Bissell se quedó boquiabierto. Stanton aplaudió.
Boyd observó con atención a Chasco. Stanton se había deshecho en elogios de aquel tipejo: Chasco comía carne de tarántula y bebía orina de pantera. Chasco mataba rojos desde Rangún a Río.
Chasco carraspeó y escupió sobre la acera.
–Es un placer estar entre vosotros, aquí en Norteamérica. Es un honor poder combatir contra el tirano Fidel y es un honor para mí presentaros al señor Richard Bissell.
Una locomotora de aplausos se puso en marcha, chu-chu-chu. Cincuenta voces a coro pusieron en marcha una locomotora de vítores: chu-chu-chuuu…
Bissell pidió silencio por gestos.
–El señor Chasco tiene razón. Fidel Castro es un tirano, un asesino que necesita que le bajen los humos. Estoy aquí para deciros que vamos a hacerlo y, muy probablemente, en un futuro nada lejano.
–Veo que tenéis la moral alta y esto es magnífico. La moral también está muy alta en el interior de Cuba y debo confiaros que, en este momento, ese ánimo impulsa a un contingente que calculamos en tres o cuatro brigadas completas. Me refiero a cubanos del interior que sólo esperan a que establezcáis una cabeza de playa y les mostréis el camino hasta el salón de Fidel Castro.
Pete dio la señal. Una salva de cuarenta y cuatro disparos de fusil hizo enmudecer a Bissell.
Stanton ofreció un almuerzo en el motel Breakers. La lista de invitados se componía exclusivamente de blancos: Pete, Bissell, Boyd, Chuck Rogers.
El lugar era propiedad de Santo Junior. Los hombres de Blessington comieron y bebieron a dos carrillos. En la cafetería servían comida italiana de baja categoría; auténtica bazofia.
Ocuparon una mesa escogida junto a la ventana. Bissell monopolizó la conversación; nadie pudo meter la menor baza. Pete, sentado al lado de Boyd, picó de un plato de
linguine
.
Chuck repartió cervezas. Boyd le pasó una nota a Pete:
Chasco me cae bien. Tiene esa mirada de «no me subestimes porque sea pequeño» que siempre me recuerda a W.J. Littell. ¿No podríamos ordenarle que le pegue un tiro a Fidel?
Pete garabateó una respuesta en la servilleta:
Hagamos que se cargue a Fidel y a Littell. Jimmy está asustado y furioso porque le han robado los libros del fondo de pensiones y nosotros somos los únicos que sabemos quién lo ha hecho. ¿No podríamos hacer algo al respecto?
Bissell se lo tomó a mal.
–¿He dicho algo divertido, señor Bondurant?
–No, señor.
–Desde luego que no. Estaba diciendo que ha habido varias reuniones con el presidente Kennedy, pero todavía no se ha comprometido a marcar una fecha para la invasión y eso no tiene nada de gracioso.
Pete se sirvió una cerveza.
–El señor Dulles describe al Presidente como «entusiasta, pero cauteloso» -comentó Stanton.
–Nuestra arma secreta es el señor Boyd -sonrió Bissell-. Es nuestro confidente entre los Kennedy, e imagino que, si surgiera la necesidad, podría revelar su pertenencia a la Agencia y entonces apoyar abiertamente nuestro plan de invasión.
Pete congeló el instante: Boyd a punto de saltar.
Stanton se apresuró a intervenir.
–El señor Bissell bromea, Kemper.
–Ya lo sé. Y sé que comprende lo complejas que se han vuelto nuestras alianzas.
–Desde luego, señor Boyd. – Bissell jugó con su servilleta-. Y también sé lo generosos que han sido para con la causa el señor Hoffa, el señor Marcello y algunos otros caballeros italianos. Sé que usted tiene cierta influencia en el entorno de los Kennedy. Y, como principal coordinador del Presidente en el tema cubano, también sé que Fidel Castro y el comunismo son mucho peores que la mafia, aunque no se me ocurriría nunca pedirle que interceda por nuestros amigos, porque podría costarle su total credibilidad ante sus sagrados Kennedy.
Stanton dejó caer la cuchara de la sopa. Pete exhaló un largo y profundo jadeo.
Boyd exhibió una mueca tensa que quería ser una sonrisa.
–Me alegro de que piense así, señor Bissell. Porque si me lo pidiera, tendría que mandarlo a tomar por el culo.
(Washington, D.C., 6/3/61)
Tomó tres tragos por noche; ni uno más, ni uno menos.
Pasó del whisky a la ginebra. El ardor compensaba la escasez en cantidad.
Tres tragos estimulaban sus odios. Cuatro o más los desataban sin freno.
Tres tragos le decían «proyectas peligro». Cuatro o más decían «eres repulsivo y cojeas».
Siempre bebía de cara al espejo del pasillo. El cristal estaba desportillado y agrietado; su nuevo apartamento estaba amueblado con lo más barato.
Littell dio cuenta de los tragos: uno, dos, tres. El calor le permitió discutir consigo mismo.
Faltan dos días para que cumplas los cuarenta y ocho. Helen te ha dejado. J. Edgar Hoover te ha jodido; tú lo jodiste a él y te la ha devuelto de una forma mucho más efectiva.
Arriesgaste la vida en vano. Robert F. Kennedy te ha vuelto la espalda. Te metiste en el mismo infierno para encontrarte con un rechazo de mero formulario.
Intentaste ponerte en contacto con Bobby personalmente, pero los acólitos te echaron. Le enviaste cuatro cartas y no tuviste respuesta a ninguna.
Kemper intentó conseguirte trabajo en el Departamento de Justicia. Bobby dijo que no. El presunto enemigo de Hoover se inclina ante Hoover. Hoover puso la guinda: ninguna empresa, ninguna facultad de Derecho te dará empleo.
Kemper sabe que tienes los libros y te teme. Ese miedo define ahora vuestra relación.
Acudiste a un retiro jesuita de Milwaukee. Los periódicos loaron tu atrevimiento: MISTERIOSO LADRÓN DE ARTE ARRASA UNA PROPIEDAD EN LAKE GENEVA. Hiciste algunos trabajos para el monseñor e impusiste tu propio código de silencio.
Te apartaste de la botella. Recuperaste fuerzas. Estudiaste textos de criptografía. La oración te enseñó a quién odiar y a quién perdonar.
Leíste una necrológica en el
Chicago Trib
: Court Meade, muerto de un ataque cardíaco fulminante.
Visitaste viejos fantasmas. Los internados donde creciste siguen produciendo robots jesuíticos.
Tienes licencia para ejercer en el Distrito Federal. Hoover te dejó una vía de escape… que salía a su patio trasero.
El traslado al este resultó vigorizante. A los bufetes de Washington que buscaban aspirantes, tu pedigrí comunista los puso al borde del colapso.
Kemper se pone en contacto. Kemper, el campechano, todavía es amigo de los viejos colegas de robo de coches. Los ladrones de coches eran propensos a procesos federales y siempre necesitaban un representante barato.
Los ladrones de coches te han proporcionado trabajo esporádico; lo suficiente para pagar el apartamento y tres tragos cada noche. Kemper llamó para charlar. No mencionó en ningún momento los libros. No se puede odiar a un hombre tan admirable. No se puede odiar a un hombre tan inmune al odio.
Te dio grandes regalos. Que compensan sus traiciones.
Kemper califica de conmovedor su trabajo en pro de los derechos civiles. Es esa «nobleza obliga» que los Kennedy demuestran con tanta condescendencia.
Odias la seducción en masa que Joe Kennedy ha financiado. Tus padres adoptivos te compraron un juguete barato por Navidades. Joe ha comprado a sus hijos el mundo entero con su dinero canceroso.
La oración te enseñó a odiar la falsedad. La oración te dio perspectiva. La oración fue como una mordaza sobre la mentira.
Ves la cara del Presidente y conoces su juego. Ves a Jimmy Hoffa encontrar una vía de escape de las acusaciones sobre Sun Valley: un periodista habla de insuficiencia de pruebas.
Tú guardas bazas para deshacer tal injusticia. Guardas bazas para llevar a juicio la seducción de los Kennedy.
Puedes descifrar el resto del código de los libros contables. Puedes poner al descubierto al Aristócrata Ladrón y a su hijo, el pequeño Führer priápico.
Littell sacó sus libros de criptografía. Tres tragos cada noche le enseñaron una cosa.
Estás hecho una ruina, pero eres capaz de lo que sea.
(Washington, D.C., 14/3/61)
Bobby presidió la reunión. Catorce abogados acercaron sus sillas y sostuvieron libretas de notas y ceniceros sobre las rodillas.
En la sala de reuniones había corriente de aire. Kemper se apoyó contra la pared del fondo con la gabardina sobre los hombros.
El Fiscal General bramaba con voz ronca. No era necesario acercarse para oírlo. Y tenía tiempo sobrado, pues una tormenta había demorado su vuelo a Alabama.
–Ya saben por qué los he llamado y ya conocen su trabajo básico. Desde la toma de posesión he estado muy ocupado con la burocracia y no he podido encargarme de revisar los casos, de modo que he decidido dejar eso es sus manos. Ustedes forman la unidad contra el Hampa y ya saben cuál es tu tarea. Y que me aspen si voy a esperar un momento más.
Los hombres sacaron lápices y plumas. Bobby se sentó a horcajadas en una silla, de cara a ellos.
–Tenemos abogados e investigadores propios y cualquier abogado que se merezca el sueldo es también un investigador improvisado. Tenemos agentes del FBI que podemos utilizar según necesitemos, si logro convencer al señor Hoover de que modifique un poco sus prioridades. Aún sigue convencido de que los comunistas del interior son más peligrosos que la delincuencia organizada, y creo que conseguir una mayor colaboración del FBI será un obstáculo a vencer.
Hubo una sonrisa general. Un policía que había sido miembro del comité McClellan proclamó:
–¡Venceremos!
–Sí. – Bobby se aflojó el nudo de la corbata-. Y el asesor ambulante Kemper Boyd, que nos espía desde el gallinero, pondrá fin a las prácticas de exclusión racial de los estados del Sur. No pediré al señor Boyd que se una a nosotros porque eso de acechar desde el fondo de la sala es su permanente
modus operandi
.
Kemper hizo un gesto con la mano.
–Soy un espía…
–Eso ha mantenido siempre el Presidente. – Bobby le devolvió el gesto.
Kemper se rió. Ahora le caía bien a aquel gilipollas; la ruptura con Laura había cambiado las cosas para Bob.
Claire y Laura seguían viéndose. Kemper recibía noticias con regularidad desde Nueva York.
–Basta de tonterías -continuó Bobby-. Las sesiones del comité McClellan nos han proporcionado una lista de jefes, a la cabeza de la cual figuran Jimmy Hoffa, Sam Giancana, Johnny Rosselli y Carlos Marcello. Quiero que me consigan los expedientes del Servicio de Contribuciones sobre estos hombres y que se revisen los expedientes de inteligencia de los departamentos de Chicago, Nueva York, Los Ángeles, Miami, Cleveland y Tampa por si aparece alguna mención a ellos. También quiero exposiciones por escrito de los motivos fundados de sospecha, para que podamos solicitar un mandamiento judicial sobre los libros financieros y registros personales de esos individuos.
–¿Qué hay de Hoffa en concreto?-preguntó uno de los hombres-. El jurado no ha podido emitir un veredicto en lo de Sun Valley, pero tiene que haber otros aspectos que podamos utilizar.
–Un jurado dividido en la primera vista del caso significa una absolución a la segunda. – Bobby se arremangó-. He descartado la esperanza de seguir el rastro de los tres millones fantasmas y empiezo a pensar que los presuntos libros «auténticos» del Fondo no son sino una fantasía. Creo que debemos convocar grandes jurados y proporcionarles las pruebas contra Hoffa. Y, ya que estamos en esto, tengo la intención de presentar un proyecto de ley federal por el que se exija a los cuerpos de Policía municipales la autorización escrita del Departamento de Justicia para efectuar escuchas telefónicas. De este modo, tendremos acceso a todas las escuchas que se hagan en el país.
Los reunidos aplaudieron y lanzaron vítores. Un antiguo miembro del Comité McClellan lanzó varios ganchos de izquierda simulados. Bobby se puso en pie y continuó.
–He descubierto una vieja orden de deportación de Carlos Marcello. Nació en Túnez, en el norte de África, de padres italianos, pero tiene un certificado de nacimiento falso expedido en Guatemala. Me propongo deportarlo allí y quiero hacerlo cuanto antes.
Kemper empezó a sudar ligeramente…
(Territorio mexicano, 22/3/61)
Los campos de amapolas asaltaban el horizonte. Las cápsulas rezumantes de droga cubrían un valle de una extensión semejante a la mitad del estado de Rhode Island. Los presos de la cárcel se encargaban de los trabajos agrícolas. Los policías mexicanos hacían restallar el látigo y se ocupaban de la transformación.
Heshie Ryskind guió la visita. Pete y Chuck Rogers lo siguieron y le dejaron ejercer de maestro de ceremonias.
–Esta finca nos ha suministrado a Santo y a mí durante años. También convierten opio en morfina para la Agencia, porque ésta siempre da respaldo a insurgentes derechistas que sufren muchas bajas y necesitan un suministro permanente de morfina como medicación. La mayoría de los zombis que trabajan aquí se queda una vez terminada la condena, porque lo único que quiere es chupar de la pipa y comer una tortilla de vez en cuando. Ojalá mis necesidades fueran tan simples. Ojalá no necesitase nueve jodidos médicos a mi disposición por culpa de mi hipocondría, y ojalá no tuviera la osadía de intentar batir el récord del mundo de mamadas recibidas, porque creo que he alcanzado el punto en que tanta succión le está haciendo a mi próstata más daño que beneficio. Y ya no soy el mismo imán para las mamadas que tiempo atrás. Ahora, para animarme un poco, tengo que ir acompañado de un buen buscacoños. Últimamente, hago que Dick Contino me encuentre los pichones. Acudo a todas sus actuaciones y Dick me provee de toda la succión extra que preciso.