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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (45 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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En mayo de 2001 murió su mujer; tres años más tarde murió su hija. Para entonces su mente había abdicado y él estaba en otro lugar, lejos de sí mismo. La enfermedad había empezado a insinuarse mucho antes, llevándolo y trayéndolo de la memoria al olvido, pero hacia el año 2003 su deterioro era ya inocultable. De esa época data su último discurso político, aunque no fuera exactamente un discurso político; la televisión recogió un fragmento. El partido de la derecha le había ofrecido a su hijo Adolfo encabezar la candidatura a la presidencia de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha; porque no ignoraba que la intención de la oferta era rentabilizar el prestigio de su apellido, Suárez le desaconsejó a su hijo que aceptara, pero el ansia de emular a su padre pudo más que la falta de vocación y el hijo presentó su candidatura y el padre se sintió obligado a defenderla. El 3 de mayo ambos dieron un mitin en Albacete. De pie frente al atril y la multitud, Suárez luce traje oscuro, camisa blanca y corbata de lunares; tiene setenta años y, pese a que su cuerpo conserva vestigios de su prestancia de tenista y de su porte de bailarín de verbena, los aparenta, el pelo entretejido de blanco, las generosas entradas, la piel moteada por las manchas de la vejez. No habla de política; habla de su hijo, menciona el hecho de que ha estudiado en Harvard y luego se detiene en seco. «Dios mío —dice, sonriendo apenas y revolviendo los papeles que ha preparado—. Creo que me he hecho un lío de mil demonios.» La audiencia aplaude, lo anima a continuar, y él levanta la vista de los papeles, se muerde con un resto de coquetería el labio inferior y sonríe largamente; para sus viejos conocidos, es una sonrisa inconfundible: es la misma sonrisa de galán seguro de gustar con que en otro tiempo podía convencer a un falangista, a un tecnócrata del Opus o a un guerrillero de Cristo Rey de que en el fondo era un guerrillero, un falangista o un admirador del Opus; es la misma sonrisa con que podía decir: Comunista no soy, no (o socialista), pero soy de los tuyos, porque mi familia siempre fue republicana y en el fondo yo no he dejado de serlo; es la misma sonrisa con que decía: Yo tengo el poder y vosotros la legitimidad: tenemos que entendernos. Es la misma sonrisa, tal vez un poco menos natural o más desvaída, pero en el fondo es la misma. Vuelve a mirar los papeles, vuelve a decir que su hijo estudió en Harvard, vuelve a pararse en seco. «Yo no sé si estoy repitiendo esto», dice. Suena una ovación de urgencia. «Tengo un lío de mil demonios con los papeles», repite. Arranca la música, la gente se levanta para tapar sus balbuceos con aplausos, él se olvida de los papeles e intenta improvisar una despedida, pero lo único que en medio del bullicio se le oye decir es la frase siguiente: «Mi hijo no os defraudará».

Fueron las últimas palabras que pronunció en público. Ahí acabó todo. Luego, durante algunos años, desapareció, encerrado en su casa de La Florida, y fue como si se hubiera muerto. De hecho, todo el mundo empezó a hablar de él como si estuviera muerto. Yo mismo he escrito este libro como si estuviera muerto. Un día, sin embargo, volvió a aparecer: fue el 18 de julio de 2008. Esa mañana todos los periódicos españoles reprodujeron en portada su última fotografía. La había tomado su hijo Adolfo el día anterior, y en ella Suárez aparece acompañado por el Rey en el jardín de la casa de La Florida. Los dos hombres están de espaldas, caminando bajo el sol por un césped recién segado hacia una arboleda frondosa. El Rey viste traje gris y apoya su mano derecha sobre el hombro derecho de Suárez, con aire amistoso o protector; Suárez viste una camisa azul remangada, un pantalón beis y unos zapatos ocres. La fotografía captura un momento de una visita del Rey a Suárez para entregarle el collar de la Orden del Toisón de Oro, la máxima distinción que concede la Casa Real española; según las crónicas, el Rey también se lo ha concedido a otras figuras trascendentales en el pasado reciente de España —entre ellas el Gran Duque Juan I de Luxemburgo, Beatriz I de los Países Bajos o Margarita II de Dinamarca—, aunque al chisgarabís que le ayudó como nadie a conservar la Corona sólo se la concedió hace poco más de un año, y hasta ese día no ha tenido tiempo de entregársela. La gratitud de la patria.

CAPÍTULO 7

Conocemos lo ocurrido en los servicios de inteligencia antes del 23 de febrero y durante el 23 de febrero, pero ¿qué ocurrió después? Lo que ocurrió después apenas presenta dudas, y puede referirse con brevedad.

Los días posteriores al golpe fueron de un gran nerviosismo en el CESID. Por las sedes del organismo circulaban rumores acerca de la participación de miembros de la unidad del comandante Cortina en la intentona; muchos de ellos señalaban a los tres miembros de la SEA —el sargento Sales, los cabos Monge y Moya—, al capitán Gómez Iglesias, al capitán García-Almenta, segundo del comandante Cortina, y al propio Cortina; todos o casi todos ellos procedían de la misma fuente: el capitán Rubio Luengo y el sargento Rando Parra, a quienes en la tarde del golpe Monge había relatado su peripecia como guía de los autobuses de Tejero hasta el Congreso, secundado por Moya y Sales, por orden de García-Almenta y, ésa era la inferencia general, de Cortina. El comandante quizá estaba seguro de haber creado durante sus cinco años al mando de la AOME una organización tan elitista, hermética, fiel y disciplinada como una orden de caballeros juramentados, pero en aquella época comprobó que algunos de sus hombres tenían cuentas pendientes con él y que estaban decididos a aprovechar la oportunidad para ajustárselas. Fueron ellos quienes acudieron a Calderón, el hombre fuerte del servicio, con el fin de denunciar a Cortina y a los demás golpistas de su unidad. Por motivos obvios, a Calderón le aterraba que las responsabilidades por lo sucedido el 23 de febrero pudieran rozar siquiera al CESID (bastante tenia con las acusaciones de negligencia e imprevisión que caían sobre él), de manera que habló con Cortina y, después de que éste asegurara que la AOME no había intervenido en el golpe, le exigió que hablara con sus hombres y atajara los rumores. En los días siguientes Cortina se entrevistó con Rubio Luengo y Randa Parra: según Cortina, intentó demostrarles que sus acusaciones eran falsas; según Rubio Luengo y Randa Parta., para comprar su silencio intentó chantajeados, intentó sobornarlos, veladamente los amenazó (las amenazas de algunos compañeros de unidad delatados fueron. según Randa Parra más directas, e incluyeron insultos, advertencias de muerte y el destrozo de una motocicleta). A mediados de marzo un oficial de la AOME le contó al presidente de la Comisión de Defensa del Congreso que la dirección del CESID estaba intentando ocultar la participación de algunos de sus compañeros en el golpe, y a finales de mes, apremiado desde fuera y desde dentro —tal vez sobre todo desde dentro—; Calderón encargó una investigación al teniente coronel Juan Jáudenes, jefe de la División de Interior, quien, al cabo de varias semanas de interrogatorios a acusadores y acusados, entregó un informe que como era previsible eximía de cualquier vinculación con el golpe al CESID en general y al comandante Cortina y sus subordinados en particular.

Todo resultó inútil. Pocos días después de que a principios de mayo un nuevo director del CESID tomara posesión de su cargo y remitiera el Informe Jáudenes al juez nombrado por el gobierno para instruir la causa del 23 de febrero, el comandante Cortina fue procesado. No fue procesado por culpa del informe, aunque es probable que algunos datos contenidos en él terminaran de convencer al juez de su implicación en el golpe; fue procesado por culpa del teniente coronel Tejero. Éste, en sus dos primeras declaraciones ante el juez, no mencionó a Cortina ni a su amigo Gómez Iglesias, según Tejero porque ambos le hicieron llegar a través de su abogado un mensaje idéntico: delatándolos sólo conseguiría privarse de su protección y la del CESID cuando más necesitado estaba de ella; en cambio, en su tercera declaración, realizada a principios de abril en el castillo de La Palma, en el Ferrol, el teniente coronel afirmó que Cortina había sido el verdadero instigador del golpe. Ya he anotado las razones de este cambio: durante aquellos dos meses posteriores al 23 de febrero las defensas de casi todos los procesados habían elaborado una estrategia conjunta, jaleada por la prensa de ultraderecha, consistente en sostener que sus defendidos eran inocentes del delito de rebelión que se les imputaba porque ellos se habían limitado a obedecer las órdenes de sus superiores, que obedecían las órdenes de Milans y de Armada, que obedecían a su vez las órdenes del Rey; ésa fue su principal línea argumentativa antes del juicio y durante el juicio, e implicar a Cortina era no sólo una forma de implicar en el golpe a un organismo esencial del estado, sino sobre todo, porque cabía relacionar al comandante con Armada y con el Rey, una forma de implicar en el golpe a la cúpula del ejército y a la Corona. Así que la tercera vez. que declaró ante el juez instructor el teniente coronel Tejero decidió prescindir del prometido amparo del CESID, contó o inventó sus dos encuentros con Cortina y le acusó de haberle empujado al golpe y de ser su enlace con Armada, y el 21 de mayo, tras ser interrogado por el juez instructor, el comandante Cortina ingresó en la cárcel bajo la acusación de haber participado en el golpe. Unos días más tarde, el 13 de junio, fue procesado el capitán Gómez Iglesias. Ningún otro miembro de la AOME corrió la misma suerte.

CAPÍTULO 8

23 de febrero

En cierto modo, fue el momento más peligroso de la noche. Era la una y media de la madrugada y, tras el discurso televisado en que el Rey condenó el asalto al Congreso y exigió respeto a la Constitución, mucha gente que en todo el país había permanecido hasta entonces en vilo, pegada a la radio y la televisión, se retiró a dormir, y casi todo el mundo sintió que la comparecencia del monarca señalaba el fin del golpe o el principio del fin del golpe. Era un sentimiento sólo en parte atinado. Después del fracaso de Armada en el Congreso había fracasado el golpe blando de Armada y Milans, pero no el golpe duro de Tejero, un golpe que pretendía terminar con la democracia aún a costa de terminar con la monarquía y que -con el teniente coronel todavía ocupando el Congreso, con Milans todavía en las calles de Valencia, con los capitanes generales todavía a la expectativa y con muchos generales, jefes y oficiales todavía tentados de actuar- continuaba a la espera de un mínimo movimiento de tropas que desatase en el ejército una reacción en cadena. El problema era que en aquel punto, plantado ya el Rey sin retorno frente a los golpistas, esa reacción hubiera entrañado casi a la fuerza un enfrentamiento armado entre leales y rebeldes a la Corona, algo que había sido una posibilidad desde el principio del golpe pero que quizá nunca estuvo tan cerca de ocurrir como entonces, cuando las órdenes del Rey apenas empezaban a erosionar la moral de los sublevados y aún no había cundido del todo en el ejército la certeza de que el golpe ya no iba a triunfar.

A esa hora, quince minutos después de que el Rey compareciera en televisión, diez minutos después de que Armada saliera del Congreso sin haber podido hacerles a los parlamentarios su propuesta de gobierno de unidad, se produjo el mínimo movimiento de tropas esperado por los golpistas: una columna de quince Land Rover ocupados por un comandante, cuatro capitanes, dos tenientes, cinco suboficiales y ciento nueve soldados de reemplazo apareció en el centro de Madrid, llegó hasta la Carrera de San Jerónimo, rompió el doble cordón de seguridad de guardias civiles y policías nacionales que aislaba el Congreso y, mientras la multitud que se arremolinaba en torno al hotel Palace intentaba discernir si el objetivo de los recién llegados consistía en desalojar a los rebeldes o en apoyarlos, se sumó a las fuerzas del teniente coronel Tejero. La columna procedía del Cuartel General de la Acorazada Brunete en las afueras de la capital y estaba al mando de Ricardo Pardo Zancada, el mismo comandante de Estado Mayor que la víspera del golpe, durante un viaje de ida y vuelta a Valencia, recibió de Milans el encargo de sublevar su división con la ayuda del general Torres Rojas y el coronel San Martín. A lo largo de toda la tarde y la noche Pardo Zancada había asistido entre perplejo, airado e impotente al fracaso de la rebelión en la Brunete una vez que Juste, el general en jefe, revocó la orden de salida cursada a todos los regimientos minutos antes del asalto al Congreso; avergonzado por la huida de Torres Rojas, que poco después de las ocho había partido de vuelta a su destino en La Coruña sin cumplir con su misión, y por la parálisis de San Martín y del resto de los jefes y oficiales de la unidad, tantas veces partidarios ardorosos del golpe, poco antes de la una de la madrugada Pardo Zancada cambió el uniforme de paseo por el de campaña, improvisó su columna de vehículos ligeros con la colaboración de varios jóvenes capitanes y con las dos únicas compañías acantonadas en el Cuartel General y, después de dejarla formada durante más de un cuarto de hora en las inmediaciones de la barrera de salida a modo de desafío o de invitación a sus compañeros, partió hacia el Congreso tras comprobar que nadie iba a engrosarla y amenazar con pegarle un tiro en la cabeza al soldado que desobedeciese sus órdenes.

No fue un acto quijotesco. Dado que Pardo Zancada se unió a Tejero cuando para muchos el golpe había sido ya prácticamente neutralizado, muchos pensaron que el suyo era un acto quijotesco o eso que suele denominarse un acto quijotesco: un noble ademán de lealtad a una causa perdida. No lo fue: es verdad que, a diferencia de muchos de sus compañeros, Pardo Zancada demostró no ser un cobarde, igual que es verdad que era un idealista con la imaginación demasiado inflamada por los pundonores de la cacharrería del heroísmo franquista y un radical demasiado embebido en el mejunje ideológico de la ultraderecha para amilanarse en el último momento, pero no es verdad que su acto fuera un acto quijotesco. Fue un acto de guerra: en rigor, el único acto de guerra que se había producido desde que Tejero ocupara el Congreso· y Milans las calles de Valencia, y por lo tanto el alfilerazo necesario para azuzar a los militares y liberar los reprimidos arrebatos golpistas que desde hacía muchas horas agitaban los cuarteles, la chispa que podía incendiar el polvorín de la Brunete y, con él, el de todo el ejército. Por ese motivo era peligroso el movimiento de Pardo Zancada; por ese motivo y quizá por otro. Aunque el 23 de febrero actuó bajo las órdenes de Milans, es posible que Pardo Zancada se hallara relacionado más o menos de cerca con un grupo de coroneles relacionado a su vez con San Martín o capitaneado por San Martín, un grupo que, según explicaba en noviembre del año anterior el informe de Manuel Fernández-Monzón Altolaguirre titulado «Panorama de las operaciones en marcha», llevaba meses planeando un golpe duro cuyo propósito era el establecimiento de una república presidencialista o un directorio militar; San Martín y Pardo Zancada se habían subido en el último momento al golpe monárquico de Armada y Milans, pero, habiendo fracasado éste, el golpe de los coroneles era tal vez la única alternativa visible para los golpistas en medio del nerviosismo, el desconcierto y el caos reinantes, y la acción de Pardo Zancada. podía ser un resorte que, aunque no activara esa operación, sí lo hiciera con sus organizadores y con los cómplices y simpatizantes de sus organizadores, incorporándolos a la asonada y arrastrando por la fuerza a Milans y a otros capitanes generales a un golpe que ya no podría darse con el Rey, sino sólo contr3; el Rey.

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