El 881 de la Quinta Avenida era una estilizada fortaleza de línea Tudor. Kemper se escabulló del conserje y pulsó el timbre del vestíbulo bajo la placa «L. Hughes». Una voz femenina respondió a la llamada.
–Tome el segundo ascensor de la izquierda, por favor. Puede dejar las bolsas en el recibidor. Lo había tomado por el repartidor de la tienda. Ascendió doce pisos. La puerta se abrió directamente al vestíbulo de un apartamento. Un vestíbulo del tamaño del salón de su casa. La mujer del abrigo de visón estaba apoyada en una columna griega de tamaño natural, envuelta en una bata a cuadros escoceses y con zapatillas.
Llevaba los cabellos en una coleta y en aquel preciso instante empezaba a esbozar una sonrisa.
–Lo recuerdo de la fiesta de los Kennedy. Jack dijo que era uno de los policías de Bobby.
–Me llamo Kemper Boyd, señorita Hughes.
–¿De Lexington, Kentucky?
–Casi acierta. De Nashville, Tennessee.
Ella cruzó los brazos.
–Me oyó cuando le daba la dirección al taxista y ahora le ha facilitado mi descripción al conserje de abajo. Él le ha dicho cómo me llamo y entonces ha llamado al timbre.
–Casi acierta.
–Me vio regalar aquel vulgar broche de diamantes. Un hombre que viste con tanta elegancia como usted apreciaría un gesto así.
–Sólo una mujer en muy buena situación económica tendría semejante gesto.
–Esa no es una observación muy aguda… -dijo ella, moviendo la cabeza.
Kemper avanzó unos pasos hacia ella.
–Entonces, probemos otra cosa. Lo hizo porque tenía un público pendiente de usted. Fue un comportamiento típico de los Kennedy y no la critico por ello.
–No sea presuntuoso con los Kennedy. – Laura se ajustó el cinturón de la bata-. Ni siquiera hable de ellos presuntuosamente porque, cuando menos lo espere, son capaces de segarle las piernas a la altura de las rodillas.
–¿Usted ha sido testigo de cómo lo hacían?
–Sí.
–¿Le sucedió a usted?
–No.
–¿Porque no se puede expulsar lo que no se ha dejado entrar? Laura sacó una pitillera.
–Empecé a fumar -dijo- porque la mayoría de las hermanas lo hacían. Tenían pitilleras como ésta, de modo que el señor Kennedy me regaló una.
–¿El señor Kennedy?
–Joe. El tío Joe.
–Mi padre -comentó Kemper con una sonrisa- se arruinó y se suicidó. Me dejó en herencia noventa y un dólares y la pistola con la que lo hizo.
–Tío Joe me dejará bastante más que eso.
–¿Cuál es su renta actual, señorita Hughes?
–Cien mil dólares al año, más gastos.
–¿Ha decorado usted el apartamento para que recuerde la suite de los Kennedy en el Carlyle?
–Sí.
–Es magnífico. A veces pienso que sería capaz de vivir siempre en suites de hotel.
Laura Hughes se apartó de él. Dio media vuelta sobre los talones y desapareció por un pasillo ancho como el de un museo.
Kemper dejó pasar cinco minutos. El silencioso apartamento era enorme y el visitante no conseguía orientarse.
Tomó hacia la izquierda y se perdió. Tres corredores lo devolvieron a la misma despensa; las cuatro entradas al comedor lo entretuvieron dando vueltas a un círculo. Kemper encontró intersecciones de pasillos, una biblioteca, alas añadidas…
El ruido del tráfico lo despertó de su ensimismamiento. Escuchó las pisadas de unas chancletas en la terraza que se abría tras el piano de cola y se acercó. En la espaciosa terraza habría cabido dos veces por lo menos la cocina de su casa.
Laura estaba apoyada en la barandilla. La brisa le agitaba la bata.
–¿Se lo ha contado Jack?
–No. Lo he deducido yo solo.
–Miente. Los únicos que lo saben son los Kennedy y un amigo mío de Chicago. ¿Se lo ha dicho Hoover? Bobby dice que el señor Hoover no lo sabe, pero nunca le he creído.
–El señor Hoover no está al corriente -corroboró Kemper-. Lenny Sands se lo contó a un hombre del FBI de Chicago que es amigo mío.
Laura encendió un cigarrillo. Kemper ahuecó las manos en torno a la cerilla.
–Nunca imaginé que Lenny se lo diría a nadie.
–No le quedó más remedio. Si le sirve de consuelo…
–¡No! No quiero saberlo. Lenny conoce mala gente y la mala gente puede obligarla a una a decir cosas que no quiere.
Kemper le tocó ligeramente el brazo.
–Por favor, no le diga a Lenny que nos conocemos.
–¿Por qué, señor Boyd?
–Porque está embarazosamente bien relacionado.
–No, no pregunto eso. Lo que quiero saber es qué hace usted aquí.
–La vi en la fiesta de Joe Kennedy. Estoy seguro de que puede imaginar el resto usted misma.
–Ésa no es respuesta…
–No me pareció prudente pedirle su número a Jack o a Bobby.
–¿Por qué no?
–Porque tío Joe no lo vería con buenos ojos y porque Bobby no confía plenamente en mí.
–¿Por qué?
–Porque estoy embarazosamente bien relacionado.
Laura empezó a tiritar. Kemper le echó su gabán por los hombros. Ella señaló la pistolera.
–Bobby me dijo que la gente del comité McClellan no lleva armas.
–No estoy de servicio.
–¿Tal vez se le ocurrió que estaría tan aburrida e indolente que bastaba con llamar a mi timbre para seducirme?
–No. Primero pensaba invitarla a cenar.
Laura se rió y exhaló humo entre toses.
–¿Kemper es el apellido de soltera de su madre?
–Sí.
–¿Vive todavía?
–Murió en un asilo en el 49.
–¿Qué hizo del arma que su padre le dejó?
–La vendí a un compañero de clase en la facultad de Derecho.
–¿Y él la lleva?
–Murió en Iwo Jima.
Laura dejó caer el cigarrillo en una taza de café.
–Conozco a muchos huérfanos.
–Yo también. Usted misma es una especie de…
–¡No! Eso no es verdad. Sólo lo dice para ganar puntos conmigo.
–No creo que esté muy lejos de la verdad -insistió Kemper.
Ella se arrebujó bajo el gabán del visitante. Las mangas se agitaron al viento.
–Una cosa son los comentarios agudos, señor Boyd, y otra distinta la verdad. Lo cierto es que mi padre, príncipe de los ladrones, se acostó con mi madre, la estrella de cine, y la dejó embarazada. Mi madre, la estrella de cine, ya había tenido tres abortos y no quiso correr el riesgo de someterse al cuarto. Mi madre, la estrella de cine, se despreocupó de mí, pero a mi padre le encanta lucirme una vez al año delante de la familia legítima. A los chicos les caigo bien porque soy Provocativa y me consideran una chica lista porque no pueden follarme, porque soy medio hermana suya. Las chicas me detestan porque soy un mensaje codificado de su padre, que dice que los hombres pueden echar polvos por ahí cuando quieran y las mujeres no. ¿Se hace una idea de la situación, señor Boyd? Tengo una familia. Mi padre me hizo estudiar en un internado y en varias facultades. Mi padre me mantiene. Mi padre informó de mi existencia a su familia cuando Jack, como peón inconsciente del malicioso plan que había puesto en marcha para hacerme valer en la familia, me llevó a su casa tras una fiesta de alumnos de Harvard. Imagine su sorpresa cuando el padre le dijo, «Jack, no puedes llevártela a la cama porque es medio hermana tuya». El pequeño Bobby, veinte años y calvinista, acertó a oír la conversación y corrió la voz. Cuando mi padre lo supo, dijo, «Bien, ya que todo el mundo está enterado, ¡al carajo con todo!», y me invitó a quedarme a cenar. La señora Kennedy tuvo una reacción bastante traumática ante todo esto. Por entonces, nuestro amigo «embarazosamente bien relacionado», Lenny Sands, daba lecciones de dicción a Jack para su primera campaña para el Congreso y estuvo presente en la cena. Él evitó que Rose montara una escena y desde entonces hemos compartido secretos. Así pues, señor Boyd, tengo una familia. Mi padre es malo y mezquino y brusco y está dispuesto a destruir a cualquiera que se atreva siquiera a mirar mal a los hijos de los que se enorgullece en público. Y detesto todo lo que tiene que ver con él, menos el dinero que me da y el hecho de que, probablemente, también destruiría a cualquiera que intentase hacerme daño a mí.
Abajo, los coches hacían sonar las bocinas con estridente insistencia. Laura señaló una fila de taxis.
–Se quedan ahí como buitres a la espera. Siempre montan el máximo bullicio cuando toco a Rachmaninoff.
Kemper desenfundó el arma y apuntó a una señal que indicaba Sólo Taxis. Apoyó el brazo en la barandilla y abrió fuego. Dos disparos hicieron saltar el rótulo del poste que lo sostenía. El silenciador hizo un ruido sordo; Pete era un buen proveedor de armamento.
Laura lanzó unos chillidos de entusiasmo. Los taxistas señalaron hacia arriba, perplejos y asustados.
–Me gusta tu pelo -dijo Kemper.
Laura se lo soltó. El viento lo agitó.
Hablaron.
Él le contó cómo se había evaporado la fortuna de los Boyd. Ella le explicó cómo había abandonado los estudios en Juilliard y se había convertido en una figura de la alta sociedad.
Laura se calificó a sí misma de aficionada a la música. Él, de policía ambicioso. Ella grababa música de Chopin poniendo el dinero de su propio bolsillo. Él enviaba tarjetas de Navidad a los ladrones de coches que detenía.
Kemper dijo que apreciaba a Jack pero no soportaba a Bobby. Ella comparó a Bobby con el profundo Beethoven y a Jack con el Mozart más desenvuelto. Llamó a Lenny Sands «mi único amigo de verdad» y no hizo la menor referencia a su traición. Él le confió que su hija, Claire, compartía todos sus secretos.
Kemper adoptó el papel de abogado del diablo de forma automática. Sabía exactamente qué decir y qué callarse.
Llamó al señor Hoover vieja reina vengativa y se describió a sí mismo como un liberal pragmático, prendido a la estrella de los Kennedy.
Laura volvió sobre el tema de la orfandad. Él habló del grupo que formaban las tres hijas. Susan Littell era juiciosa y aguda. Helen Agee era valiente e impetuosa. Su Claire era aún demasiado reservada para saber cómo resultaría.
Kemper le habló de su amistad con Ward. Le contó que siempre había deseado cuidar de un hermano menor… y que el FBI le había proporcionado uno. Según él, Ward adoraba a Bobby. Laura apuntó que Bobby intuía que el tío Joe no era trigo limpio y que por eso se dedicaba a perseguir gángsters: para compensar su patrimonio.
Él hizo una somera alusión al hermano que había perdido y dijo que su muerte le había llevado a presionar a Ward de mala manera.
Hablaron hasta el agotamiento. Entonces, Laura llamó al «21» e hizo que le enviaran cena. Tras el Chateaubriand y el vino, empezó a quedarse adormilada.
Ninguno de los dos hizo la menor insinuación.
Aquella noche, no. La próxima vez.
Laura se quedó dormida. Kemper recorrió el apartamento.
Tras un par de vueltas, se aprendió la distribución de las estancias. Laura le había comentado que la doncella necesitaba un plano. En el comedor se podía alimentar a un pequeño ejército.
Llamó al número de la unidad operativa de la Agencia en Miami. John Stanton se puso al teléfono de inmediato.
–¿Sí?
–Soy Kemper Boyd. Llamo para aceptar su propuesta.
–Me alegro mucho de oírlo. Estaré en contacto, señor Boyd. Tenemos mucho de que hablar.
–Buenas noches, pues.
–Buenas noches.
Kemper volvió al salón. Dejó abiertas las cortinas de la terraza. Los rascacielos del otro lado del parque iluminaban a Laura.
Contempló cómo dormía.
(Chicago, 22/1/59)
La llave del picadero que le había dado Lenny abrió la puerta. Littell desencajó la jamba hasta el pestillo de la cerradura para escenificar una irrupción de ladrones que convenciera a los detectives.
Mientras lo hacía, se le rompió la hoja de la navaja de bolsillo. Los nervios le habían llevado a hacer demasiada fuerza.
En su anterior visita al lugar había aprendido la distribución de las estancias y sabía dónde estaba cada cosa. Cerró la puerta y fue directamente a buscar la bolsa de golf. Los catorce mil dólares seguían en el bolsillo de las pelotas.
Se puso los guantes y dedicó unos minutos a simular un robo. Desconectó el cable del aparato de alta fidelidad.
Vació cajones y saqueó el armario de las medicinas.
Dejó un televisor, una tostadora y la bolsa de golf junto a la puerta. Parecía el típico botín de un robo en el domicilio de un toxicómano. Butch Montrose no sospecharía nunca otra cosa.
Kemper Boyd decía siempre PROTEGE A TUS INFORMANTES.
Guardó el dinero en un bolsillo. Luego, llevó el botín al coche, condujo hasta el lago y lo arrojó a una rebalsa de marea repleta de desperdicios.
Littell llegó a casa tarde. Helen estaba dormida en su lado de la cama. El lado de ella estaba frío. A Ward no le venía el sueño; no dejaba de repasar la entrada en el picadero en busca de posibles errores.
Se quedó dormido casi al alba. Soñó que se asfixiaba con un consolador.
Despertó tarde. Helen le había dejado una nota:
La facultad manda. ¿A qué hora llegaste anoche? Para ser un hombre del FBI (desalentadoramente) liberal, no cabe duda de que eres un perseguidor de comunistas muy dedicado. ¿Qué hacen los comunistas a medianoche?
Te quiero, te quiero, te quiero
Sr. D'Onofrio:
Sal Giancana ha ordenado matarlo. Alguien se encargará de hacerlo a menos que usted devuelva los doce mil dólares que le debe. Puedo ofrecerle la solución para evitarlo. Reúnase conmigo esta tarde, a las cuatro, en The Kollege Klub, 1281 de 58th St., Hyde Park.
Littell introdujo la nota en un sobre y añadió quinientos dólares. Lenny había dicho que el viaje turístico había terminado. Sal debía de estar de vuelta en casa.
Kemper Boyd siempre decía SEDUCE A TUS INFORMADORES CON DINERO.
Littell llamó al servicio de mensajería Speedy-King. El encargado confirmó que enviaba un chico inmediatamente.
Sal el Loco llegó puntual. Littell retiró a un lado el whisky y la cerveza.
Tenían toda la fila de mesas para ellos solos. Los universitarios que ocupaban la barra no podían oírles.
Sal tomó asiento frente a él. Su tripa fláccida se bamboleaba y le subía la camisa hasta el ombligo.
–¿Y bien?-preguntó.
Littell sacó la pistola y la colocó sobre sus muslos, invisible bajo la mesa.
–¿Y bien?-replicó-. ¿Qué has hecho con esos quinientos? Sal se hurgó la nariz.
–Los aposté por los Blackhawks contra los Canadiens. Esta noche, a las diez en punto, esos quinientos serán mil.
–Le debes a Giancana once mil más.
–¿Quién coño te ha dicho eso?
–Una fuente de confianza.
–Quieres decir algún soplón de mierda. Porque tú eres un federal, ¿verdad? Tienes un aspecto demasiado fino para ser otra cosa. Y si fueras de la policía local o de la oficina del comisario de Cook County, a estas alturas ya te habría comprado y estaría follándome a tu mujer y enculando al mocoso de tu hijo mientras tú estabas de servicio.
–Le debes a Giancana doce mil dólares que no tienes. Y Sam va a matarte por ello.
–Dime algo que aún no sepa.
–Tú mataste a un chico negro llamado Maurice Theodore Wilkins.
–Esa acusación es pan rancio. Es una historia vieja que has sacado de algún jodido expediente archivado.
–Acabo de encontrar un testigo ocular.
Sal se hurgó los oídos con un clip sujetapapeles.
–Eso es pura palabrería -replicó-. Los federales no investigan homicidios de negros, y menos si un pajarito me dijo que a ese chico lo mató un asaltante desconocido en el sótano de la rectoría donde había entrado a robar. El pajarito me contó que el asaltante esperó a que los curas se marcharan a un partido y que entonces despedazó al chico negro con una sierra mecánica después de obligarle a que le hiciera una mamada, ¿no? El pajarito me dijo que hubo sangre a raudales y que el asaltante disimuló el mal olor con vino de misa.
Kemper Boyd siempre decía NO DEMUESTRES NUNCA MIEDO O DESAGRADO.
Littell depositó mil dólares sobre la mesa.
–Estoy dispuesto a saldar tu deuda. En dos o tres plazos, para que Giancana no sospeche nada.
Sal cogió el dinero.
–Puede que acepte, puede que no. Conozco a Mo y sé que es capaz de ordenar que me eliminen porque le da envidia mi buena suerte.
–Deja el dinero en la mesa -dijo Littell y amartilló el arma. Sal obedeció.
–¿Entonces…?
–Entonces, ¿te interesa mi propuesta?
–¿Y si digo que no?
–Si dices que no, Giancana acaba contigo. Si dices que no, hago correr la voz de que tú mataste a Tony Iannone. Ya habrás oído los rumores de que a Tony se lo cargaron junto a un tugurio de homosexuales. Y tú, Sal, eres un libro abierto. «Mamada», «enculando»… ¡Dios santo, Sal, me parece que se te pegaron algunos vicios entre las rejas de Joliet!
Sal se comía los billetes con los ojos. Littell percibió su olor a tabaco, sudor y loción Aqua Velva.
–Sal, tú eres prestamista. Lo que te pido no se aparta mucho de tu especialidad.
–¿De qué se trata?
–Quiero acceder al fondo de pensiones del sindicato de Camioneros. Quiero que me ayudes a introducir a alguien en el engranaje. Yo encuentro un hombre adecuado que busque un préstamo y tú me ayudas a ponerlo en contacto con Sam y con ese fondo de pensiones. No quiero más que eso. Y no te pido que delates a nadie.
Sal contempló el dinero con codicia y empezó a sudar. Littell colocó tres mil dólares en la pila.
–De acuerdo -dijo Sal.
–Llévale la pasta a Giancana. No te la juegues en apuestas. Sal le dedicó un corte de mangas.
–Ahórrate el sermón. Y recuerda que me tiré a tu madre, lo cual me convierte en tu padre.
Littell se puso en pie y descargó un golpe con la mano que empuñaba el revólver. Sal el Loco recibió el impacto del cañón en plena dentadura.
Kemper Boyd decía siempre INTIMIDA A TUS INFORMADORES.
Sal escupió sangre y empastes de oro. Desde la barra, varios chicos contemplaron la escena con ojos desorbitados.
Con una mirada amedrentadora, Littell les hizo desviar la vista a otra parte.