de Howard Hughes.
El juicio de la TWA tenía inquieto al Gran Howard. Pete reforzó sus tácticas de distracción. Pagó a zorras para que largaran a los periódicos que Hughes estaba recluido en numerosos picaderos. Bombardeó a los funcionarios del proceso con delaciones telefónicas: Hughes estaba en Bangkok, Maracaibo, Seúl… Instaló un segundo doble de Hughes en el Biltmore: un viejo veterano del cine mudo, muy colgado. El viejo era un auténtico priápico. Pete le envió a Barbara Payton para que se desahogara. Barbara, idiotizada por el alcohol, creyó que el viejo verde era el auténtico Hughes. Se empleó a fondo: el Pequeño Howard creció quince centímetros.
J. Edgar Hoover habría podido parar el proceso fácilmente. Hughes rehusaba pedirle ayuda.
–Todavía no, Pete. Antes, necesito consolidar mi amistad con el señor Hoover. Según mi modo de ver, la clave está en haberme hecho con la propiedad de
Hush-Hush
, pero primero necesito que me encuentres otro rastreador de escándalos. Ya sabes cuánto le gusta al señor Hoover acumular información excitante…
Pete hizo correr la voz.
Hush-Hush
necesita un nuevo revolvedor de basura. Interesados, llamar a Pete B.
Pete no se apartó del teléfono de la casa desde la que llevaba a cabo la vigilancia. Llamaron varios tipos. Pete exigió a cada uno que le contara un chisme interesante y subido de tono para demostrar su credibilidad.
Los comunicantes cumplieron. Ahí va una muestra.
Pat Nixon llevaba dentro un hijo de Nat «King» Cole. Lawrence Welk dirigía una red de prostitución masculina. Un dúo caliente: Patti Page y la mula Francis.