Pete echó una ojeada rápida al resto del artículo. Gail no terminaba de lanzarse; las insinuaciones no eran lo bastante injuriosas. Jack Kennedy coqueteaba con las mujeres y las «perturbaba, perseguía y confundía» con «futesas, fruslerías, baratijas» y «brillantes bienaventuranzas bostonianas». Ningún calificativo pasado de rosca, ninguna insinuación sexual, ninguna alusión irónica a Jack, «el Dos Minutos».
Cuidado, cuidado, cuidado… Pete empezó a notar un hormigueo en sus sensibles antenas. Tomó el coche, se dirigió al centro y pasó ante el almacén de
Hush-Hush
. A primera vista, parecía que todo estaba en orden.
Varios hombres sacaban paquetes de revistas en carretillas y otros cargaban los palés. Una hilera de camiones de reparto a los quioscos estaba aparcada con la caja trasera arrimada al muelle de carga. Todo en orden, pero…
Calle abajo había aparcados dos coches de la policía secreta. Y la furgoneta de helados que rondaba la zona tenía aspecto sospechoso: el conductor estaba hablando por un micrófono de mano.
Pete dio la vuelta a la manzana. La vigilancia se había multiplicado: cuatro vehículos camuflados junto al bordillo y dos coches patrulla blancos y negros a la vuelta de la esquina.
Dio otra vuelta. La mierda había alcanzado el ventilador y se esparcía en todas direcciones.
Cuatro unidades se apiñaban junto al muelle de carga con todas las luces encendidas y la sirena conectada. Los agentes de paisano bajaban de los coches y un cordón de policías uniformados asaltó el almacén con ganchos de descargador.
Una furgoneta del departamento de Policía de Los Ángeles bloqueaba la salida de los camiones de reparto. Los mozos del almacén dejaron caer los paquetes y pusieron las manos en alto. El caos se había adueñado de la revista. Era el Apocalipsis de la prensa de escándalos.
Pete continuó su camino hasta el hotel Beverly Hills. Una desagradable imagen empezaba a tomar forma en su mente: alguien había dado el soplo del asunto Kennedy.
Aparcó y pasó junto a la piscina a la carrera. Vio un numeroso grupo de gente ante el bungaló de Hughes. Todos miraban por la ventana del dormitorio del Gran Howard, como una horda de mirones morbosos en el escenario de un accidente.
Se acercó rápidamente y se abrió paso entre la multitud. Billy Eckstine le dio un codazo.
–¡Eh, observa eso!
La ventana estaba abierta. Dos hombres zarandeaban al señor Hughes y lo acosaban a dúo con graves insultos verbales.
Eran Robert Kennedy y su padre, Joseph P. Kennedy.
Hughes estaba envuelto en la ropa de cama. Bobby blandía una hipodérmica. El viejo Joe estaba fuera de sí.
–¡Eres un vicioso patético y un adicto a los narcóticos! ¡Estoy a punto de ponerte en evidencia ante el mundo entero… y si crees que hablo en broma, observa que he abierto la ventana para que tus vecinos del hotel tengan un anticipo de lo que el mundo entero conocerá si vuelves a permitir que tu asquerosa revistucha publique una palabra más sobre mi familia!
Hughes se encogió y, al hacerlo, se golpeó la cabeza contra la pared. Un cuadro colgado en ésta se ladeó.
Asistían al espectáculo algunos mirones de categoría: Billy, Mickey Cohen y un animador marica que lucía un gigantesco casquete de orejas de ratón.
Howard Hughes gimoteaba. «¡Por favor, no me peguéis!», decía.
Pete siguió hasta la casa de Darleen Shoftel.
La desagradable imagen que se había formado en su mente empezó a concretarse: o se había chivado Gail, o los federales habían descubierto la escucha clandestina.
Detuvo el coche tras la furgoneta de Freddy y vio a éste de rodillas en la calle, esposado al parachoques delantero. Pete corrió hasta él. Freddy tiró del grillete e intentó incorporarse. Tenía la muñeca ensangrentada y las rodillas llenas de rozaduras, de tanto arrastrarse por el pavimento.
Pete se arrodilló delante de él.
–¿Qué ha sucedido? Deja de dar tirones y mírame.
Freddy continuó sus contorsiones de muñeca. Pete le soltó un bofetón.
Freddy reaccionó y fijó la vista en él, semiinconsciente.
–El tipo del puesto de escucha envió las transcripciones a algún federal de Chicago y le contó que sospechaba de mi furgoneta. Pete, todo este asunto me huele mal. Sólo hay un tipo del FBI trabajando en el caso, como si se hubiera actuado con precipitación o…
Pete cruzó el césped a toda prisa y saltó al porche. Darleen Shoftel intentó esquivarle, se rompió un tacón y cayó de culo.
La desagradable imagen terminó de concretarse.
Micrófonos cubiertos de yeso por el suelo. Dos teléfonos pinchados, destripados sobre una mesilla auxiliar.
Y el agente especial Ward J. Littell, plantado allí con un traje azul recién comprado.
Estaban en un punto muerto. No se tocaba a los hombres del FBI impunemente.
Pete se acercó a él y murmuró:
–Esto es una falsa redada, o no estarías aquí tú solo.
Littell no se movió de donde estaba. Las gafas le resbalaron por la nariz.
–Tú sigue rondando por ahí para joderme… La próxima vez será la última.
–He atado cabos -dijo Littell. Las palabras salieron de su boca temblorosas.
–Te escucho.
–Kemper Boyd me dijo que tenía un encargo en el hotel Beverly Hills. Allí habló contigo y recelaste de él y lo seguiste. Nos viste colocar los micrófonos en la casa y llamaste a tu amigo para que tendiera una línea auxiliar. El senador Kennedy le comentó a la señorita Shoftel que Ronald Kirpaski iba a testificar y tú lo oíste y convenciste a Jimmy Hoffa de que te diera el contrato.
Era el valor que da la botella.
Pete contempló al enjuto policía, cuyo aliento apestaba a alcohol a las ocho de la mañana.
–No tienes pruebas, y al señor Hoover no le importa el caso.
–Tienes razón. No puedo deteneros a ti y a Turentine.
–Apuesto a que al señor Hoover le gustaron las cintas -dijo Pete con una sonrisa-. Y apuesto a que no le gustará demasiado que hayas reventado esta operación.
Littell le abofeteó la cara.
–¡Esto, por haber manchado de sangre las manos de John Kennedy!
El sopapo resultó flojo. Cualquier mujer abofeteaba con más fuerza.
Sabía que Gail dejaría una nota. La encontró junto con las llaves de la casa, sobre la cama que compartían.
Sé que has descubierto que bajé el tono del artículo. Al ver que el redactor jefe no ponía peros, me di cuenta de que no bastaba con lo que había hecho y llamé a Bob Kennedy. El me dijo que, probablemente, podría mover algunos hilos y frenar el asunto. Jack es bastante cruel en ciertos aspectos, pero no se merece lo que le preparabais. No quiero seguir más contigo. Por favor, no trates de dar conmigo.
Había dejado los vestidos que él le había comprado.
Pete los arrojó a la calle y contempló cómo los coches pasaban por encima de ellos.
(Washington, D.C., 18/12/58)
–Decir que estoy furioso es empequeñecer el concepto de furia. Decir que considero atroz su actuación rebaja la noción de atrocidad.
El señor Hoover hizo una pausa. El cojín del asiento le servía para estar más alto que los dos hombres, ambos de buena estatura. Kemper miró a Littell.
Sonrojados, los dos permanecieron sentados ante el escritorio de Hoover.
–Comprendo su posición, señor -murmuró Littell.
Hoover se llevó un pañuelo a los labios.
–No le creo -replicó-. Y aprecio mucho más la virtud de la lealtad que el valor de la percepción objetiva.
–He actuado impetuosamente, señor -reconoció Littell-. Le pido disculpas.
–«Impetuosamente» describe su intento de ponerse en contacto con el señor Boyd y advertirles a él y a Robert Kennedy sus absurdas sospechas sobre Bondurant. Su vuelo no autorizado a Los Ángeles para desmontar una operación oficial del FBI merece calificarse de «acto engañoso y traicionero».
–Yo… consideraba a Bondurant sospechoso de asesinato, señor. Se me ocurrió que había montado una escucha clandestina del dispositivo de vigilancia que el señor Boyd y yo habíamos instalado. Y no me equivoqué.
Hoover no dijo nada. Kemper sabía que iba a dejar alargarse el silencio.
La operación había fallado por dos flancos. Por un lado, la novia de Bondurant había dado el soplo del artículo escandaloso a Bobby; por otro, Ward se había olido lo sucedido en el asunto Kirpaski. Su razonamiento tenía cierta consistencia: Pete estuvo en Miami a la vez que Roland.
Hoover manoseó un pisapapeles.
–¿El asesinato es un delito federal, señor Littell?-preguntó.
–No, señor.
–¿Y considera a Robert Kennedy y al comité McClellan rivales directos del FBI?
–No, señor.
–Entonces, usted es un hombre confundido e ingenuo, como queda más que confirmado por sus recientes actuaciones.
Littell permaneció sentado, absolutamente inmóvil. Kemper notó la agitación de su pecho bajo la camisa.
Hoover entrelazó las manos y continuó.
–El 16 de enero de 1961 se cumplen veinte años de su entrada en el FBI. Ese día le llegará la carta de jubilación del cuerpo. Hasta entonces, trabajará en la oficina de Chicago. Se quedará en la unidad de vigilancia de actividades del Partido Comunista hasta el día de su jubilación.
–Sí, señor -dijo Littell.
Hoover se puso en pie. Kemper le imitó un instante después, por puro protocolo. Littell se incorporó demasiado deprisa y su silla osciló hacia atrás.
–Si conserva el empleo y la pensión, se lo debe al señor Boyd, que ha sido muy persuasivo en su insistencia para que fuera indulgente. Espero que usted responderá a mi generosidad con la promesa de mantener absoluto silencio respecto a la infiltración del señor Boyd en el comité McClellan y en el círculo de la familia Kennedy. ¿Me lo promete, señor Littell?
–Sí, señor. Lo prometo.
Hoover abandonó el despacho.
–Ya puedes respirar, chico -murmuró Kemper con su peculiar acento.
El bar Mayflower tenía banquetas de ángulos redondeados. Kemper hizo que Littell se sentara y lo calentó con un whisky doble con hielo.
Camino de allí, habían avanzado bajo el aguanieve y no habían tenido ocasión de hablar. Ward se había tomado la bronca mejor de lo que esperaba.
–¿Lamentas lo sucedido?-preguntó Kemper.
–En realidad, no. Iba a retirarme a los veinte años de servicio y el Programa contra la Delincuencia Organizada es, como mucho, un paño caliente.
–¿Estás buscando justificaciones?
–No lo creo. He tenido un…
–Termina. No hagas que termine yo.
–Bien… he tenido un breve contacto con… con algo muy peligroso y fuerte.
–Y te ha gustado.
–Sí. Es casi como si hubiera tocado un mundo nuevo.
–¿Sabes por qué el señor Hoover ha permitido que continuaras en el FBI?-Kemper agitó su martini.
–La razón exacta, no.
–Lo he convencido de que eres explosivo, irracional y aficionado a correr riesgos descabellados. Ante una descripción tan franca, se ha convencido de que estarías mejor dentro del corral y meando fuera que en el exterior y meando dentro. El señor Hoover ha querido que yo estuviera presente para reforzar la intimidación y, si me lo hubiera indicado, yo también me habría lanzado sobre ti.
–Kemper, me estás llevando por donde tú quieres. Eres como un abogado sonsacando a un testigo.
–Sí, y tú eres un testigo provocador. Ahora, deja que te haga una pregunta. ¿Qué crees que ha proyectado Pete Bondurant para ti?
–¿Matarme?
–Matarte después de tu retiro, probablemente. Bondurant mató a su propio hermano, Ward. Y sus padres se suicidaron al descubrirlo. Es un rumor sobre Bondurant que he decidido tomar por cierto.
–¡Dios santo! – exclamó Littell, asombrado. Era una respuesta perfectamente lúcida.
Kemper estoqueó la aceituna de su copa.
–¿Vas a continuar el trabajo que iniciaste sin la aprobación del
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–Sí. Ahora tengo en perspectiva un buen informador y…
–De momento no quiero conocer ningún detalle. Sólo intento convencerme de que comprendes los riesgos, tanto dentro del FBI como fuera de él, y de que no vas a cometer tonterías.
Littell sonrió… y casi pareció valiente.
–Hoover me crucificaría. Si los tipos de la mafia de Chicago se enterasen de que los estaba investigando sin permiso ni respaldo, me torturarían y me matarían. Kemper, tengo una vaga idea de hacia dónde me conduces.
–Dime, pues.
–Estás pensando en trabajar de verdad para Robert Kennedy. Te ha convencido y respetas el trabajo que hace. Te propones cambiar un poco las cosas y empezar a proporcionar a Hoover un mínimo de in- formación y una selecta desinformación.
Lyndon Johnson rondaba a una pelirroja en uno de los reservados del fondo del local. Ya la había visto antes; Jack había dicho que podía presentársela.
–Tienes razón, pero para quien quiero trabajar es para el senador. Bobby es más de tu tipo. Es un católico, como tú, y la mafia es su razón de existir, igual que para ti.
–Y le proporcionarás a Hoover tanta información como consideres conveniente, ¿no?
–Sí.
–¿No te preocupan los dobles juegos que eso implica?
–No me juzgues, Ward.
Littell soltó una carcajada.
–Te gustan mis juicios. Te divierte que alguien, además del señor Hoover, adivine tus verdaderas intenciones. Por eso te lo advierto: ten cuidado con los Kennedy.
Kemper levantó su copa.
–Lo tendré. Y tú deberías saber que Jack podría perfectamente ser elegido presidente dentro de dos años. Si así fuera, Bobby tendría carta blanca para combatir el crimen organizado. Una administración Kennedy podría significar considerables oportunidades para nosotros dos.
–A un oportunista como tú no se le escaparía algo así… -Littell también alzó la copa.
–Salud. ¿Puedo decirle a Bobby que compartirás tus informaciones con el comité?¿Anónimamente?
–Sí. Y acabo de caer en la cuenta de que me retiro cuatro días antes de la toma de posesión presidencial. Si fuese tu libertino amigo Jack quien ocupara el cargo, podrías hablarle de un valioso abogado y policía que necesita un empleo.
–Siempre has sido rápido en decidirte. Y olvidas que Claire tiene el número de los dos.
Kemper sacó un sobre.
–¿A qué viene esa sonrisa, Kemper? Léeme eso que tienes ahí. Kemper Boyd desdobló una hoja de papel de cuaderno: