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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (49 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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No sé: quizá podría prolongar de forma indefinida este libro y extraer de forma indefinida significados distintos del gesto de Suárez sin agotar su significado o sin rozar o atisbar su significado real. No sé. A veces me digo que todo esto es un error, una fantasía añadida a las incalculables fantasías que rodean el 23 de febrero, la última y la más insidiosa: aunque lo realmente enigmático no sea lo que nadie ha visto, sino lo que todo el mundo ha visto y nadie alcanza a entender del todo, quizá el gesto de Suárez no encierra ningún secreto ni significado real, o no más que los que encierra cualquier otro gesto, todos inagotables o inexplicables o absurdos, todos flechas disparadas en infinitas direcciones. Pero otras veces, las más de las veces, me digo que no es así: los gestos de Gutiérrez Mellado y de Santiago Carrillo son diáfanos, son agotables, explicables, inteligibles, o eso sentimos; el gesto de Suárez no: si uno no se pregunta lo que significa entiende lo que significa; pero si uno se pregunta lo que significa no entiende lo que significa. Por eso el gesto de Suárez no es un gesto diáfano sino un gesto transparente: un gesto que significa porque por sí mismo no significa nada, un gesto que no contiene nada pero a través del cual, como a través de un vidrio, sentimos que podríamos verlo todo —podríamos ver a Adolfo Suárez, el 23 de febrero, la historia reciente de España, tal vez un rostro que es acaso nuestro rostro verdadero—, un gesto tanto más perturbador cuanto que su secreto más recóndito consiste en que carece de secreto. A menos, claro está, que antes que un error o un acierto todo esto sea un malentendido, y que interrogar el significado del gesto de Suárez no equivalga a formular una pregunta acertada o una pregunta equivocada o una pregunta sin respuesta, sino sólo a formular una pregunta esencialmente irónica, cuya verdadera respuesta es la propia pregunta. A menos, quiero decir, que el reto que me planteé al escribir este libro, tratando de responder mediante la realidad lo que no supe y no quise responder mediante la ficción, fuera un reto perdido de antemano, y que la respuesta a esa pregunta —la única respuesta posible a esa pregunta sea una novela.

CAPÍTULO 4

«La transición es ya historia —escribió en 1996 el sociólogo Juan J. Linz—. No es algo que hoy sea objeto de debate o lucha política.» Una década después Linz ya no hubiera podido decir lo mismo: de un tiempo a esta parte la transición no sólo es objeto de debate, sino también —a veces implícita ya veces explícitamente— objeto de lucha política. Se me ocurre que este cambio es por lo menos consecuencia de dos hechos: el primero es la llegada al poder político, económico e intelectual de una generación de izquierdistas, la mía, que no tomó parte activa en el cambio de la dictadura a la democracia y que considera que ese cambio se hizo mal, o que hubiera podido hacerse mucho mejor de lo que se hizo; el segundo es la renovación en los centros de poder intelectual de un viejo discurso de extrema izquierda que argumenta que la transición fue consecuencia de un fraude pactado entre franquistas deseosos de mantenerse en el poder a toda costa, capitaneados por Adolfo Suárez, e izquierdistas claudicantes capitaneados por Santiago Carrillo, un fraude cuyo resultado no fue una auténtica ruptura con el franquismo y dejó el poder real del país en las mismas manos que lo usurpaban durante la dictadura, configurando una democracia roma e insuficiente, defectuosa. A medias fruto de una buena conciencia tan pétrea como la de los golpistas del 23 de febrero, de una nostalgia irreprimible de las claridades del autoritarismo y a veces del simple desconocimiento de la historia reciente, ambos hechos corren el riesgo de entregar el monopolio de la transición a la derecha —que ya se ha apresurado a aceptarlo glorificando esa época hasta el ridículo, es decir mistificándola—, mientras que la izquierda, cediendo al chantaje combinado de una juventud narcisista y de una izquierda ultramontana, parece por momentos dispuesta a desentenderse de ella como quien se desentiende de un legado enojoso.

Yo creo que es un error. Aunque no tuviera la alegría del derrumbe instantáneo de un régimen de espantos, la ruptura con el franquismo fue una ruptura genuina. Para conseguirla la izquierda hizo muchas concesiones, pero hacer política consiste en hacer concesiones, porque consiste en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial; la izquierda cedió en lo accesorio, pero los franquistas cedieron en lo esencial, porque el franquismo desapareció y ellos tuvieron que renunciar al poder absoluto que habían detentado durante casi medio siglo. Es cierto que no se hizo del todo justicia, que no se restauró la legitimidad republicana conculcada por el franquismo ni se juzgó a los responsables de la dictadura ni se resarció a fondo y de inmediato a sus víctimas, pero también es cierto que a cambio de ello se construyó una democracia que hubiese sido imposible construir si el objetivo prioritario no hubiese sido fabricar el futuro sino —
Fíat íustítía et pereat mundus
— enmendar el pasado: el 23 de febrero de 1981, cuando parecía que el sistema de libertades ya no peligraba tras cuatro años de gobierno democrático, el ejército intentó un golpe de estado que a punto estuvo de triunfar, así que es fácil imaginar cuánto tiempo hubiera durado la democracia si cuatro años antes, cuando apenas arrancaba, un gobierno hubiera decidido hacer del todo justicia, aunque pereciera el mundo. Es cierto también que el poder político y económico no cambió de manos de un día para otro —cosa que probablemente tampoco hubiera ocurrido si en vez de una ruptura pactada con el franquismo se hubiera producido una ruptura frontal—, pero es evidente que en seguida empezó a someterse a las restricciones impuestas por el nuevo régimen, lo que al cabo de cinco años produjo la llegada de la izquierda al gobierno y desde mucho antes el inicio de la reorganización profunda del poder económico. Por lo demás, afirmar que el sistema político surgido de aquellos años no es una democracia perfecta es incurrir en la perogrullada: tal vez exista la dictadura perfecta —todas aspiran a serlo, de algún modo todas sienten que lo son—, pero no existe la democracia perfecta, porque lo que define a una democracia de verdad es su carácter flexible, abierto, maleable —es decir, permanentemente mejorable—, de forma que la única democracia perfecta es la que es perfectible hasta el infinito. La democracia española no lo es, pero es una democracia de verdad, peor que algunas y mejor que muchas, y en cualquier caso, por cierto, más sólida y más profunda que la frágil democracia que derribó por la fuerza el general Franco. Todo eso fue en grandísima parte un triunfo del antifranquismo, un triunfo de la oposición democrática, un triunfo de la izquierda, que obligó a los franquistas a entender que el franquismo no tenía otro futuro que su extinción total. Suárez lo entendió en seguida y obró en consecuencia; todo eso que le debemos; todo eso y, en grandísima parte, también lo obvio: el período más largo de libertad de que ha gozado España en su historia. No otra cosa han sido los últimos treinta años. Negarlo es negar la realidad, el vicio inveterado de cierta izquierda a la que continúa incomodando la democracia y de ciertos intelectuales cuya dificultad para emanciparse de la abstracción y el absoluto impide conectar las ideas con la experiencia. En fin, el franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres.

CAPÍTULO 5

El 17 de julio de 2008, la víspera del día en que Adolfo Suárez apareció por última vez en los periódicos, fotografiado en el jardín de su casa de La Florida en compañía del Rey —cuando ya hacía mucho tiempo que parecía muerto o cuando ya hacía mucho tiempo que todo el mundo hablaba de él como si estuviera muerto—, yo enterré a mi padre. Tenía setenta y nueve años, tres más que Suárez, y había muerto el día anterior en su casa, sentado en su sillón de siempre, de una forma mansa e indolora, tal vez sin comprender que se estaba muriendo. Como Suárez, era un hombre común: procedía de una familia de ricos venidos a menos afincada desde tiempo inmemorial en un pueblo de Extremadura, había estudiado en Córdoba y en los años sesenta había emigrado a Cataluña; no bebía, había sido un fumador contumaz pero ya no fumaba, de joven había pertenecido a Acción Católica y había sido falangista; también había sido un muchacho guapo, simpático, presumido, mujeriego y jugador, un buen bailarín de verbena, aunque yo juraría que nunca fue un gallito. Fue, eso sí, un veterinario competente, y supongo que hubiera podido hacer dinero, pero no lo hizo, o no más que el necesario para mantener a su familia y dar una carrera a tres de sus cinco hijos. Tenía pocos amigos, no tenía aficiones, no viajaba y durante sus últimos quince años vivió de su pensión de jubilado. Como Suárez, era moreno, delgado, apuesto, frugal, transparente; a diferencia de Suárez, procuraba pasar inadvertido, y creo que lo consiguió. No incurriré en la presunción de afirmar que no cometió ninguna de las trapacerías de aquella época trapacera, pero puedo asegurar que, hasta donde sé, no hubo nadie que no lo tuviese por un hombre decente.

Siempre nos entendimos bien, salvo quizá, fatalmente, durante mi adolescencia. Creo que por aquella época yo me avergonzaba un poco de ser su hijo, creo que porque pensaba que era mejor que él, o que iba a serlo. No discutíamos mucho, pero siempre que discutíamos discutíamos de política, lo que es curioso, porque a mi padre la política no le interesaba en exceso, y a mí tampoco, de lo que deduzco que ésa era nuestra forma de comunicarnos en una época en que no teníamos muchas cosas que comunicarnos, o en que no resultaba fácil hacerlo. Ya dije al principio de este libro que por entonces mi padre era suarista, igual que mi madre, y que yo despreciaba a Suárez, un colaboracionista del franquismo, un chisgarabís ignorante y superficial que a base de suerte y de mangoneos había conseguido prosperar en democracia; es posible que pensase algo parecido de mi padre, y que por eso me avergonzase un poco de ser su hijo. El caso es que más de una discusión terminó entre gritos, si no con algún portazo (mi padre, por ejemplo, se indignaba y se horrorizaba con los asesinatos de ETA; yo no estaba a favor de ETA, al menos no demasiado, pero entendía que la culpa de todo era de Suárez, que no le dejaba a ETA otra opción que matar); el caso es también que, pasada la adolescencia, pasaron las discusiones. Nosotros, sin embargo, seguimos hablando de política, supongo que porque a base de fingir que nos interesaba había acabado interesándonos de veras. Cuando Suárez se retiró, mi padre continuó siendo suarista, votaba a la derecha y alguna vez a la izquierda, y aunque no dejamos de discrepar para entonces ya habíamos descubierto que era mejor discrepar que estar de acuerdo, porque la conversación duraba más. En realidad, la política acabó siendo nuestro principal, casi nuestro único tema de conversación; no nos recuerdo hablando muchas veces de su trabajo, o de mis libros: mi padre no era lector de novelas y, a pesar de que yo sabía que leía las mías y que estaba orgulloso de que fuera escritor y que recortaba y archivaba las noticias que aparecían sobre mí en los periódicos, nunca le escuché una opinión sobre ninguna de ellas. En los últimos años perdió poco a poco el interés por todo, incluida la política, pero su interés por mis libros creció, o ésa era mi impresión, y cuando empecé a escribir éste le conté de qué trataba (no le engañé: le dije que trataba del gesto de Adolfo Suárez, no del 23 de febrero, porque desde el principio yo quise imaginar que el gesto de Adolfo Suárez contenía como en cifra el 23 de febrero); me miró: por un momento pensé que haría algún comentario o que se echaría a llorar o a reír a carcajadas, pero sólo esbozó una mueca ausente, no sé si burlona. Luego, en los meses finales de su enfermedad, cuando ya estaba en los huesos y apenas podía moverse ni hablar, yo seguí contándole cosas de este libro. Le hablaba de los años del cambio político, del 23 de febrero, de hechos o personajes sobre los que años atrás habíamos discutido hasta hartarnos; ahora me escuchaba de forma distraída, si es que en verdad me escuchaba y, para forzar su atención, a veces le hacía preguntas, que no solía contestar. Pero una tarde le pregunté por qué él y mi madre habían confiado en Suárez y de golpe pareció despertar de su letargo, intentando en vano retreparse en su sillón me miró con los ojos desencajados y movió sus manos esqueléticas con nerviosismo, casi con furia, como si ese arrebato fuera a devolverle por un momento el mando de la familia o a devolverme a la adolescencia, o como si lleváramos toda la vida enredados en una discusión sin sentido y se hubiera presentado por fin la ocasión de zanjarla. «Porque era como nosotros», dijo con la voz que le quedaba.

Iba a preguntarle qué quería decir con eso cuando añadió: «Era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción Católica, no iba a hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?».

Lo entendí. Creo que esta vez lo entendí. Y por eso unos meses más tarde, cuando su muerte y la resurrección de Adolfo Suárez en los periódicos formaron una última simetría, la última figura de esta historia, yo no pude evitar preguntarme si había empezado a escribir este libro no para intentar entender a Adolfo Suárez o un gesto de Adolfo Suárez sino para intentar entender a mi padre, si había seguido escribiéndolo para seguir hablando con mi padre, si había querido terminarlo para que mi padre lo leyera y supiera que por fin había entendido, que había entendido que yo no tenía tanta razón y él no estaba tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo.

FIN

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