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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (17 page)

BOOK: América
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Fulo descolgó las cortinas del salón y envolvió los cuerpos con ellas. La sangre de las heridas de las balas se había coagulado y no se derramó una sola gota más al mover los cadáveres.

Chuck Rogers apareció en la puerta. Fulo dijo que era un tipo competente y de fiar. Entre los tres, cargaron los fiambres en el portaequipajes del coche del tejano.

–¿Y tú qué eres?-le preguntó Pete.

–Soy geólogo especialista en petróleo -respondió Chuck-. También soy piloto titulado y anticomunista profesional.

–¿Y quién te paga por serlo?

–Los Estados Unidos de Norteamérica -declaró Chuck.

Chuck tenía ganas de circular y Pete se apuntó a la idea. Miami le tocaba los huevos tanto como Los Ángeles.

Circularon, pues. Fulo arrojó los cuerpos junto a un tramo desierto de la autovía de Bal Harbor. Pete encadenó un cigarrillo tras otro y disfrutó de las vistas.

Admiró los grandes caserones blancos y el inmenso cielo blanquecino; Miami era una enorme y reluciente extensión blanqueada. Admiró el espacio de separación entre las zonas elegantes y los barrios pobres. Admiró la presencia de los policías patrullando las calles; los agentes, que parecían salidos de un
western
, tenían aspecto de ser la pesadilla de los negros revoltosos.

–La tendencia ideológica de Castro sigue siendo una incógnita -comentó Chuck-. Ha hecho declaraciones que pueden tomarse como muy proamericanas y como muy prorrojos. Mis amigos de los servicios de inteligencia están elaborando planes para darle por el culo si resulta ser un comunista.

Por fin, volvieron a la calle Flagler. Unos hombres armados protegían el local de la compañía de taxis. Eran policías libres de servicio, con el típico aspecto obeso e insolente. Chuck los saludó desde el coche.

–Jimmy cuida muy bien al contingente policial de la zona. Ha organizado una especie de sindicato fantasma, y la mitad de los agentes destinados en este sector tiene buenos trabajos no declarados y recibe sustanciosos cheques.

Un chiquillo estampó un panfleto en el parabrisas. Fulo tradujo las consignas: todas ellas eran típicos lugares comunes de la verborrea comunista.

Unas piedras impactaron en el coche.

–Esto está demasiado alborotado -dijo Pete-. Vayamos a esconder a Fulo en alguna parte.

Rogers alquiló una habitación en una pensión donde sólo había hispanos. Un equipo de radio y unos panfletos llenos de odio cubrían hasta el último centímetro cuadrado del suelo.

Fulo y Chuck se relajaron con unas cervezas. Pete estudió los títulos de los panfletos y le dio un buen ataque de risa.

«¡Los judíos controlan el Kremlin!» «La fluoración: ¿Intriga del Vaticano?» «Amenazas de tormenta roja: la respuesta de un patriota.» «¿Por qué se reproducen más los no caucasianos?Una explicación científica.» «Test de proamericanismo: ¿puntúa usted ROJO, o rojo, blanco y azul?»

–Esto está bastante abarrotado, Chuck -comentó Fulo.

Rogers se puso a jugar con un receptor de onda corta. Una arenga cargada de odio surgió por los altavoces: los banqueros judíos, bla, bla, bla…

Pete pulsó unos cuantos botones. El delirante discurso cesó al momento.

–La política es algo a lo que uno llega despacio -dijo Chuck con una sonrisa-. No se puede esperar que uno comprenda la situación mundial a las primeras de cambio.

–Debería presentarte a Howard Hughes. Está tan loco como tú.

–¿Consideras que ser anticomunista es estar loco?

–Creo que el anticomunismo es bueno para el negocio. Y todo lo que sea bueno para el negocio me parece bien.

–No me parece una actitud muy concienciada.

–Piensa lo que te dé la gana.

–Eso haré. Y ya sé que estás pensando: «Cielo santo, ¿quién es este tipo que me ha tocado de cómplice en un asesinato en primer grado? Porque, desde luego, hemos compartido algunas experiencias muy poco corrientes en el breve tiempo transcurrido desde que nos hemos conocido.»

Pete se apoyó en la ventana y captó un breve destello de luces de un coche patrulla calle abajo, a media manzana de distancia.

–Imagino que eres un matón a sueldo de la CIA, con la misión de infiltrarte entre los cubanos de los taxis mientras todo el mundo espera a ver hacia dónde se inclina Castro.

Fulo intervino con tono indignado:

–¡Fidel se echará en brazos de los Estados Unidos de Norteamérica!

–Bien -asintió Chuck con una carcajada-. Los mejores norteamericanos siempre han sido los inmigrantes. Tú, Pete, eres el más indicado para hablar de eso, ¿verdad? Eres francés o algo así, ¿no?

Pete hizo un chasquido con los nudillos de los pulgares. Rogers reculó.

–Tú haz como si fuera un norteamericano al ciento por ciento que sabe lo que conviene al negocio.

–Claro, claro. Nunca he dudado de tu patriotismo.

Pete oyó unos cuchicheos al otro lado de la puerta y dirigió una mirada a los demás. Chuck y Fulo captaron enseguida lo que sucedía. Pete captó un ruido que anunciaba un arma de fuego: tres estampidos secos y sonoros contra la cerradura. Dejó caer su arma detrás de un montón de panfletos. Fulo y Chuck levantaron las manos.

Unos agentes de paisano derribaron la puerta a patadas y entraron con las culatas de los fusiles por delante. Pete se dejó caer al suelo tras un leve golpe de refilón. Fulo y Chuck se resistieron y recibieron culatazos en el cráneo hasta que perdieron el sentido.

–El tipo grande está fingiendo -dijo uno de los policías.

–Eso podemos arreglarlo -respondió otro.

Le llovieron los golpes de las cantoneras de goma de las culatas. Pete encogió la lengua para no cortársela de un mordisco.

Recobró el conocimiento esposado de pies y manos. Los listones del respaldo de la silla se le clavaban en la espalda y en su cabeza sonaba una percusión que le machaba el cerebro.

Una luz le hería los ojos. Mejor dicho, uno de ellos; unos colgajos de piel reducían su campo visual a un solo ojo. Distinguió a tres policías sentados en torno a una mesa clavada al suelo.

Un redoble de tambores resonaba tras sus oídos y una serie de bombas atómicas le estalló por todo el espinazo.

Flexionó los brazos y logró romper la cadena de las esposas.

Dos de los policías lanzaron silbidos de admiración. El otro aplaudió.

Pero en los tobillos le habían puesto grilletes dobles; con ellos no podía repetir la exhibición.

El policía de más edad cruzó las piernas.

–Hemos recibido una información anónima, señor Bondurant. Uno de los vecinos del señor Machado vio entrar en la casa de éste a los señores Adolfo Herendon y Armando Cruz-Martín, y unas horas después escuchó lo que le pareció unos disparos. Luego, al cabo de unas horas más, tú y el señor Rogers habéis llegado a la casa por separado y un rato más tarde habéis salido con el señor Machado, cargados con dos grandes bultos envueltos en unas cortinas de ventana. El vecino ha anotado el número de matrícula del coche del señor Rogers y hemos inspeccionado el vehículo. Hemos descubierto algunos restos que parecen fragmentos de piel y nos gustaría mucho oír los comentarios que tengas que hacer sobre todo esto.

Pete se colocó como era debido la herida de la ceja.

–Presenten cargos contra mí o suéltenme. Ya saben quién soy y a quién conozco.

–Sabemos que conoces a Jimmy Hoffa. Y sabemos que te relacionas con el señor Rogers, con el señor Machado y con algunos otros taxistas de Tiger Kab.

–Presenten cargos o suéltenme -repitió Pete. El policía le arrojó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas sobre los muslos. Un segundo policía se inclinó hasta quedar muy cerca de él.

–Probablemente crees que Hoffa tiene comprados a todos los policías de la ciudad, pero, hijo mío, estoy aquí para decirte simplemente que las cosas no son así.

–Presenten cargos o suéltenme.

–Hijo, me estás agotando la paciencia.

–No soy tu hijo, maricón de mierda.

–Muchacho, como sigas hablando así, te romperé la cara.

–Tócame la cara y te arranco los ojos. No me fuerces a demostrarlo -replicó Pete.

El tercer policía intervino en tono conciliador:

–Vamos, vamos… Señor Bondurant, ya sabes que podemos retenerte setenta y dos horas sin acusarte formalmente. Y ya sabes que en el momento de la detención has sufrido algunas contusiones y que probablemente te conviene recibir cierta atención médica. Y ahora, ¿por qué no nos…?

–Exijo hacer la llamada telefónica que me corresponde; después, acúsenme formalmente o déjenme libre.

El agente de más edad entrelazó las manos tras la cabeza.

–A tu amigo Rogers ya le hemos dejado hacerla. Le ha estado contando al carcelero una historia absurda respecto a que tiene conexiones con el gobierno y ha llamado a un tal señor Stanton. ¿A quién vas a llamar tú?¿A Jimmy Hoffa?¿Crees que tío Jimmy estará dispuesto a cubrir la fianza de una acusación de doble asesinato y a dar lugar probablemente a toda clase de publicidad negativa, que no le conviene nada?

Una nueva bomba atómica estalló en la garganta de Pete. Estuvo a punto de perder la conciencia.

El policía número dos exhaló un suspiro.

–El tipo está demasiado aturdido como para colaborar. Dejémoslo descansar un rato.

Perdió el conocimiento, lo recuperó, volvió a perderlo… El dolor de cabeza remitió: las bombas atómicas dieron paso a explosiones de nitroglicerina.

Leyó las palabras garabateadas en las paredes. Movió el cuello para mantenerlo flexible. Batió el récord del mundo de aguantarse las ganas de mear. Analizó en detalle la situación.

Fulo podía cantar o no. Lo mismo sucedía con Chuck. Y Jimmy podía encargarse de las fianzas o dejarlos colgados. Quizás el fiscal del distrito anduviese listo: los homicidios de hispanos a manos de hispanos no interesaban a nadie.

Llamaría al señor Hughes. Éste podría poner sobre aviso al señor Hoover, lo cual significaría el cierre del jodido caso.

Le dijo a Hughes que estaría fuera tres días. Hughes asintió sin hacer preguntas. Accedió porque el intento de extorsión a los Kennedy se había vuelto contra él. Joe y Bobby le habían estrujado las pelotas hasta reducírselas al tamaño de cacahuetes.

Y Ward J. Littell le había dado un bofetón.

Con lo cual el mamón había firmado su sentencia de muerte.

Gail se había marchado. El seguimiento de Jack K. había resultado un fiasco. Hoffa hervía de odio hacia los Kennedy. Hughes seguía loco por los chismorreos y las difamaciones, e impaciente por encontrar un nuevo redactor para
Hush-Hush
.

Continuó leyendo las inscripciones de la pared. El primer premio se lo llevaba la que decía: «La pasma de Miami me la trae floja. Rhino Dick.»

Dos hombres entraron y acercaron unas sillas. Un carcelero le quitó los grilletes de los tobillos y se apresuró a salir.

Pete se puso en pie y se desperezó. La sala de interrogatorios se inclinó y osciló ante sus ojos.

El más joven de los recién llegados rompió el silencio:

–Soy John Stanton y éste es Guy Banister. El señor Banister es miembro del FBI retirado y durante un tiempo fue superintendente ayudante de la policía de Nueva Orleans.

Stanton era delgado y tenía los cabellos de color rubio arena. Banister era corpulento y las facciones enrojecidas de quien le da a la botella.

Pete encendió un cigarrillo. Inhalar el humo intensificó su dolor de cabeza.

–Les escucho.

–Recuerdo ese problema suyo con los derechos civiles -murmuró Banister con una sonrisa-. Kemper Boyd y Ward Littell lo arrestaron, ¿verdad?

–Ya sabe que sí.

–Yo estuve en el mando regional de Chicago y siempre pensé que Littell era una hermanita de la caridad.

Stanton se sentó a horcajadas en su silla.

–Pero Kemper Boyd es otra cosa -apuntó-. ¿Sabe, Pete? Se presentó en el local de los taxis y enseñó la foto de su ficha policial a los presentes. Uno de los taxistas sacó una navaja y Boyd lo desarmó de una manera bastante espectacular.

–Boyd es un tipo con estilo -asintió Pete-. Y ya que esto empieza a parecer una especie de audición de prueba, les diré que lo recomendaría para casi cualquier clase de tarea al servicio de la ley.

–Usted tampoco es un mal candidato -dijo Stanton con una sonrisa.

–Usted es investigador privado con licencia -Banister también sonreía-. Ha sido ayudante de comisario de policía local. Es un hombre de Howard Hughes y conoce a Jimmy Hoffa, a Fulo Machado y a Chuck Rogers. Son unas credenciales a tener muy en cuenta.

Pete arrojó la colilla del cigarrillo contra la pared.

–Por lo que hace a credenciales, haber estado en la CIA tampoco está mal. De ahí salen ustedes, ¿verdad?

Stanton se levantó:

–Es libre de irse. No se presentarán cargos contra usted y sus amigos.

–Pero ustedes seguirán en contacto conmigo, ¿no?

–No exactamente. Pero puede que algún día le pida un favor. Y, por supuesto, se le pagará bien por hacerlo.

14

(Nueva York, 5/1/59)

La suite era espléndida. Joe Kennedy la había comprado directamente al hotel. Un centenar de personas apenas llenaba a medias el salón principal. La ventana panorámica ofrecía una vista completa de Central Park bajo una intensa nevada.

Jack le había invitado. Le había asegurado que no debía perderse la fiesta organizada por su padre en el Carlyle. Además, Bobby tenía que hablar con él.

También había dicho que quizás habría mujeres. Que tal vez aparecería la pelirroja de Lyndon Johnson.

Kemper observó cómo se formaban y se disolvían los corrillos. En torno a él, la fiesta transcurría con animación.

El viejo Joe estaba rodeado de sus hijas caballunas. Peter Lawford dominaba un grupo, sólo hombres. Jack picaba gambas de cóctel con Nelson Rockefeller.

Lawford profetizó el gabinete de los Kennedy. Frank Sinatra fue considerado un candidato seguro al ministerio de Gatitas.

Bobby llegaba tarde. La pelirroja no se había presentado. Jack se la habría señalado si la hubiera visto primero.

Kemper tomó un sorbo de ponche de huevo. La chaqueta del traje le iba muy holgada, pues se la había hecho cortar a medida para ocultar una sobaquera. Bobby exigía una estricta política de ausencia de armas a la vista: sus hombres eran abogados, no policías.

Kemper era DOS VECES policía. Con doble sueldo y doble trabajo.

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