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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (22 page)

BOOK: Ana Karenina
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—¿Quiere usted darme una taza de té? —dijo, apoyándose en el respaldo de su silla.

Mientras que Betsi echaba el té, Vronski se aproximó a Anna y le preguntó:

—¿Qué le escriben a usted?

—He pensado a menudo —dijo Anna, sin contestar directamente— que si los hombres pretenden obrar con nobleza, esta frase carece en realidad de sentido. Hace mucho tiempo que deseaba decírselo a usted.

—No comprendo bien lo que significan esas palabras —repuso Vronski, ofreciéndole su taza.

Anna dirigió una mirada al diván que estaba a su lado, y se sentó al punto.

—Sí, deseaba decir a usted —continuó, sin mirarlo—que ha obrado mal, muy mal.

—¿Cree usted que no lo siento? Pero ¿de quién es la culpa?

—¿Por qué me dice usted eso? —preguntó Anna, con acento severo.

—Bien lo sabe usted —contestó Vronski, sosteniendo la mirada de su interlocutora sin bajar la vista.

Entonces fue la dama quien se turbó.

—Eso prueba simplemente —dijo al fin— que usted no tiene corazón.

Sus ojos, sin embargo, desdecían sus palabras.

—Eso de que hablaba usted ahora era un error, y no amor.

—Recuerde usted que le he prohibido pronunciar esa fea palabra —repuso Anna, estremeciéndose; y al punto comprendió que por la sola palabra «prohibido» se reconocía ciertos derechos sobre el conde—. Desde hace largo tiempo —continuó, mirando a Vronski fijamente, aunque sus mejillas estaban brillantes de rubor— deseaba hablar con usted, y hoy he venido expresamente para ello, sabiendo que lo encontraría aquí. Es preciso que todo esto concluya, porque jamás he tenido que ruborizarme delante de nadie, y cuando usted me dirige la palabra no sé por qué me creo culpable.

Vronski miraba a su interlocutora, admirando aquella nueva expresión de belleza interior.

—¿Qué quiere usted que haga? —preguntó simplemente, con acento breve.

—Deseo que vaya usted a Moscú a pedir perdón a Kiti.

—Usted no desea eso.

Vronski comprendía que Anna se esforzaba por decir una cosa y que pensaba otra.

—Si me ama usted como dice —murmuró—, haga de modo que yo esté tranquila.

El semblante de Vronski se serenó.

—¿No sabe —dijo— que es usted mi vida y que habiendo perdido ya la tranquilidad me sería imposible dársela? Puedo entregarme en cuerpo y alma, consagrarle mi amor, mas no está en mi mano desechar a usted de mi pensamiento. A mis ojos, los dos no somos sino uno, y por lo mismo no veo medio alguno de tranquilidad para ninguno de nosotros en lo futuro. Solo columbro en perspectiva el infortunio, la desesperación o la dicha. ¿Será esto verdaderamente imposible? —murmuró con los labios, sin atreverse a pronunciar las palabras. Anna, sin embargo, comprendió.

Todas las fuerzas de la inteligencia de Anna parecían concentrarse solo para contestar como su deber lo exigía; pero en vez de hablar, fijó en él una mirada de amor y guardó silencio.

«¡Dios mío! —pensó Vronski, transportado de alegría en el momento en que desesperaba, creyendo no llegar jamás—. He aquí el amor. ¡Ella me ama: eso es una confesión!»

—Haga usted eso por mí; seamos buenos amigos y no me hable más de tal modo —dijeron sus palabras, pero su mirada expresaba lo contrario.

—Jamás seremos amigos, ya lo sabe usted —dijo Vronski—. Usted decidirá si hemos de ser los más felices o los más desgraciados del mundo.

Anna quiso hablar, pero Vronski la interrumpió:

—Todo lo que pido —dijo— es el derecho de esperar y sufrir como en este instante; si es imposible, mándeme usted desaparecer y desapareceré; jamás me volverá a ver si mi presencia le es enojosa.

—Yo no lo despido a usted.

—Entonces no cambiemos nada; dejemos las cosas tal como están —añadió con voz temblorosa—. Ahí tiene usted a su esposo.

Efectivamente, Alexiéi Alexándrovich entraba en aquel momento en el salón, con su aire tranquilo y su fea manera de andar.

Se acercó a la dueña de la casa, dirigió al paso una mirada a su esposa y a Vronski, se sentó cerca de la mesa y, con su voz lenta y bien acentuada, y aquella sonrisa con que parecía burlarse siempre de alguna persona o cosa, dijo, mirando a los presentes:

—El cuadro está completo: aquí las Gracias y las Musas.

Pero la princesa Betsi, que no podía sufrir aquel tono
sneering
, procedió con mucho tacto para conducir al señor Karenin a tratar de un asunto formal. Para esto habló del servicio obligatorio, y Alexiéi Alexándrovich lo defendió vivamente contra los ataques de Betsi.

Vronski y Anna permanecían junto a una mesita.

—Eso es ya inconveniente —dijo una dama en voz baja, designando con una mirada a Karenin, a su esposa y a Vronski.

—¿Qué decía yo? —dijo la amiga de Anna.

No fueron aquellas señoras las únicas que hicieron tal observación; la princesa Miagkaia y Betsi miraron más de una vez hacia el sitio donde estaban Anna y Vronski; solamente Alexiéi Alexándrovich no fijó su atención ni se distrajo del interesante asunto de que trataba.

Betsi, observando el mal efecto que sus amigos producían, maniobró de modo que alguien la sustituyera momentáneamente para contestar a Alexiéi Alexándrovich y se acercó a Anna.

—Admiro siempre —le dijo— la claridad del lenguaje de su esposo; las cuestiones más trascendentales me parecen comprensibles cuando él habla.

—¡Oh, sí! —contestó Anna, sin saber lo que decía.

Y radiante de felicidad, se levantó y se acercó a la mesa grande para tomar parte en la conversación general.

Al cabo de media hora, Alexiéi Alexándrovich propuso a su esposa retirarse; pero Anna contestó, sin mirarlo siquiera, que deseaba quedarse a cenar. Alexiéi Alexándrovich se despidió de todos y salió.

* * *

El anciano cochero de los Karenin, robusto tártaro revestido de su impermeable, sujetaba con trabajo, delante del peristilo, los caballos excitados por una temperatura de hielo; el lacayo permanecía junto a la portezuela del coche, y el portero estaba en pie junto a la puerta de entrada, abierta de par en par. Anna escuchaba con placer las palabras de Vronski.

—Convenga en que no se ha comprometido usted a nada y nada le exijo —decía el joven, acompañándola hasta su carruaje—; pero ya sabe que no es amistad lo que yo le pido; para mí, la única felicidad de mi vida se contiene en esa palabra que parece desagradarle tanto: el amor.

—El amor —repitió Anna lentamente, como hablando consigo misma, y añadió después de una pausa—: Esa palabra me desagrada porque para mí tiene un sentido más profundo y mucho más grave de lo que usted puede figurarse. Hasta la vista —dijo de pronto, mirando fijamente al conde.

Y después de darle la mano, pasó rápidamente por delante del portero y desapareció en su coche.

Aquella mirada y aquel apretón de manos trastornaron a Vronski, que besó la palma de la suya en el sitio que habían tocado los dedos de Anna. El conde volvió a su casa en la persuasión de que aquella noche había adelantado más que en los dos meses anteriores para llegar a la realización de su sueño dorado.

VIII

A
L
señor Karenin no le había parecido inconveniente que su esposa hablara con Vronski de una manera algo animada; pero observó que otras personas lo juzgaban extraño. Por eso, él mismo lo consideró indecoroso y resolvio hacer la observación a Anna.

Según costumbre, al entrar en su casa Alexiéi Alexándrovich pasó a su gabinete, se sentó en una butaca, abrió un libro en el sitio marcado por una plegadera y leyó un capítulo sobre el papismo hasta la una de la madrugada. De cuando en cuando se pasaba la mano por la frente, como para desechar un pensamiento importuno. A la hora habitual hizo sus preparativos para acostarse (Anna no había vuelto aún), y con su libro debajo del brazo se dirigió a la alcoba; pero en vez de las preocupaciones ordinarias sobre los asuntos de su servicio, pensó en su esposa y en la desagradable impresión que había experimentado por causa de ella. Comprendiendo que no podría dormir, comenzó a pasear de un lado a otro con las manos a la espalda, cual si no quisiera acostarse sin haber reflexionado maduramente sobre los incidentes de la noche.

En primer lugar, Alexiéi Alexándrovich juzgó natural hacer una observación a Anna, mas le pareció después que aquellos incidentes tendrían una complicación desagradable. Karenin no tenía celos; a su modo de ver, un marido ofendía a su esposa cuando se dejaba llevar de esta pasión; pero ¿por qué tendría ciega confianza en ella, viviendo convencido de que le amaría siempre? Karenin no se preguntaba esto, pues no habiendo tenido jamás ni sospechas ni recelos, se prometía conservar plena confianza. Sin embargo, aunque abrigase tales sentimientos, se hallaba ante una situación excepcional y absurda, e indefenso para combatirla. Alexiéi Alexándrovich se encontraba cara a cara ante la vida, ante la posibilidad de que su esposa se enamorara de otro hombre; y aquello precisamente le parecía absurdo e irracional, porque era la vida misma. Hasta entonces no había tenido que luchar contra las dificultades de la vida sino en la esfera de su servicio oficial; y ahora experimentaba una sensación semejante a la del hombre que, pasando tranquilo por un puente sobre un precipicio, observara de improviso que aquel estaba desmontado y que bajo sus pies se abría una sima profunda. Esta última era para él la vida verdadera, y el puente, la existencia artificial que hasta aquel día conociera. La idea de que su esposa pudiese querer a otro se le ocurría por primera vez y le causaba cierto terror.

Sin pensar en desnudarse, comenzó a pasear por varias habitaciones, cruzando sucesivamente el comedor, iluminado por una sola lámpara; el salón oscuro, donde un rayo de luz se reflejaba en su retrato, recientemente hecho; y el gabinete de su esposa, donde brillaban dos bujías sobre los costosos dijes de su escritorio y los retratos de sus parientes y amigos. Llegado a la puerta de la alcoba retrocedió.

De cuando en cuando se detenía, y se decía: «Sí; es preciso de todo punto poner término a esta situación, adoptar un partido, manifestarle mi modo de ver; pero ¿qué le diré? ¿Y qué partido puedo tomar? ¿Qué ha sucedido, al fin y al cabo? Nada. Que habló largo tiempo con él…; mas ¿qué mujer no habla con un hombre en sociedad? Mostrarse celoso por tan poca cosa sería humillante para los dos».

Este razonamiento, que el señor Karenin juzgó al principio concluyente, le pareció después, sin embargo, de muy poco valor. Desde la puerta de la alcoba se dirigió al salón oscuro, donde creyó oír una voz que le decía: «Puesto que otros se han extrañado al parecer, es porque hay alguna cosa… Sí, es preciso poner término a todo esto, adoptar un partido… ¿Cuál?».

Sus pensamientos, así como su cuerpo, giraban en el mismo círculo, y no encontraba ninguna idea nueva; se pasó la mano por la frente y fue a sentarse en una butaca del gabinete de su esposa.

Una vez allí, mirando la mesita de escribir de Anna, donde se veía una carta sin acabar, sus ideas siguieron otro curso. Se presentó la vida de su esposa, las necesidades de su espíritu y de su corazón, sus inclinaciones y deseos; y entonces lo dominó tan poderosamente la idea de que debía tener una existencia distinta de la suya que se apresuró a desecharla. Era el abismo que no se atrevía a sondear con la mirada; penetrar con la reflexión y el sentimiento en el alma de otro era una cosa desconocida para él, y que le parecía peligrosa.

«Y lo más terrible —pensó— es que esta inquietud insensata me sorprende en el momento de dar la última mano a mi obra —el proyecto que se proponía hacer aprobar—, cuando más necesito todas las fuerzas del espíritu y la calma. ¿Qué hacer? Yo no soy de aquellos, que no saben mirar sus males de frente; pero es preciso reflexionar, resolver una cosa u otra, y librarme de esta preocupación. No me creo autorizado a escudriñar sus sentimientos e intervenir en lo que pasa en su alma: esta es cuestión de su conciencia y del dominio de la religión —añadió, muy satisfecho por haber hallado una ley que podía aplicar a las circunstancias del momento—. Así pues —continuó—, las cuestiones relativas a sus sentimientos son de conciencia, y no debo tocarlas. Mi deber se indica claramente: obligado, como jefe de familia, a dirigir a mi esposa, señalándole los peligros que entreveo, y siendo responsable de su conducta, me es forzoso usar de mis derechos en caso necesario.»

Y Alexiéi Alexándrovich pensó lo que debía decir a su esposa, lamentándose de que fuera preciso gastar su tiempo y sus fuerzas intelectuales en asuntos caseros. A su pesar, formó mentalmente un plan que debía comprender, con tanta lógica como claridad, los puntos de que trataría al hablar con ella.

«Debo hacerle entender —se dijo— lo que sigue: primero, la significación e importancia de la opinión pública; segundo, el sentido religioso del matrimonio; tercero, las desgracias que pueden resultar para su hijo, y cuarto, las malas consecuencias que tal vez alcancen a la madre.»

Alexiéi Alexándrovich oprimió sus manos una contra otra e hizo crujir las articulaciones de sus dedos. Esta costumbre lo calmaba, permitiéndole recobrar el equilibrio moral que tanto necesitaba.

De pronto se oyó el ruido de un coche, y Karenin se detuvo en medio del comedor; un paso ligero le indicó que su mujer subía; y con su discurso preparado permaneció inmóvil, haciendo crujir sus dedos. Aunque satisfecho de su pequeño discurso, tuvo miedo de lo que iba a suceder.

IX

A
NNA
entró, jugando con las borlas de su abrigo y con la cabeza baja; su rostro estaba radiante, pero no de alegría; era más bien el fulgor terrible de un incendio en una noche oscura. Al ver a su esposo, levantó la cabeza y sonrió, como si despertara de una meditación.

—¿Aún no estás en la cama? —exclamó—. ¡Qué milagro! —añadió, despojándose de su abrigo.

Y sin detenerse, pasó a su gabinete y gritó desde la puerta:

—Ya es tarde, Alexiéi.

—Anna —replicó Alexiéi Alexándrovich—, necesito hablar contigo.

—¿Conmigo? —exclamó Anna con aire de asombro, dirigiéndose a su esposo y mirándolo fijamente—. Pues bien, hablemos si es tan necesario; pero más valdría dormir.

Anna contestaba lo primero que se le ocurría, admirándose ella misma de que pudiera mentir tan fácilmente; sus palabras eran todas naturales, y se hubiera dicho que verdaderamente deseaba acostarse; pero se sentía impulsada por una fuerza invisible, y estaba dispuesta a sostener toda discusión apelando al engaño.

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