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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (21 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Según sus colaboradores más cercanos de entonces, es muy posible que ese mismo día Suárez tomara en secreto la decisión de legalizar a los comunistas; de ser así, es muy posible que ese mismo día Suárez decidiera que antes de hacerlo necesitaba conocer personalmente a su líder. El hecho es que apenas un mes más tarde, el 27 de febrero, los dos hombres se entrevistaron en una casa que poseía en las afueras de Madrid su mediador, José Mario Armero. El encuentro fue organizado con la máxima reserva: aunque para Carrillo no entrañaba ningún peligro, para Suárez entrañaba muchos, y por eso dos de las tres personas con quienes consultó —su vicepresidente, Alfonso Osario, y Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino y su mentor político de los últimos años— se lo desaconsejaron vivamente, razonando que si llegaba a conocerse su reunión con el líder comunista clandestino el terremoto político sería formidable; pero el apoyo del Rey a Suárez, su confianza en la discreción de Carrillo y su fe en su buena estrella y en su talento de seductor le decidieron a correr el riesgo. No se equivocó. Años más tarde Suárez y Carrillo coincidirían en describir la entrevista como un flechazo: puede que lo fuera, pero lo cierto es que la necesidad los había unido mucho antes de que se conociesen; puede que lo fuera, pero lo cierto es que durante las siete horas seguidas que duró su cara a cara, mientras fumaban cigarrillo tras cigarrillo en presencia de Armero y del silencio de una casa de campo deshabitada, Carrillo y Suárez se portaron como dos ciegos que recobran de golpe la visión para reconocer a un gemelo, o como dos duelistas que cambian un falso duelo por un duelo real en el que ambos se emplean a fondo para terminar de embrujar al contrincante. El vencedor fue Suárez, quien apenas concluyeron los apretones de manos y las bromas de presentación desarmó a Carrillo hablándole de su abuelo republicano, de su padre republicano, de los muertos republicanos de su familia de perdedores de la guerra, y luego lo remató con protestas de modestia y con elogios de su experiencia política y su categoría de estadista; derrotado, Carrillo prodigó palabras de comprensión, de realismo y de cautela destinadas a tratar una vez más de convencer a su interlocutor de que él y su partido no sólo no constituían un peligro para su proyecto de democracia, sino que con el tiempo se convertirían en su principal garantía de éxito. El resto de la entrevista estuvo consagrado a hablar de todo y a no comprometerse a nada salvo a continuar respaldándose mutuamente y a consultarse las decisiones de importancia, y cuando los dos hombres se separaron de madrugada ninguno de ellos albergaba ya la menor duda: ambos podían confiar en la lealtad del otro; ambos eran los dos únicos políticos reales del país; ambos, una vez legalizado el PCE, celebradas las elecciones e instaurada la democracia, acabarían llevando juntos las riendas del futuro.

Los hechos no tardarían en erosionar esa triple certeza, pero ella continuó rigiendo el comportamiento de Suárez y de Carrillo durante los cuatro años en que Suárez permaneció todavía en el gobierno; nada la dotó de tanta consistencia como la forma en que por fin se produjo la legalización del partido comunista. Ocurrió el sábado 9 de abril, a poco más de un mes de la reunión entre ambos líderes, en plena desbandada de Semana Santa y después de que Suárez, sabedor de que la opinión pública había cambiado velozmente en favor de la medida que se disponía a adoptar, buscara todavía protegerse contra la cólera previsible de los militares y la ultraderecha con un dictamen jurídico de la Junta de Fiscales que abonaba la legalización; Carrillo también lo protegió, o hizo lo posible por protegerlo. Aconsejado por Suárez, el secretario general se había marchado de vacaciones a Cannes, donde la misma mañana del sábado supo por José Mario Armero que la legalización era inmediata y que Suárez le pedía dos cosas: la primera es que, para no irritar todavía más al ejército y a la ultraderecha, el partido celebrase sin estridencias el acontecimiento; la segunda es que, para evitar que el ejército y la ultraderecha pudieran acusar a Suárez de complicidad con los comunistas, una vez difundida la noticia Carrillo hiciese una declaración pública en la que criticase a Suárez o por lo menos se distanciase de él. Carrillo cumplió: los comunistas festejaron discretamente la noticia y su secretario general compareció ese mismo día ante la prensa para pronunciar unas palabras pactadas con el presidente del gobierno. «Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas —proclamó Carrillo—. Le considero más bien un anticomunista, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras las suyas». No bastó. Durante los días posteriores a la legalización el golpe de estado parece inminente. Suárez vuelve a recurrir a Carrillo; Carrillo vuelve a cumplir. Al mediodía del 14 de abril, mientras en un local de la calle Capitán Haya Santiago celebra el Comité Central del PCE su primera reunión legal en España desde la guerra civil, José Mario Armero convoca a Jaime Ballesteros, su contacto con los comunistas, en la cafetería de un hotel cercano. Ahora mismo la cabeza de Suárez no vale un duro, le dice Armero a Ballesteros. Los militares están a punto de levantarse. O nos echáis una mano o nos vamos todos a la mierda. Ballesteros habla con Carrillo, y al día siguiente, durante la segunda jornada de la reunión del Comité Central, el secretario general interrumpe la sesión para lanzar un mensaje dramático. «Nos encontramos en la reunión más difícil que hayamos tenido hasta hoy desde la guerra —dice Carrillo en medio de un silencio glacial—. En estas horas, no digo en estos días, digo en estas horas, puede decidirse si se va hacia la democracia o si se entra en una involución gravísima que afectará no sólo al partido y a todas las fuerzas democráticas de oposición, sino también a los reformistas e institucionales…

Creo que no dramatizo, digo en este minuto lo que hay,» Acto seguido y sin tiempo de que nadie reaccione, como si lo hubiera escrito él Carrillo lee un papel tal vez redactado por el presidente del gobierno que le ha entregado Armero a Ballesteros y que contiene la renuncia solemne y sin condiciones a algunos de los símbolos que han representado al partido desde sus orígenes y la aceptación de los que el ejército considera amenazados con su legalización: la bandera rojigualda, la unidad de la patria y la monarquía. Perplejos y temerosos, acostumbrados a obedecer sin rechistar a su primer mandatario, los miembros del Comité Central aprueban la revolución impuesta por Carrillo y el partido se apresura a dar la buena nueva en una conferencia de prensa en la que su equipo dirigente aparece recortado contra una asombrosa, descomunal e improvisada bandera monárquica.

No se produjo el golpe de estado, aunque el golpe del 23 de febrero empezó a fraguar entonces —porque los militares no le perdonaron a Suárez la legalización de los comunistas y a partir de aquel momento no dejaron de conspirar contra el presidente traidor—, pero el PCE sólo digirió con muchas dificultades tanto pragmatismo y tanta concesión arrancada con la amenaza del golpe de estado. Según las previsiones de Carrillo, el fruto de su prudencia pactista del último año y de medio siglo de monopolio del antifranquismo sería un triunfo electoral de millones de votos que convertiría a su partido en el segundo del país tras el partido de Suárez y los convertiría a él y a Suárez en los dos grandes protagonistas de la democracia; no fue así: igual que una momia que se deshace al ser exhumada, en las elecciones del 15 junio de 1977 el PCE apenas sobrepasó el nueve por ciento de los sufragios, menos de la mitad de lo esperado y menos de la tercera parte de lo obtenido por el PSOE, que asumió por sorpresa el liderazgo de la izquierda porque supo absorber la cautela y el desencanto de muchos simpatizantes comunistas y también porque ofrecía una imagen de juventud y modernidad frente a los envejecidos candidatos del PCE procedentes del exilio, la vieja guardia comunista que empezando por el propio Carrillo evocaba en los votantes el pasado espantable de la guerra y bloqueaba la renovación del partido con los jóvenes comunistas del interior. Aunque Carrillo nunca se sintió derrotado, Suárez había ganado de nuevo: para el presidente del gobierno la legalización del PCE fue un éxito en toda regla, porque hizo creíble la democracia integrando en ella a los comunistas, atajó a quien consideraba su rival más peligroso en las urnas y consiguió un aliado duradero; para el secretario general de los comunistas no fue un fracaso, pero tampoco fue el éxito que esperaba: aunque la legalización del PCE aseguró que la reforma de Suárez era de verdad una ruptura con el franquismo y que la consecuencia de la ruptura sería una democracia verdadera, las cesiones obligadas por la forma en que se llevó a cabo, abandonando los símbolos y diluyendo los postulados tradicionales de la organización, sirvieron para alejar el sueño de hacer del partido comunista el partido hegemónico de la izquierda. La respuesta del PCE a este fiasco electoral fue la que quizá cabía esperar de una organización marcada por una historia de asentimiento a los dictados del secretario general e imbuida de su inapelable misión histórica por una ideología en retirada: en vez de admitir sus errores a la luz de la realidad con el fin de corregirlos, atribuirle a la realidad sus propios errores. El partido se convenció (o más exactamente el secretario general convenció al partido) de que no había sido él sino los votantes quien se había equivocado: dos meses escasos de legalidad no habían podido contrarrestar cuarenta años de propaganda anticomunista, pero el PSOE no tardaría en demostrar su inmadurez y su inconsistencia y las siguientes elecciones les devolverían el papel de primer partido de la oposición que habían usurpado los socialistas, puesto que en España no había más partidos serios que el PCE y UCD ni más líderes políticos reales que Santiago Carrillo y Adolfo Suárez.

Inopinadamente, después de las primeras elecciones los pronósticos de Carrillo parecieron empezar a cumplirse y él pudo por un tiempo deslumbrar a sus camaradas con la ilusión de que la derrota había sido en realidad una victoria o la mejor preparación para la victoria. «De todos los líderes políticos españoles —escribía el periódico Le Monde en octubre de 1977—, Santiago Carrillo es sin duda el que se ha impuesto más rápidamente y con mayor autoridad en los últimos meses.» Así fue: en muy poco tiempo Carrillo conquistó en todo el país una vigorosa reputación de político responsable que contribuyó a que el PCE apareciese como un partido consistente y capaz de gobernar y a que cobrase una relevancia muy superior a la que le concedían sus pobres resultados electorales. Su entendimiento con Suárez era perfecto, y toda su estrategia política de esos años giraba en torno a una propuesta que pretendía institucionalizarlo y blindar la democracia que debían construir entre ambos o que pensaba que debían construir entre ambos: el gobierno de concentración. La fórmula sólo se asemejaba en el rótulo a la que discutió o apadrinó gran parte de la clase dirigente en los meses que precedieron al 23 de febrero (y que lo facilitó): no se trataba de un gobierno presidido por un militar sino de un gobierno presidido por Suárez y vertebrado por la UCD y el PCE aunque con el concurso de otros partidos políticos; según Carrillo, únicamente la fortaleza de un gobierno así podría dotar de estabilidad al país mientras se redactaba la Constitución, robustecer la democracia y conjurar el peligro de un golpe de estado, y los Pactos de la Moncloa —un importante conjunto de medidas sociales y económicas destinadas a superar la crisis económica nacional derivada de la primera crisis mundial del petróleo, que fue negociado por Carrillo y Suárez y luego firmado por los principales partidos políticos y ratificado por el Congreso en octubre del 77— constituyeron para el secretario general del PCE el anticipo de ese gobierno unitario. Carrillo reiteró una y otra vez su propuesta y, aunque en algún momento tuvo indicios de que Suárez pensaba aceptarla, el gobierno de concentración nunca llegó a formarse: es muy posible que Suárez hubiese gobernado a gusto en compañía de Carrillo, pero lo más probable es que nunca llegara a planteárselo seriamente, quizá porque temía la reacción de los militares y de buena parte de la sociedad. Pese a ello, Carrillo continuó sosteniendo a Suárez con la certeza de que sostener a Suárez equivalía a sostener la democracia, cosa que hizo de él un soporte indispensable del sistema y que, aunque no le procuró el beneficio del poder, le procuró el respeto nacional e internacional: tras la firma de los Pactos de la Moncloa Carrillo fue ovacionado en el Congreso por los diputados de UCD puestos en pie y acogido en los foros de debate más conservadores del país; por esa misma época viajó por el Reino Unido y por Francia y se convirtió en el primer secretario general de un partido comunista que pudo entrar en Estados Unidos, donde fue saludado por la revista Time como «el apóstol del eurocomunismo». A corto plazo ése fue el resultado de su alianza con Suárez: durante ésos años Carrillo personificó una suerte de oxímoron, el comunismo democrático; a largo plazo el resultado fue su ruina.

Igual que ocurrió con Suárez, el inicio del declive de la carrera política de Carrillo se produjo en el momento exacto de su apogeo. En noviembre de 1977, durante su viaje triunfal por Estados Unidos, Carrillo anunció sin consultar a su partido que en su próximo congreso el PCE abandonaría el leninismo. En el fondo, se trataba de la consecuencia lógica del desmontaje o demolición o socavamiento de los principios comunistas que había iniciado años antes —la consecuencia lógica del intento de realizar el oxímoron del comunismo democrático que denominaba eurocomunismo—, pero si meses atrás aceptar la monarquía y la bandera rojigualda había sido difícil para muchos, el brusco abandono del vector ideológico invariable del partido a lo largo de su historia todavía lo era más, porque suponía un viraje tan radical que colocaba en la práctica al PCE en el límite del socialismo (o de la socialdemocracia) y mostraba además que la democratización del partido de puertas afuera no suponía su democratización de puertas adentro: el secretario general seguía dictando sin restricciones la política del PCE y gobernándolo de acuerdo con el llamado centralismo democrático, un método estaliniano que no tenía nada de democrático y lo tenía todo de centralista, porque se basaba en el poder omnímodo del secretario general, en la extrema jerarquización del aparato organizativo y en la obediencia acrítica de la militancia. Fue entonces cuando empezó a resquebrajarse a ojos vista la unanimidad del partido, y cuando Carrillo advirtió con asombro que su autoridad empezaba a ser discutida por sus camaradas: unos —los llamados renovadores— rechazaban su individualismo y sus métodos autoritarios y exigían mayor democracia interna, mientras que otros —los llamados prosoviéticos— rechazaban su revisionismo ideológico y su enfrentamiento con la Unión Soviética y exigían el retorno a la ortodoxia comunista; tanto unos como otros criticaban su apoyo imperturbable al gobierno de Adolfo Suárez y su ambición imperturbable de coaligarse con él. Pero la sumisa o disciplinada costumbre de conformidad con los dictados del secretario general dominaba todavía el ánimo de los comunistas y, dado que la promesa del poder opera sobre los partidos como un aglutinante, estas divergencias permanecieron más o menos soterradas en el PCE hasta las siguientes elecciones, las de marzo del 79: por eso Carrillo consiguió que en abril de 1978 el IX Congreso del partido adoptara el euro comunismo y abandonara el leninismo. Sin embargo, un nuevo fracaso electoral  en los comicios de marzo el PCE experimentó un ligerísimo aumento de votos pero apenas alcanzó un tercio de los obtenidos por sus directos competidores socialistas— hizo que poco tiempo después las discrepancias emergieran con virulencia, Carrillo fue ya incapaz de convencer a los suyos de que la derrota era en realidad una victoria y de que había que continuar respaldando a Suárez y enfrentándose a los socialistas para arrebatarles su espacio político y su electorado, y durante los años siguientes los comunistas se sumieron en una sucesión de crisis internas cada vez más profundas, agravadas por su pérdida de influencia en la política del país: con el nuevo reparto de fuerzas resultante de las elecciones, con el final de la política de acuerdos entre todos los partidos tras la aprobación de la Constitución, a partir de 1979 Suárez dejó de necesitar a Carrillo para gobernar y buscó el apoyo de los socialistas y no de los comunistas, convirtiéndolos en un partido aislado y sin relevancia con el que apenas se contaba para la resolución de los grandes problemas, y cuyo líder había dilapidado además la aureola de hombre de estado que sólo unos meses atrás le rodeaba. Como le ocurrió por esa época a Suárez, el desprestigio de Carrillo en la política del país traducía su desprestigio en la política de su partido. Mientras las protestas contra la dirección nacional del PCE arreciaban, preparando revueltas en Cataluña y en el País Vasco, en Madrid algunos integrantes del Comité Ejecutivo plantaban cara al secretario general: enjulio de 1980, al mismo tiempo que los jefes de filas de UCD se rebelaban contra Adolfo Suárez en una reunión celebrada en una finca de Manzanares el Real e iniciaban los movimientos para apartarlo del poder, varios miembros destacados del PCE convocaron a Carrillo en casa de Ramón Tamames —el líder más visible del llamado sector renovador— con el fin de exponerle los males del partido, reprocharle errores y poner en duda su liderazgo; era una escena inédita en la historia del comunismo español, pero se repitió a principios de noviembre en el seno del Comité Central, cuando Tamames llegó a proponer que la secretaría general se convirtiera en un órgano colegiado, casi como unos meses antes, en la reunión de Manzanares el Real, los jefes de filas de UCD le habían exigido a Suárez que repartiera con ellos el poder del partido y el gobierno. A diferencia de Suárez, Carrillo no cedió, pero para entonces su organización ya estaba dividida sin remedio entre renovadores, prosoviéticos y carrillistas, y en enero de 1981 esa división se consumó con la ruptura del PSUC, el partido comunista de Cataluña, lo que constituía sólo un anuncio de las feroces luchas intestinas que desgarrarían el PCE durante el año y medio siguiente y que se prolongarían de forma casi ininterrumpida hasta la práctica extinción del partido.

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