(Hyannis Port, 8/11/60)
Jack llevaba la delantera en los sondeos electorales por casi un millón de votos de ventaja. Nixon se aferraba a sus posibilidades: el Medio Oeste parecía problemático.
Kemper tenía conectados tres televisores y cuatro teléfonos. La habitación de motel que ocupaba era un enorme enchufe eléctrico: el Servicio Secreto exigía múltiples líneas de entrada y de salida.
Su línea personal era el teléfono rojo. Los dos aparatos blancos conectaban directamente con las oficinas de los Kennedy. El teléfono azul comunicaba al Servicio Secreto con el casi Presidente electo.
Eran las 11.35 de la noche.
La CBS anunciaba un resultado apretado en Illinois. La NBC proclamaba «¡Incertidumbre hasta el último voto!». La ABC decía que Jack ganaba con un 51 % de los votos.
Kemper miró por la ventana. Los hombres del Servicio Secreto iban y venían en el exterior; habían reservado todo el complejo hotelero.
Sonó el teléfono blanco número dos. Era Bobby, con quejas.
Un periodista había entrado en el recinto con un salto de pértiga. Un coche preparado con propaganda de Nixon había destrozado el césped de la casa principal.
Kemper llamó a dos agentes fuera de servicio y los envió allí. Les dijo que dieran una paliza y confiscaran el vehículo a quien invadiese la propiedad.
Sonó el teléfono rojo. Era Santo Junior, con noticias de la mafia. Illinois parecía dudoso, dijo. Sam G. había movido ciertas influencias para ayudar a Jack, añadió.
Lenny Sands estaba en la calle, llenando urnas, y tenía a un centenar de concejales ayudándolo. Jack debía barrer en Cook County y conseguir una victoria en el estado por el margen de un pelo de coño de monja.
Kemper colgó. El teléfono rojo volvió a sonar. Era Pete, con más chismes de segunda mano. Según él, Hoover había llamado a Hughes. El señor Hughes le dijo a Pete que Marilyn Monroe era un torbellino.
Los federales le habían intervenido el teléfono. Durante las dos últimas semanas se había llevado a la cama al disc jockey Allan Freed, a Billy Eckstine, a Freddy Otash, al entrenador de Rin Tin Tin, a Jon Hall «Ramar de la jungla», al limpiapiscinas de la casa, a dos repartidores de pizzas, al presentador Tom Duggan y al marido de su doncella… pero no al senador John F. Kennedy.
Kemper soltó una carcajada y colgó. La CBS consideraba la carrera «un virtual empate». La ABC se retractaba de su anterior predicción. Ahora, la elección estaba en «un virtual empate».
Sonó el teléfono blanco número uno. Kemper descolgó.
–¿Bob?
–Soy yo. Sólo llamo para decir que vamos por delante en la votación y que Illinois y Michigan deberían darnos la ventaja definitiva. El asunto de los préstamos a Nixon ha ayudado al triunfo, Kemper. Tu «fuente anónima» debe saber que ha sido un factor importante.
–No te noto demasiado eufórico.
–No lo creeré hasta que sea definitivo. Y acaba de morir un amigo de mi padre. Era más joven que él, de modo que se lo ha tomado bastante mal.
–¿Alguien que yo conocía?
–Jules Schiffrin. Creo que lo conociste hace unos años. Ha tenido un ataque de corazón en Wisconsin. Llegó a su casa, descubrió que la habían visitado los ladrones y, simplemente, se desplomó. Ha llamado un amigo de papá desde Lake Geneva…
–¿Lake Geneva?
–Exacto. Al norte de Chicago. Kemper…
El lugar donde se produjo la agresión a Littell. Schiffrin era un antiguo miembro de las bandas de Chicago.
–Kemper…
–Lo siento, estaba distraído.
–Iba a decirte algo…
–¿Acerca de Laura?
–¿Cómo lo has sabido?
–Tú nunca titubeas de ese modo, salvo cuando hablas de Laura. Bobby carraspeó.
–Llámala. Dile que le agradeceríamos que no se ponga en contacto con la familia durante un tiempo. Estoy seguro de que lo entenderá.
Court Meade había dicho que Littell se había esfumado. Era un dato circunstancial, pero…
–¿Kemper, me escuchas?
–Sí.
–Llama a Laura. Sé amable, pero firme.
–Llamaré.
Bobby colgó. Kemper levantó el auricular del teléfono rojo y pidió una conferencia a la telefonista: con Chicago, BL8-4908.
Se estableció la comunicación. Escuchó dos zumbidos y dos ligeros chasquidos, como si el aparato estuviera intervenido.
–¿Diga?
Era Littell. Kemper cubrió el micrófono con la mano.
–¿Eres tú, Boyd?-preguntó Littell-. ¿Vuelves a mi vida porque tienes miedo, o porque piensas que tal vez tengo algo que tú quieres?
Kemper colgó.
Ward J. Littell. ¡Por todos los santos!
(Miami, 9/11/60)
Guy Banister estalló en una larga parrafada a voz en grito. Pete notó que se le venía encima un dolor de oídos.
–¡Estamos contemplando una nueva hegemonía papista! ¡Ese hombre ama a los negros y a los judíos y ha sido blando con el comunismo desde que era congresista! No puedo creer que haya ganado. No puedo creer que el pueblo norteamericano haya hecho caso de su sarta de…
–Ve al grano, Guy. Has dicho que J.D. Tippit averiguó algo. Banister apaciguó su ímpetu.
–Olvidaba que te había llamado por una razón. Y que tú ves con buenos ojos a Kennedy.
–Es esa mata de pelo -dijo Pete-. Me la pone dura.
Banister retomó la diatriba con nuevo ímpetu. Pete se apresuró a cortarlo en seco.
–Son las ocho de la mañana, joder. Tengo una cola de llamadas a los taxis sin atender, y tres conductores están de baja. Dime qué quieres.
–Quiero que Nixon exija un recuento.
–Guy…
–Está bien, está bien. Boyd tenía que decirte que hablaras con Wilfredo Delsol.
–Lo hizo.
–¿Y hablaste con él?
–No. He estado ocupado.
–Tippit dijo haber oído que habían visto a Delsol con unos procastristras. Un grupo de nosotros cree que debería dar explicaciones.
–Iré a verlo.
–Hazlo. Y mientras estás en ello, intenta desarrollar un poco de sentido político.
Pete soltó una carcajada.
–Jack es un tío estupendo. Con sólo pensar en esos cabellos suyos me pongo a cien.
Pete llegó al piso de Wilfredo y llamó a la puerta. Delsol, un tipo larguirucho, abrió en calzoncillos. Tenía los ojos hinchados y parecía incapaz de tenerse en pie, de puro sueño.
Con un escalofrío, se rascó las pelotas. Por fin, se quitó las telarañas de los ojos y comprendió enseguida.
–Alguien te ha dicho algo malo de mí.
–Continúa.
–Sólo visitas a la gente para asustarla.
–Es cierto. O para pedirle explicaciones de algo.
–Pídelas, pues.
–Te han visto hablar con algunos tipos partidarios de Castro.
–Es cierto.
–¿Y?
–Y esos tipos se enteraron de lo que pasó con Tomás. Pensaron que podrían empujarme a traicionar al grupo.
–¿Y?
–Y yo les dije que me jodía mucho lo de Tomás, pero más me jodía Fidel.
Pete se apoyó en la puerta.
–No te gustan demasiado las incursiones en lancha.
–Matar un puñado de milicianos no sirve de nada.
–Supón que te destinan a un grupo de invasión…
–Iría.
–Supón que te digo que liquides a uno de esos tipos con los que te vieron.
–Contestaría que Gaspar Blanco vive a dos manzanas de aquí.
–Mátalo -dijo Pete.
Pete recorrió el barrio negro por el mero placer de pasar el rato. La radio sólo daba noticias de las elecciones.
Nixon reconoció la derrota. Frau Nixon soltó algunas lagrimitas. Jack Espalda Jodida agradeció el trabajo de su equipo y anunció que frau Espalda Jodida estaba embarazada.
Los yonquis negros estaban reunidos junto a un puesto de limpiabotas. Fulo y Ramón acudieron a despacharles el material. Chuck cambiaba papelinas por cheques firmados de la seguridad social.
Jack habló de la Nueva Frontera. Fulo dejó una gruesa carga de mierda al limpiabotas.
La radio emitió un boletín de noticias locales.
¡Disparos frente a una bodega de Coral Gables, con un muerto! ¡La Policía lo identifica como un tal Gaspar Ramón Blanco!
Pete sonrió. La jornada del 8 de noviembre de 1960 estaba resultando un clásico de todos los tiempos.
Pasó por la Tiger Kab después del almuerzo. Teo Páez había organizado una venta relámpago en el aparcamiento: televisores robados a veinte pavos la pieza.
Los aparatos estaban conectados a un puñado de baterías. Jack el Rey sonreía radiante en dos decenas de pantallas.
Pete se mezcló con los posibles compradores. Jimmy Hoffa apareció entre la multitud, chorreando sudor en un día agradablemente fresco.
–Hola, Jimmy.
–No pongas esa cara de satisfacción maliciosa. Ya sé que tú y Boyd queríais que ganara ese marica lamecoños.
–No te preocupes. Ya verás cómo ata corto a su hermanito. – ¡Como si ésa fuera mi única preocupación!
–¿A qué te refieres?
–Me refiero a que Jules Schiffrin ha muerto. Entraron en su casa de Lake Geneva para robar unos jodidos cuadros cotizadísimos y en el revuelo se perdieron unos jodidos libros valiosísimos. Jules sufrió un ataque de corazón y ahora es probable que nuestra basura haya sido quemada en el sótano de algún jodido ladrón.
Littell. Ciento por ciento chiflado. Certificado.
Pete se echó a reír.
–¿Qué tiene de divertido, maldita sea?-exclamó Hoffa. Pete continuó sus carcajadas.
–Deja de reír, jodido francés.
Pete no podía parar. Hoffa sacó un arma y disparó contra Jack el Mata de Pelo a seis pantallas de televisión de distancia.
(Washington, D.C., 13/11/60)
El cartero trajo una carta de entrega especial. Llevaba matasellos de Chicago y no tenía remitente. Kemper abrió el sobre. La única hoja del interior estaba pulcramente mecanografiada.
Tengo los libros. Están asegurados contra mi muerte o desaparición de una docena de formas distintas. Sólo se los entregaré a Robert Kennedy, si se me concede una audiencia con la administración Kennedy en los próximos tres meses. Los libros están ocultos y a salvo. Junto a ellos hay una declaración de ochenta y tres páginas en la que detallo lo que conozco de tu infiltración en el comité McClellan y en el círculo Kennedy. Sólo destruiré esta declaración si se me concede una audiencia con la administración Kennedy. Todavía me caes bien y te agradezco las lecciones que me diste. A veces has actuado con un desprendimiento impropio de ti y has arriesgado la seguridad de tus muchas relaciones basadas en el engaño, en un esfuerzo por ayudarme a alcanzar lo que, fatuamente, debo describir como mi madurez. Dicho esto, también debo aclarar que no confío en tus motivos respecto a los libros. Sigo considerándote un amigo, pero no me fío un ápice de ti.
Kemper escribió una nota a Pete Bondurant:
Olvídate de los libros de los Transportistas. Littell se nos ha adelantado y empiezo a lamentar el día que le enseñé ciertas cosas. He hecho ciertas indagaciones discretas cerca de la policía del Estado de Wisconsin, que está francamente desconcertada. La próxima vez que hablemos te proporcionaré detalles forenses. Creo que quedarás impresionado, aunque no sea gratamente. Ya basta de enredar y de quejarse. Depongamos de una vez a Fidel Castro.
(Chicago, 8/12/60)
El viento mecía el coche. Littell conectó la calefacción y echó el asiento hacia atrás para estirarse.
Su vigilancia era un estricto camelo. Habría podido unirse al grupo; a Mal le habría encantado.
Era un acto de la campaña «Romped la Lista Negra». El Consejo de Educación de Chicago había contratado a Mal Chamales para dar clases de recuperación de matemáticas.
Los invitados se acercaron a la casa. Littell reconoció la presencia de izquierdistas con fichas kilométricas en la brigada Antirrojos.
Unos cuantos le saludaron con la mano. Mal dijo que quizá le enviara a su esposa con café y galletas.
Little observó la casa. Mal conectó sus luces navideñas y el árbol del porche se iluminó en azul y amarillo. Se quedó hasta las nueve y Littell observó la casa. Mal conectó sus luces navideñas y el árbol media. En el informe, la reunión sería una sencilla velada vacacional. Leahy aceptaría el informe como mera formalidad; la situación de empate entre ellos excluía cualquier enfrentamiento directo
El episodio del derribo de la puerta a patadas y lo de Lake Geneva pasó sin preguntas. Le quedaban treinta y nueve días para la jubilación. La política de no enfrentamiento del FBI se mantendría hasta que le dieran el pase a la vida civil.
Tenía los libros del Fondo guardados en una caja de seguridad de un banco de Duluth. En casa tenía una decena de textos sobre criptografía. Y llevaba diecisiete días contados sin probar una gota de alcohol.
Podía enviar los libros a Bobby en cualquier momento. Podía borrar el nombre de Joe Kennedy con unas cuantas tachaduras a lápiz.
Las hojas muertas ametrallaron el parabrisas. Littell se apeó del coche y estiró las piernas.
Vio a unos hombres que subían a la carrera el camino de la casa de Mal y escuchó el ruido metálico de las armas largas al ser cargadas.
Oyó pasos a su espalda. Unas manos lo empujaron sobre el capó y le arrancaron la pistola de la cintura. Una banda de acero cromado de perfil afilado le hizo un corte en la cara.
Distinguió a Chuck Leahy y a Court Meade, concentrados en echar abajo a patadas la puerta de la casa. Momentos después, unos tipos corpulentos con traje y gabardina le cayeron encima. Se le desprendieron las gafas y todo se hizo borroso y claustrofóbico.
Unas manos lo arrastraron a la calle. Las manos lo esposaron y le pusieron grilletes.
Una limusina azul medianoche se detuvo en las inmediaciones. Las manos lo arrastraron adentro. Las manos lo sentaron frente a frente con J. Edgar Hoover.
Las manos le taparon la boca con esparadrapo.
La limusina se puso en marcha. Hoover habló.
–Mal Chamales acaba de ser detenido por sedición y por propugnar el derrocamiento violento del sistema de gobierno de Estados Unidos de Norteamérica. Queda apartado del servicio en el FBI desde el día de hoy; se le deniega la pensión y ya se ha enviado al Departamento de Justicia, a las asociaciones de abogados de los cincuenta estados y a los decanos de las facultades de Derecho de todas las universidades del país, un detallado perfil de su condición de simpatizante comunista. Si hace pública alguna información relativa a las actividades clandestinas de Kemper Boyd, le garantizo que su hija Susan y Helen Agee no ejercerán nunca la abogacía, y que la interesante coincidencia de su ausencia durante tres semanas y la destrucción de la propiedad de Jules Schiffrin en Lake Geneva será mencionada ante figuras clave del hampa, a las que tal coincidencia puede resultar intrigante. Y ahora, en consonancia con sus simpatías izquierdistas y su lacrimógena preocupación por los económicamente débiles y por los marginados, voy a dejarlo en un lugar donde sus sentimientos de abnegación, de autoflagelación y de veleidades rojillas serán plenamente apreciados. Chófer, detenga la marcha.