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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (24 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Todo fue inútil. Las elecciones generales de octubre de 1982, las primeras tras el golpe de estado, dieron la mayoría absoluta al partido socialista y permitieron la formación del primer gobierno de izquierdas desde la guerra, pero fueron la sentencia de muerte política de Santiago Carrillo: el PCE perdió la mitad de sus votos, y a su secretario general no le quedó más remedio que presentar su dimisión ante el Comité Ejecutivo. Renunció a su cargo, no al poder; Carrillo era un político puro y un político puro no abandona el poder: lo echan. Como la de Suárez antes del golpe, la retirada de Carrillo tras el golpe no fue una retirada definitiva sino táctica, pensada para mantener el control del partido a distancia y en espera del momento propicio para su retorno: consiguió colocar al frente de la secretaría general a un sustituto adicto y maleable (o que en un principio le pareció adicto y maleable), continuó siendo miembro del Comité Ejecutivo y del Comité Central y retuvo el cargo de portavoz del partido en el Congreso. Allí, con sus cuatro misérrimos diputados, ni siquiera alcanzó a formar grupo parlamentario propio y se vio obligado a integrarse en el llamado grupo mixto, un grupo de aluvión donde convivían partidos con una mínima representación en el Congreso; y allí volvió a encontrarse con Adolfo Suárez, que intentaba resucitar a la política tras su dimisión como presidente del gobierno y acababa de fundar el CDS, un partido con el que había arañado la mitad de la misérrima representación parlamentaria obtenida por Carrillo. Y allí estaban otra vez, gemelos e incombustibles, unidos en su última aventura pública por el vicio de la política, por los votos de los ciudadanos y por la normativa parlamentaria, jibarizados por el sistema político que habían armado a cuatro manos como si la historia quisiera fabricar con ellos una nueva figura: cinco años atrás cambiaban una dictadura por una democracia y ahora eran dos diputados prácticamente invisibles excepto como iconos fatigosos de una época que el país entero parecía impaciente por superar.

Ninguno de los dos se resignó a ese papel adjetivo. Durante los tres años siguientes Carrillo continuó como pudo haciendo política en el Congreso y en el partido, donde peleó hasta el final por mantener el control del aparato y por tutelar a su sucesor. No tardaron en producirse desavenencias entre ambos, y en abril de 1985 Carrillo fue finalmente cesado de todos sus cargos y reducido a la condición de militante de base; era una expulsión encubierta, y su orgullo no la toleró: de inmediato abandonó el partido y, en compañía de un grupo de fieles, fundó el Partido de los Trabajadores de España, una organización que al poco tiempo demostró su previsible irrelevancia y que en 1991 solicitó su ingreso en el PSOE, su adversario encarnizado durante cuatro décadas de franquismo y tres lustros de democracia. Haciendo de la necesidad virtud, Carrillo interpretó ese gesto como una forma de cerrar un círculo personal, como un gesto de reconciliación con su propia biografía: de joven, el mismo día en que nació el mito del héroe de Madrid y del villano de Paracuellos, había abandonado el partido socialista de su familia, de su infancia y su adolescencia para integrarse en el partido comunista; de viejo recorría el camino inverso: abandonaba el partido comunista para integrarse en el partido socialista. Por supuesto, nadie aceptó esa interpretación, aunque es muy posible que el suyo fuera de verdad un gesto simbólico: un simbólico reconocimiento de que, tras una vida consagrada a denostar el socialismo democrático (o la socialdemocracia), era el socialismo democrático (o la socialdemocracia) el resultado inevitable del desmontaje o socavamiento o demolición ideológica del comunismo que había iniciado años antes. Tal vez fuera también un gesto de insumisión, una última maniobra de político puro: aunque a sus setenta y seis años cumplidos ya no aspirara a ocupar puestos decisorios, quizá no había renunciado aún a influir desde su atalaya de viejo líder experimentado sobre los jóvenes y todopoderosos socialistas en el gobierno. Fuera lo que fuese, finalmente su gesto quedó en nada: el PSOE acogió a los demás miembros del PTE, pero a él lo convenció con buenas palabras y quién sabe si con el íntimo propósito de humillarlo de que, dada su trayectoria política, lo más conveniente para todos era que no formalizara su ingreso en el partido.

Fue el colofón desabrido de su carrera política. Lo que ocurrió después no ayudó a desmentirlo. Apartado de la política activa, escribiendo artículos en los periódicos y opinando con su eterna voz agrietada, monocorde y cachazuda en tertulias de radio y programas de televisión, pegado a su cigarrillo vitalicio, durante sus últimos años de vida Carrillo pareció encaramarse al pedestal venerable de los padres de la patria. Sólo lo pareció. Por debajo de los homenajes ocasionales y del respeto que los medios de comunicación y las instituciones dispensaban a su figura fluía una corriente adversa tan terca como poderosa: la derecha nunca dejó de asociar su nombre con los horrores de la guerra ni de inventarle nuevas iniquidades a su pasado, y hasta el final de sus días apenas pudo comparecer en un acto público sin que camadas de radicales tratasen de boicotearlo con insultos e intentos de agresiones físicas; en cuanto a la izquierda, el rechazo que en ella suscitaba Carrillo era menos ruidoso y más sutil, pero secretamente quizá no menos enconado, sobre todo entre sus antiguos camaradas o entre los herederos de sus antiguos camaradas o entre los herederos de los herederos de sus antiguos camaradas: sus antiguos camaradas le profesaban una inquina perdurable de viejos feligreses sometidos a su férula, que en el fondo era también (o al menos lo era para muchos) una inquina perdurable contra sí mismos por haber pertenecido a una iglesia donde Carrillo era adorado como un sumo sacerdote; haciendo suya una maldad de Felipe González, los herederos de sus antiguos camaradas le culpaban de haber conseguido en cinco años de democracia lo que Franco no había conseguido en cuarenta de dictadura: anular al partido comunista; en cuanto a los herederos de los herederos de sus antiguos camaradas, lo denigraban repitiendo sin saberlo, endurecida por la ignorancia y por la impunidad presuntuosa de la juventud, una antigua acusación: para ellos —
Piat iustitia et pereat mundus
—, habían sido la ambición personal de Carrillo y su complicidad con Adolfo Suárez las que, sumadas a su revisionismo ideológico, a su política claudicante y a sus errores de estrategia, habían obligado a la izquierda a pactar desventajosamente con la derecha el cambio de la dictadura a la democracia y habían impedido que se restituyera la legalidad republicana suprimida por la victoria de Franco en la guerra, se resarciera por completo a las víctimas del franquismo y se juzgara a los responsables de cuarenta años de dictadura. Ninguno de ellos tenía razón, pero es absurdo negar que todos tenían parte de razón y que —aunque sería bueno saber qué hicieron exactamente los camaradas y los herederos de los camaradas y los herederos de los herederos de los camaradas de Carrillo en la tarde del 23 de febrero, mientras él se jugaba el tipo por la democracia— en cierto modo Carrillo fue esencialmente un fracasado, porque, salvo el de reconciliar con una democracia la España irreconciliable de Franco, todos los grandes proyectos que emprendió en su vida fracasaron: intentó hacer una revolución para llegar al poder por la fuerza y fracasó; intentó ganar una guerra justa y fracasó; intentó derribar un régimen injusto y fracasó; intentó reformar el comunismo para llegar al poder por las urnas y fracasó. Vive sus últimos años rodeado del falso respeto de casi todos y del verdadero respeto de unos pocos. Habrá sido muchas cosas, pero nunca ha sido un necio ni un pusilánime, y es posible que a su alrededor sólo vea un paisaje calcinado de ideales en ruinas y esperanzas derrotadas.

Durante esa época final su amistad con Adolfo Suárez permaneció intacta. Ambos habían abandonado la actividad política por las mismas fechas, en 1991, y a lo largo de los diez años siguientes su relación se volvió más asidua y más íntima. Se reunían con frecuencia; se reían mucho; intentaban en vano no hablar de política. Hacia el invierno de 2001 Carrillo empezó a sospechar que su amigo estaba enfermo. En junio del año siguiente, con motivo de la celebración oficial de los veinticinco años de democracia, Suárez hizo una de sus ya escasas apariciones públicas y declaró a la prensa que José María Aznar, que a la sazón llevaba seis años en la Moncloa, era el mejor presidente del gobierno de la democracia. El ditirambo provocó numerosos comentarios; el de Carrillo fue acogido por los resabiados como un cinismo de perro viejo dispuesto a faltar a un amigo por una gracia de sociedad: «Adolfo no está bien: creo que padece una lesión cerebral». Poco después visitó a Suárez en su casa de La Florida, una urbanización de las afueras de Madrid. Lo encontró igual que siempre, o igual que siempre lo encontraba en aquella época, pero en un determinado momento Suárez le habló de los largos paseos a solas que daba por la urbanización y Carrillo lo interrumpió. No deberías salir solo, le dijo. Pueden darte un susto. Suárez sonrió. ¿Quién?, dijo. ¿ETA? No le dejó contestar: Si tienen huevos que vengan a buscarme, dijo. Y a continuación Carrillo le vio interpretar con palabras el papel estelar de una escena de western: un día cualquiera salía solo de su casa y, mientras paseaba por un parque cercano, tres terroristas armados se abalanzaban sobre él, pero antes de que pudieran apresarlo se revolvía, sacaba su pistola y los desarmaba de tres disparos; luego, después de advertirles que la próxima vez dispararía a matar y que si no acataban el imperio de la ley y la voluntad democrática de los ciudadanos iban a pasarse el resto de sus vidas en la cárcel, los entregaba atados de pies y manos a la justicia.

No volvió a ver a Adolfo Suárez. O eso es al menos lo que Carrillo me dijo en la única ocasión en que estuve con él, una mañana de primavera de 2007. La cita fue al mediodía y en su casa, un piso modesto de un edificio situado en la plaza de los Reyes Magos, en el barrio del Niño Jesús, muy cerca del parque del Retiro. Por esas fechas Carrillo era ya un nonagenario, pero tenía el mismo aspecto de sus sesenta años; si acaso, su cuerpo parecía un poco más pequeño y el armazón de sus huesos un poco más frágil, su cráneo un poco más calvo, su boca un poco más sumida, su nariz un poco más blanda, sus ojos un poco menos sarcásticos y más cordiales tras las gafas de doble vidrio. Mientras estuvimos juntos se fumó un paquete entero de cigarrillos; hablaba sin rencor y sin orgullo, con un prurito de precisión auxiliado por una memoria irreprochable. Yo le pregunté sobre todo acerca de los años del cambio político, de la legalización del PCE y del 23 de febrero; él me habló sobre todo acerca de Adolfo Suárez (eHabiendo trabajado en la universidad habrá usted conocido a muchos tontos cultos, ¿verdad? —me preguntó por dos veces—. Pues Suárez era todo lo contrario»). Durante las más de tres horas que duró la conversación permanecimos sentados frente a frente en su despacho, una habitación exigua y forrada hasta el techo de libros; sobre su mesa de trabajo había más libros, papeles, un cenicero lleno de colillas; por una ventana entreabierta que daba a la calle llegaba un rumor de niños jugando; detrás de mi interlocutor, recostada en un estante, una foto del 23 de febrero presidía la habitación: la foto de portada de
The New York Times
en que Adolfo Suárez, joven, valeroso y desencajado, sale de su escaño en busca de los guardias civiles que zarandean al general Gutiérrez Mellado en el hemiciclo del Congreso.

CAPÍTULO 6

La pregunta sobre los servicios de inteligencia continúa pendiente, aunque ahora es otra. Sabemos que el CESID dirigido por Javier Calderón no organizó ni participó como tal en el golpe, sino que se opuso a él, pero también sabemos que varios miembros de la unidad de élite del CESID dirigida por el comandante José Luis Cortina, la AOME, colaboraron con el teniente coronel Tejero en el asalto al Congreso (sin duda lo hizo el capitán Gómez Iglesias, que en el último momento persuadió a ciertos oficiales indecisos de que secundaran al teniente coronel; posiblemente lo hicieron el sargento Miguel Sales y los cabos José Moya y Rafael Monge, escoltando a los autobuses de Tejero hasta su objetivo); la pregunta por tanto es: ¿organizó o apoyó la AOME el 23 de febrero? ¿Organizó o apoyó el comandante Cortina el 23 de febrero? En realidad, es imposible contestar estas dos preguntas sin contestar dos preguntas previas: ¿quién era el comandante Cortina? ¿Qué era la AOME?

Exteriormente, la biografía de José Luis Cortina presenta muchas similitudes con la de Javier Calderón, con quien inició en los años setenta una amistad que llega hasta hoy mismo; pero las similitudes son sólo exteriores, porque Cortina es un personaje mucho más complejo y más ambiguo que el antiguo secretario general del CESID, alguien descrito con admirativa uniformidad por quienes mejor lo conocen como un auténtico hombre de acción y a la vez como un virtuoso del camuflaje: un personaje dodecafronte, según escribió Manuel Vázquez Montalbán después de entrevistarlo. Como Calderón, Cortina se formó en el falangismo con inquietudes sociales de la escuela militar preparatoria Forja, sólo que la vocación política de Cortina fue desde siempre mucho más sólida que la de Calderón y le llevó en los años sesenta a militar en grupúsculos radicales de la izquierda falangista que, como el Frente Social Revolucionario, sin salirse del redil del régimen pretendían renovarlo o purificarlo con injertos filomarxistas y simpatías por la Cuba de Fidel Castro. Este batiburrillo ideológico no infrecuente en la juventud politizada de la época le deparó algún encontronazo con el servicio de inteligencia del ejército y con la policía, pero también relaciones con militantes de la oposición al franquismo, en particular con los comunistas. Cortina no pasó a formar parte de los servicios de inteligencia hasta 1968, cuando, recién cumplidos los treinta años y tras licenciarse en la Academia militar con uno de los primeros números de su promoción —la 14, la misma del Rey—, fue cooptado por el Alto Estado Mayor para organizar la primera unidad de operaciones especiales de los servicios de inteligencia, la SOME, en la que trabajó hasta mediados de los setenta. Para entonces se habían atemperado sus ímpetus seudorevolucionarios y, como Calderón y como su hermano Antonio, con quien siempre compartió ideas y proyectos políticos, participó en GODSA, el gabinete de estudios o amago de partido político que se vinculó a Manuel Fraga para buscar con él una reforma sin ruptura del franquismo y que se apartó de él (o lo hicieron muchos de sus miembros) en cuanto estuvo claro que la monarquía apostaba por la reforma con ruptura de Suárez; como Calderón, por esa época Cortina ejerció de abogado defensor de uno de los militares antifranquistas de la Unión Militar Democrática: el capitán García Márquez. Por fin, en el otoño de 1977, recién creado el CESID tras las primeras elecciones democráticas, su primer director le encargó la creación de la unidad de operaciones especiales del centro, la AOME, que dirigió hasta que unas semanas después del 23 de febrero el juez lo procesó por su presunta participación en el golpe. Desde el punto de vista político Cortina era hacia principios de los años ochenta un militar de fidelidad monárquica que, aunque cuatro años atrás había aceptado sin reticencias el sistema democrático, ahora pensaba como buena parte de la clase política (y a diferencia de Calderón, atado a la lealtad de Gutiérrez Mellado) que Adolfo Suárez había hecho malla democracia o la había estropeado, que el sistema había entrado en una crisis profunda que amenazaba la Corona, y que la mejor forma de sacarla de esa crisis era la formación de un gobierno de coalición o concentración o unidad en torno a un militar de las características del general Armada, a quien Cortina conocía bien y a quien además se hallaba unido a través de su hermano Antonio, que mantenía una buena amistad con el general y que había continuado su carrera política en las filas de la Alianza Popular de Manuel Fraga; desde el punto de vista técnico, desde el punto de vista de su quehacer en el espionaje, nada define mejor a Cortina que la propia naturaleza de la AOME.

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