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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (25 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Aunque estuviera integrada en el CESID, la AOME no compartía su caos organizativo ni su precariedad de medios; al contrario: tal vez era una de las pocas unidades de los servicios de inteligencia españoles equiparable a las unidades de los servicios de inteligencia occidentales. El mérito correspondió por entero a su fundador: Cortina mandó durante cuatro años la AOME gozando de una casi completa autonomía; su solo vínculo jerárquico con el CESID era Calderón, quien no supervisaba la unidad sino que en la práctica se limitaba a solicitar de ella, a petición de las distintas divisiones del centro, informaciones que luego el comandante se ocupaba de obtener sin rendir cuentas a nadie de su forma de obtenerlas. Como todas las de parecidas características en los servicios de inteligencia occidentales, la AOME era una unidad secreta dentro del propio servicio secreto, en cierto modo también para el propio servicio secreto. Su estructura era sencilla. Constaba de tres grupos operativos que se subdividían en dos subgrupos que a su vez se subdividían en tres equipos, cada uno de los cuales estaba integrado por siete u ocho personas y dotado de tres o cuatro vehículos y un transmisor personal con que comunicarse con los demás miembros del equipo y con la emisora de los vehículos; a cada equipo se le asignaba una tarea y cada agente tenía una especialidad: fotografía, transmisiones, cerrajería, explosivos, etc. Además de con esos tres grupos operativos, la AOME contó desde muy pronto con su propia escuela, donde cada año se dictaba un curso de técnicas de inteligencia que permitía instruir a los alumnos en métodos sofisticados de información y elegir a los más aptos para llevar a cabo las misiones encomendadas, siempre las más expuestas del CESID: seguimientos, escuchas, entradas clandestinas en domicilios y oficinas, secuestros. La naturaleza de tales actividades explica que quienes las realizaban llevaran una vida semiclandestina incluso en el interior del propio CESID, cuyos miembros ignoraban la identidad de los agentes de la AOME y la ubicación de las sedes secretas de la unidad, cuatro chalets de la periferia de Madrid conocidos respectivamente como París, Berlín, Roma y Jaca. Este hermetismo quizá sólo podía mantenerse, por lo demás, gracias a una suerte de espíritu de secta; según aseguran quienes estuvieron a sus órdenes en aquellos años, Cortina consiguió insuflar ese espíritu en sus casi doscientos hombres y consiguió de ese modo formar con ellos una élite compacta que se imaginaba a sí misma como una orden de caballería disciplinada por la lealtad a su jefe y a un lema compartido con otras unidades del ejército: «Si es posible, está hecho; si es imposible, se hará».

Ése era a grandes rasgos el comandante José Luis Cortina; eso era a grandes rasgos la AOME. Dadas las características personales del comandante y dadas las características organizativas y operativas de la unidad que mandaba, siempre instalada en el borde de la legalidad o más allá de ella, siempre operando de forma encubierta y sin fiscalización externa, no cabe duda de que la AOME de Cortina pudo apoyar el golpe del 23 de febrero mientras el CESID de Calderón se oponía a él; dada la cohesión interna de que Cortina dotó a la AOME, es muy improbable que sus miembros pudieran actuar sin la autorización o el conocimiento del comandante. No digo que sea imposible (al fin y al cabo la cohesión interna de la unidad demostró no carecer de fisuras, porque fueron miembros de la AOME quienes, tras el 23 de febrero, denunciaron la participación de sus compañeros y del propio Cortina en el golpe de estado; al fin y al cabo, aunque quizá el capitán Gómez Iglesias había sido encargado meses atrás por Cortina de la vigilancia de Tejero, en el último momento pudo sumarse al golpe sin consultar con Cortina, llevado por la antigua amistad y la comunión de ideas que le unían al teniente coronel); digo que es muy improbable. ¿Fue eso lo que ocurrió? ¿Organizó o apoyó el comandante Cortina el 23 de febrero? Y si lo hizo, ¿por qué lo hizo? ¿Para apoyar con la fuerza el gobierno de Armada? ¿O apoyó el golpe lo justo para ser un triunfador si el golpe triunfaba y lo combatió lo justo para ser un triunfador si el golpe fracasaba? ¿O lo apoyó como un agente doble, o como un agente provocador, sumándose al golpe para controlarlo desde dentro y hacerlo fracasar? Todas estas hipótesis se han planteado alguna vez, pero es imposible tratar de contestar esas cinco preguntas sin antes tratar de contestar cinco preguntas previas: ¿conoció Cortina con antelación el quién, el cuándo, el cómo y el dónde del 23 de febrero? ¿Estuvo Cortina en contacto con Armada y con los demás golpistas en los días previos al 23 de febrero? ¿Qué hizo exactamente Cortina en vísperas del 23 de febrero? ¿Qué hizo exactamente Cortina el 23 de febrero? ¿Qué ocurrió exactamente en la AOME el 23 de febrero?

CAPÍTULO 7

23 de febrero

A las siete menos veinte de la tarde, cuando pasaban quince minutos del asalto al Congreso y el Rey impedía la entrada del general Armada en la Zarzuela, el golpe de estado embarrancó. Esto no significa que en ese momento, con el gobierno y los parlamentarios secuestrados, con la región de Valencia sublevada y con la Acorazada Brunete amenazando Madrid, el golpe ya no tuviese otro destino que el fracaso; significa sólo que, además del golpe, en ese momento ya estaba en marcha, el contragolpe, y que a partir de entonces y hasta poco después de las nueve los planes de los golpistas quedaron en suspenso, a la espera de que nuevas unidades del ejército se uniesen a la asonada.

El puesto de mando del contragolpe se hallaba situado en la Zarzuela, en el despacho del Rey, donde éste permaneció toda la noche en compañía de su secretario, Sabino Fernández Campo, de la Reina, de su hijo el príncipe Felipe —entonces un muchacho de trece años— y de un ayudante de campo, mientras los salones aledaños de palacio se llenaban de familiares, amigos y miembros de la Casa Real que atendían o realizaban llamadas o comentaban los acontecimientos. Aunque de acuerdo con la Constitución no pasaba de ser el jefe simbólico de las Fuerzas Armadas, cuyo mando efectivo residía en el presidente del gobierno y el ministro de Defensa, en aquella situación excepcional el Rey actuó como comandante en jefe del ejército y desde el primer instante empezó a impartir a sus compañeros de armas órdenes de respetar la legalidad. En un principio, con el fin de sustituir al gobierno secuestrado el Rey aprobó una propuesta según la cual todos los poderes del ejecutivo pasaban a manos de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el máximo órgano en la jerarquía del ejército, pero se apresuró a retirar su aprobación en cuanto alguien —tal vez Fernández Campo, tal vez la propia Reina— le hizo ver que esa medida suponía relegar el poder civil en favor del militar y sancionar en la práctica el golpe; este paso en falso abortado a tiempo mostró en la Zarzuela la necesidad de constituir un gobierno suplente de civiles, lo que se hizo antes de las ocho de la noche reuniendo un grupo de secretarios y subsecretarios de estado bajo el mando del director general de Seguridad, Francisco Laína. Para esa hora, sin embargo, la principal preocupación del Rey no era el teniente coronel Tejero, que mantenía bajo su control el Congreso, ni el general Milans, que mantenía sublevada la región de Valencia, ni los conjurados de la Acorazada Brunete, que a pesar de las contraórdenes del jefe de la división y del capitán general de Madrid no habían renunciado a sumarse al golpe, ni siquiera el general Armada, sobre quien cada vez convergían más sospechas a medida que los golpistas alegaban su nombre (lo invocaba Tejero, lo invocaba Milans, lo invocaban los conjurados de la Brunete); la principal preocupación del Rey eran los capitanes generales.

Se trataba de casi una docena de generales que ejercían un dominio de virreyes sobre las once regiones militares en que estaba dividido el país. Todos ellos eran franquistas: todos habían hecho la guerra con Franco, casi todos habían combatido en la División Azul junto a las tropas de Hitler, todos se adscribían ideológicamente a la ultraderecha o mantenían buenas relaciones con ella, todos habían aceptado la democracia por sentido del deber y a regañadientes y muchos consideraban que la intervención del ejército en la política del país era hacia 1981 indispensable o conveniente. En los días previos al 23 de febrero Milans había conseguido desde la jefatura de la III región militar el apoyo explícito o implícito para su causa de cinco de los capitanes generales (Merry Gordon, jefe de la II región; Elícegui, de la V; Campano, de la VII; Fernández Posse, de la VIII; Delgado, de la IX), pero cuando apenas iniciado el golpe el Rey y Fernández Campo empezaron a llamarlos uno a uno por teléfono y tuvieron que definirse, ninguno de ellos secundó con claridad a Milans. Tampoco acataron sin titubeos, no obstante, la autoridad del Rey; lo hubieran hecho si el Rey les hubiera ordenado sacar las tropas a la calle, pero, dado que la orden que partió de la Zarzuela fue exactamente la opuesta, todos los capitanes generales salvo dos (Quintana Lacaci, en Madrid, y Luis Polanco, en Burgos) se debatieron durante toda la tarde y la noche en un tremedal de dudas, de un lado urgidos por las arengas telefónicas de Milans y sus apelaciones al honor militar y la salvación de España y los compromisos adquiridos, y de otro sujetados por el respeto al Rey y a veces por la reticencia o la prudencia de los segundos escalones de mando, quizá fascinados por el vértigo de revivir en su vejez la épica insurreccional de su juventud de oficiales de Franco y conscientes de que el respaldo de cualquiera de ellos al golpe podía de cantarlo del lado de los golpistas —decidiendo la intervención de sus demás compañeros y obligando entre todos al Rey a congelar o suprimir un régimen político que todos detestaban—, pero conscientes también de que ese mismo respaldo podía arruinar su hoja de servicios, aniquilar sus apacibles previsiones de retiro y condenarlos a pasar el resto de sus días en una prisión militar. Es probable que aquellos generales tuvieran un alto concepto de sí mismos, pero, a juzgar por lo ocurrido el 23 de febrero, salvo excepciones sólo demostraron ser un puñado de militares cobardes y sin honor, podridos de molicie y de bravuconería: si hubieran sido militares de honor no hubiesen dudado un segundo en ponerse a las órdenes del Rey protegiendo la legalidad que habían jurado defender; si no hubieran sido militares de honor pero hubieran sido valientes hubiesen hecho lo que les exigían sus ideales y sus tripas y hubiesen sacado los tanques a la calle. Salvo excepciones, no hicieron ni una cosa ni la otra; salvo excepciones, su comportamiento fluctuó entre lo bochornoso y lo esperpéntico: así ocurrió por ejemplo con el general Merry Gordon, jefe de la II región, quien había prometido ponerse del lado de Milans y se pasó la tarde y la noche en la cama, postrado por una sobredosis de ginebra; o con el general Delgado, jefe de la IX región, quien improvisó su cuartel general en un restaurante de las afueras de Granada donde permaneció a resguardo de las vicisitudes del golpe y sin pronunciarse a favor o en contra hasta que más allá de la medianoche consideró que la situación se había despejado y regresó a su despacho en capitanía; o con el general Campano, jefe de la VII región, quien no paró de buscar estratagemas que le permitieran sumarse al golpe protegiéndose de una eventual acusación de golpista; o con el general González del Yerro, jefe del mando unificado de las Canarias (el equivalente a la XI región militar), quien se mostró dispuesto a colaborar en el golpe a condición de que no fuera Armada sino él quien ocupase la jefatura del gobierno resultante. Las anécdotas podrían multiplicarse, pero la categoría es siempre la misma: salvo Milans, ningún capitán general apoyó abiertamente el golpe, pero, salvo Quintana Lacaci y Palanca, ningún capitán general se opuso abiertamente a él. Pese a ello, y también pese a que durante toda la tarde y la noche las noticias que llegaban a la Zarzuela sobre las capitanías generales variaban de minuto en minuto y con frecuencia eran o parecían contradictorias, es muy posible que antes de las nueve de la noche el Rey tuviera la certeza razonable de que a menos que un imprevisto diese un vuelco a la situación los capitanes generales no iban a atreverse por el momento a desobedecer sus órdenes.

Pero el imprevisto aún podía producirse, y el vuelco también: el Rey había apagado una parte de la rebelión, pero no la había sofocado. Los puntos de mayor incandescencia entre las siete y las nueve de la noche eran el Congreso y la Acorazada Brunete, la unidad más decisiva para el triunfo del golpe. Lo ocurrido durante aquellas dos horas en la Brunete es inexplicable; inexplicable a menos que se admita que un vértigo de cobardía o de indecisión similar al que se adueñó de los capitanes generales se adueñó también de los golpistas de la Brunete. Persuadido por éstos de que la operación contaba con el beneplácito del Rey, en los minutos previos al golpe el jefe de la Brunete, general Juste, había dado orden de salir hacia Madrid a todas sus unidades, pero antes de las siete, tras hablar con la Zarzuela y recibir órdenes tajantes del general Quintana Lacaci —su inmediato superior jerárquico—, Juste había dado la contraorden; muchos jefes de regimiento seguían sin embargo mostrándose renuentes a obedecerla y algunos de los más fogosos —el coronel Valencia Remón, el coronel Ortiz Call, el teniente coronel De Meer— buscaban excusas o coraje con que sacar sus tropas a la calle, seguros de que bastaba poner un carro de combate en el centro de Madrid para disipar los escrúpulos o las vacilaciones de sus compañeros de armas y decidir el triunfo del golpe. No encontraron ninguna de las dos cosas, pero sobre todo no las encontraron los cabecillas golpistas de la división (el general Torres Rojas, sustituto de Juste según los planes de los conjurados, el coronel San Martín, jefe del Estado Mayor, y el comandante Pardo Zancada, encargado por Milans de poner en marcha la operación), ni tampoco ninguno de los demás jefes y oficiales que se agitaban en medio de la zozobra del Cuartel General: como tantos otros militares durante los años anteriores al golpe, muchos habían prodigado amenazas al gobierno con bravatas de cuarto de banderas, pero cuando llegó el momento de ponerlas en práctica no fueron capaces de arrebatarle el mando al débil y dubitativo Juste y, aunque es verdad que durante las primeras horas del golpe Torres Rojas y San Martín intentaron todavía convencer a Juste de que anulara la contraorden de salida, lo cierto es que lo hicieron con escasa convicción, y que las presiones que ejercían sobre el jefe de la Brunete se esfumaron cuando poco después de las ocho de la tarde, obedeciendo dócilmente las órdenes de sus superiores, Torres Rojas se marchó del Cuartel General y regresó en avión regular a su destino en La Coruña.

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