América (15 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: América
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–Comillas. «Y, papá, no te vas a creer la llamada que me hizo Helen a la una de la madrugada. ¿Estás sentado? Helen tuvo una cita con tío Ward (fecha de nacimiento, 8 de marzo de 1913; ella, 29 de octubre de 1937) y se besuquearon en su habitación. ¡Espera a que lo sepa Susan! Helen siempre se ha mostrado muy insinuante con los hombres mayores, ¡pero esto es como si Blancanieves atacara a Walt Disney! ¡Y yo que siempre había creído que eras tú el que la tenía colada…!» Cierra comillas.

Littell se puso en pie, sonrojado.

–Se reunirá conmigo más tarde, en el hotel. Le dije que a los hombres nos gustan las mujeres que viajan por ellos. Y hasta el momento, ella ha sido quien me ha perseguido.

–Helen Agee es una universitaria disfrazada de camión Mack. Recuérdalo si las cosas se complican.

Littell se rió y abandonó el bar acicalándose. Tenía buena estampa, pero aquellas gafas rayadas había que cambiarlas.

Los idealistas desdeñan las apariencias. Ward no tenía instinto para las cosas bonitas.

Kemper pidió un segundo martini y observó los reservados del fondo. Desde allí le llegaron retazos de conversación. Los congresistas hablaban de Cuba.

John Stanton afirmó que la isla era un posible punto conflictivo para la Agencia. Podría tener trabajo para ti, dijo.

Jack Kennedy entró en el local. La pelirroja de Lyndon Johnson le pasó una nota en una servilleta.

Jack vio a Kemper y le guiñó el ojo.

PARTE II

CONFABULACIÓN
Enero de 1959 – enero de 1961

12

(Chicago, 1/1/59)

Varón no identificado Núm. 1: «Resumiendo; lo único que sé es que Mo está realmente nervioso, joder.»

Varón no identificado Núm. 2: «La organización siempre ha cubierto sus apuestas en el tema cubano. Santo T. es el mejor amigo de Batista. He hablado con Mo hace una hora, quizá. "Salgo a buscar el periódico", me dice, "y vuelvo para ver la jodida Rose Bowl por televisión. Y el periódico dice Feliz Jodido Año Nuevo, Castro acaba de apoderarse de Cuba y quién sabe si es proamericano, prorruso o pro marcianos".»

Littell inclinó el asiento hacia atrás y se ajustó los auriculares. Eran las cuatro de la madrugada y nevaba, pero la charla proseguía en la sastrería Celano's.

Se encontraba solo en el puesto de escucha del Programa contra la Delincuencia Organizada. Estaba violando los reglamentos del FBI y las órdenes directas del señor Hoover.

Hombre Núm. 1: «Santo y Sam deben de estar desplumando los casinos de la isla. Los beneficios brutos se calculan en medio millón diario.»

Hombre Núm. 2: «Mo ha dicho que Santo lo llamó justo antes de que empezara el partido. Esos jodidos cubanos locos de Miami están armando una buena. Mo tiene parte en esa compañía de taxis, ¿sabes de cuál te hablo?»

Hombre Núm. 1: «Sí, la Tiger Kab. Estuve ahí para la convención de camioneros el año pasado, y tomé uno de esos taxis. Me pasé los seis meses siguientes quitándome del culo esa jodida pelusilla anaranjada y negra.»

Hombre Núm. 2: «La mitad de esos jodidos cubanos son pro Barbas y la mitad, pro Batista. Santo decía que Sam está furioso con el negocio, como los negros cuando no llega el cheque de la seguridad social…»

Una risotada alcanzó el aparato de escucha, saturada de estática y superamplificada. Littell se quitó el auricular y se desperezó.

Le quedaban dos horas de turno. Hasta el momento no había descubierto ninguna información de interés. La política cubana le traía sin cuidado. Había cumplido diez días de escuchas encubiertas… y no había conseguido ninguna prueba sólida.

Littell había llegado a un acuerdo con el agente especial Court Meade; un pacto laboral clandestino. La amante de Meade vivía en Rogers Park y los líderes de una célula comunista tenían una casa en las inmediaciones.

Los dos hombres habían hecho un trato: yo hago tu trabajo y tú el mío. Dedicaban parte del tiempo a sus misiones reales para disimular y se intercambiaban todos los informes escritos. Meade perseguía a los rojos… y a una viuda rica gracias al seguro; Littell estaba pendiente de las conversaciones de los gángsters.

Court era un tipo perezoso y tenía asegurada la pensión. Llevaba veintisiete años en el FBI.

Littell tuvo mucho cuidado. Acumuló información privilegiada de la infiltración de Kemper Boyd en el círculo de los Kennedy, preparó informes detallados para la unidad Antirrojos y falsificó la firma de Meade en todos los papeles para el Programa contra la Delincuencia Organizada.

En todo momento vigiló la calle por si se acercaba algún agente y siempre entraba y salía del puesto de escucha furtivamente.

El plan funcionaría durante un tiempo. La deslucida conversación intervenida le producía irritación.

Littell necesitaba reclutar a un informador. Había seguido a Lenny Sands durante diez noches consecutivas. Sands no frecuentaba los lugares de encuentro de homosexuales. Era posible que sus gustos sexuales no resultaran explotables; el tipo podía menospreciar las amenazas de revelarlos.

Los copos de nieve formaban remolinos en Michigan Avenue. Littell estudió la única foto que llevaba en la cartera. Era un retrato de Helen en papel brillante. El peinado de la muchacha hacía que destacaran sus cicatrices.

La primera vez que había besado sus marcas, Helen había llorado. Kemper la llamaba «la chica camión Mack». Por Navidad le había regalado una enorme insignia de capó de un Mack.

Claire Boyd le había contado a Susan que eran amantes. «Cuando pase la conmoción, le podré decir a papá lo que pienso», había dicho Susan.

Todavía no le había llamado.

Littell se puso los auriculares de nuevo y oyó batir la puerta de la sastrería.

Desconocido Núm. 1: «Sal, Sal D. Sal, ¿has visto qué tiempo? ¿No te gustaría estar ahí abajo, en La Habana, jugando a los dados con el Barbas?»

«Sal D.» era, muy probablemente, Mario Salvatore D'Onofrio, alias «Sal el Loco». Datos clave sobre él en el Programa contra la Delincuencia Organizada, a saber:

Prestamista y corredor de apuestas independiente. Una condena por homicidio en 1951. Calificado como «sádico criminal con tendencias psicópatas y con incontrolables impulsos psicosexuales a infligir dolor».

Desconocido Núm. 2: «
Che se dice, Salvatore?
Cuéntanos qué hay de nuevo e insólito por ahí.»

Sal D.: «La novedad es que he perdido un buen fajo de billetes en el partido entre los Colts y los Giants y he tenido que recurrir a Sam para que me haga un jodido préstamo.»

Desconocido Núm. 1: «¿Todavía tienes eso de la iglesia, Sal?¿Ese sitio donde recoges a los grupos de paisanos que van a Tahoe y a Las Vegas?»

La electricidad estática hizo ininteligible la comunicación. Littell dio unos golpes al alimentador y despejó el flujo de aire.

Sal D.: «… y Gardena y Los Ángeles. Llevamos a Sinatra y a Dino y los casinos nos instalan en esos salones de tragaperras privados y nos cobra un porcentaje. Es lo que se dice una juerga para funcionarios corruptos. Ya sabes, entretenimiento, juego y mierda. Eh, Lou, ¿conoces a Lenny, el Judío?»

Lou/Hombre Núm. 1: «Sí. Sands, Lenny Sands.»

Hombre Núm. 2: «Lenny, el Judío. El jodido bufón de corte de Sam G.»

Un ruido chirriante ahogó las voces. Littell descargó unos golpes sobre la consola y desenmarañó unos cables de alimentación.

Sal D.: «… así que le dije, "Lenny, necesito a alguien que viaje conmigo. Necesito a alguien que tenga entretenidos y alegres a mis invitados corruptos para que pierdan más dinero y aumenten mis beneficios". Y él me contestó, "Sal, yo no hago audiciones de prueba, pero ven a verme al Elks Hall de North Side el 1 de enero. Haré una función para el sindicato y si no te gusta…"»

La aguja de la calefacción empezó a subir. Littell accionó el interruptor de apagado y notó cómo la consola se enfriaba al tacto.

La relación D'Onofrio/Sands era interesante.

Revisó el expediente disponible de Sal D. El resumen era escalofriante:

D'Onofrio vive en una zona italiana del South Side rodeada de bloques de viviendas habitadas por negros. La mayor parte de sus apostadores y deudores de préstamos vive en esa zona y D'Onofrio realiza sus rondas de cobro a pie, sin fallar apenas un solo día. D'Onofrio se considera una especie de luz orientadora en su comunidad y la unidad contra el hampa de la policía del condado de Cook cree que ejerce el papel de «protector» (por ejemplo, de los italoamericanos contra los elementos criminales negros) y que este papel, junto con sus tácticas violentas de intimidación y de cobro, han contribuido a reforzar su largo reinado como corredor de apuestas y como prestamista. También debe señalarse que D'Onofrio fue sospechoso de la tortura y asesinato, en 19/12/57, de Maurice Theodore Wilkins, un joven negro sospechoso de robo en la rectoría de una iglesia de su barrio, cuya muerte está por resolver.

Adjunta al expediente venía una fotografía de la ficha policial. Sal el Loco tenía la cara picada de viruelas y era repulsivo como una gárgola.

Littell tomó el coche hacia el South Side y dio una vuelta por el territorio de negocios de D'Onofrio. Lo localizó en el cruce de la 59 y Prairie.

El tipo iba a pie. Littell aparcó y lo siguió, también a pie, desde treinta metros de distancia.

Sal el Loco entraba en los bloques de viviendas y salía de ellos contando billetes. Sal el Loco anotaba las transacciones en un libro de rezos. Sal el Loco se tocaba la nariz compulsivamente y llevaba zapatillas de tenis de cuerpo bajo en plena ventisca.

Littell se mantuvo detrás de él, a corta distancia. El rumor del viento silenciaba sus pisadas.

Sal el Loco asomaba la cabeza por algunas ventanas. Littell vio cómo aceptaba una apuesta de un cansado policía: cinco dólares en la revancha Moore/Durelle. Las calles estaban semidesiertas. El seguimiento resultaba una alucinación mantenida.

El empleado de una tienda de alimentación intentó resistirse. Sal el Loco enchufó una grapadora portátil y le clavó las manos al mostrador.

Sal el Loco entró en la rectoría de una iglesia. Littell se detuvo en la cabina del exterior y llamó a Helen. Respondió a la segunda señal.

–¿Diga?

–Helen, soy yo.

–¿Qué es ese ruido?

–El viento. Te llamo desde una cabina.

–¿Estás en la calle con lo que cae?

–Sí. ¿Y tú?¿Estás estudiando?

–Ajá; estoy estudiando agravios y me alegro de la interrupción. Por cierto, ha llamado Susan…

–¡Oh, mierda! ¿Y?

–Y ha dicho que yo ya tengo edad y que tú estás libre, eres blanco y tienes cuarenta y nueve años. «Esperaré a ver si seguís juntos antes de contárselo a mi madre», ha dicho. Ward…, ¿vendrás esta noche?

Sal el Loco salió y resbaló en los peldaños de la rectoría. Un sacerdote lo ayudó a incorporarse y lo despidió agitando la mano. Littell se quitó los guantes y se echó el aliento en los dedos.

–Llegaré tarde. Tengo que ver una actuación.

–No seas tan críptico. Actúas como si el señor Hoover estuviera mirando por encima de tu hombro en todo momento. Kemper le cuenta a su hija todo lo relacionado con su trabajo.

Littell soltó una risilla:

–Me gustaría que analizaras el lapsus freudiano que acabas de cometer.

–¡Oh, Dios, tienes razón! – exclamó Helen.

Un muchacho negro pasó por las inmediaciones. Sal el Loco se volvió a mirarlo.

–Tengo que irme -dijo Littell.

–Pásate más tarde.

–Descuida.

Sal el Loco salió en persecución del chico. Los torbellinos de nieve y las zapatillas de deporte le forzaron a aminorar el paso.

La escalinata de acceso a Elks Hall estaba abarrotada. La entrada de gente ajena al sindicato parecía arriesgada: en un puesto de control instalado en la puerta, unos matones se encargaban de comprobar las acreditaciones.

En grupos, los hombres accedían al local con botellas envueltas en bolsas de papel y latas de cerveza en paquetes de seis. Todos llevaban insignias del sindicato, casi del tamaño de las placas del FBI, prendidas en el gabán o en la chaqueta.

Un nuevo grupo subió los peldaños. Littell alzó su placa del FBI y se coló en medio de la multitud. La estampida lo condujo adentro en volandas.

Una rubia con unas braguitas mínimas y unos cubrepezones se encargaba del guardarropía. Las paredes del vestíbulo estaban forradas de máquinas tragaperras manipuladas. Cada tirada daba premio; los camioneros recogían las monedas entre alaridos.

Littell guardó la insignia. La multitud lo empujó hasta el gran salón de recepciones.

Frente a una tarima elevada para la orquesta había dispuestas unas mesas de cartas y, en cada una de éstas, botellas de whisky, vasos de papel y cubitos de hielo.

Chicas prácticamente desnudas repartían habanos. Las propinas compraban caricias ilimitadas.

Littell ocupó un asiento en primera fila. Una pelirroja esquivaba manos, desnuda; los fajos de billetes le habían reventado el elástico del tanga.

Las luces se apagaron y un pequeño foco iluminó el escenario. Littell se apresuró a prepararse un whisky con hielo. Tres hombres más se sentaron a su mesa mientras otros absolutos desconocidos le daban potentes palmadas en la espalda.

Lenny Sands apareció en el escenario moviendo el cable del micrófono a lo Sinatra. Y, en efecto, cantó imitando a Sinatra hasta el último rizo del cabello y hasta la menor inflexión de la voz:

–¡Llévame a la luna en mi camión trucado sideral! ¡Dejaré marcas de frenazos en el culo del patrón, porque mi contrato sindical es cojonudo! ¡¡¡O sea, que el equipo de los Camioneros es el mejor!!!

El público se lanzó a gritar y a dar vítores. Un tipo cogió a una de las chicas y la obligó a marcar unos pasos de baile procaces.

–¡Gracias, gracias, gracias! – Lenny Sands hizo una reverencia-. ¡Y bienvenidos al Elks Hall, miembros del Consejo del Norte de Illinois de la Unión Internacional de Camioneros!

La gente aplaudió. Una de las camareras repartió más hielo entre las mesas. Littell se encontró con un pecho en plena cara.

–¡Qué calor hace aquí arriba! – comentó Lenny.

La chica subió al escenario de un salto y le arrojó varios cubitos por dentro de los pantalones. El público la jaleó; el hombre sentado junto a Littell soltó un chillido y escupió una rociada de bourbon.

Lenny puso muecas de éxtasis. Después, sacudió las perneras hasta que los cubitos cayeron al suelo.

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